Unos días después, a principios de noviembre, me despertó, a las doce de la noche, el Cabo de Guardia; me dijo que abajo había un superior que le requería para que se fuera con él al cuartel. El hombre me enseñó un escrito en que el firmante, Vicepresidente de la Guardia Nacional, autorizaba al mismo (al superior) y a un «camarada» para recoger de la Legación de Noruega, al Cabo y llevárselo a «su Excelencia el Ministro de la Gobernación».
Antes de continuar, y para comprender el riesgo de inseguridad en que se vivía, tengo que decir que a la mañana siguiente me comunicaron que algunos de los refugiados alojados en el sótano se habían despertado al oír un automóvil que llegaba. Oyeron, asimismo, que se bajaban tres miembros de la Guardia Nacional y daban palmadas para llamar al sereno que tenía que abrirles, con arreglo a la costumbre española, ya que en esta tierra nadie tiene llave de la casa donde vive. La nuestra no estaba, naturalmente, en poder del sereno, que era rojo; la puerta estaba además bien asegurada con cadenas y un cierre metálico. Mientras esperaban, el que parecía capitanearlos le dijo a uno de ellos: «Te lo llevas en el coche, calle arriba, al solar y lo líquidas allí mismo».
El Cabo, a quien había despertado el centinela que estaba de guardia en el zaguán, y que era precisamente la persona que ellos querían llevarse, había acudido a la puerta y, cuando vio que se trataba de un superior de su Cuerpo, le dejó entrar a pesar de la severa prohibición que existía en contra. Por ese motivo mi comunicado al día siguiente dirigido al Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) señalaba la prohibición incumplida de la orden expresa en los siguientes términos: «El Encargado de Negocios manifiesta que el mencionado guardia, no puede abandonar la Legación sin que antes se trate el caso con el Ministerio de Estado y el Cuerpo Diplomático y que se ruega tengan a bien abandonar el territorio noruego en el que se hayan». Primero se resistieron afirmando que ellos eran la «autoridad suprema» en Madrid, y exigían que el guardia que buscaban, les llevara él mismo la respuesta. Pero obedecieron a un segundo requerimiento y se fueron.
A continuación comuniqué inmediatamente el incidente al secretario del Ministro de la Gobernación, conocido mío; ministerio de quien depende la Guardia Nacional, y le informé, asimismo, de la frase ordenando la muerte del Cabo, que habían oído mis refugiados; a todo lo cual, me prometió dar conocimiento y curso del hecho.
A la mañana siguiente, se me avisó de que había llegado un vehículo ocupado por Guardias Nacionales; el Vicepresidente del Comité nacional exigía, al parecer, pasar inspección a los miembros de nuestra guardia. Ordené al guardia que dejara sus armas delante de la puerta y pasara él sólo al zaguán. Era el mismo que en la noche había dado orden de «liquidar» al Cabo. Lo que quería discutir era el por qué yo no se lo había entregado aquella noche. Le declaré al respecto que yo no quería tratar ese asunto más que con el Ministro de Asuntos Exteriores (Ministerio de Estado) ya que con el organismo del que ellos dependían yo no tenía relación alguna, y le despaché.
Una hora más tarde, me anunciaron la aparición del Presidente del Comité Nacional con tres coches y unos veinte guardias fuertemente armados. También a él le obligué a dejar las armas delante de la puerta e inmediatamente le invité a subir, él solo, a mi despacho, situado en la planta cuarta. Declaró que venía con orden personal del Ministro de la Gobernación (Interior), Sr. Galarza, de que le entregara a los seis miembros de mi guardia. Me negué categóricamente a ello, apelando al convenio por escrito, concertado con el Gobierno, en el sentido de que no podría introducirse modificación alguna en el mismo, sin mi consentimiento. Yo estaba dispuesto a discutir el asunto con el Cuerpo Diplomático y con el Ministerio de Estado y a enterarme de las posturas adoptadas, en principio, al respecto por el Cuerpo Diplomático, pero no acataba órdenes del Ministerio de la Gobernación (Interior), con el que no me ligaba relación oficial alguna.
Este joven de unos veintiocho años de edad, con un pasado de muy dudosa reputación, como ya queda mencionado, sólo sabía repetir: «Si Ud. tendrá la razón, pero yo tengo órdenes del Ministro y las tengo que cumplir». Finalmente y como viera que con lo de «su ministro» no conseguía nada, se conformó con mi promesa de plantear inmediatamente la cuestión al Cuerpo Diplomático y, juntamente con éste, al Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores), con el fin de llegar a una solución de principio, y se retiró.
Apenas había llegado abajo en el ascensor, cuando algunos jóvenes refugiados, corrían hacia arriba para comunicarme que los Guardias que esperaban en la calle empujaron la puerta, al tiempo que la estaban abriendo al Presidente para que saliera, y habían conseguido entrar e invadido el zaguán. Yo por precaución había mandado encerrar a nuestro Guardia en el sótano y ahora ordenaba a los refugiados, en turno de guardia, que se retiraran del zaguán a los pisos más altos.
Bajé al zaguán y lo encontré lleno de tipos mal encarados con uniforme de la Guardia Nacional, con grandes pistolas ametralladoras en las manos. En el último escalón me encontré, de cara, con el «Presidente». Le grité en tono imperativo y amenazador: «¿es usted el hombre con el que acabó de negociar? ¿No acordó usted conmigo, en esperar hasta que yo solucionara este asunto con el Ministerio de Asuntos Exteriores?». Él insistió que tenía que cumplir las órdenes del Ministro. Yo me puse a vociferar lo más alto posible diciéndole que él se hallaba en territorio noruego y que tenía que salir inmediatamente de la casa con toda su banda y, si pretendía quedarse, tenía que empezar por matarme a mí ya que yo no estaba dispuesto a aguantar semejante transgresión. A esto replicaba que no me quería matar y que se quería ir, pero que, primero, quería relevar la guardia. Le grité que aquí no tenía absolutamente nada que hacer, sino salir inmediatamente a la calle ya que estaba dispuesto a arrancarle, de un momento a otro, a pesar de mi edad, la nariz de la cara. El bigote erizado, el pelo largo, agitado al aire y los tacos y palabras fuertes con que aderecé mi discurso, dieron como resultado que todo aquel montón de gente se volviera, gruñendo, hacia la puerta que yo mismo cerré detrás de ellos. A través de los cristales vi que aún se quedaban algún tiempo junto a sus coches, mirando hacia la puerta. No podía concebir todavía que tantas pistolas hubieran tenido que ceder ante un anciano indefenso.
Una hora después tenía yo al teléfono al Ministro Galarza. Exigía la entrega de mi guardia, que dependía de él: poder disponer de sus hombres libremente era para él una cuestión de prestigio, y no podía consentir que se le presentara resistencia alguna. Yo le repliqué que no se trataba de prestigio ni de resistencia, sino de la fidelidad a un convenio con el Gobierno que también le obligaba a él. El asunto, como ya se lo habría comunicado su subordinado, el Presidente de la Guardia Nacional, lo estaba tratando legal y reglamentariamente, el Cuerpo Diplomático con el Ministerio de Estado por lo que entretanto, tendría que esperar con paciencia, puesto que yo no mantenía con él relaciones oficiales. Aquel hombre, conocido por su violencia y sus malos sentimientos, se irritó sobremanera ante esta respuesta. Para no reconocer que se veía forzado a llevar a cabo toda esa acción bajo la presión ejercida por el Comité Nacional de la Guardia Nacional, a la que temía, sostenía que había recibido de las autoridades militares la orden de que los efectivos dedicados a la custodia de la totalidad de las representaciones diplomáticas se personara, antes de las seis de la tarde, en tales y tales cuarteles para salir inmediatamente hacia el frente. Mentía descaradamente, para intimidarme sin duda, ya que se daba cuenta de que, por sí solo, no podía. Yo mantenía impasible mí inatacable punto de vista.
A continuación, declaró, ya fuera de sí, que si yo no mandaba, antes de las seis, a esos hombres a los cuarteles correspondientes, él los sacaría violentamente de la Legación. Entonces yo le dije: «¿Me amenaza Ud. con violar la extraterritorialidad noruega y con derramar sangre, para incumplir un Convenio? Pues por las buenas no le voy a dejar entrar». Él no estaba amenazando, me replicó, pero sí que impondría por todo los medios su autoridad y retiraría sus hombres. Era a todas luces inadmisible, que esa gente estuviera dentro de la Legación; a partir de entonces iba a mandar fusilar a cualquier hombre que pisara una representación diplomática.
El ministro Galarza, hijo «descarriado» de una buena familia de militares, era tristemente célebre por su mal carácter y resentimientos. Su intervención personal había convertido el incidente en asunto oficial para el Cuerpo Diplomático, con características francamente preocupantes. Por lo tanto, convoqué al Cuerpo Diplomático con el fin de prepararnos para un segundo ataque armado de Galarza, ataque con el que, a todas luces, podíamos contar. Acudieron inmediatamente un buen número de colegas de diferentes países, destacando entre ellos, el Decano y el Secretario general del Cuerpo Diplomático.
Poco después de las seis, repitió Galarza su llamada telefónica insistiendo aún más en su amenaza a lo que yo contesté asimismo a tono, que yo no iba a cambiar de actitud antes de que el Cuerpo Diplomático adoptara una decisión, y que dejaría caer sobre él la responsabilidad con todas las consecuencias de una acción violenta.
El Decano se puso entonces en comunicación telefónica con el Ministro de Estado, el no menos tristemente célebre Álvarez del Vayo, que intentaba rehuir la competencia que por obligación le incumbía y procuraba traspasarla toda al Ministro de la Gobernación. Luego habló con el Presidente del Consejo de Ministros, Largo Caballero, quien con su limitación habitual consideraba anticuado el convenio (éste tenía poco más de un mes de antigüedad) y superado ya por los acontecimientos, se negaba reconocerle valor y no se recataba de dar a entender que lo consideraba como una trampa, encaminada a motivar a los diplomáticos para que se quedaran.
En resumidas cuentas, el Cuerpo Diplomático se veía frente a la realidad de que estaban expuestos, junto con sus refugiados, a la mala voluntad de una sociedad de prestidigitadores para los que un Convenio no representaba más que un medio para engañar mejor.
A las nueve, volvió a llamar Galarza. Se iba a cenar en ese momento pero quería tener la contestación antes de la medianoche. Su tono era ya más moderado; se había dado cuenta de que no podía «meter la cabeza por la pared» y procuraba ahora salvar su prestigio ante el Comité Nacional, que le utilizaba como instrumento para satisfacer sus antojos asesinos. Los colegas me pidieron que, con miras a la negativa de los demás Ministros, cediera a la citada exigencia con el fin de evitar medidas violentas que también podrían tener malas consecuencias para otras Legaciones. A las once de la noche, telefoneé a Galarza para decirle que, a petición del Cuerpo Diplomático, me había decidido a entregarle los hombres de la guardia, pero no por la noche sino a la mañana siguiente y a un oficial de la Policía y no a la gente del Comité Nacional. Pareció alegrarse mucho de que se le abriera el callejón sin salida, en el que se había metido, por cuestiones de prestigio, y añadió que a la mañana siguiente me mandaría un relevo de toda confianza. Le repliqué que renunciaba a ello y, al objetarme que, naturalmente, él tenía que proteger los edificios de las embajadas y legaciones, le dije que eso había que hacerlo en la calle, ya que yo no iba a dejar entrar en el edificio a nadie de su gente.
A la mañana siguiente, un oficial recogió a los seis hombres; inmediatamente después, vino el Presidente del Comité Nacional con un relevo y se quedó muy decepcionado al ver que había llegado tarde para echarles la garra por sí mismo. Le mandé decir que la guardia tendría que quedarse en la calle; el portal ya no volvería a abrirse para ellos. A partir de ese momento, los puestos de guardia de la Legación de Noruega estarían en la calle, delante del edificio. Ni la lluvia ni el frío ni un tiroteo les autorizaría para traspasar el umbral. Ante las observaciones que ocasionalmente me hacían, yo les contesté que su Ministro había amenazado con fusilar a cualquiera de los hombres que pisara una Legación y yo no quería ponerles en semejante peligro.
Pero la historia de los seis hombres que nos custodiaban, aún continuó. Primero, los encerraron a los seis, y a su Cabo, en régimen de incomunicación. Transcurridas varias semanas, dieron libertad a los otros cinco y les enviaron al frente desde donde algunos se pasaron pronto a los nacionales. El Cabo fue acusado de desacato, desobediencia y de calumnias al Gobierno, ante el Tribunal Popular. En el transcurso de los meses siguientes, tuve que recurrir tres veces al Presidente del Tribunal Supremo, y una de ellas, a las doce de la noche al Comité de la Guardia Nacional, porque llegué a enterarme que aquellos «hombres de bien» del Comité habían decidido «dar el paseo» al Cabo, junto con otros guardias de la antigua Guardia Civil. Querían, por encima de todo, quitarlo del medio, pero lo impedí hasta que llegó el día de acudir a juicio. Me presenté yo mismo ante el Tribunal e hice, como único testigo, mi declaración. Había conseguido que el policía rojo rectificara su falsa acusación. El Cabo quedó libre. Pero ahora, lo que ocurría era que el irritado Comité, obligado a tener que aceptar cómo mi voluntad terminaba imponiéndose y les arrebataba su víctima, impugnaron la sentencia y pretendieron condenar a aquel hombre con arreglo a su propia «jurisdicción» y ello, lo pude saber, ya en la siguiente noche. De nuevo tuvo que intervenir el Presidente del Tribunal Supremo, quien convocó al Presidente y al Vicepresidente del Comité y les forzó a aceptar mi solución; licenciar a aquel hombre, separándolo de la Guardia Civil y entregármelo a mí, como elemento civil; así se hizo y al fin quedó a salvo en la Legación.