Aprovecho la oportunidad para ensalzar aquí el mérito de un hombre que, en su comportamiento y protección a los presos, se distinguió y superó en mucho, en cuanto a relaciones humanas se refiere, a cualquiera de los demás funcionarios rojos. Me refiero a Melchor Rodríguez, natural de Triana, barrio de Sevilla, anarquista, de unos cuarenta y cinco años, y de cuño idealista. Chapista de profesión, especialista, como carrocero de automóviles, buscado y muy bien pagado por los talleres de Madrid, como obrero hábil, experimentado y de confianza. Había pasado, a pesar de todo, más de la mitad de los últimos quince años en la cárcel porque su orientación idealista le llevaba inmediatamente a hablar contra el Gobierno, en las asambleas anarquistas, tan pronto como lo soltaban. Con excepción de las escasas semanas en las que trabajaba y llevaba a su casa un salario importante, era su mujer, la que haciendo de lavandera, ganaba el sustento para la familia. Haciendo gala de sus ideales expresaba, en prosa y en verso, con un lenguaje rico en contenido en cuanto a las ideas, y hermoso en cuanto a la forma, su entusiasmo por la pura anarquía. La clase de imagen nada vulgar, y apolítica, que él se hacía y expresaba se desprende del siguiente himno: (que por lo bien que suena transcribo en español).
Anarquía es:
Belleza, Amor, Poesía,
Igualdad, Fraternidad,
Sentimiento, Libertad,
Cultura, Arte, Armonía.
La Razón, suprema Guía,
La Ciencia, excelsa Verdad,
Vida, Nobleza, Bondad,
Satisfacción, Alegría,
Todo eso es Anarquía,
y Anarquía, Humanidad.
Tuvo que ver con desilusión de qué modo se traducía en la practica la palabra «anarquía». ¡Tan distinto a cómo se veía en el papel! Pero él, por su parte, intentaba vivirlo. Cuando hablé con él por segunda vez y me describía, con palabras elocuentes, su concepto ideal de convivencia humana, le dije: «Ud. no es un anarquista, sino un cristiano primitivo, de los de las catacumbas y tropieza como ellos, con el escollo de que la humanidad es, en realidad, totalmente distinta de como Ud. la sueña».
A este hombre, lo nombraron el diez de noviembre, por primera vez, Delegado del Gobierno para las prisiones. Acababan de consumarse las matanzas masivas de presos por parte de comunistas y anarquistas de las que hemos tratado ya, en páginas anteriores. Melchor prohibió inmediatamente cualquier saca que mermara la población de las prisiones. Su programa, que me reveló en presencia del Delegado del Comité Central de la Cruz Roja, el día de su nombramiento, se lo ratifiqué yo del modo siguiente por escrito, en nombre del Comité internacional:
«Confirmamos nuestra conversación de esta mañana y nos congratulamos al recibir de Ud. las siguientes promesas, a saber: Que Ud. considera a sus presos como prisioneros de guerra y está firmemente decidido a impedir que los maten, de no ser en razón de una sentencia judicial; que Ud. procederá a clasificarlos en tres categorías, primera: aquellos que hayan de ser considerados como enemigos peligrosos, a los que Ud. piensa enviar a otras prisiones como Alcalá, Chinchilla, Valencia. Segunda: los dudosos, que habrán de ser juzgados por los Tribunales de aquí, y, tercera: los restantes, que deberán ser puestos inmediatamente en libertad. Nos ha asegurado Ud. que los transportes de presos se practicarán de ahora en adelante, con toda la vigilancia y custodia necesaria, para garantizar incondicionalmente sus vidas en ruta y que Ud. mismo, o su Secretario Técnico, acompañarán a las expediciones de transporte hasta su lugar de destino y estarán dispuestos a arriesgar su vida en defensa de los presos. Que las mujeres presas quedarán aquí, bajo suficiente custodia para garantizar incondicionalmente su vida, y que en breve plazo, quedarán libres cuantas no hayan tenido responsabilidad grave alguna en el movimiento de la sublevación. Que Ud., a partir de hoy, se hace plenamente responsable de la vida de todos los presos y que, asimismo, con fecha de hoy, dejarán de existir todo los comités de investigación, la policía irregular y las detenciones arbitrarias. Nos complacen sus afirmaciones y al mismo tiempo nos damos, con especial satisfacción, por enterados de que Ud., se servirá comunicarnos en el futuro las listas de los presos transportados afuera y los lugares de destino a donde se encaminará cada expedición.
Nos proponemos tratar con usted, en los próximos días, de las medidas de seguridad que hayan de tomarse para garantizar la vida y la libertad de los hombres y mujeres que, según su promesa, y en número considerable, pronto van a quedar en libertad».
Melchor, al aceptar su cargo, había renunciado expresamente al sueldo, de mil quinientas ptas. mensuales, que le correspondía, a pesar de que tenía que vivir de la caridad de sus amigos porque carecía de ingresos fijos. Pero ya, a los cuatro días, renunció al cargo. A sus espaldas, habían sacado, de nuevo, los comunistas a una docena de hombres de una prisión y los habían fusilado; al exigir Melchor un inmediato castigo ejemplar para ellos, se encontró con la cobardía del Ministro, también anarquista, y tras una escena violenta le arrojó a los pies el nombramiento.
Dado que, a pesar de todo, en los últimos días de noviembre y en los primeros de diciembre se produjo una nueva ola de asesinatos de presos en masa, el mismo Ministro volvió a llamar a Melchor Rodríguez el cual aceptó, con la condición de que, ningún preso, saldría de la cárcel sin su firma. A partir del seis de diciembre, fecha de su segunda entrada en servicio, no se produjo ya ningún asesinato de presos, sacados de las cárceles. La terrible pesadilla de los pasos, oídos en la noche, por las galerías de las prisiones y la penetración en las celdas de unos cuantos hombres, a la luz de la linterna eléctrica, a pasar lista a las víctimas —esa pesadilla que durante meses había acosado a los presos angustiando su sueño— era ya para ellos, cosa pasada.
En enero de 1937 tuvo Melchor Rodríguez ocasión de mostrar toda su hombría. En Alcalá de Henares, pequeña ciudad a treinta kilómetros de Madrid, lanzaron bombas los aviones nacionales y causaron víctimas. El populacho, furioso, y los milicianos, se presentaron ante el establecimiento penitenciario allí existente —que, en tiempos de paz, era un reformatorio para jóvenes, y ahora albergaba a mil doscientos políticos procedentes de Madrid— pidiendo que los dejaran entrar para matar a los presos.
El Director de aquella cárcel, persona de toda confianza y muy humano en su proceder, se resistía y pidió ayuda al General Pozas, con mando en dicha plaza de Alcalá, (y Comandante en Jefe que fue luego de Aragón, y posteriormente destituido), ayuda que denegó, diciendo que no permitiría que se disparara un solo tiro contra el pueblo, hiciera este lo que hiciera. Entonces, en el momento de máximo peligro, apareció de repente y por pura casualidad, Melchor Rodríguez, que entonces estaba en viaje de inspección por la provincia de Madrid. Pistola en mano, se plantó delante del portalón de entrada a la cárcel y tuvo a la muchedumbre en jaque. Desde las cinco de la tarde hasta las tres de la madrugada, estuvo luchando, entre discursos persuasivos y amenazas, con las distintas «autoridades» de la pequeña ciudad que habían hecho causa común, con el populacho y les obligó a retirarse. Aún pudo volver, por la mañana temprano, a casa, con la conciencia de haber cumplido con su deber como un hombre. A ninguno de los presos bajo su custodia les había pasado nada. No es de extrañar que a Melchor Rodríguez acudieran innumerables mujeres que temían por sus maridos, hijos y hermanos, así como los diplomáticos que querían proteger y salvar a los perseguidos. Pero tampoco es de extrañar que tal espíritu de humanidad, a la larga, no pudiera avenirse con la reinante embriaguez de odio y destrucción y que Melchor Rodríguez, a los pocos meses, fuera de nuevo sacrificado por el mismo Ministro, a los malvados propósitos de los auténticos representantes de la política bolchevique.