Los refugiados en la Embajada de Alemania

A mediados de noviembre de 1936, el Reich alemán rompió sus relaciones con la España roja, y trasladó su representación a la España nacional. El personal de la Embajada ya se había trasladado unas semanas antes a Alicante y allí estaba protegido por los barcos alemanes. Pero el edificio de la Embajada alemana en Madrid continuaba utilizándose. En él se hallaban unos cuantos alemanes y un número mayor de refugiados españoles que se habían acogido a la protección de la bandera alemana. Hacía ya semanas que llevaba estacionado día y noche delante de la puerta un camión ocupado por Guardias de Asalto, que estaban al acecho de algunas personalidades refugiadas para ver la manera de hacerse con ellas.

Había asumido la protección de los refugiados de nacionalidad alemana el Embajador de Chile, en su calidad de Decano del Cuerpo Diplomático. El 23 de noviembre por la mañana temprano, recibió una nota en la que se le daba un plazo de 24 horas para entregar a los funcionarios rojos el edificio de la Embajada. El mencionado Embajador convocó una reunión para tratar de la salvación y distribución de los ocupantes del edificio. Se planeó la distribución, tanto de españoles como de alemanes, entre otras representaciones diplomáticas y, al día siguiente, acordamos ir a recogerlos. El Embajador tendría que procurarse garantías para nuestra seguridad durante la operación que, vista la «disposición» reinante, era bastante peligrosa. También tendría que fijarse de modo inequívoco, el plazo en el que ésta tenía que ejecutarse ya que la expresión «dentro de 24 horas» no resultaba lo suficientemente fiable.

El Embajador se fue a ver al General Miaja, autoridad suprema en Madrid. Éste prometió toda clase de facilidades. Entregó al Embajador una carta en la que confirmaba que el Cuerpo Diplomático podía transportar a los internados en la Embajada de Alemania y que se pondría ante la misma, la dotación policial necesaria para proteger la realización del transporte, ante cualquier riesgo. El plazo expiraría a la una de la tarde, 24 horas después del convenio concertado con Miaja.

Nosotros nos citamos para las ocho de la mañana en la Embajada, llevando nuestros coches; también el Embajador de Chile quería estar personalmente presente para hacerse cargo de su cupo de refugiados.

A las ocho en punto me personé con dos coches. Ya había toda una serie de autos de diplomáticos. El Embajador no pudo acudir porque se encontraba indispuesto. Delante de la finca, en la Castellana, había gran número de tipos armados; no se podía saber si policías o milicianos, unos y otros iban igual de desastrados en cuanto al atuendo. En la mayoría de los casos el uniforme consistía en el habitual mono azul de trabajo con correaje de cuero; del cinturón pendía la pistola; parte de ellos llevaban fusil al hombro. La mayoría eran jóvenes, su aspecto no inspiraba confianza. Cuantos pasaban por ser guardias de asalto o milicianos eran, sin duda elementos recién admitidos, sin selección alguna y aún sin formación de ninguna clase. Tampoco se veía claro, de momento quién los dirigía o qué clase de verdadera dirección llevaban, por lo menos no se nos presentó nadie que nos lo dijera. Lo que parecía es que, según una buena costumbre bolchevique, cada cual hacía lo que le venía en gana.

En el jardín había ya cierto número de refugiados dando vueltas, esperando con impaciencia que se les llevara de nuevo a lugar seguro. Se hallaban comprensiblemente excitados por la terrible proximidad de la policía hostil. Yo introduje a tres jóvenes españoles en mi coche, me marché el primero y giré a la derecha, bajando hacia la Castellana. Nuestros ángeles de la guarda contemplaban el coche asombrados, pero éste, entretanto ya se había ido. A la velocidad del rayo, me dirigí a casa, es decir a la Legación, al otro extremo de la Castellana, descargué allí a los tres nuevos, se los entregue a los antiguos y regresé enseguida a la Embajada.

La gran avenida llamada Paseo de la Castellana, al principio de la cual se hallaba situada la Embajada tiene una amplia calzada central, con dos andenes anchos y ajardinados para peatones a derecha e izquierda, respectivamente, y al otro lado de cada uno de ellos otra parte empedrada para los tranvías y el resto del tráfico rodado. Ya, desde lejos, vi que había un atasco en la parte de tráfico rodado de la derecha, frente a la Embajada. Exacto: en la esquina con la bocacalle, los policías habían mandado parar el coche mejicano que venía detrás del mío y habían pedido la documentación de los que iban en él. Otros cinco coches, cargados con refugiados que habían de ser transportados a otras Legaciones, salieron entretanto y estaban allí en fila, detrás del primero. Se estaba desarrollando un violento duelo verbal entre el funcionario mejicano del primer coche y los policías. Éstos estaban muy excitados. La atmósfera se iba haciendo cada vez más densa y la situación se iba poniendo al rojo vivo. Otro colega, de nacionalidad alemana también, estaba subido al estribo en medio de los policías y trataba de suavizar la situación. Me agregué a él y apliqué mi sistema que ya varias veces había probado con éxito, para imponer mi opinión en esa «banda sonora» de palabras fuertes. Como siempre, se encogieron ante tamaña osadía. Tuve suerte; entre ellos había por casualidad un policía de los antiguos. También él se sintió osado y gritó: «¡Este señor tiene razón, estáis locos, deteniendo coches diplomáticos, no tenemos derecho a hacerlo, lo que pasa es que estos novatos no lo saben!». Aproveché el momento y le grité al chófer mejicano «¡Adelante!». Éste arrancó y los otros cinco detrás, antes de que los demás volvieran en sí de su sorpresa. Gracias a Dios, por de pronto, ya teníamos a unos 30 refugiados fuera de peligro.

Regresamos, otra vez, a la Embajada que estaba próxima; la Policía se había situado en la esquina de la derecha. Mientras tanto salió por la puerta otro coche, el chileno; giró astutamente a la izquierda, en lugar de a la derecha y así pudo alcanzar la otra calle, sin impedimento alguno.

En el jardín de la Embajada había aún varios coches, y entre ellos, los dos míos, listos ya, con otros siete hombres dentro. La atmósfera estaba ahora ya muy cargada. Fuera la «piara» con pistolas y fusiles, ya abiertamente hostiles. Por precaución, cerramos la puerta de hierro. ¡Vaya, quizás aún salgamos adelante. Hay que intentarlo! Entonces me acordé de las hermosas pistolas y granadas que estaban allí y que en caso necesario bien podría utilizar en mi delegación. Dentro de unas horas, me dije, estarán sin más en manos de esa panda. ¡O sea que para adentro! Fui al cuarto donde estaban las cosas preparadas para su entrega o para utilizarlas, eso todavía no se sabe. Cogí cierto número de pistolas, municiones, y una caja de granadas de mano y las metí en mi coche. Así por lo menos para algo servirían, si es que se salía adelante.

Mi colega y compatriota dijo entonces «Schlayer, salga Ud. el primero»; Tenía otra vez a tres hombres en el coche, me senté en el asiento de delante, al lado del conductor. «¡Gira enseguida a la izquierda y echa a correr como un diablo!». Entonces mandé que abrieran el portón de repente y salí, rozándolo para afuera. Doblamos a la izquierda. Me esperaban a la derecha. Se levantó un gran griterío. Sonaron unos tiros. Hicieron varios agujeros en el coche, pero los disparos no alcanzaron a nadie. Sin embargo, tres de aquellos tíos se había subido ya como monos a los estribos y agitaban sus pistolas a través de las ventanillas delante de mi rostro. Uno de ellos había abierto la portezuela pero yo la sujetaba con el brazo derecho a través de la ventanilla y conseguí cerrarla. A pesar de todo, el coche tuvo que detenerse, la cosa se ponía demasiado peligrosa.

Intenté empujar hacia abajo al fulano que mantenía su pistola debajo de mis narices, porque no dejaba la puerta libre. Pero, entretanto, los del otro lado habían abierto la puerta y separado brutalmente a dos compañeros que querían sujetarla despidiendo hacia fuera a los tres hombres. Como una jauría de perros se tiraron al coche. Por suerte en mi segundo coche que iba detrás donde llevaba el cargamento que me podía comprometer seriamente pudo escapar a toda marcha a la Legación de Noruega, donde descargó.

Como pude, regresé a la Embajada alemana pero a los tres hombres que habían sacado de mi coche, se los llevaron a la Dirección General, que estaba cerca.

Ante el portalón de la Embajada había llegado ahora el Jefe de la Policía de Madrid, un joven de la Juventud Socialista Unificada, un ser nada recomendable; como ocurría con todo los de dicha organización, que ya no era socialista sino puramente comunista. Nos quejamos a él de la actitud de la así llamada Policía que, en lugar de ofrecernos protección, nos había agredido. Hicimos valer el escrito de Miaja en el que nos garantizaba plena libertad de actuación, lo cual no se había cumplido. Él arguyó que esa libertad de actuación no podía referirse a los ocupantes españoles de la Embajada alemana porque este servicio estaba dentro de su prescripción. Nos fuimos a ver a Miaja, con el colega polaco, conde Kosziebrodsky, y con el yugoslavo, para pedirle que hiciera respetar lo convenido por él. Hablamos en primer lugar con el Coronel, Jefe de su Estado Mayor. Éste trató el asunto con el General, y se puso enseguida a nuestra disposición para acompañarnos a la Embajada y darle una lección a ese joven policía. Pero una vez allí, nuestro buen Coronel se vino abajo. Adoptó el argumento del jovencito, según el cual los «ocupantes de la Embajada» que podíamos llevarnos no podían ser más que los de nacionalidad alemana. Los súbditos españoles le correspondían a él. En vano insistimos: en el clarísimo texto original del convenio nada había que se pudiera interpretar de modo distinto. Se refería a los ocupantes, sin ninguna excepción y esto lo tenía Miaja muy claro al redactar el texto. El joven policía se mantenía, con una terquedad que parecía aprendida de Largo Caballero, (el único mérito que le había llevado a tan alto puesto era el haber pertenecido con anterioridad a la guardia personal de Largo Caballero) en su unilateral interpretación, y el Coronel retrocedió vergonzosamente. La «escolta de protección» que nos había prometido Miaja se había cambiado en «tropa de ataque».

No nos conformamos con los argumentos del Jefe de la Policía y nos dirigimos al Embajador de Chile, en su calidad de Decano, para hacer valer nuestro bien documentado derecho. El embajador telefoneó a Miaja que, ahora, de repente argüía, no saber que en la Embajada de Alemania hubiera acogidos que no fueran alemanes, y se remitía al Gobierno. Con lo dicho capitulaba de manera ignominiosa ante su subordinado, el aprendiz de policía, ya que conocía de sobra la orden, según la cual, desde hacía ya semanas, tenía que haber, día y noche, frente a la Embajada alemana, un fuerte destacamento de policía en un coche, para impedir la salida de la finca de determinadas personalidades españolas allí refugiadas, acogidas al derecho de asilo. El Embajador telefoneó en nuestra presencia, a Valencia y habló con Álvarez del Vayo y con Largo Caballero. Dado que se trataba de una cuestión jurídica trascendental del derecho de asilo, exigíamos, ante todo, la prolongación del plazo fijado, con el fin de tener tiempo para reflexionar antes de proceder a negociar. Álvarez del Vayo, rechazó la propuesta con pretextos, Largo Caballero con grosería. Declaró sin rodeos que quien tuviera la nacionalidad española y estuviese en la Embajada quedaría detenido. Ante tal infidelidad a la palabra dada y contra semejante violencia nada podíamos hacer.

Y era casi la una, hora en que finalizaba el plazo impuesto, cuando regresamos a la Embajada alemana sin haber podido conseguir nada para los cuarenta y cinco españoles restantes. El portón estaba cerrado, la Policía se hallaba ya delante del mismo, formada en orden de combate dispuesta al asalto. Se procedió entonces a sacar a los alemanes que aún estaban dentro y, tras examinar sus papeles, la guardia los dejó pasar; se los llevaron a otra Legación. Dos de los alemanes se quedaron voluntariamente dentro y se entregaron a la policía española. A la 1’15 estaba yo todavía solo en el jardín de la Embajada. Los refugiados españoles se habían retirado al interior de la casa, amedrentados, ya que no podían prever el trato que les esperaba. La finca quedó como muerta; fuera estaba la Policía dispuesta al ataque. Entonces entró el que mandaba la tropa policial, que era un Capitán y me explicó que yo tenía que salir ahora de la Embajada ya que había recibido la orden de tomarla por asalto a la una y entonces me tendría que considerar como perteneciente a la misma. Apenas salí fuera de la Embajada cuando la policía penetraba con las pistolas, ya sin seguro, y con los rostros en fuerte tensión para lanzarse sobre la casa. Sin duda esperaban resistencia. Afortunadamente ésta no se dio y todo transcurrió pacíficamente. Prendieron a los acogidos, los llevaron a cárceles, donde estuvieron durante meses. Más adelante, sin embargo, recobraron todos su libertad.

Pero unos días después, recibí por mediación de una Embajada amiga, un telegrama del Ministerio noruego en el que se me comunicaba que el Gobierno de Valencia me había acusado como «persona no grata» y que se esperaba, por tanto, mi petición de renunciar a mis cargos de Encargado de Negocios y de Cónsul. Mi actuación con referencia a los razonamientos y disputas entre el Cuerpo Diplomático y el Gobierno con relación a los hechos ocurridos en la Embajada alemana, a pesar de contar siempre con la conformidad de los demás diplomáticos, tenía, por lo visto, que servir de pretexto para que se produjera mi alejamiento, deseado con vehemencia, desde hacía mucho tiempo, por Álvarez del Vayo.

No podía yo, empero, abandonar mi puesto. No estaba decidido, en modo alguno a dejar a su suerte a las seiscientas personas que en aquel momento estaban refugiadas en la Legación. Tal destino en este caso equivaldría, más o menos, a que el Gobierno de Valencia se aprovechara, sin duda alguna, de la vacante dejada por mí para apoderarse de esos refugiados, tal como ya varias veces, lo había intentado. Apelé por tanto, en interés de esas gentes necesitadas, de protección, al Cuerpo Diplomático, a cuya intervención se debió que el Gobierno Noruego diera una solución al asunto, que hacía posible mi permanencia al frente de la Legación de Madrid. Así sufrió Álvarez del Vayo el segundo desaire.