… pero, si acabo de acostarme. Y ya suena el timbre. Seis y cuarto. No puede ser. Siete y cuarto, acaso. Más cerca. Ocho y cuarto. Este despertador será un portento de relojería suiza, pero sus agujas son tan finas que apenas si se ven. Nueve y cuarto. Tampoco. Los espejuelos. Diez y cuarto. Eso sí. Además, el día se pinta en color de media mañana sobre el amarillo de las cortinas. Y es lo mismo de siempre cuando vuelvo a esta casa: abro los ojos con la sensación de estar allá, por la hamaca esta que me acompaña a todas partes —casa, hotel, castillo inglés, Palacio nuestro…— porque nunca he podido descansar en rígida cama de colchón y travesaño. Necesito un acunado de chinchorro para ovillarme, con su cabuyera para mecerme. Y es otra mecida y un bostezo, y otra mecida al sacar las piernas y poner los pies a buscar mis pantuflas que se me extravían en los colores de la alfombra persa. (Allá, siempre atenta a mis despertares, me las hubiera calzado ya la Mayorala Elmira, que debe estar durmiendo en su camastro de campaña —ella también tiene sus manías—, de pechos sueltos y enaguas por las caderas, en la noche del otro hemisferio). Unos pasos hacia la claridad. Halar el cordón de la derecha y se abre, con ruido de anillas, arriba, el escenario de la ventana. Pero, en vez de un volcán —nevado, majestuoso, lejano, antigua Morada de Dioses— se me acerca el Arco de Triunfo detrás del cual está la casa de mi gran amigo Limantour, que fue ministro de Don Porfirio, y con quien tanto se aprende cuando se pone a hablar de economía y jodederas nuestras. Leve ruido de puerta. Y aparece Sylvestre, con su chaleco rayado, alzando la bandeja de plata —espesa y hermosa plata de mis minas—: Le café de Monsieur. Bien fort comme il l’aime. A la façon de lábas… Monsieur a bien dormi?… Las tres cortinas de brocado son corridas, ahora, una tras otra, mostrando, en buen sol para jornada hípica, las esculturas de Rude. El niño-héroe de los cojoncillos al aire, llevado a combate por un caudillo desmelenado y corajudo de los que —¡si lo sabré yo!— aullando epinicios pasan de la vanguardia a la retaguardia si la cosa se pone fea. Le Journal, ahora L’Excelsior, cuyas páginas, por sus muchas fotos, vienen a ser un cinematógrafo de la actualidad. L’Action Française, con las recetas gastronómicas de Pampille que mi hija señala cada día, con lápiz rojo, a la atención de nuestro excelente cocinero, y el imprecatorio editorial de Léon Daudet, cuyas geniales, apocalípticas injurias —expresión suprema de la libertad de prensa— promoverían duelos, secuestros, asesinatos y balaceras cotidianas en nuestros países. Le Petit Parisien: Sigue la rebelión de Ulster, con gran concertante de ametralladoras y arpas irlandesas: universal indignación produce la segunda recogida de perros de Constantinopla, condenados a devorarse, unos a otros, sobre una isla desierta; nuevos bochinches en los Balcanes, eterno avispero, polvorín de siempre, que mucho se me parecen, por ello, a nuestras provincias andinas. Todavía me acuerdo —era en mi pasado viaje— las ceremonias de recibimiento del Rey de los Búlgaros. Pasó por aquí, junto al Presidente Fallières, exhibiendo su empenachada y entorchada majestad (se me pareció por un momento al Coronel Hoffmann) en un soberbio landó de aparato, mientras la banda de la Guardia Republicana, apostada al pie del monumento napoleónico, tocaba Platcha divitza, Chuma Maritza, con gran lujo de trompetas, clarinetes y bombardinos, realzado por una casi zarzuelera combinación de flautín y triángulo. Vive le Roi! Vive le Roi!, gritaba una multitud republicana, añorante, en el fondo, de tronos, coronas, cetros y maceros, muy pobremente sustituidos, en cuanto a espectáculo, por los presidentes de frac y banda escarlata en el chaleco, que mueven la chistera, de cabeza a rodillas, en gesto de saludo harto parecido al de los ciegos que piden limosna después de haber buscado el sonsonete de La jambe en bois en las negras honduras de una ocarina. Once menos veinte. Felicidad de una agenda cerrada —tirada— en el velador arrimado a la hamaca, sin un horario de audiencias, visitas oficiales, presentación de credenciales, o alardosa entrada de militares que te llegan así, de repente, fuera de programa, a compás de botas y espuelas. Pero he dormido más de lo acostumbrado y es que anoche, claro, anoche —y muy tarde— me he tirado a una hermanita de San Vicente de Paul, vestida de azul añil, con toca de alas almidonadas, escapulario entre las tetas, y disciplina de cuero de Rusia en la cintura. La celda era perfecta, con su misal de pasta becerrona en la tosca mesa de madera, junto a la palmatoria plateada y la calavera demasiado gris —la verdad es que no la toqué— que sería de cera o tal vez de caucho. La cama, sin embargo, pese a su estilo conventual y penitenciario era comodísima, con sus almohadas de falsa estameña, sus plumas metidas en fundas que parecían hechas de austera lona, y aquel bastidor de tiras elásticas que colaboraba, dócil, con los movimientos de codos y de rodillas que sobre él se trababan. Cómoda era la cama, como lo eran el diván del cuarto de los califas o la banqueta de terciopelo del coche-dormitorio de los Wagonslits-Cook (Paris-Lyon-Mediterranée) eternamente detenido, con dos ruedas y escalerilla de acceso, en la galería que —ignoro por qué ingenioso artificio— olía siempre a respiro de locomotoras. Todavía me faltaba por probar las posibles combinaciones de cojines y esteras de la Casa Japonesa; el camarote del Titanic, reconstruido en su realidad sobre documentos, y que parecía como marcado por la inminencia del drama. (Vas-y vite, mon chéri, avant que n’arrive l’ice-berg… Le voilà… Le voilà… Vite, mon chéri… C’est le naufrage… Nous coulons… Nous coulons… Vas-y…); el rústico desván del cortijo normando, oliente a manzanas, con botellas de sidra al alcance de la mano, y la Cámara Nupcial donde Gaby, vestida de novia, coronada de azahares, se hacía desflorar cuatro o cinco veces cada noche, cuando no estaba de turno en la mañana —«la guardia», llamaban a eso— por aquello de que algunos amigos de la casa, a pesar de las canas y de la Legión de Honor, conocían aún, de tarde en tarde, la gloria de los despertares triunfales de Victor Hugo. En cuanto al Palacio de los Espejos, éste me había devuelto tantas veces mi figura en yacencias y escorzos, invenciones y garabatos, que todas mis conjugaciones físicas quedaban recopiladas en mi memoria como en un álbum de fotografías familiares se repertorian los gestos, actitudes, desplantes y atuendos que marcaron las mejores jornadas de una existencia. Bien entendía yo por qué el Rey Eduardo VII había tenido, allí, bañadera propia, y hasta una butaca —hoy objeto histórico, guardado en estancia de honor— ejecutada por un hábil y discreto ebanista, que le permitiera entregarse a sutiles retozos para los cuales su abundoso abdomen resultaba un estorbo. Buena había sido la farra de anoche. Pero sin embargo me quedaba —bajadas las muchas copas— como un temor de que mi sacrílega diversión con la hermanita de San Vicente de Paul (otra vez, Paulette se me había ofrecido como colegiala inglesa, entre raquetas de tenis y fustas de equitación; otra vez, muy pintada, de buscona portuaria, con medias negras, ligas rojas y altas botas de cuero) me trajese mala suerte. (Además, aquella calavera que, pensándolo mejor, resultaba bastante siniestra, fuese de caucho o fuese de cera…) La Divina Pastora de Nueva Córdoba, Milagrosa Amparadora de mi patria, podía haber sabido de mis desvíos desde la montañosa atalaya donde, entre riscos y canteras, se alzaba su viejo santuario. Pero me tranquilizaba pensando que, en la falsa celda conventual de mi culpable antojo, no habían llevado el afán de autenticidad hasta poner un crucifijo. La verdad era que Madame Yvonne, vestida de negro, collar de perlas, exquisitos modales, idioma que, según los casos y la condición del cliente, pasaba del estilo Port-Royal al estilo Bruant —muy semejante, en esto, a mi francés mixto de Montesquieu y Ninipeau-de-chien— sabía entendérselas con la fantasía de cada cual, viendo siempre, sin embargo, dónde había de detenerse. No hubiese colocado un retrato de la Reina Victoria en el Cuarto del Internado Inglés, como no hubiese puesto un icono en el Cuarto del Gran Boyardo, ni un príapo harto ostentoso en el Cuarto de las Fantasías Pompeyanas. Cuando la visitaban ciertos clientes cuidaba, además, de que «ces dames» se pusieran en situación, como dicen los actores: que se concentraran en la interpretación de su papel —novia impaciente, monja luciferina, provinciana con curiosidades perversas, noble dama que oculta su identidad, gran señora venida a menos, extranjera-de-paso-ávida-de-sensaciones-nuevas, etc., etc…—; en fin, que se portaran como comediantas de buena escuela, prohibiéndoles que se prestaran a agarrar monedas con los labios del sexo, en el ángulo de una mesa, como lo hacían otras, de distinto estilo, en el Salón de Presentaciones de abajo —«au choix, Mesdames…»—, cuando lucían por toda vestimenta un bolero de lentejuelas españolas, un collar tahitiano, o un asomo de kilt escocés con cola de zorro en la herradura del cinturón… Sylvestre, ahora, introduce al barbero. Mientras me afeita me da noticias de las últimas fechorías de los apaches, que ahora trabajan con automóviles y artefactos de armería mayor. En el momento del polvo en las mejillas, me enseña una reciente fotografía de su hijo, muy marcial —y se lo digo— con las plumas de casoario que adornan su chacó. Alabo la compostura y disciplina de un pueblo donde un joven de modesto origen puede, por sus virtudes y laboriosidad, alzarse al plano de los militares que, antes de disparar un cañón, saben, por cálculos y logaritmos, cuáles habrán de ser la trayectoria y alcance de un obús. (Mis artilleros, por lo general, determinan el alza y ángulo de una pieza por el método empírico —aunque milagrosamente eficaz en algunos casos, hay que reconocerlo— de «tres manos arriba y dos a la derecha, con dedo y medio de rectificación, hacia la casa aquella del techito punzó… «¡Fuego!»… Y lo mejor es que dan en el blanco…) Detrás del retrato del cadete de Saint Cyr, el barbero me muestra la reciente foto de una joven, envuelta en velos transparentes y que, según parece, tremendamente ilusionada por los intereses al 6,4% del nuevo Empréstito Ruso, estaría dispuesta a… —muy discretamente, desde luego— para adquirir acciones salvadoras de una fortuna que, antaño asentada en blasones de gules y armiños, se hallaba en trance de naufragar; esa joven —y puede verse que su «academia», como se dice, no es del todo despreciable—, en fin, esa joven… (Mandaré por delante a Peralta para que vea, palpe y me diga…) Tras de los cristales el estío se afirma, como nuevo, recién llegado, en el esplendoroso verdor de los castaños. El sastre, ahora, que me mide y remide, me cubre con pedazos de americanas, de chaquetas, de levitas, ajustando, apretando, ensamblando, dibujando, con la tiza plana, figuras de teorema en un fragmentado revestimiento de lanas obscuras. Doy vueltas sobre mí mismo, como maniquí, deteniéndome en ángulos favorables a una buena iluminación de mi persona. Y según la orientación impuesta a mis ojos, contemplo los cuadros, las esculturas, que me rodean y parecen renacer en torno mío ya que, de tanto haberlos visto, muy poco los miro ya. Ahí está, como siempre, la Santa Radegunda de Jean-Paul Laurens, merovingia y estática, recibiendo las reliquias traídas de Jerusalén por emisarios encapuchados que le ofrecen, en precioso cofre de marfil, un trozo de la Cruz del Señor. Allá, en brava escultura, unos gladiadores de Gerôme, con el reciario vencido, enredada en su propia red, retorciéndose bajo el pie victorioso de un machote de yelmo y máscara, que parece aguardar, con el estoque en espera, el veredicto del César. («Macte» —digo yo siempre, al mirar esa obra, bajando el pulgar de la mano derecha… —). Un cuarto de vuelta sobre mí mismo, y contemplo la fina marina de Elstir que abre sus inquietos azules, con yolas en primer plano, entre espumas y nubes confundidas, cerca del mármol rosa de un Pequeño fauno premiado con Medalla de Oro en el último Salón de Artistas Franceses. —«Un poco más a la derecha» —me dice el sastre. Y es el voluptuoso desnudo de una Ninfa dormida de Gervex. —«La manga, ahora» —dice el sastre. Y me veo ante El lobo de Gubbio de LucOlivier Merson, donde la fiera, amansada por la prédica inefable del Poverello, juega, santa y buena, con unos niños traviesos que le tiran de las orejas. Un cuarto de vuelta más, y es la Cena de cardenales de Dumont (¡y qué caras de gozadores tienen todos, y cuánta verdad en las expresiones, y aquél, de la izquierda, a quien se le ven hasta las venas de la frente!) junto al Pequeño deshollinador de ChocarneMoreau y la Recepción mundana de Béraud, donde el fondo rojo hace resaltar, de maravillas, los claros y escotados vestidos de las mujeres, revueltos en negruras de frac, verdores de palmeras y relumbre de cristalerías… Y ahora, casi de frente a la luz, descansan mis ojos en la Vista de Nueva Córdoba, obra de un pintor nuestro, evidentemente influenciado por algún panorama toledano de Ignacio Zuloaga— los mismos amarillos anaranjados, un parecido escalonamiento de casas, con Puente del Mapuche transfigurado en Puente de Alcántara… Y ahora, poniéndome de cara a la ventana, me habla el sastre de algunos clientes suyos cuyos apellidos realzan su prestigio profesional —como cuando, en Inglaterra, un fabricante de bizcochos o de mermeladas se jacta, en sus etiquetas, de ser «Proveedor del Rey». Así me entero de que Gabriel D’Annunzio, dispendioso y magnífico en sus antojos pero siempre olvidadizo y moroso en el pago, le ha encargado doce chalecos de fantasía y otras prendas más cuya enumeración apenas escucho, porque el solo nombre de Gabriel D’Annunzio viene a evocar repentinamente, para mí, aquel misterioso patio señorial y empedrado, oculto tras de la fachada de una mísera casa de la Rue Geoffroy L’Asnier, donde, al cabo de un pasadizo oliente a sopa de puerros, aparecía, como increíble decoración de ópera, el pabellón de mascarones y rejas en fachada clásica, en el cual había tenido yo el honor de cenar, más de una vez, compartiendo la intimidad del gran poeta. Aquel escondite, a la vez suntuoso y secreto, tenía leyenda y mitología: decíase que cuando Gabriel estaba a solas, era servido por hermosas camareras con nombres de hadas, y que mientras sus muchos acreedores eran tenidos a raya por una conserje aguerrida en tales menesteres, allá dentro, en la mansión llena de alabastros y mármoles antiguos, pergaminos y estolas medievales, entre humeantes incensarios sonaban las frescas voces de una escolanía infantil, alternadas en antífona de canto llano, tras de cortinas que ocultaban las desnudeces de mujeres, muchas mujeres —y de las grandes y de las famosas y de las nobles— rendidas al genio del Arcángel de la Anunciación. («No sé lo que le encuentran» —decía Peralta—: «Es feo, calvo y chaparrito, y, para colmo, se llama Raspañeta»… «Vete a saber» —decía yo, pensando que aquello, para quien pudiese hacerlo, era bastante más interesante que frecuentar el burdel de Chabanais, tan habitado aún, sin embargo, por la sombra de Eduardo VII). Y ahora entraba Peralta, precisamente, cargando con un rimero de libros, coronado por un ejemplar amarillo de L’enfant de volupté —versión francesa de Il piacere— donde, por cierto, no había encontrado mi secretario, decepcionado, las droláticas enjundias prometidas por el título… —«Estaban en mi cuarto, a medio leer». Y los deja sobre la mesa de la biblioteca en tanto que el sastre se lleva sus telas, luego de desvestirme de costosas cáscaras, de galas informes, de pantalones aún mal calados de entrepiernas—. «Dame algo». El Doctor Peralta abre mi pequeño escritorio de Boule, y saca una botella de Ron Santa Inés, con su etiqueta de caracteres góticos en paisaje de cañaverales. —«Esto da la vida»—. «Sobre todo, después de la noche de anoche». —«Al señor le dio por las religiosas». —«Y a ti por las negras». —«Usted sabe, mi compadre, que yo soy petrolero». —«Petroleros somos todos allá» —dije, riendo, cuando arriba, sabiéndome despierto, empezó Ofelia a tocar el Für Elise… —«Cada día le sale mejor» —dijo mi secretario, dejando la copa en suspenso—: «Una suavidad, un sentimiento»… Hoy, este Für Elise que tan delicadamente sonaba en el apartamento de mi hija, aunque con su inevitable equivocación en el mismo compás, me recordaba el otro, el que siempre tocaba doña Hermenegilda, su abnegada madre —ella también con la misma equivocación en el mismo compás—, cuando allá, en los días del Surgidero de La Verónica —días de juventud, anhelos y tormentas, sturm und drang, jodederas y cabronadas—, luego de obsequiarme con algún vals de Juventino Rosas o de Lerdo de Tejada pasaba a su repertorio clásico del Gran Sordo (Für Elise y el comienzo, nunca pasaba del comienzo, de la Claro de luna), el Idilio de Theodore Lack y varias piezas de Godard y de Chaminade, incluidas en el álbum de Música del hogar… Suspiro al pensar que tres años antes le habíamos hecho funerales de reina, puesta su urna bajo palio, con cortejo de ministros, generales, embajadores y dignatarios, banda militar reforzada por tres más, traídas de provincia —ciento cuarenta ejecutantes en total—, para tocar la Marcha Fúnebre de la Sinfonía heroica, y la, inevitable, de Chopin. Nuestro máximo prelado había hablado en su oración fúnebre (bastante inspirada, por consejo mío, en la que hubiese pronunciado Bossuet a la memoria de Enriqueta de Francia: «Aquel que reina en los cielos»… etc. etc.) de los merecimientos de la finada, tan excepcionales y egregios que su canonización era cosa digna de contemplarse. Doña Hermenegilda había sido casada y con hijos, desde luego —Ofelia, Ariel, Marco Antonio y Radamés—, pero el Arzobispo recordaba a sus oyentes, en su discurso, las bienaventuradas virtudes conyugales de Santa Isabel, madre del Bautista, y de Mónica, madre de Agustín. Yo, por supuesto, dichas las palabras útiles, no creí urgente elevar solicitud alguna a la magna autoridad del Vaticano, puesto que mi mujer y yo habíamos vivido en concubinato durante años, antes de que los imprevisibles y tormentosos rejuegos de la política me condujeran a donde hoy me encuentro. Lo importante era que el retrato de mi Hermenegilda, impreso en Dresden, a todo color, por iniciativa de nuestro Ministro de Educación, era objeto de culto a todo lo largo y ancho del país. Decíase que las carnes de la difunta, desafiando la acción de los gusanos, le habían conservado en el rostro la serena y bondadosa sonrisa de los postreros instantes. Afirmaban las mujeres que su estampa era milagrosa para aliviar dolores de ijada y malandanzas de partos primerizos, y que las promesas que a ella hacían las doncellas para conseguir marido eran más eficientes que la práctica, muy corriente hasta ahora, de meter el busto de San Antonio en un pozo, con la cabeza para abajo… Acabo de ponerme una gardenia en el ojal, cuando Sylvestre me anuncia la visita del Ilustre Académico —académico de reciente elección, acogido no sé ni cómo bajo la Cúpula, pues, hace pocos años aún, había calificado los Cuarenta Inmortales de «verdes momias bicorneadas, anacrónicas parteras de un Diccionario aventajado de antemano, en cuanto al entendimiento de la evolución del idioma, por cualquier Pequeño Larousse de uso doméstico». (Una vez electo, sin embargo —j’ai accepté pour m’amuser—, había tenido el cuidado de hacer diseñar la empuñadura de su espada por su famoso amigo Maxence quien, pasando de la inspiración pictórica a la orfebrería, logró plasmar el espíritu de una obra adicta a climas bíblicos y medievos legendarios en un estilo que demasiado mezclaba, a mi entender, la estética del scenic-railway del Magic-City con las más sutiles esencias del prerrafaelismo. Escondió Peralta la botella de Santa Inés y saludamos al hombre ingenioso y fino que ahora se sienta donde un rayo de sol, lleno de polvillos en ascenso, destaca la roja presencia de su roseta de la Legión de Honor. Arriba, sigue Ofelia empeñada en limpiar de inoportunos bemoles el pasaje de Für Elise que siempre le sale chueco. —«Beethoven» —dice el Ilustre Académico, señalando a lo alto, como dándonos una gran noticia—. Y, con la indiscreta mano de quien siempre tiene abiertas las puertas de mi casa, revuelve los libros traídos, hace rato, por mi secretario. El ateísmo de Le Dantec. Bien. Sólida lectura. El discípulo de Bourget. No está mal, pero no imitemos a los emmerdeurs alemanes en su manía de mezclar la filosofía con la novela. Anatole France: talento indiscutible, pero harto sobrestimado fuera de Francia. Además su escepticismo sistemático no conduce a nada… Chantecler: rara cosa. Éxito y fracaso. Audacia a la vez genial y desafortunada, pero que quedará como intento único en la historia teatral. Y declama: O Soleil! toi sans qui les choses / Ne seraient pas ce qu’elles sont… (El Académico ignora que, de unos años a esta parte, diez mil taguaras y casas de putas, en América, llevan el nombre de Chantecler…). Gruñe, irónico, aunque aquiescente, al ver un panfleto anticlerical de Léo Taxil, pero hace una mueca de disgusto, de franca desaprobación, ante Monsieur de Phocas de Jean Lorrain, sin saber acaso que Ollendorf, su propio editor, ha invadido las librerías de nuestro continente con una versión española de esa novela, presentada como muestra incomparable del genio francés, bajo una portada en colores, cuya Astarté desnuda, de Géo Dupuy, hace soñar todavía a nuestros colegiales… Ahora ríe, pícaro, cómplice, al toparse con Les cent mille verges, The sexual life of Robinson Crusoe y Les fastes de Lesbos, de autores desconocidos (tres asteriscos) pero profusamente ilustrados, que compré ayer en una tienda especializada de la Rue de la Lune. —Ce sont des lectures de Monsieur Peralta —digo, cobarde. Pero de pronto, enseriándose, se da nuestro amigo a hablar de literatura en el modo intencionado y magistral que bien le conocemos, Peralta y yo, para demostrarnos que la verdadera, la mayor, la gran literatura de acá, es desconocida en nuestros países. Coincidimos todos en admirar a Baudelaire —tristemente enterrado bajo lápida triste en el Cementerio Montparnasse—, pero habría que leer también a Léon Dierx, Albert Samain, Henri de Régnier, Maurice Rollinat, Renée Vivien. Y hay que leer a Moréas, sobre todo a Moréas. (Me callo por no contarle cómo, habiendo sido presentado a Moréas, hace años, en el Café Vachette, me acusó de haber fusilado a Maximiliano, aunque yo tratara de demostrarle que, por una razón de edad, me hubiese sido imposible estar, aquel día, en el Cerro de las Campanas… «Vous êtes tous des sauvages!» —había respondido, entonces, el poeta, con ímpetus de ajenjo en la voz…). Lamenta nuestro amigo que Hugo, el viejo Hugo, siga gozando de una enorme popularidad en nuestros países. Sabe que, allá, los obreros de tabaquerías —que se costean lectores públicos para burlar la monotonía de su trabajo— tienen especial apego a Los miserables y Nuestra Señora de París, en tanto que la Oración por todos («naïve connerie», dice) es muy recitada todavía en veladas poéticas. Y es que, según él, por carecer de espíritu cartesiano (es cierto: no crecen plantas carnívoras, no vuelan tucanes ni caben ciclones, en El discurso del método…) somos harto aficionados a la elocuencia desbordada, al pathos, la pompa tribunicia con resonancia de fanfarria romántica… Ligeramente molesto —él no puede darse cuenta de ello— por una apreciación que hiere directamente mi concepto de lo que debe ser la oratoria (eficiente para nosotros cuanto más frondosa, sonora, encrespada, ciceroniana, ocurrente en la imagen, implacable en el epíteto, arrolladora en el crescendo…), echo mano, para cambiar de tema, a una rarísima edición de lujo de la Plegaria sobre el Acrópolis, de Renán, ilustrada por Cabanel. —«Quelle horreur!» —exclama el Ilustre Académico con gesto condenatorio. Le hago observar que ese trozo figura en muchos manuales de literatura destinados a los estudiantes franceses. «Abominación debida a la escuela laica», afirma el visitante, calificando aquella prosa de amphigourique —pretenciosa, vocativa, hinchada de erudición y pedantes helenismos—. No. Las gentes de nuestros países deberían buscar el genio de la lengua francesa en otros libros, en otros textos. Descubrirían, entonces, la elegancia de estilo, la prestancia, la soberana inteligencia con que el Maurice Barrés de L’ennemi des lois podía mostrarnos, en tres páginas claras, las falacias y errores del marxismo —centrado en el Culto del Vientre—, o darnos una maravillosa visión de los castillos de Luis de Baviera, en frases de verdadero artista, bien ajenas a la logomaquia profesoral de un Renán. O, si queríamos remontarnos al siglo pasado, leer y releer a Gobineau, ese aristócrata de la expresión, maestro de la frase construida y señera, que, en su obra, había exaltado al Hombre-Egregio, a los Hombres-Pléyades, príncipes del espíritu (eran, según él, unos tres mil en toda Europa), proclamando su incapacidad de interesarse por «la masa de eso que llaman hombres», vista como un pulular de despreciables insectos irresponsables y destructores, desprovistos de Alma… Ahí prefiero callar y no entrar en discusión, porque la cuestión requería un esclarecimiento que más vale eludir: durante las fiestas del Centenario de la Independencia de México, las autoridades se las arreglaron para que las gentes de huaraches y rebozo, los mariachis y los tullidos, no se acercaran a los lugares de grandes ceremonias, pues era mejor que los visitantes extranjeros e invitados del Gobierno no viesen a esos que nuestro amigo Yves Limantour llamaba «los cafres». Pero en mi país, donde son muchos —¡demasiados!— los indios, negros, zambos, cholos y mulatos, sería difícil ocultar a «los cafres». Y mal vería yo a nuestros cafres de la inteligentzia —tremendamente numerosos— complacidos con la lectura del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas del Conde de Gobineau… Sería oportuno cambiar de conversación. Por suerte, vuelve a sonar, arriba, el Für Elise. Y agarrándose de lo que suena, lamenta el Académico los desvaríos de la música moderna —o llamada «moderna»— que, haciéndose un arte cerebral, deshumanizado, álgebra de notas, ajeno a cuanto signifique sentimiento (oiga usted lo que compone el equipo de la Schola Cantorum de la Rue Saint-Jacques), traiciona los eternos principios del melos. Hay excepciones, sin embargo: Saint-Saëns, Fauré, Vinteuil, y, sobre todo, nuestro querido Reynaldo Hahn —nacido en un Puerto Cabello que mucho se parece al Surgidero de La Verónica. —Sé que mi «paisano» («paisano» me llama siempre, con su blando español acriollado, cuando nos encontramos en alguna parte), antes de haber escrito sus sublimes coros para la Esther de Racine, había estrenado, años atrás, una finísima ópera llena de nostalgias del Trópico natal, ya que su acción transcurría en paisajes escénicos que en todo evocaban la costa venezolana, conocida en la niñez, aunque se tratara, decían los programas, de un «idilio polinesio»: L’île du rêve, inspirada en Le mariage de Loti— y Loti, Loti, voici ton nom, cantaba Rarahú en esa historia de exóticos amores que, según ciertos críticos malvados, hábiles en demolerlo todo, se parecía demasiado a la de Lakmé. Pero, si así se miraban las cosas, podía decirse lo mismo de Madame Butterfly, obra bastante posterior a la de Reynaldo. Y como, en días pasados, se hubiesen escuchado sus Canciones grises en una de las habituales tenidas musicales del Quai Conti, nos vimos llevados a hablar de gente como el Conde de Argencourt, Encargado de Negocios de Bélgica, que se rodeaba de maricones, sin serlo, por no querer exponer una querida demasiado joven a las apetencias de hombres-hombres; de Legrandin, que se venía adornando, como brillante novedad, con el inexistente título nobiliario de «Conde de Mes Eglises» o algo así («si llega a nacer en Cholula podría haberse llamado Conde de las 365 iglesias» —apuntó Peralta) y empezaba a alardear de snob en un mundo donde el esnobismo se iba imponiendo como afirmación de un novelero y generalizado afán de «estar al día» en todo. París, según afirmaba ahora el Ilustre Académico, se iba pareciendo a la Roma de Heliogábalo, que abría sus puertas a cuanto fuese raro, dislocado, siriaco, bárbaro, primitivo. Los escultores modernos, en vez de inspirarse en los grandes estilos, se pasmaban ante lo miceniano, lo pre-helénico, lo escita, lo estepario. Había gente, en estos días, que coleccionaba horribles máscaras africanas, figuras erizadas de clavos votivos, ídolos zoomorfos —obras de caníbales—. De los Estados Unidos, nos venían músicas de negros. Un escandaloso poeta italiano había llegado a publicar un manifiesto donde se proclamaba la necesidad de acabar con Venecia e incendiar el Louvre. Por ese camino llegaríamos a la exaltación de Atila, Eróstrato, los Iconoclastas, el cake-walk, la cocina inglesa, los atentados anarquistas, bajo el reinado de las nuevas Magas Circe que ahora se llamaban Lyane de Pougy, Émilienne d’Alencon o Cléo de Mérode («por ésas me dejo transformar en chancho» —murmuró Peralta). Pero ahora, para aliviar el ánimo del visitante, decía yo que toda gran ciudad conocía fiebres pasajeras, entusiasmos tontos, modas, afectaciones y extravagancias de un día, que no hacían mella al genio de una raza. Juvenal se quejaba ya de las costumbres vestimentarias, perfumes, cultos, supersticiones, de una sociedad romana, fascinada por cuanto le viniera de fuera. El esnobismo no era cosa nueva. Si se miraba bien, las Preciosas de Molière no eran sino unas snobs «avant la lettre». O se tenía una gran capital o no se tenía una gran capital. Y, pese a tantas novelerías, París seguiría siendo el Santo Lugar del buen gusto, del sentido de la medida, del orden, de la proporción, dictando normas de urbanidad, elegancia y saber vivir, al mundo entero. Y, en cuanto al cosmopolitismo, que también había conocido Atenas, en nada dañaba el auténtico genio francés. «Ce qui n’est pas clair n’est pas f français» —digo, ufano de poder citar todavía un Rivarol que me hicieron leer, en mis días de colegial, los Hermanos Maristas del Surgidero de La Verónica. —«Ciertamente» —opinaba el Académico: pero la política, la abyecta política, con sus alborotos, sus pugnas de partidos, sus feroces batallas parlamentarias, estaba trayendo la confusión y el desorden en este país esencialmente razonable. Cosas como el escándalo de Panamá, el Affaire Dreyfus, hubiesen sido inconcebibles en tiempos de Luis XIV. Esto, por no hablar del «lodo socialista» que, como había dicho nuestro amigo Gabriel D’Annunzio, «lo invadía todo», ensuciando cuanto era bello y grato en nuestras viejas civilizaciones. El socialismo… (suspiró, mirando a la puntera de sus zapatos charolados). Cuarenta reyes habían hecho la grandeza de Francia. Mire Inglaterra. Mire los países escandinavos, ejemplos de orden y de progreso, donde los estibadores trabajan de chaleco y cualquier albañil tiene su reloj de leontina bajo la blusa. El Brasil fue grande cuando tuvo un Emperador, como Pedro II, amigo, comensal y devoto de ese Victor Hugo tan estimado por vosotros. México fue grande cuando tuvo a Porfirio Díaz en una siempre renovada presidencia. Y si mi país gozaba de paz y prosperidad era porque mi pueblo, más inteligente, acaso, que otros del Continente, me había reelecto tres, cuatro —¿cuántas veces?—, sabiendo que la continuidad del poder era garantía de bienestar material y equilibrio político. Gracias a mi Gobierno… Lo interrumpí con un gesto de defensa ante un previsto elogio que hubiese puesto nuestras tierras de volcanes, terremotos y huracanes, en quieta latitud de encajeras flamencas o de auroras boreales. —«Il me reste beaucoup à faire» —dije. Aunque me jactaba —eso sí— de que, para mi país, tras de un siglo de bochinches y cuartelazos, se había cerrado el ciclo de las revoluciones —revoluciones que no pasaban de ser, en América, unas crisis de adolescencia, escarlatinas y sarampiones de pueblos jóvenes, impetuosos, apasionados, de sangre caliente, a los que era preciso, a veces, imponer una cierta disciplina. Dura lex, sed lex… Había casos en que la severidad era necesaria —pensaba el Académico—. Además, bien lo había dicho Descartes: Los soberanos tienen el derecho de modificar en algo las costumbres… Terminado su larguísimo repaso de Für Elise —no nos habíamos dado cuenta de que el piano estaba mudo desde hacía rato— entró Ofelia en la biblioteca, deslumbradora, extraordinaria, envuelta en muselinas claras, llevando boa de plumas al cuello, sombrero empavesado de flores con un colibrí anidado entre rosas, mitones bordados y sombrilla cuyo mango era una fina pieza de marfil labrado —perfumada, rumorosa de ocultas lencerías, evanescente por el atuendo, encrespada por el peinado, alardosa de formas aventajadas por lazos y ceñidos, que nos venía con el brioso empaque, fragata al viento, de un modelo de Boldini—. «Es la Jornada de los Drags» —me dijo, recordándome que, en efecto, momentos antes, mientras hablaba con el Ilustre Académico, había yo visto pasar, camino de la Place de la Concorde, algunos de esos carricoches de vieja estampa inglesa —portezuelas dobles, imperial y alto pescante— tirados por cuatro caballos, que más tarde rodarían en gran alboroto de quitasoles, látigos restañados y cornetas a la postillona, hacia donde los esperaba, flanqueado de dos monteros de librea encarnada, el Presidente de la Sociedad del Steaple-Chase. —«Jamais je ne vous avait vu si belle» —dijo el Ilustre Académico, tejiendo luego un enrevesado cumplido donde mi hija venía a ser algo así como un hermoso Gauguin surgido de las ondas vaporosas de un alba estival—. «Tango tenemos» —murmuró Peralta. A mí se me enserió la cara: lo del Gauguin nos ponía un poco en plan de metecos… Pero Ofelia lo aceptaba con buen humor: «Oh! Tout au plus la Noa-Noa du XVIe Arrondissement!»… La verdad es que, con ese cutis mate de india adelantada, mi hija estaba bella. En nada había heredado la redondez de cara, el espesor de muslos, la anchura de caderas, de su santa madre —mucho más lugareña en pinta y estampa—. Era mujer de piernas largas, pechos menudos, delgado talle —nueva raza que nos estaba naciendo allá— y nada debía su pelo lacio, rizado por artificio y moda, a los ensortijamientos capilares que muchos compatriotas nuestros contrariaban con el uso de la famosa Loción Walker, invento de un farmacéutico de la Nueva Orleáns… Colmándome de ostentosos mimos, Ofelia me pidió permiso para irse de viaje aquella misma noche, después de la obligada merienda en el Polo de Bagatelle. Quería asistir a la temporada wagneriana de Bayreuth que, el martes próximo, se iniciaría con Tristán e Isolda. —«Oeuvre sublime!» —exclamó el Académico, dándose a tararear el tema del Preludio, con gestos de quien dirige una orquesta invisible. Habló luego de la sobrehumana voluptuosidad del segundo acto, del gran solo de corno inglés del tercero, de la progresión cromática, paroxística, casi cruel en la intensidad de su ascenso, del Liebestod, preguntando a mi hija si le sería grato ser recibida en la Villa Wahnfried. Gozándose de la teatral emoción de Ofelia, para quien la Insigne Mansión —decía— era algo tan impresionante y sagrado que jamás se atrevería a penetrar en ella, acercóse el Académico al pequeño escritorio Boule-Santa-Inés, tomando una hoja de papel. Que entregara estas líneas de presentación a su amigo Sigfrido, notable compositor, aunque sus obras se tocaban poco. Pero… ¿cómo podía componerse música, cuando se era hijo de Ricardo Wagner?… Y ya terminaba la pluma su recorrido caligráfico adornado de eses jónicas y empinadas elles: «Voici, Mademoiselle». Que saludara afectuosamente a Cósima de su parte. Le advertía que los asientos del Festspielhaus eran bastante incómodos. Pero la peregrinación a Bayreuth era algo que toda persona culta tenía el deber de realizar, aunque no fuese más que una vez en la existencia —como iban los mahometanos a la Meca o ascendían los japoneses al Fusiyama—. Después de tomar la carta embellecida por una rúbrica renacentista de muy estudiadas mayúsculas, Ofelia se retiró con nuevas muestras de cariño hacia un padre tan bueno, que en todo la complacía —aunque yo, a la verdad, en nada hubiese manifestado mi agrado ante la idea de un repentino viaje que venía a contrariar mi propósito de que oficiara de ama de casa en una próxima recepción dada, aquí, en honor del director de La Revue des Deux Mondes, muy interesado en publicar un largo artículo sobre la magnífica prosperidad y estabilidad política de mi país. Sus besos en mi frente habían sido de mera filfa y comedia propuestas a la admiración del visitante, pues ella, en realidad, jamás contaba con mi parecer o aquiescencia para hacer cuanto se le antojara. Conmigo usaba y abusaba del terror que me inspiraban sus terribles cóleras, de súbito desatadas cuando yo pretendía oponerme a sus voluntades —cóleras expresadas en frenéticos pataleos, gestos obscenos y un lenguaje tan desbocado y guarango que parecía sacado de quilombos, tumbaderos o casas de remolienda. En tales momentos, los coños y carajos de la Infanta —como la llamaba mi secretario— alcanzaban las mismas alegorías del Arco de Triunfo. Y, terminada la tempestad, habiendo logrado lo que deseaba, Ofelia volvía a un idioma tan fino y sutilmente matizado que a veces, después de oírla, tenía yo que acudir al diccionario para comprobar el peso cabal de un adjetivo o de un adverbio destinados, acaso, en el futuro, a realzar los vuelos de mi propia oratoria… Cuando quedamos solos, el Académico, repentinamente ensombrecido, evocó los años de penuria de Ricardo Wagner, y el menosprecio en que esta época aborrecible tenía a los artistas verdaderos. Ya no había Mecenas, ni magníficos Lorenzos, ni Borgias ilustrados, ni Luises Catorce o de Baviera. Si acaso, Luises de Tapete Verde… Él mismo, a pesar de una magnífica carrera literaria, no estaba a cubierto de necesidades —tanto, tanto, que, apremiado por mandatarios judiciales de bicornio, que mañana golpearían en la puerta de su morada con el marfil de sus bastones emblemáticos (¿hubiese sido esto concebible en el Grand Siècle?) se había resuelto, con dolor, a vender los manuscritos de dos dramas: el Robert Guiscard (fresco histórico, cuyos personajes principales eran el condottiero normando, su hermano Rogerio y la turbia Judith de Evreux, y que, a pesar de una magistral interpretación de Le Bargy, resultó un sonado fracaso), y L’absent (drama de la conciencia: David y Betsabé, cuyas noches de amor son envenenadas por el espectro de Urías, etc.) que había tenido más de doscientas representaciones en el Théâtre de la Porte Saint-Martin, para gran despecho del cochino judío de Bernstein, quien había pensado en escribir una pieza sobre el mismo tema… Pero las bibliotecas de aquí no disponían de fondos por ahora y los emplazamientos eran inaplazables: mañana, los hombres de bicornio y bastón con puño de marfil… Pero, acaso, la Biblioteca Nacional de mi país… No había que decir más. Pronto llené un cheque —cheque que recibió con distraído gesto de gran señor, sin mirar siquiera la suma que sobre él se estampaba, aunque mucho me sospecho que la conociera por haber observado el movimiento de mi mano al trazarla en números—. «Ils sont très beaux» —dijo: anchas hojas de papel de Holanda, puestas en estuches de cuero marcados por el hierro de su ex-libris—. «Vous verrez»… El paquete, dejado abajo, fue traído por Sylvestre. Desaté los cordeles, acaricié las cubiertas caligrafiadas en dos tintas, con dibujos alusivos al texto, pasé las páginas con deferente lentitud, y agradecí al ilustre amigo que hubiese pensado en la Biblioteca de mi país para salvaguardar esos invalorables escritos —Biblioteca que, aunque modesta, atesoraba algunos incunables de gran precio, mapas florentinos y varios códices de la Conquista. Y advirtiendo que sus gestos se concertaban en un ambiguo ceremonial de despedida, me puse de pie, como para mirar hacia el Arco de Triunfo, declamando: Toi dont la courbe, au loin / s’emplit d’azur, arche démesurée… Sintiéndose obligado a mostrarme algún agradecimiento, el Ilustre Académico tomó su sombrero de copa y sus guantes blancos, y dijo —sabiendo que ello me sería grato— que Hugo, en fin de cuentas, no era tan mal poeta, y resultaba comprensible que nosotros, generosos en cuanto mirara la cultura francesa, siguiéramos apreciando sus virtudes de gran lírico. Pero también había que conocer a Gobineau; había que leer a Gobineau… Descendí con él las escaleras alfombradas de rojo, acompañándolo hasta la entrada. E iba yo a proponer al Doctor Peralta que fuésemos a la Rue des Acacias, al Bois-Charbons de Monsieur Musard, cuando ante nosotros paró un taxi del que bajó, singularmente agitado, el Cholo Mendoza. Algo grave ocurría a mi embajador, pues estaba como sudoroso —siempre parecía sudoroso, pero no tanto—, con la raya del peinado sacada de línea, descuidada la corbata, mal abrochados los fieltros grises de sus borceguíes. Estuve por hacerle algún chiste sobre sus desapariciones de días —allá en Passy, en Auteuil, o quién sabe dónde— con alguna rubia de turno, cuando me alargó, con gesto descompuesto, la versión en claro de un cifrado de varias planillas: era del Coronel Walter Hoffmann, Presidente de mi Consejo de Ministros. —«Lea… Lea»… CUMPLO CON INFORMARLE GENERAL ATAÚLFO GALVÁN SE ALZÓ SAN FELIPE DEL PALMAR CON BATALLONES INFANTERÍA 4. 7. 9. 11. 13 (PRÓCERES DE LA PATRIA). MÁS TRES REGIMIENTOS CABALLERÍA INCLUYENDO ESCUADRÓN «INDEPENDENCIA O MUERTE». MÁS CINCO UNIDADES ARTILLERÍA AL GRITO DE «VIVA LA CONSTITUCIÓN, VIVA LA LEGALIDAD».
—¡Coño de madre! ¡Hijo de puta! —aulló el Primer Magistrado, arrojando los cables al suelo. «Le sigo leyendo» —dijo el Cholo Mendoza, recogiendo papeles. El movimiento se había extendido a tres provincias del Norte, amenazando la banda del Pacífico. Pero las guarniciones y la oficialidad del Centro seguían fieles al Gobierno —aseguraba Hoffmann. Nueva Córdoba no se había movido. Las tropas patrullaban las calles de Puerto Araguato. Habíase decretado el toque de queda, suspendiéndose, por supuesto, las garantías constitucionales. El periódico Progreso estaba clausurado. La moral de las tropas gubernamentales era buena, pero el armamento resultaba insuficiente, sobre todo en lo que se refería a artillería ligera y ametralladoras Maxim. Su Excelencia sabía cuán adicta le era la capital. Se esperaban instrucciones—. «¡Coño de madre! ¡Hijo de puta!» —repetía el Primer Magistrado, como si a estas únicas palabras se hubiese limitado su vocabulario, al pensar en la felonía de quien había sacado de la mugre de un cuartel de provincia, chácharo de mierda, sorche de segunda, amparándolo, enriqueciéndolo, enseñándole a usar un tenedor, a halar la cadena del retrete, haciéndolo gente, dándole galones y charretera, nombrándolo finalmente Ministro de la Guerra, y que ahora se aprovechaba de su ausencia para… El hombre que, tantas veces, en las recepciones de Palacio, muy metido en copas, lo hubiese llamado benefactor, providencia, más que padre, compadre, padrino de mis hijos, carne de mi carne, se le alzaba así, a la boliviana, remozando los pinches alzamientos de una época ya rebasada, clamando por el respeto a una Constitución que ningún gobernante había observado nunca, desde las Guerras de Independencia, por aquello de que, como bien decimos allá, «la teoría siempre se jode ante la práctica», y «jefe con cojones no se guía por papelitos»… —«¡Coño de madre! ¡Hijo de puta!» —repetía el Primer Magistrado, ya vuelto al Gran Salón, echándose grandes lamparazos de Ron Santa Inés —un ron que no era ya el aliento de patrióticas nostalgias en el París del dejarse vivir, sino, de repente, caña peleona, de la caliente y recia, anunciadora de próximas, trabajosas, fregadas marchas y contramarchas, en olores de caballo, sobaquina de tropa y pólvora de balaceras—. Y, de pronto, ante la beata Radegunda de Jean-Paul Laurens, la marina de Elstir y los gladiadores de Gerôme, fue el Consejo de Guerra. Olvidado era el adolescente-héroe del Arco de Triunfo, en cuyos muros, por cierto, se estampaba el nombre de Miranda, precursor de independencias americanas, que se había negado a seguir al infame Dumouriez —especie de Ataúlfo Galván a su manera— en la traición; olvidado era el Bois-Charbons de Monsieur Musard, donde el Primer Magistrado y el Doctor Peralta eran tan aficionados a tomar el muscadet de la mañana y el aperitivo del mediodía y el Pernod de la tarde, porque la casa, con sus olores a carbón de leña, su modestia de mostrador puesto en línea paralela a una pared adornada con almanaques de otros años, el cuadro alegórico del Ascenso y el Descenso de las Edades, los anuncios de las Pastillas Géraudel y el Vino Mariani, les recordaba las botillerías, las taguaras, las tabernas, de allá, parecidas en cuanto al ambiente, la ornamentación publicitaria, y las campechanas ocurrencias de clientes achispados por el morapio, siempre listos a discutir sobre competencias de ciclismo, películas recientes, mujeres, política, boxeo, el paso de un cometa, la conquista del Polo Sur, o lo que se quisiera… Consejo de Guerra. Tres siluetas proyectadas en las paredes, en los cuadros, por la lámpara del escritorio: como en un cinema, la sombra giratoria, inquieta, del Cholo Mendoza; la persona menuda, atareada en papeles y tintas, del Doctor Peralta; la figura espesa, cargada de hombros, a la vez lenta y colérica, gesticulante aunque asentada en su butaca, del Primer Magistrado, dictando textos y disposiciones. A Peralta: cable a Ariel, su hijo, Embajador en Washington, disponiéndose la inmediata compra de armamentos, parque, material logístico y globos de observación como los que recientemente había adoptado el Ejército Francés (serían de un efecto formidable, allá, donde nunca se había visto eso…), procediéndose, para ello, puesto que toda guerra es cara y el Tesoro Nacional andaba muy maltrecho, a la cesión, a la United Fruit Co., de la zona bananera del Pacífico —operación demorada desde hacía demasiado tiempo por los peros, alegatos y objeciones, de catedráticos e intelectuales que no sabían sino hablar de pendejadas, denunciando las apetencias —inevitables, por Dios, inevitables, fatales, querámoslo o no, por razones geográficas, por imperativos históricos— del imperialismo yanqui. Al Cholo Mendoza: Cable a Hoffmann, ordenándole defender a toda costa las vías de comunicación entre Puerto Araguato y la Capital. Fusilar a quien hubiese que fusilar. A Peralta, de nuevo: Cable-Mensaje-a-la-Nación, afirmando voluntad insobornable defender Libertad a ejemplo de los Forjadores de la Patria, que… (—«Bueno, tú sabes…»). Y ya había llamado el Cholo Mendoza a la Agencia Cook: un buque bastante rápido, el Yorktown, salía a media noche de Saint-Nazaire. Había que tomar el tren a las cinco. Otro cable a Ariel, anunciándole el viaje: que buscase el modo de que llegásemos allá cuanto antes: en carguero, en petrolero, en lo que fuese… —«A Sylvestre: que prepare mis maletas»… Tomó un trago largo, montado ya en el caballo de las grandes decisiones: «A Ofelia, que no se preocupe. Tenemos mucho real en Suiza. Que vaya a Bayreuth como si nada y goce mucho con sus Nibelungos… Lo mío es cuestión de unas semanas. A gente con más riñones que ese General de mierda los he tumbado yo»… Y cuando Sylvestre comenzó a bajar el equipaje, el Primer Magistrado pensó que probablemente lo de anoche, con la hermanita de San Vicente de Paul, le había traído mala suerte. La toca almidonada. Y el escapulario. Y aquella calavera de caucho comprada, seguramente, en la tienda de Farces et Attrapes del Boulevard de las Capuchinas —seguían las coincidencias de mal augurio— no podían haberle sido de buen amparo. Pero, una vez más, la Divina Pastora de Nueva Córdoba aceptaría su sincero arrepentimiento. Él añadiría unas esmeraldas a su corona; muchas platas a su manto. Y todo con ceremonias. Luces. Muchas luces. El Estandarte de su Divinidad, entre cirios y ambones. Los cadetes, arrodillados. La solemnidad de los espaldarazos. Se iluminaba la Basílica en el relumbre de nuevas condecoraciones… Afuera, la Marsellesa de Rude seguía en su clamor sacado —sonando sin sonar— de una honda boca de piedra que no era sino un hoyo más en la mole del monumento donde se inscribían los nombres de seiscientos cincuenta y dos Generales del Imperio, ungidos por la Gloria… —«¿Nada más que seiscientos cincuenta y dos Generales?» —murmuró el Mandatario, pasando su ejército en imaginaria revista: «El Baedecker debe estar equivocado».