Volvamos a los primeros días de noviembre de 1936. Las tropas nacionales presionaban, y se acercaban a Madrid provocando el pánico que aumentaba al máximo y descargaba en estallidos de furor y odio contra los indefensos cautivos. En esos trágicos días de noviembre las mujeres de los detenidos acudían todas las mañanas a centenares para llevarles algo de comida o alguna prenda de abrigo, soportando las mayores humillaciones con los más groseros insultos cuando no eran tratadas a culatazos por lo que más de una, fue detenida a manifestar su repulsa y protesta ante semejante violencia.
El seis de noviembre me encontraba en la Cárcel Modelo de la Moncloa, cuando, por la tarde estallaron las primeras granadas cobrándose varios muertos así como una serie heridos.
La actitud de los milicianos era amenazadora y peligrosa y gracias, únicamente a mis buenas relaciones con los funcionarios de prisiones podía aún visitar la cárcel y pasar algún rato allí. Estaba muy preocupado por la suerte de los presos y entre los que eran objeto de mi atención especial, por motivos de amistad o conocidos de otros, les pude llamar al locutorio para infundirles ánimos.
En la noche del seis al siete de noviembre el gobierno se había «evaporado» sin hacer ruido, ni dejar rastro, ante semejante situación en la mañana del día siete recogí al Delegado del Comité de la Cruz Roja y nos fuimos juntos en coche, a la cárcel Modelo. ¡Cuál fue nuestra sorpresa cuando nos encontramos con que en la plaza que queda frente a la cárcel estaba cerrada en semicírculo por barricadas de adoquines extraídos de la misma calzada y milicianos de guardia con la bayoneta calada, en la entrada, prohibiendo su acceso! Dentro de la plaza que quedaba cerrada con las barricadas, había gran número de autobuses.
El centinela se oponía a que pasara nuestro coche, entonces exigí que llamaran al Cabo de guardia y al no comparecer, di orden al chófer de que pasara, sin que interviniera el centinela. En el patio de la cárcel, todo estaba tranquilo y no se veía a nadie más que a el centinela. Traté de ponerme en contacto con el Director, pero me dijeron que desde la mañana temprano estaba en el Ministerio.
Busqué entonces al Subdirector, y le pregunté lo que significaban todos esos autobuses. Me respondió que habían venido con objeto de trasladar a unos ciento veinte oficiales a Valencia para evitar que cayeran en manos de los nacionales. Por lo demás, no había novedad.
No es que desconfiara de aquel hombre, a quién conocía como persona de toda confianza, pero sí dudaba de la verosimilitud de sus informaciones, por lo que resolví acudir a la Dirección General de Seguridad para tratar de averiguar algo con mayor exactitud y renuncié por tanto a hablar con los presos. Fuera, en el patio, me encontré con el principal responsable político de esa cárcel, un viejo comunista, de oficio maquinista-ferroviario, con el que me llevaba muy bien, quien me había prometido repetidas veces proteger de todos los peligros a las personas que yo le había relacionado en una hoja y que estaban en la galería especialmente confiada a su custodia. Me confirmó, exactamente, lo mismo que me había dicho el Subdirector y atribuyó el número excesivo de autobuses para sólo ciento veinte presos a que también tenían que recoger militares en otras cárceles. No sabía, todavía, cuándo tenía que efectuarse la ocupación de los autobuses.
Entonces, nos fuimos con el Delegado de la Cruz Roja, a la Cárcel de Mujeres, donde todo iba bien y de allí nos dirigimos a la Dirección General, donde en cambio, reinaba el caos. La noche anterior el Gobierno se había ido, en secreto, a Valencia y con él, el Director General, Manuel Muñoz, un nombre que habría que marcar a fuego. A mi pregunta acerca de quién era ahora, en Madrid el responsable del orden, se me contestó que al parecer Margarita Nelken (diputada socialista) ya que ésta se había instalado, desde por la mañana, en el despacho del Director General. Nadie, sin embargo, sabía nada concreto y oficial. Pedí que me dejaran hablar con ella, pero transcurrido cierto tiempo me hicieron ver que se había ido. Yo lo que pienso es que no quiso dar la cara. Le dejé una tarjeta, en alemán, en la que apelaba a sus sentimientos humanitarios. En otra ocasión en que, por casualidad, me la presentaron, en la Embajada de Francia, al dirigirle yo la palabra en mi idioma me dijo que se le había olvidado el alemán, a pesar de que sus padres procedían Alemania y que en su casa lo hablaban.
Nos pusimos en marcha con el fin de encontrarla, pues nos importaba en grado sumo obtener garantías de que las cárceles estaban custodiadas y controladas por la autoridad del Estado, porque a pesar de las afirmaciones tranquilizadoras que habíamos oído, algo había en el aire que nos hacía desconfiar. La buscamos en la Casa del Pueblo (la casa de los sindicatos socialistas), en el Ministerio de la Gobernación (Interior) y en otros organismos sin poder encontrarla en ninguna parte.
El Gobierno se había marchado, sin notificárselo al Cuerpo Diplomático y sin pedirle que le acompañara. ¡Eso era un «precedente», sin precedentes! Sólo, después, se procedió a una notificación nada clara que ni siquiera aludía a la permanencia de los diplomáticos. Ante situación tan delicada se convocó una reunión de todo el Cuerpo Diplomático. También se convino en enviar una comisión a Miaja para tratar de la situación de las prisiones. Yo no me quedé esperando; intenté actuar. En la Embajada de Chile, se me acercó una dama extranjera con una proposición fantástica: el Colegio de Abogados de Madrid estaba dispuesto a poner a disposición del Cuerpo Diplomático su propia milicia, unos cien hombres para proteger las prisiones. Yo debería ir allí para tratar con aquella gente. Fui, y recibí, sí, ofrecimientos verbales, pero ninguna señal de la existencia de una disposición práctica. Todos estaban bajo la presión de la entrada de las tropas nacionales y a todos les hubiera gustado asegurar su salvación a base de los servicios prestados. Por otra parte, no se atrevían tampoco a mudar de «casaca» demasiado pronto, porque ¿quién sabe?… Con tales vacilaciones, nada inmediato y práctico podía emprenderse. Otra vez volví al Cuerpo Diplomático, donde se me requería para enterarme de la respuesta de Miaja, que, según nos informaron, se manifestó en estos términos: «Todo está en orden, el Gobierno tiene las riendas del poder en la mano, no hay nada que temer, mis manos están firmes, podéis confiar en ellas. Madrid resistirá, la ciudad está segura». Pero yo pensaba en el número inquietante de autobuses estacionados en la Moncloa y después de comer reanudé enseguida la búsqueda de la «responsable Nelken», incluso en su domicilio privado donde, sin embargo, en aquel día, aún no la habían visto. Más adelante, oímos que en ese mismo día había estado, a primera hora de la tarde, en la Cárcel de Mujeres de Conde de Toreno. Por desgracia no pudimos averiguar nada en ninguna parte.
Con motivo de tal búsqueda, cruzamos por el barrio situado a orillas del Manzanares, que queda frente a Carabanchel, tomado la víspera por los nacionales. Reinaba una calma singular en aquel «frente» a lo largo del río. Las carreteras y los puentes estaban cortados, aparentemente con sacos terreros ya destrozados. Montones de tierra formaba al borde del río, una línea defensiva primitiva y endeble. Lo mejor eran las barricadas de adoquines arrancados de la calle, que había en dos o tres sitios. Se veían, aquí y allá, impactos de granadas de pequeño calibre. Pero lo increíble de dicho «frente» era que estaba desguarnecido, apenas media docena de hombres, centinelas, detrás de sacos terreros, fueron los que vi durante todo el recorrido a lo largo del río, desde el Puente de la Princesa hasta el Puente de Toledo, donde, en la orilla de enfrente, estaban los nacionales. Ni un solo disparo enturbió nuestro camino que discurría inmediatamente detrás de la primera línea. Daba la impresión de que ya no existía, en absoluto, actitud alguna de defensa, y que solamente dependía de los que estaban al otro lado, saltar aquellos ridículos obstáculos y entrar, marchando, hacia adelante.
Algunos días antes, cuando los nacionales estaban aún a algunos kilómetros de distancia, había yo pasado en coche por uno de dichos puentes, subiendo hacia Carabanchel. Los centinelas no planteaban dificultades, aunque si miraban, por lo menos, nuestro salvoconducto antes de dejarnos pasar. En aquel entonces, la línea, a todo lo largo del Manzanares y, sobre todo las cabezas de puente, estaban ocupadas por un número bastante importante de milicianos. La defensa de la principal carretera de acceso consistía en un solo cañón melancólico, situado en la carretera, detrás del montón de basura. Ahora que la cosa se había puesto seria, parecía que los milicianos estaban de permiso. Asombraba que una línea tan débil pudiera detener al enemigo, ni siquiera moralmente.
Abandonamos, pues, la infructuosa búsqueda de la «mandamás» de la policía, M. Nelken, y acudimos al Ministerio de la Guerra donde se encontraba el mando militar, recién nombrado, al frente del general Miaja, que nos recibió enseguida y al que yo ya conocía por otras ocasiones que tuve que entrevistarme con él. Le pedimos protección y seguridad para los presos, que nos preocupaban mucho, y le contamos todo lo que habíamos observado por la mañana en la Cárcel Modelo. Miaja nos prometió todo: «a los presos no les tocarían ni un pelo». Le hablé especialmente de mi abogado La Cierva y de su liberación. Miaja me aseguró que haría todo lo humanamente posible por él. Eran las cinco y media de la tarde, y La Cierva ¡hacia ya dos horas que lo habían asesinado!, como me enteré después.
Al terminar la entrevista nos acompañó un ayudante, al que yo conocía desde hacía tiempo, y nos recomendó que esperáramos un poco, porque iba a tener lugar a continuación una reunión con los representantes de los partidos del Frente Popular, donde se iba a nombra la nueva «Junta de Defensa» de Madrid, y él nos presentaría al nuevo Delegado de Orden Público, inmediatamente después de su nombramiento. En efecto, al poco, se abrió la puerta de la Sala y acto seguido, afluyó a la misma un muestrario de individuos representantes de los partidos en el Gobierno, que eran reflejo de los distintos estratos populares, de donde se habían reclutado: observamos el tipo algo aburguesado, engreído en su superioridad, poco marcial en su antimilitarismo, de los republicanos de izquierdas; luego percibimos los hombres de aspecto hermético, pero fiero de la juventud socialista-comunista y, finalmente los típicos representantes de los «chulos» madrileños, los anarquistas de la F.A.I., que entraban contorneándose y dándose importancia, majestuosos, todos ellos con sus chaquetones de cuero marrón y sus grandes pistolas al cinto. Eran los futuros señores soberanos de Madrid, por la Gracia del Pueblo. Fueron pasando y desaparecieron dentro del despacho del general.
Mientras con impaciencia esperábamos el final de la reunión, oímos hablar por el teléfono a otro ayudante, que reflejaba a juzgar por sus palabras el pánico y el atolondramiento reinante en Madrid. Incluso dentro del Cuartel General, daba la impresión que no existía una defensa organizada.
Después de una larga espera, apareció el ayudante acompañado de un hombre joven, alrededor de veinticinco o treinta años, un «camarada» robusto, con un rostro de expresión más bien brutal, y nos los presentó como el nuevo Delegado de Orden Público. Pertenecía a las Juventudes Comunistas, la más encarnizada e insensible de todas las organizaciones proletarias. Extremó su cortesía con los diplomáticos, con quiénes establecía contacto por primera vez en su vida, y nos citó para celebrar una entrevista, en su nuevo despacho, a las siete de la tarde.
Entretanto, habían dado ya las seis y a mí me angustiaba de nuevo un oscuro presentimiento, de lo que pudiera estar ocurriendo en la cárcel Modelo. Cuando, en plena oscuridad me trasladé allí y entré en el patio, donde se encontraban desperdigados, cierto número de milicianos, vino enseguida corriendo hacia mí el Director y me dijo: ¡Se lo han llevado con ellos!, ¡yo no estaba aquí, acabo de llegar del Ministerio! Se refería al abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva, por el que me había interesado tanto. Me refirió, a continuación, que ya en las noches precedentes se había enfrentado dos veces, durante horas, con milicianos que venían a llevárselo, discutiendo con ellos e intentando salvarlo hasta el extremo de amenazarse mutuamente con las pistolas. Esta vez, sin embargo, no hubo ya posibilidad alguna, porque tuvo que ausentarse todo el día en el Ministerio. Al pedirle insistentemente detalles, me contestó que se habían llevado varios centenares de presos para trasladarlos, según rezaba la Orden de la Dirección General, a Valencia, a la prisión de San Miguel de los Reyes. Se los entregaron a un comunista, llamado Ángel Rivera, que era quien traía la orden. Deduje por sus propias referencias que él mismo veía el asunto con pesimismo y, al hacerle yo algunas preguntas categóricas, me contestaba con evasivas.
El terror se hacía sentir en el ambiente y se reflejaba en la figura de aquellos mozalbetes desempeñando como milicianos el «servicio» de la defensa de la cárcel, ante la proximidad de las tropas nacionales que ya se habían introducido en el casi circundante parque del Oeste, oyéndose cercanos el tiroteo de que era objeto el edificio, así como el fuego de las ametralladoras constituyendo aquella posición la piedra angular para la defensa de Madrid.
Ya no podía quedarme allí más tiempo porque tenía que recoger al Delegado de la Cruz Roja para acudir a la entrevista con la nueva autoridad policial, tal como había quedado convenido entre nosotros. La tal autoridad, se llamaba Santiago Carrillo, con el que tuvimos una conversación muy larga en la que ciertamente recibimos toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias con respecto a la protección de los presos y al cese de la actividad asesina, pero con el resultado final por todos percibido de una sensación de inseguridad y de falta de sinceridad. Le puse en conocimiento de lo que acababa de decirme el Director de la cárcel y le pedí explicaciones. Él pretendía no saber nada de todo aquello, cosa que me pareció inverosímil. Pero a pesar de todas aquellas falsas promesas, durante aquella noche y al siguiente día, continuaron los transportes de presos que sacaban de las cárceles, sin que Miaja ni Carrillo se creyeran obligados a intervenir. Y, entonces sí que no pudieron alegar desconocimiento ya que ambos estaban informados por nosotros.
A propósito de esta conversación convendría destacar, además, la afirmación categórica que nos manifestó el Delegado de Orden Público, de que Madrid se defendería mientras quedaran en la ciudad dos piedras una encima de otra y un hombre que pudiera sostener un fusil y que únicamente se podría tomar cuando no quedara sino un montón de escombros.
Tal es, ahora como antes, el espíritu que domina en los dirigentes rojos españoles. La destrucción es, en todos los campos, parte importante de su programa y, la envidia, y el resentimiento su móvil esencial. Yo les decía a menudo: «Estáis todos mal del hígado», en efecto, no les gusta ceder lo que ellos no pueden mantener; encuentran consuelo y satisfacción, en haber inutilizado a fondo, para otro, alguna cosa, e incluso aunque ellos mismos ya no puedan sacarle utilidad. Lo mismo venía a confirmarme y ello recreándose con gusto, un comisario de Policía en Madrid: «Cuando tomen Madrid, la ciudad sólo será un montón de ruinas, todo está minado y antes de entregarlo volará por los aires». Lo cual, naturalmente, no excluye, sino al contrario, el que después, frente al resto del mundo, (cuyo horror ante hechos tan vergonzosos, desconocen), atribuyan tal destrucción al enemigo.
Lo que sí tuvo cierta gracia fue que, al separarme del Delegado de Orden Público en cuya mesa había depositado mis papeles y, sin darme cuenta, cogí la copia de una orden secreta de Largo Caballero, en la que se decía que el Gobierno «con el fin de poder seguir cumpliendo su principalísima misión en defensa de la causa republicana, había resuelto alejarse de Madrid y confiar a Miaja la defensa de la capital a cualquier precio». Para apoyarle, como ya relaté anteriormente, se constituyó un Comité de Defensa de Madrid, compuesto por todos los partidos representados en el Gobierno, bajo la presidencia del propio Miaja. Este Comité quedaba investido, por parte del Gobierno, de todos los poderes y atribuciones para procurarse los medios necesarios para la defensa de Madrid, «medios que se activarán y explotarán al máximo», y, «para el caso en que, a pesar de todos los esfuerzos, tuviera que rendirse Madrid, dicha organización quedará encargada de salvar todo el material de guerra, así como todo cuanto pueda parecer de interés para el enemigo. En tal caso las tropas se retirarán en dirección a Cuenca para establecer una línea defensiva en un lugar que señalará el General en Jefe del Ejército».
Cuando regresé a casa, hacia las nueve, me encontré con el recado procedente de otra Legación, que ésta había recibido de la cárcel con destino a mí, según la cual Ricardo de la Cierva estaba en libertad. Dado que tal mensaje no podía proceder más que muy en particular de uno de mis protegidos de la cárcel, me fui de nuevo allí, en coche, hacia las diez para enterarme con mayor exactitud. La cárcel Modelo estaba sumida en profunda oscuridad y en gran agitación. En un amplio semicírculo en torno a la misma, retumbaba el fuego de Infantería y caían granadas. Los parapetos, que yo había visto por primera vez por la mañana, estaban ahora ocupados y aquella gente hacia fuego a la buena ventura hacia dentro del parque circundante, en plena oscuridad. En el patio de la Cárcel rondaban figuras sospechosas con cara de bandidos y naturalmente, uniformados de milicianos. Las miradas que dirigían al inoportuno diplomático no eran ciertamente nada amistosas. Tardé aún en saber lo que esos tipos tenían ya sobre su conciencia y los propósitos que aún abrigaban. Me fui para adentro y pedí que me sacaran de su celda a mi protegido. Me informaron que se habían llevado a gran número de presos, en el transcurso de la noche, en dos expediciones, siempre por parejas atados el uno al otro por los codos y sin poderse llevar su equipaje. Entre ellos, iba también La Cierva, que se encontraba en otra galería distinta a la del responsable comunista a quien le comprometí para que velará por la protección de mis protegidos, como así ocurrió, pues se opuso con éxito a que fueran entregados todos los que figuraban en las listas que ocupaban su galería. El mismo fue el que, aprovechando la oportunidad que se le presentó de la presencia en la prisión de una representación diplomática, encargó a un empleado de los diplomáticos para que me comunicara que Ricardo de la Cierva ya no estaba en ella; pero, interpretando erróneamente el recado, lo que se me transmitió fue que estaba en libertad. Esta noticia despertó en mí la confianza de que de alguna manera hubiese podido eludir el transporte y me hizo concebir la esperanza de poder seguir buscándole con la consiguiente incertidumbre.
Hacía ya algún tiempo que había yo conseguido que La Cierva fuera trasladado también a la galería del responsable comunista, que ya le tenía en su lista. Pero La Cierva no quiso abandonar su galería porque en ella desempeñaba un cargo, como administrador de la caja de la farmacia de socorro, que le distraía y al mismo tiempo le permitía atender a sus compañeros de prisión lo cual fue, desgraciadamente, fatal para él.
Cuando, cerca ya de las once de la noche salía yo del interior de la cárcel otra vez al patio, me sorprendió el interminable aluvión de hombres con cascos de acero que penetraban por la puerta. Su aspecto era tan distinto del de los milicianos, que me dirigí a unos cuantos y pude comprobar que todos, sin excepción, eran extranjeros.
Se trataba de la primera «Brigada Internacional» que yo veía, llegada aquel mismo día a Madrid y que quedaron a partir de entonces en la cárcel, cuya defensa habían de asumir. De no ser por esa ayuda, repentinamente surgida, de soldados de mejor calidad militar que los milicianos (eran gentes experimentadas en múltiples servicios prestados en la Guerra mundial, franceses, polacos, checos y también nórdicos) quizás hubiera caído la cárcel en manos de las tropas nacionales en los siguientes dos o tres días, con lo que se hubieran salvado los presos que aún quedaban (de tres mil a cuatro mil).
Los detalles que llegué a conocer de cómo se efectuaban los transportes de presos me intranquilizaban, si bien por entonces solamente los consideraba como crueldad superflua, sin calar todavía en su verdadera importancia. No presentía aún los abismos de inhumanidad por parte de unos y de negligencia por parte de los otros, los miembros de las autoridades.
Para llegar al fondo del asunto, me fui a la mañana siguiente, otra vez, a ver al Director de la cárcel Modelo. De sus precavidas palabras, pude poco a poco, ir entresacando que no creía que los presos hubieran llegado a los pretendidos lugares de destino. Me enteré de que, en la noche recién trascurrida, habían salido otras dos expediciones en las mismas circunstancias sospechosas. Empezaba yo a barruntar la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen inaudito en el que, hasta entonces no había podido ni pensar. El Director, con el fin de justificarse ante mí, me enseñó un papel, en el que el Subdirector de la Dirección General de Seguridad le ordenaba por escrito, con su firma, que entregara al portador del mismo los novecientos setenta presos que éste le indicara, a efectos de su traslado a la prisión de San Miguel de los Reyes en Valencia. Tuve conocimiento de que dicha orden se la había dado al Subdirector, verbalmente, el Director General de Seguridad, en la noche del 6 al 7 de noviembre, antes de su huida, y que tal fue el precio que ese canalla de Director General, pagó a los comunistas, que le vigilaban, para conseguir que le consintieran la huida. Supe, además, que tanto el Subdirector como el Director de la cárcel habían intentado obtener de los cabecillas un aplazamiento de esos «traslados» con el fin de ganar tiempo para negociar con ellos (con algunas botellas de vino de por medio, como de modo significativo, decía el Director), pero éstos se negaron a cualquier aplazamiento invocando la orden del Director General, y se salieron con la suya.
Los comunistas iban acompañados por policías estatales, pertenecientes a la Brigada Criminal del Comisario de Policía, García Atadell. El Director de la cárcel Modelo se sinceró conmigo en reconocer que, consciente de su impotencia para intervenir en contra de ese plan que detestaba, había preferido permanecer ausente de la cárcel todo el día. Pero lo cierto es que tampoco se había atrevido a hacernos llegar indicación previa alguna, ni a mí, ni al Encargado de Negocios de la República Argentina con el que asimismo mantenía buenas relaciones personales.
Al cabo de unos días ingresaron en mi Legación, en calidad de refugiados, dos presos liberados que habían actuado de escribientes en una de las galerías, por lo que gozaban de mayor libertad de movimientos y más posibilidades que otros presos de relacionarse con los milicianos. Me confirmaron todas las cifras y detalles obtenidos y añadieron que esos policías habían reclutado, de entre la guardia que custodiaba la cárcel, voluntarios para «disparar», diciendo: «Hay poco tiempo para acabar con tanta gente y nosotros somos pocos». Esos «voluntarios» contaban luego detalles que declaraban su desnaturalizada crueldad, tales como que, unas veces antes y otras después de disparar contra sus víctimas, les habían quitado sus pitilleras, plumas estilográficas, botas; en fin, que se les desvalijaba hasta de su propia vestimenta.
En los días que siguieron, iba tomando cuerpo la verosimilitud de un crimen de dimensiones inauditas. Recogí información en otras prisiones y pude comprobar que en San Antón y en la de Porlier se habían producido, asimismo, «sacas» sospechosas; en la primera, ciento ochenta hombres con dirección a Alcalá de Henares; en la última, doscientos para Chinchilla. Pronto pude averiguar que de los ciento ochenta con destino a Alcalá sólo llegaron ciento veinte. ¡A unos sesenta los asesinaron por el camino! Otra expedición de unos sesenta y cinco procedentes de San Antón afortunadamente se había retrasado algo y pudo salvarse en el último momento.
Ahora, se trataba de aclarar lo ocurrido con los otros mil doscientos, procedentes de la cárcel Modelo y de la de Porlier. Conseguí, a duras penas y valiéndome de determinadas relaciones, obtener comunicación con el penal de San Miguel de los Reyes en Valencia y con el de Chinchilla, a cuyos desprevenidos directores pregunté, apelando a su conciencia, cuántos presos, procedentes de las cárceles de Madrid, habían ingresado en sus establecimientos penitenciarios, durante la última quincena. En ambos casos me aseguraron, extrañados, que ni uno solo. Asimismo les pregunté si no había llegado notificación alguna en forma de lista. No, no habían recibido ni notificación ni lista. Por si acaso, telefoneé aún a la prisión principal de Valencia, de donde recibí la misma información.
Ahora estaba claro: habían asesinado a mil doscientas personas a las que había sacado de las cárceles con dicho fin, ya que ni siquiera se había cursado el usual preaviso. Lo cursaron únicamente en el caso de Alcalá de Henares, y si esto se hizo por error o distracción o porque la decisión de asesinarlos partió de los acompañantes ya por el camino, es cosa que no se pudo averiguar. La realidad fue que de San Antón salieron tres autobuses, uno por la mañana, otro a mediodía y otro por la tarde. El primero y el último llegaron intactos a Alcalá, los presos del segundo o intermedio fueron asesinados sin excepción.
Entre ellos estaban los mejores apellidos de España y, sobre todo, militares, oficiales elegidos para víctimas con arreglo al buen parecer de los comunistas. Eran hombres a los que nunca se había juzgado, ni siquiera acusado. Estaban presos desde que estallaron los disturbios y, hasta entonces, se les había considerado como rehenes. Ahora lo que importaba era seguir la pista de los hechos hasta descubrir el lugar del crimen.
Guiándome por lo que se rumoreaba, oí algo acerca de un pueblo que estaba a 20 km. de Madrid, Torrejón de Ardoz, en la carretera de Alcalá de Henares. Me fui hasta allí, me reuní con un antiguo conocido, agricultor, y me encerré en su casa con él. Muy turbado, el hombre no quería hablar. Estaba sobrecogido por el horror reinante y me dijo que a él mismo, lo habían llevado ya para matarlo y que sólo debía la vida a la intervención casual de otros; que le habían quitado todo y que apenas se atrevía a pisar la calle. Le habían asesinado a un hermano, empleado de comercio en Madrid que, para mayor seguridad, se había vuelto a su pueblo. Costándome mucho trabajo y garantizándole, por mi parte, silencio incondicional pude sonsacarle que había oído que algunos autobuses torcieron en dirección al río Henares y que otros, según contaban habían ido hacia Paracuellos del Jarama, que estaba en otra dirección. De detalles de lo ocurrido no sabía él nada. Todavía acudí a otra persona para que me concretara algo esas noticias, pero me encontré con que negaba lisa y llanamente tener el más mínimo conocimiento de aquello, de lo cual deduje que en aquel pueblo la consigna dada era «silencio o muerte».
Me fui luego a hacer una visita a la cárcel de Alcalá pensando en que quizá podría saber algo por los que allí habían llegado procedentes de San Antón. El Delegado de la Cruz Roja Internacional no me acompañó, naturalmente, a las visitas secretas, ya que no hablaba español y su presencia más bien hubiera entorpecido las cosas. En la prisión de Alcalá nos encontramos con el Encargado de Negocios de Argentina, don E. Pérez Quesada con el que yo ya había compartido con frecuencia tareas humanitarias.
Le hice partícipe de mis averiguaciones y le invité a venir conmigo, pues yo estaba decidido a desviarme en el viaje de regreso y, pasara lo que pasara, a encontrar a toda costa aquél ominoso lugar.
Se mostró dispuesto a acompañarme y fuimos un par de kilómetros por una carretera secundaria desde el pueblo de Torrejón hasta el puente sobre el Henares. Allí había, junto a la carretera, una casa solitaria, que antes había sido una modesta casa de peones camineros. La casualidad quiso que esa casa fuese precisamente aquella en la que en 1905, el anarquista Morral tomó su último alimento en su huida por los campos, después de haber arrojado la bomba contra la carroza real el día de la boda del Rey Alfonso XIII. Allí le pidió sus papeles una patrulla de la Guardia civil que iba de paso y él echó correr hasta un campo que había cerca, en el que se suicidó con su pistola.
Delante de esta casa había algunas mujeres sentadas, con unos niños jugando. Cerca de ahí, se bifurcaba un camino rural y uno de sus ramales bajaba hacia el río, en dirección a un castillo del siglo XVIII, llamado Castillo de Aldovea. El cauce del río es profundo, en aquel lugar y sus orillas están abundantemente cubiertas de árboles y de vegetación de monte bajo. Yo sospechaba de ese camino en el que, sin embargo, no se veían huellas del paso de coches que, por lo demás, hubieran tenido que apreciarse, pues hacía mucho tiempo que no llovía.
A las preguntas que, con precaución, les hicimos acerca de los autobuses que habían pasado por allí el domingo anterior, las mujeres respondieron, tímidamente, que ellas eran forasteras, recién trasladadas en esos mismos días, desde sus pueblos, y que no habían observado ni oído nada. Continuamos conduciendo río arriba hasta una casita solitaria. Afortunadamente sólo estaba en ella la mujer. Ésta nos contó sin apuros que, efectivamente, el domingo por la mañana pasaron un buen número de autobuses, llenos de hombres procedentes de Madrid, que torcían para entrar en el mencionado camino rural. Al poco tiempo empezó un tiroteo que duró toda la mañana. Eso era en el lecho del río muy cerca del castillo. El lunes, temprano, aún vino otro autobús con unos pocos.
Luego fuimos por el camino vecinal en dirección al castillo y observamos el lecho del río. Debido al espesor de la arboleda no pudimos dar con el lugar, ni siquiera yendo a pie. A continuación, fuimos en coche hasta el castillo en el que yo entré. Allí estaban los hombres que custodiaban un establecimiento de doma caballar alojado en dicha finca. Pregunte por el «responsable». Afortunadamente no estaba allí. Luego me dirigí al único que estaba de guardia, que era un miliciano, y le pregunté sin rodeos donde habían enterrado los hombres que fusilaron el domingo, dando por sabido lo ocurrido. El hombre empezó a hacerme una descripción algo complicada del camino. Le dice que sería mucho más sencillo que nos acompañara y nos enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y nos condujo al lugar. A unos ciento cincuenta metros del castillo se metió en una zanja profunda y seca que iba del castillo al río, y que llaman «Caz»; era una antigua acequia. Ahí empezaba, en el fondo de dicha zanja, un montón de unos dos metros de alto de tierra recientemente removida. Lo señaló y dijo: «aquí empieza». Había un fuerte olor a putrefacción: por encima del suelo se veían desigualdades, como si emergieran miembros, en un lugar asomaban botas. No se habían echado sobre los cuerpos más que una fina capa de tierra. Seguimos la zanja en dirección al río. La remoción reciente de tierra y la correspondiente elevación del nivel del fondo de la cacera tenía una longitud de unos trescientos metros! ¡Se trataba pues de la tumba de quinientos a seiscientos hombres!, Tal como aún pude sonsacarle al miliciano, aquello había transcurrido de la siguiente manera: los autobuses que llegaban se estacionaban arriba de la pradera. Cada diez hombres, atados entre sí de dos en dos eran desnudados, o sea que les robaban sus cosas, y enseguida les hacían bajar a la fosa, a donde caían inmediatamente que recibían los disparos, después de lo cual tenían que bajar los otros diez siguientes mientras los milicianos echaban tierra a los precedentes. No cabe duda alguna de que, con éste bestial procedimiento asesino, quedaron sepultados gran número de heridos graves, que aún no estaban muertos, por más que en muchos casos les dieran el tiro de gracia.
Ruego al lector que se detenga unos minutos procurando concentrarse en la imagen del tremendo suceso que acaba de leer: una mayoría de hombre jóvenes, en la flor de la vida, pendientes en todas las fibras de su ser, de los suyos, padres, madres, esposas, novias, hijos, sin haber infringido ninguna ley humana, se veían arrancados de una vida honrada, y asesinados por sus compatriotas, aquí, al borde de una fosa, a pleno sol, sin haber visto antes nunca a sus verdugos y tras haber sido robados y, después, fusilados y enterrados, habiendo visto correr la misma suerte a sus amigos, parientes o camaradas; y todo esto, únicamente por pertenecer a otra «clase». Puede uno imaginarse la desconfianza y la desesperación de estos pobres seres con respecto a la Humanidad ¿Cabe juicio condenatorio más terrible que el que merece la insensatez de semejante lucha de clases? ¿Quién podría alegar excusa alguna, basada en sentimientos humanitarios, para un gobierno que se atreve a inducir a esas atrocidades, o en todo caso, a consentirlas y al mismo tiempo, tenga la cobardía de querer después disimularlas o encubrirlas?
Pasados algunos días, unas personas pertenecientes a otra Legación, que viajaron en un camión al pueblo de Torrejón para adquirir patatas, sintiendo curiosidad por las noticias de las que yo había hecho partícipes a los colegas, quisieron visitar el lugar. Llegaron a la ominosa pradera y encontraron algunas tarjetas de visita y otros pequeños objetos dispersos por allí, pero antes de que pudieran continuar su camino, salieron violentamente por el portón del castillo un cuantos milicianos, bajo la dirección del «responsable», que les apuntaban con sus fusiles profiriendo amenazas, con mucho griterío, de forma que apenas si pudieron huir hasta su camión y largarse.
Sólo me faltaba esclarecer las demás actuaciones asesinas. Mis anteriores acompañantes no mostraban mucho afán por caer en ese avispero, así que el domingo por la mañana, una semana después de los hechos aquí narrados, salí para allá con mi joven y animoso conductor y un «adolescente» de setenta y cinco años, de origen portugués que había sido hacía años secretario mío y que ya no tenía mucho aprecio a la vida.
Dejamos atrás el aeropuerto de tráfico civil de Barajas y cruzamos el Jarama hacia Paracuellos. Este pueblo está maravillosamente situado sobre una elevación perpendicular al valle de dicho río, desde el que se disfruta de una vista espléndida de Madrid y su meseta, así como de la sierra de Guadarrama, más al fondo. Al llegar yo, había en un lugar, entre las casas de aquél pueblo y el declive abrupto de la meseta al valle, un grupo grande de hombres con escopetas de caza y fusiles al hombro. Me acerqué a ellos y les pregunté acerca de las posibilidades que había en el pueblo de comprar patatas para el Cuerpo Diplomático. Replicaron, recelosos, que en ese pueblo no había patatas y que tendría que ir como a diez kilómetros más allá para encontrarlas. Me volví hacia el panorama que se disfrutaba y dije, que quería admirar aquella vista, ya que no conocía el pueblo y sus alrededores. Así empecé a andar paso a paso a lo largo del borde mismo del brusco declive, donde vi a alguna distancia un corte profundo como un barranco que me pareció muy sospechoso. Dejé a mi «señor mayor» con los campesinos para que los entretuviera y distrajera, pues enseguida me di cuenta de la actitud, más bien de rechazo, en donde se habían dado órdenes severas y no se fiaban de mí, de modo que de aquella gente no se podía sacar nada. Dos de ellos me siguieron y me dijeron: «No vaya Ud. hacia esa parte, que están queriendo probar una granada, y puede explotar de un momento a otro». Ahora lo veía ya claro. Sonreí y dije «Estoy muy acostumbrado a las granadas, no me asustan» y continué mi camino. Al borde del barranco vi a tres muchachitas sentadas que me parecieron más normales que aquéllos herméticos labradores y aparentando no perseguir finalidad alguna, me fui hacia ellas. Los labradores entonces las llamaron, diciendo que volvieran enseguida porque ahí fuera había peligro. Pero yo ya me había adelantado tanto a mi «guardia de honor» que pude aún alcanzar a solas a las muchachas en su trayecto de vuelta y preguntarles, como si de algo muy sabido se tratara: ¿Dónde han enterrado el domingo pasado a toda la gente que mataron aquí? A lo que una pequeña de unos doce años señaló enseguida hacia abajo, al barranco: «Ahí abajo en el barranco». Mientras que la otra, de unos dieciséis años, que seguramente ya sabía más y estaba más aleccionada, añadió rápidamente: «pero eran muy pocos como unos cuarenta sólo». Entonces dije yo: «¡Vaya, pues autobuses había unos cuantos!», a lo que ella replicó, manteniéndose en lo dicho: «No, era muy poca gente, igual que otras veces que han matado a algunos aquí afuera, pero sólo a muy pocos, añadió, ¡para restablecer el orden, como estaba mandado!». Entretanto, las llamadas de los hombres se hacían tan terminantes, que ellas se alejaron corriendo de allí. La situación se estaba poniendo crítica ya que esos hombres se daban cuenta de que no era precisamente el paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les saludé amistosamente y me fui.
Íbamos en el coche por una carretera que seguía el trazado del río, entre éste y el mencionado declive escarpado de la meseta, hacia el pueblo de Cobeñas y yo recorría con la vista el terreno del barranco pero no podía ver señal alguna clara de tierra removida. Entrar en el barranco para investigar, parecía, en verdad, demasiado peligroso ya que los labradores seguían en lo alto del cerro con sus escopetas en actitud amenazadora, observando mi coche, no ya con desconfianza, sino con rabia. Seguí, pues, hasta que un recodo de la cadena de colinas nos ocultó a sus miradas. Una vez allí, me dirigí a una casa de labor grande, donde aún había arados de vapor que yo había suministrado hacía ya más de 35 años y, con el pretexto de volverlos a ver, entablé amistad con el actual propietario. Llevé la conversación a los recientes acontecimientos, pero aquel señor parecía, efectivamente, no haberse dado cuenta de nada, a pesar de que vivía a sólo cinco o seis kilómetros del lugar de los hechos.
Retrocedimos para tratar de averiguar algún indicio, que nos proporcionara nuevas posibilidades de información. Tuve suerte: cuando, ya en el viaje de regreso, al no ver señales de lo que buscaba, había dado orden de regresar a Madrid, me encontré, en el Puente del Jarama, con un joven de unos dieciocho años que volvía de haber estado arando con sus dos mulas en dirección al pueblo. Le paré y le pregunté, con aire inocente, donde habían fusilado a tanta gente el domingo anterior. Señaló hacia la parte del otro lado del río, detrás de nosotros y dijo: «Más allá, al otro lado, bajo los ‘cuatro pinos’. Pero no fue domingo ¡era sábado!». Hice que me señalara cuáles eran los «cuatro pinos» entre los pinos que se veían y aún le pregunte: «Y ¿cuántos vendrían a ser?» «Muchos» me contestó, a lo que añadí ¿Cómo seiscientos? «Más» me dijo el «¡Todo el día estuvieron viniendo autobuses y todo el día estuvimos oyendo las ametralladoras!». Di media vuelta y recorrí de nuevo en coche la carretera a la vera del río.
Quería detenerme en los «Cuatro pinos» pero no pude, porque allí había tres tíos, con fusiles, haciendo de centinelas. Por ello, mandé conducir despacito a todo lo largo y vi claramente dos montones paralelos de tierra recién removida que iban desde la carretera hasta la orilla del río, de unos 200 metros de largo cada uno. Hasta entonces no los habíamos descubierto, porque, quedaban frente al barranco, al otro lado de la carretera y no en el mismo barranco. Los que dispararon lo hicieron, por lo visto de espaldas al río y en dirección al barranco y las zanjas se habían cavado con anticipación precisamente a tal efecto. Se me confirmó después que las matanzas se habían efectuado exactamente, como al día siguiente en Torrejón, con la única diferencia de que los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente con tierra los cuerpos, como en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero también sin hacer distinción entre muertos y heridos. Continué con el coche un poco más allá, volví otra vez y recorrí de nuevo, despacio, esas dos horribles tumbas masivas. De los tres centinelas, uno llevaba ahora, en la mano, un par de botas que, por lo visto, había desenterrado entretanto.
Ya sabía bastante. Regresamos, pero por el camino identifiqué en el pueblo de Barajas, en la ladera del cerro donde se halla el cementerio, otra fosa masiva más pequeña que se había preparado el mismo día que las de Paracuellos. Por lo visto se habían llenado éstas más deprisa de lo que los asesinos suponían por lo que, al final de la tarde, aún tuvieron que liquidar y enterrar el resto de las víctimas, a mitad de camino en Barajas. Al día siguiente, o sea el ocho de noviembre, tuvieron que buscar otro lugar cómodo de enterramiento y lo descubrieron en la cacera de Aldovea (Torrejón).
En los días que siguieron, empezaron los disparos contra la cárcel Modelo, tanto de artillería, como de ametralladoras y este ataque fue tan intenso que se produjeron bajas entre los presos y tuvo que ser evacuada la prisión. Las posiciones de las tropas nacionales se habían acercado mucho.
Repetidas veces al anochecer, después de efectuar nuestras visitas, teníamos que cruzar la calle oscura a la que daba la cárcel Modelo, en plena lluvia de disparos de las ametralladoras que hacían frente a los parapetos rojos, situados al final de dicha calle, para llegar hasta nuestro coche que nos esperaba protegido por las casas construidas en dirección transversal. Los defensores eran ahora los extranjeros de las Brigadas Internacionales. En los días quince y dieciséis de noviembre se efectuó con mucho nerviosismo, la evacuación de la cárcel Modelo en medio de los combates. Los presos se distribuyeron por las demás prisiones de Madrid, con lo que quedaron, pobladas en exceso, hasta límites que calificaríamos de inhumanos. En todo caso, estos traslados, a los que asistimos, fueron presenciados por personal de las Delegaciones Diplomáticas y, frecuentemente, por el Delegado de la Cruz Roja Internacional a quien acompañaban y pude testificar que se efectuaron sin pérdida de vidas.
Los colchones, las mantas y otros efectos de los presos, así como el fichero, no pudieron sacarse por estar ya todos los edificios invadidos por un fuego intenso. Mis camiones lo intentaron varias veces pero resultó imposible. Ésta fue la causa de que los pobres presos tuvieran que acostarse durante semanas en el suelo y sin poder cubrirse con nada. Y, además, durante cuarenta días, ni siquiera les permitieron mudarse de ropa el por qué, sigue sin saberse, pero el resultado fue una epidemia de piojos en Porlier, que lo invadía todo y que se hizo legendaria en Madrid.
Un alemán que, después de pasar varios meses preso, salió de esa cárcel en Febrero de 1937 y se refugió, en «Noruega», donde le adjudicamos un dormitorio con una buena cama (una excepción en ese nuestro campamento de colchonetas), se acostó en el suelo, al lado de la cama, con el fin, según me enteré a la mañana siguiente, de no infestar con sus piojos una cama tan buena.