El frente Diplomático

Ante la presión de una situación tan peligrosa, el Cuerpo Diplomático con representación en Madrid se unió más estrechamente de lo que es habitual. En su decanato, la Embajada de Chile celebraba con cierta frecuencia sesiones en las que se trataba de los intereses comunes, que lo eran casi todos. Se puede decir que en dichas reuniones reinaba un tono natural de camaradería y de mutua buena voluntad con la mejor disposición para colaborar en ayuda de los perseguidos y que podría servir de modelo como una acción humanitaria ejemplar.

No había intrigas; a las cosas se las llamaba por su nombre y los consejos se daban con arreglo al leal saber y entender de cada cual. Al Gobierno le resultaba un tanto incómoda esta noble solidaridad interna del Cuerpo Diplomático; sobre todo con ocasión de aquella sesión a la que asistió Álvarez del Vayo, en su calidad de Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), y que en su escrito al Decano del Cuerpo Diplomático, no disimuló su disgusto con respecto a la actitud de la colectividad diplomática. Si bien no es éste el lugar adecuado para comentar tales relaciones, mencionaremos solamente algunos casos especiales.

Pasadas las primeras semanas, —en que las reuniones diplomáticas se dedicaban, sobre todo, a tratar del traslado de los súbditos de estados extranjeros con residencia en España, traslado que en medio de la inseguridad reinante presentaba toda clase de dificultades en cuanto a los bienes y a la vida misma de nuestros protegidos— tuvo que empezar el Cuerpo Diplomático a preocuparse de su propia seguridad. Por parte de las milicias, acostumbradas a no tomar en consideración más autoridad que la de sus propias pistolas, hicieron toda clase de intentos de irrumpir en los locales de la representaciones diplomáticas y practicar allí, también, sus lucrativos registros como, por lo demás, hacían libremente en todas partes. Verdad, es que se hicieron incluso reclamaciones formales al Gobierno, pero éstas carecían de valor práctico, porque el Gobierno del señor Giral había hecho dejación total de su autoridad y tenía menos que decir, si es que todavía se atrevía a decir algo, que el último de los proletarios armados. Durante el mes de agosto de 1936, las cosas fueron de mal en peor, hasta caer en el caos, cada vez más insalvable. El tema de nuestras reuniones lo constituían ahora, preferentemente, los asesinatos organizados y los robos de gran estilo. Me sentí especialmente interesado en orientar al respecto a mis colegas porque con motivo de tener mi vivienda fuera de Madrid circulaba mucho más que ellos y, por tanto, tenía oportunidad de enterarme de más noticias por lo que oía y veía. Y, sobre todo, denunciaba a los representantes de los grandes Estados europeos, los lugares y las horas en que podían ver, yacentes en filas, a las víctimas de los asesinados, con lo que provoqué mediante la impresión directa y personal así adquirida, que dirigieran a sus gobiernos enérgicos informes lo cual influyó muy desfavorablemente en el juicio que les merecía el Gobierno rojo.

En los primeros días de septiembre, desprestigiado el gobierno, tomó las riendas del poder una combinación de socialistas, comunistas y anarquistas bajo la presidencia de Largo Caballero. Como esta gente era el exponente y los representantes de los partidos de donde se reclutaban los milicianos, además de otras bandas de furtivos y asesinos, podía suponerse que conseguirían hacer posible encauzar toda esa arbitrariedad y restaurar un orden estatal. El nuevo Ministro de Estado (Exteriores) visitó, al día siguiente de tomar posesión, al Decano, Embajador de Chile, y le prometió solemnemente que el Gobierno acabaría inmediatamente con los asesinatos, los robos en las casas y en la calle, así como con las detenciones arbitrarias, si se le concedía al efecto, no más de dos o tres días de tiempo.

Pero en lugar de lo dicho, las cosas fueron a peor de día en día. Una noche, en la segunda quincena de septiembre, se produjo un trágico incidente a la puerta de la misma Legación de Noruega. En este edificio se hallaba la vivienda y el garaje de un alto empleado extranjero de la Compañía Telefónica, cuyo chófer prestaba servicio también en la Policía. Al volver de regreso a su casa en el coche hacia las once de la noche, y en el momento en que pretendía entrar, se detuvo un coche del que se bajaron tres policías de uniforme. Cruzaron muy levemente unas palabras con él, sacaron sus pistolas ya preparadas y lo mataron, disparándole varios tiros, en el umbral de la Legación. ¡Y eran todos policías!

La excitación que cundió entre los refugiados de las distintas plantas, que ya pertenecían a la Legación, era comprensiblemente inaudita por cuanto sacaban de este acontecimiento conclusiones respecto a su propia seguridad.