Siete mujeres desaparecen sin dejar rastro

Dada la inseguridad reinante, cuando yo tenía que hacer visitas que implicaban un contacto, por mi parte, con los milicianos, me llevaba a un miembro de mi guardia, casi siempre al Cabo y, por consiguiente, al de mayor antigüedad en el servicio. Este hombre de unos cuarenta años de edad, procedente de una familia de labradores de Castilla la Vieja había sido, durante años, asistente de un coronel de la Guardia Civil (cuerpo de guardias rurales, protectores del orden, en quienes más se confiaba) y mantenía una fidelidad incondicional a la familia del mismo. La Guardia Civil había sido «politizada», en la zona roja, poco después de estallar la guerra civil y quedó rebautizada como «Guardia Nacional», ya que los padres de nuevo desorden que ahora llevaban el timón, odiaban hasta su venerable nombre. Aprovecharon la ocasión, para separar totalmente a los oficiales antiguos que aún quedaban y a gran parte de la tropa antigua, en la que con razón, no confiaban en cuanto a su adhesión al caos reinante. En parte los echaron y en parte los asesinaron, sin más.

En su lugar llenaron el cuerpo de bolcheviques asiduos que no necesitaban cumplir las condiciones antes indispensables, sino únicamente, acreditar con su pasado que llevaban en la sangre los «nuevos conceptos del servicio y del derecho». Esta gente había tenido ya relaciones con la Guardia Civil de antes, en muchas ocasiones, pero como «objeto», es decir, como delincuentes y no como «sujeto», no como guardias. Por ello les complacía, en grado sumo, el desprecio sin paliativos de sus «nuevos camaradas».

Durante el mes de septiembre de 1936, el Cuerpo Diplomático tuvo que comunicar al Gobierno la creciente inseguridad en que se encontraban las representaciones diplomáticas. Se habían producido más una vez conatos de asalto por parte del populacho. Para prepararlos, se había intentado sustituir por elementos nuevos a los miembros antiguos de la Guardia Civil que tenían a su cargo la custodia de las representaciones diplomáticas extranjeras. El Cuerpo Diplomático amenazó con su salida colectiva de Madrid si no se le daban garantías suficientes en cuanto a su seguridad y a su abastecimiento de comestibles. Entonces el Gobierno concertó con el Cuerpo Diplomático un pacto escrito, con arreglo al cual se comprometía a no modificar ni el número de miembros, ni la composición individual de la guardia existente en cada representación diplomática para su custodia, sin la conformidad expresa de la misma. Los seis guardias que me correspondían se alojaban con sus esposas e hijos en los sótanos de la Legación. Tengo que anticipar este dato, para mejor entendimiento de los episodios siguientes, sin perjuicio de mencionarlo de nuevo.

El Coronel de la Guardia Civil antes mencionado estaba preso en la cárcel Modelo de la Moncloa. Tras una de mis visitas a dicha prisión, encontré a mi Cabo de conversación con dos señoras mayores, que me presentó y que eran la esposa del Coronel y su cuñada. Dichas señoras, llevaban horas esperando, como muchas más, para que las dejaran entrar a ver a los presos. Lo hacían en grupos de unas cien mujeres cada vez, a las que se introducía en una sala. Separados por un pasillo de unos tres metros de ancho aparecieron, al otro lado, tras unas rejas de alambre, los presos correspondientes. Era, naturalmente, casi imposible entenderse, con ese ruido, de un centenar de voces. Hacía ya meses que esas mujeres sólo veían así, a sus maridos, una vez por semana. Hice entrar a las señoras, bajo mi protección, en el interior de la cárcel y conseguí que llamaran a sus familiares a las celdas individuales utilizadas por los abogados, donde por primera vez pudieron hablar con ellas y abrazarse.

A finales de octubre, al regresar con el Cabo, al mediodía, de una de aquellas visitas a la cárcel, nos contó su mujer, desecha en lágrimas, que habían ido a verla dos muchachas de servicio de la familia del Coronel y le habían contado que dos días antes, al atardecer, un grupo de gentes armadas habían sacado de la casa a toda su familia compuesta por cinco señoras y dos jovencitas muy lindas, y se las habían llevado en un coche junto con las dos muchachas de servicio. Durante largo tiempo, las llevaron en el coche de un lado para otro, con el propósito de desorientarlas, hasta que llegaron a una «villa» solitaria, las hicieron bajar del coche y las encerraron en un cuarto, mientras que al resto de las señoras las llevaron a otra habitación contigua, desde donde comenzaron a oír voces altisonantes de hombres y más tarde quejidos y llantos de las mujeres. Después de estos momentos de angustia las condujeron al cuarto desde donde procedían aquellos lamentos y vieron horrorizadas en el suelo grandes manchas de sangre, y unos seres despreciables que se dispusieron a hacerles un interrogatorio empezando por recriminarles los sentimientos de adversión, al ver la sangre derramada, al tiempo que les decían con el mayor cinismo, que las habían pinchado a las señoras con alfileres en los pechos, y las habían sometido a otros tormentos. Terminado este macabro espectáculo las volvieron a llevar en un auto otra vez de acá para allá, con los ojos vendados, hasta que finalmente las dejaron en Madrid.

A las señoras ya no las habían vuelto a ver, aunque parece ser que también se las llevaron de aquella casa, a paradero desconocido. Más tarde me enteré por el novio de una de estas chicas, anarquista conocido, que este acto de vandalismo fue realizado por iniciativa y encargo de la Guardia Nacional y que, al enterarse de que su novia había sido llevada junto a las señoras, recorrió con otros de su ralea todas las «checas» que ellos conocían en los alrededores de Madrid, amenazando si no aparecía su novia.

Me fui inmediatamente a la policía, hablé con los tres hombres más responsables exigiendo de ellos que se pusieran inmediatamente en marcha las investigaciones, para saber qué había sido de las mujeres desaparecidas. Hicieron una gran demostración de celo. Volví tres días seguidos a la policía en busca de resultados. Me aseguraban, expresándome su más vivo disgusto, que no habían encontrado rastro alguno de las mujeres, pero me quedaba, tras las muchas conversaciones mantenidas, la impresión de que no se había dado ni un paso para averiguar algo sino que adoptaban una actitud hipócrita aparentando indignación, frente al molesto diplomático. En realidad la policía procuraba no entorpecer el entramado de las «checas» secretas y participaba por añadidura, en sus manejos, en muchos casos ante los que se inhibía la acción oficial, como luego tuve, con frecuencia, la ocasión de comprobar.

La impotencia del Gobierno frente a las bandas asesinas de las organizaciones políticas, era cosa que en gran parte se fingía expresamente. En el fondo, el Gobierno aprobaba los horrores de las «bandas» pero creía salvar su responsabilidad, haciendo como que no podía dominarlas. Tuve ocasión de hablar de este problema con diferentes Ministros. Siempre se lamentaban, encogiéndose de hombros, de que el movimiento popular hubiera venido acompañado de «algunos excesos», pero era a los rebeldes a quienes les atribuían la culpa, por haberles mermado los efectivos de tropas, de forma que el Gobierno se había visto obligado a utilizar la Policía, en campaña, en lugar de emplearla en mantener el orden público. Tales declaraciones obedecían sin duda a una consigna estudiada que no reflejaba la realidad ya que cada ministro coincidía en la misma justificación, sin reconocer un mínimo de culpabilidad, como evidenciaban los hechos.

Las siete mujeres habían desaparecido totalmente sin que yo pudiera descubrir su rastro, a pesar de las investigaciones practicadas por mi en los registros de asesinados de Madrid y pueblos vecinos.

Ante situación tan enojosa, solicité de la Dirección de la Policía el envío, por la tarde, a la Legación, de dos funcionarios, para que interrogaran a las dos muchachas del servicio a las que cité para que acudieran a la misma. Los dos policías sí vinieron, pero una de las muchachas se negó a prestar declaración por miedo a sufrir represalias. Su hermano, un miliciano bastante zafio, amenazó con disparar toda la carga de su pistola contra la Legación si intentábamos que declarara. Las dejamos marchar y, en su lugar, el Cabo y su mujer refirieron lo que las muchachas habían contado por la mañana. Uno de los policías, un joven rojo fanático de unos veinte años, falseó la declaración como si fuera una acusación contra el Gobierno y la mandó, en forma de denuncia al Comité Central de la Guardia Nacional. El Presidente y Vicepresidente de este último eran dos «buenas piezas» que por su conducta vergonzosa habían sido con anterioridad expulsados de la Guardia Civil y ahora, lógicamente, se hallaban en su deshonrada cúspide. Les sentaba especialmente mal ese interés por descubrir a los secuestradores de las señoras, seguramente porque ellos mismos eran cómplices y el coronel antiguo, era, eso sí, campechano con ellos, pero en cuanto al servicio, un superior severo. En lugar de los criminales, que quedaban sin castigo, se perseguía ahora al testigo dispuesto a ayudar.

Yo, naturalmente, no sabía nada de toda esa intriga y no me enteré hasta después, de relacionar unos hechos con otros. Todavía era yo lo suficientemente ingenuo como para creer que los organismos estatales no compadreaban con los delincuentes «incontrolados». El futuro me proporcionó, generosamente, pruebas de lo contrario.