Miaja, el héroe

Puedo contar un caso semejante, con referencia al ya conocido General Miaja. Con frecuencia me preguntan lo que pienso de este personaje. Sí que podría referir algunos acontecimientos o incidentes que arrojarían cierta luz sobre el mismo y podrían ser sintomáticos. Vaya por delante el que la parte principal de su carrera la hizo al mando de una región militar, concretamente en Segovia donde estuvo durante años. Tuve que ver con él oficialmente en distintas ocasiones. Nunca sacamos nada limpio. Como le conocía prefería acudir directamente a sus ayudantes o jefes de su Estado Mayor.

En otro lugar de este libro se halla el informe de nuestra visita del trágico día siete de noviembre. Miaja no sabía nada y no hizo nada. Asimismo, en otro lugar, puede leerse su intervención al producirse la ocupación de la Embajada Alemana. Miaja se replegó cobardemente ante los jóvenes de la policía socialista y faltó a su palabra.

Más adelante, en enero, fui una mañana a verle con el fin de solicitar su ayuda para la salida de España del padre de Ricardo de la Cierva, Ministro que fue durante años del Partido Conservador. Entonces todavía salía diariamente el avión de Madrid a Tolouse. Se trataba de hacer llegar al anciano, con un acompañante de confianza, a Barajas, a 7 km de Madrid, para que pudiera tomar el avión. Miaja, que entonces tenía el mando de la España central y era Presidente de la Junta de Defensa de Madrid, y, por tanto, indiscutiblemente el hombre más poderoso de la ciudad, era también desde hacía mucho tiempo, amigo íntimo del hermano de La Cierva, aparte de que naturalmente, conocía también a éste como último Ministro de la Guerra que fue en tiempos de la Monarquía. Le pedí, por tanto, que diera un Pasaporte a La Cierva y le hiciera llegar al avión. Me miró a través de sus gafas y me dijo: «Me guardaré de dar un pasaporte a La Cierva. Es demasiado peligroso para mí. Si en Barajas lo reconoce un miliciano lo mata sin más. Por lo demás, no tendría nada que objetar puesto que ya no puede hacer más daño», dijo refiriéndose al miliciano. «Pero sólo le daría pasaporte falso si se afeitara y se vistiera de tal modo que no lo pudieran reconocer. Y aún en ese caso, no garantizo nada, tendrá que correr el riesgo solo. Si en el aeropuerto alguien lo reconoce, lo mata», volvió a repetir.

He de reconocer que mi concepto de la autoridad, sufrió un vuelco al oír eso. Tenía frente a mí, sentado al Capitán General de Madrid y éste sentía miedo de unos milicianos del aeropuerto. Él mismo reconocía que cualquier miliciano podía más que él. Yo ya estaba harto, sobre todo después de asistir a la escena que voy a describir, y me fui. La escena fue ésta: Miaja sentado ante su mesa de trabajo a un extremo del gran despacho y yo a su lado. En ese momento empezamos a hablar. Entonces al otro extremo de la estancia, se abre una puerta, entra un hombre con uniforme ruso, un oficial, probablemente capitán, por la edad que representa, nos mira y se dirige al General, sin la menor muestra de deferencia, como se habla a un ordenanza «Oú est un tel?» (¿dónde está fulano de tal?). El General balbucea: «Il est sorti par lá» (ha salido por allí) y señala una puerta. El ruso atraviesa la sala, sale por esa puerta, sin dignarse dirigir al General, otra mirada, sin más palabras. De hecho ni siquiera dijo, ¡gracias!

Por esos mismos días se trataba de averiguar quiénes eran los jóvenes que los bolcheviques se habían llevado recogiéndolos de las calles y obligándoles a ir a las fortificaciones para hacerles trabajar. Se había secuestrado a un gran número de esos millares de hombres, desaparecidos, según documentación de mucha confianza, recogida por un mero funcionario del Ministerio del Aire, cuyo propio hijo había sido integrado con ellos en casas de labor, fábricas y establecimientos similares de los alrededores de Madrid y se los llevaban a diario a realizar trabajos de fortificación. Nos interesaba mucho conseguir para la Cruz roja una lista de nombres de sus secuestrados con el fin de poder informar a sus familias que, como puede suponerse se hallaban terriblemente angustiadas.

Se entregó, por tanto, a Miaja personalmente una carta con algunos datos precisos en cuanto a la ubicación de esos lugares y se le pidió explicaciones y listas de nombres. Pasado algún tiempo, contestó por escrito que la Sección de Fortificaciones le había declarado que no existía nada acorde con el escrito. ¡Así que no se atrevían a meter ahí sus narices!, por estar los comunistas y los anarquistas detrás de todo aquello ¡Habría que infundir valor a Miaja! Se le invitó con sus dos ayudantes a un buen yantar en la Cruz Roja. ¡Les gustó mucho! A las seis de la tarde aún estaba él sentado a la mesa. Afortunadamente, las tropas nacionales tuvieron aquel día la tarde libre. Se le hizo ver que en las averiguaciones positivas que se habían hecho, algo había que no se podía ocultar, simplemente, porque su plana mayor lo desmintiera, y era cuestión de honor establecer quien estaba de verdad secuestrado, y que se esperaba de él que encargara a un ayudante el descubrimiento y aclaración de ese proceso tan enigmático, que se estaba dando, en las líneas militares bajo su mando. Miaja lo prometió todo, pero no se vio resultado alguno. Mucho más tarde, le dijo al Delegado de la Cruz Roja, que no se había sacado nada en limpio.

¿Hace falta todavía alguna prueba más de su falta de disposición para ayudar y de su fracaso? Hela aquí, la más trágica de todas. Miaja era Ministro de la Guerra. El doce de agosto de 1936, llegaba a una pequeña estación, justo antes de Madrid, un tren de Jaén, una de las capitales de las provincias andaluzas. En ese tren llevaban a doscientos veinticinco hombres y mujeres de dicha ciudad y su provincia, en calidad de rehenes, a una cárcel próxima a Madrid. Eran personas de los mejores niveles, funcionarios, labradores importantes y religiosos. Entre ellos iba al obispo de Jaén. Varias veces durante el viaje se les había obligado a parar y se les había amenazado, pero siempre habían logrado librarlos los veinticinco guardias civiles, que los conducían. Pero desde esta pequeña estación informó el Oficial de dichos guardias, al propio Ministro de Guerra, de que las milicias no les dejaban pasar. El Ministro de la Guerra dio la orden de dejar pasar el tren, pero a los milicianos les tenía sin cuidado el Ministro de la Guerra, a pesar de que nominalmente pertenecían al «Ejército». Obligaron a los guardias a bajarlos del tren y fusilaron a las doscientas veinticinco personas allí mismo, donde quedaron muertas en una larga fila. Antes por supuesto se les había saqueado a fondo.

No puedo resistir a la tentación de intercalar aquí un párrafo de la carta del Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) español a un ministro diplomático sudamericano, fechada en 14 de agosto, o sea con dos fechas de posterioridad con respecto al suceso arriba descrito:

«Huelga expresarle la magnitud de la indignación y el ardor de la protesta que el terrible crimen, de cuya perpetración me informa, provocó en el Gobierno de la República, en cuyo nombre expreso mi condolencia más sincera y cordial. Las palabras resultan en estos casos insuficientes para reflejar el profundo dolor en el que coinciden la representación de nuestro Estado con la de la Nación, que puede estar segura de que por grandes que sean su indignación y su dolor por tan bárbaro crimen, no serán mayores que los sentidos por España y su Gobierno.

Pongo en su conocimiento que comunicaré a las autoridades competentes los detalles que me trasmite, encareciéndoles que con la mayor rapidez posible y proponiéndose el éxito, emprendan investigaciones policiales y las diligencias judiciales necesarias para que no quede impune un crimen tan espantoso y expreso mi absoluta confianza en que la acción de las autoridades cuya misión es impedir la perpetración de tales acciones y lograr su expiación, sea tan eficaz como rápida con el fin, al menos, que los irreparables daños causados se traduzcan en consecuencias que restablezcan los principios eternos de la justicia y las sagradas leyes que protegen los derechos humanos».

El escrito que antecede no se refiere, sin embargo, al asesinato perpetrado en Madrid de los 225 rehenes, sino al de siete hermanos de San Rafael, sudamericanos. Éstos eran enfermeros de un manicomio de Madrid y habían viajado a Barcelona, amparados con un documento diplomático expedido por el Ministro de la Legación de su país, para volver a su tierra. Al llegar a Barcelona, los secuestraron y al día siguiente se les halló asesinados en el depósito de cadáveres. Al mismo tiempo las autoridades catalanas comunicaban al Cónsul de la nación correspondiente (que había estado esperando a los religiosos en la estación), que no podían garantizarle su vida y, en vista de ello, tuvo que huir.

Naturalmente, en ninguno de los dos casos se persiguió ni se castigó a nadie. Los asesinos eran, desde luego, los amos de la situación.

Esta carta destinada al extranjero, unida al encubrimiento de los grandes actos de crueldad practicados en Madrid, dan la imagen de la moralidad de un Gobierno.