Bombardeos de Valencia

Durante mi estancia en Valencia se notaron seriamente los efectos bélicos del otro lado. Dos veces viví la experiencia de grandes bombardeos aéreos, uno de ellos a las ocho de la tarde cuando empezaba el crepúsculo. Justamente al girar para entrar en una plaza, en la que había dos Ministerios, oímos las primeras explosiones que se iban haciendo cada vez más cercanas a velocidad de relámpago. Mi secretario gritó al chófer que se detuviera y, mientras yo protestaba, diciendo que no tenía sentido pararse, me obligó a apearme del automóvil. En el mismo momento oí el silbido de la bomba y a dos pasos de nuestro coche se produjo la explosión, a la que inmediatamente siguieron otras dos en la misma plaza. Nuestro vehículo quedó cubierto de cascotes, trozos de revoco, fragmentos de piedra de las fachadas de las casas próximas a nosotros y el conductor ligeramente herido en la cabeza. No habían hecho blanco en ningún Ministerio, pero en las calles próximas había varias casas dañadas y una serie de personas muertas. Una bomba había caído a diez pasos de la Embajada inglesa, en la calle, matando, entre otros, a un ingeniero francés que casualmente estaba allí.

La segunda vez fue por la noche. Hacia las tres de la madrugada me despertaron unas explosiones, lejanas, pero muy numerosas. Creí que estaban bombardeando el puerto. Pero se fueron aproximando rápidamente y pronto las sentí junto a mí: tintineaban temblonas las lunas del patio de luces al que daba mi ventana, toda la casa vibraba, a continuación se produjo una explosión importante, y enseguida otra, acompañada por el griterío de mujeres y niños en todos los pisos. La casa, sin embargo, resistió; salí afuera y llamé a las mujeres de la familia donde yo vivía para decirles que ya había pasado todo y que no había que temer nada más. La casa que teníamos en la acera de enfrente, pero un poco en diagonal con respecto a donde estábamos, sí que había quedado tocada, y otra más al lado de la nuestra, tres números más abajo. Los bombardeos nocturnos son incomparablemente más lúgubres, porque se tiene la impresión de no poderse mover, de tan rápidos y próximos como se sienten las explosiones. El resultado fue, por tanto, que en los días que siguieron, Valencia se vaciaba en las horas crepusculares. Miles de personas se iban a sus huertos de naranjos a pasar la noche bajo los árboles, por temor a las repeticiones que sin embargo, de momento, no se produjeron.

Con ocasión de mi presencia en Valencia asistí también a la salida del vapor francés Imérethie II y del barco hospital inglés Maine, que transportaban refugiados a Marsella. Con ocasión de esas salidas que se efectuaban, aproximadamente una vez por semana, era interesante observar la partida de los favorecidos por la suerte. La excitación que reflejaban sus rostros al someterse a las muchas medidas de control, y ante el temor que reflejaban sus rostros de que en el último momento pudieran aún ser presa de los tentáculos de aquel monstruo devorador de seres humanos; el ansia con la que se abrían paso, hacia los botes o hacia la pasarela del vapor y, finalmente, el alivio con que respiraban al verse seguros en el mismo, y disfrutando ya de la confianza recíproca existente entre «compatriotas».