Aún quisiera hacer mención de otra cárcel, dentro del contexto que nos ocupa. Las tropas del general Franco habían alcanzado los alrededores de Madrid en los primeros días de noviembre. Esto naturalmente producía una intranquilidad pavorosa ante el aumento de la actividad criminal en la ciudad. El ambiente era tenso y los ánimos estaban excitados. El Gobierno, vergonzosamente, huyó de improviso en mitad de la noche. Se fue a Valencia en varios automóviles y abandonó a los seducidos proletarios madrileños al destino que en cualquier momento podría presentárseles como inmediato. Bien es verdad que los anarquistas de Tarancón, pequeña población situada en la carretera de Madrid a Valencia, se opusieron al paso de tales desertores sin conciencia, y exigieron su regreso a la lucha por Madrid. Aquellos señores prefirieron, sin embargo, luchar con la lengua y consiguieron, —tras dos horas de combate verbal con tan primitivos «ilustrados» del pueblo (combate tan dialéctico) en que llegaron los ministros a sufrir desperfectos en su atuendo y sus mandíbulas pues tuvieron que padecer desagradables contactos con los puños de sus aliados—, que se les dejara pasar, con el fin, según explicaron, de liberar a Madrid desde fuera.
En aquellos días y en esas circunstancias, yo iba directamente a las cárceles. Una mañana, en el Convento de la Plaza del Conde de Toreno, donde se hallaba instalada provisionalmente la cárcel de mujeres, se me acercó, temblorosa, una de las funcionarias de prisiones diciendo entrecortadamente «¡Dios nos lo envía, suba Ud. a mi despacho!». Al poco rato subí, sin llamar la atención. Entonces me contó en el colmo de la excitación «La noche pasada, hacia las doce se presentaron unos cuantos comunistas o anarquistas, con una lista de las diecisiete mujeres más importantes de la prisión, que tenían que llevarse para que prestaran declaración ante un tribunal». Ésa era la fórmula clásica de emprender el «paseo» nocturno. La prisión tenía una guardia de milicianos en las estancias exteriores. Dentro, había, para la vigilancia, ocho milicianas armadas con pistolas. Al querer éstas llevarse a las diecisiete mujeres, se encontraron con que el largo corredor, a donde daban las celdas del convento, lo llenaban unas mil doscientas mujeres que a la sazón se hallaban presas. Éstas ya habían oído hablar de las intenciones de los milicianos recién llegados y se negaban a dejar paso a las milicianas. A las diecisiete mujeres en peligro las tenían en el centro del grupo que formaban, y era imposible llegar a ellas a través de aquella muralla humana. Hasta las tres de la madrugada intentaron aquellos tipos, con toda clase de amenazas, arrancar de allí a sus víctimas pero, en vista de la invencible resistencia de aquellas mujeres presas, tuvieron que alejarse sin conseguir lo que se proponían, pero dejando a las milicianas la orden de llevar a cabo en el momento oportuno el crimen que a ellos les había fallado. Las milicianas tendrían, pues, que matar con sus pistolas, en la noche siguiente, a esas diecisiete mujeres, en la propia cárcel y ya las habían aislado al efecto, muy temprano, encerrándolas en una celda en la que a ellas no se les podía impedir la entrada.
Yo acudí con esta terrible noticia a dos de mis colegas para obtener su asistencia con el fin de evitar la susodicha barbaridad, pero no vi en ellos entusiasmo alguno por participar en la aventura. En cambio, el Delegado del Comité de la Cruz Roja Internacional se puso enteramente a mi disposición. A las cuatro la tarde nos fuimos a la prisión y trabajamos durante muchas horas empleando todas nuestras dotes persuasorias, con alusiones a la inminente entrada de las tropas nacionales, así como apelando al soborno con víveres a una tras otra de las milicianas y, finalmente, también al jefe y a algunos hombres razonables y honrados de la guardia miliciana. A las diez de la noche pudimos retirarnos con la promesa de que no se realizaría el crimen y que se rechazarían las amenazas que vinieran de fuera.
Unas semanas más tarde, en los alrededores de esta cárcel provisional, cayeron granadas de los nacionales, y el gobierno decidió trasladar la prisión a la alejada zona de Chamartín, e instalarla en el edificio de un asilo para niños escrofulosos llamado San Rafael. Una mañana, a las siete, hacia finales de noviembre me llamaron por teléfono. El comunista encargado del traslado de las mujeres a la nueva prisión, que era uno de los más afamados «jueces» de la Checa de Fomento 9, que me conocía desde la visita que yo había hecho a esa «checa» y que quedó ya descrita, me llamó desde la cárcel de mujeres, para decirme que gran número de ellas se negaban a abandonarla y exigían mi presencia. Tenía yo, pues, que decirle si quería ir, ya que en caso contrario, habría que emplear la fuerza. Naturalmente, acudí enseguida. Cedo la descripción del episodio a un reportero español que pudo pasarse a la zona «blanca» y publicar sus observaciones en febrero de 1937, en los periódicos de allí:
«La tarea de los traslados de las cárceles empezó a progresar y, con ello aumentaron los asesinatos. Por imperativo de que la cárcel de mujeres, situada en la calle de Conde de Toreno, se encontraba en zona de guerra hubo necesidad de trasladarlas y, por ello, las milicias se presentaron en el lugar, para ejecutar la orden. El propósito que con ello perseguían, parecían los mismos que cuando vaciaron la cárcel Modelo. La fina percepción femenina lo presintió y las mujeres se negaron a abandonar el edificio. Las amenazaron con disparar pero no les hizo impresión. Había, pues, que buscar un medio para sacar a las presas. Se procedió a deliberar. Sólo existía una persona que en el transcurso de la Revolución había destacado como un apóstol, y en el que las mujeres presas tenían una confianza ciega, el Doctor Schlayer, Representante de Noruega en España. A él era a quien había que llamar. Después de haber obtenido garantías solemnes de que se respetaría la vida de todas las presas; les dio a éstas su palabra de honor de que podían, sin temor, abandonar la prisión, para ser conducidas al asilo de San Rafael en Chamartín, que se había acondicionado al efecto. Los dirigentes de tal chusma, que seguían las directrices de Moscú, tuvieron que pasar por la vergüenza de que fuera un extranjero representante de un país asimismo extranjero, el que efectuara el traslado de las presas. Pero la actividad efectiva de ese hombre no se detuvo ahí. Con camiones y con automóviles corrientes, que había pedido a sus colegas, transportó aquel día más de mil colchones, para que esas sufridas mujeres tuvieran donde dormir de noche. Aún tuvo que llevar, de los víveres almacenados en su Legación, unos cuantos sacos de patatas para que tuvieran algo de comer, ya que nadie se había preocupado de esos detalles. A su actuación, se debe, que no se repitiera el horrible espectáculo de los días precedentes».
Si los hombres en situaciones parecidas, se hubieran portado de forma tan humana y solidaria, más de un crimen hubiera podido evitarse. En adelante organizamos un servicio diario de automóviles, con la colaboración de cada una de las diferentes legaciones, cuyas solicitudes atendían según la necesidad que hubiera, con destino al transporte de las mujeres que, en cada caso, fueran saliendo de su nueva prisión; ya que como ésta quedaba en las afueras de Madrid, el retorno de las mismas a sus casas no estaba exento de peligro. Siempre había por aquellos alrededores figuras sospechosas, esperando la ocasión de dar libre curso a sus perversos sentimientos y a su pistolas. Los coches del Cuerpo Diplomático con sus banderines extranjeros les causaban irritación pero, a pesar de algunos obstáculos, conseguimos durante muchos meses, llevar a sus casas, sanas y salvas a las mujeres que salían en libertad.
Lo que acabo de referir y mis visitas a la cárcel, que continuaron siendo muy frecuentes, contribuyeron a dar popularidad a «Noruega» entre las mujeres.
Al visitar la enfermería de la nueva prisión femenina, tenía que pasar más de una vez por las salas de las ingresadas donde docenas de mujeres se dirigían a mí, pidiendo cualquier clase de ayuda. Más adelante, sobre todo durante las semanas en que visité la España Nacional, me ocurría con frecuencia ser abordado en plena calle por mujeres jóvenes y bonitas, casadas o solteras, que me saludaban, invocando nuestra amistad, nacida en la cárcel. Por desgracia, a menudo, me veía obligado a reconocer que me fallaba la memoria, debido a que cuando las conocí no estaban tan «bien arregladas» como en el momento en que afortunadamente las volvía a ver; ¡todo ello se convertía en risas de satisfacción!
Uno de los oficiales de prisiones, queriendo expresarme sus sentimientos amistosos, me decía: «Ha hecho Ud. tanto por estas pobres mujeres, que los españoles le tenemos que estar muy agradecidos, le vamos hacer!», aquí se detuvo un momento «un mausoleo». Le contesté que me sentía muy emocionado por esa intención suya, que tanto me honraba, pero que no se diera demasiada prisa en comenzar la obra, pues yo en cambio podía esperar muy a gusto un poco más.
Más adelante, en la primavera de 1937 se prohibió a los diplomáticos que visitaran las cárceles. A pesar de ello, pude yo, gracias a mis buenas relaciones con el personal, obtener más de una vez acceso a ellas, hasta que finalmente, en junio de 1937 me quedó prohibida la visita, expresamente a mí, después de una gestión acerca del que era, a la sazón, Director General de Prisiones, persona muy atravesada.