Como ya queda dicho, era muy fácil para los miembros de un partido sacar de la prisión durante la noche a aquellas personas con las que querían tomarse la justicia por su mano. Una mañana de octubre visitaba yo a algunos señores en San Antón; uno de ellos me describía la terrible situación en que se encontraba un teniente coronel, preceptor, que había sido, de uno de los hijos de Alfonso XIII. Aquella misma mañana le habían amenazado gentes del pueblo del que era originario, con irle a recoger la noche siguiente a la cárcel para darle el «paseo». Pretendían con ello darle la ocasión de «saborear», anticipadamente y durante muchas horas, el triste fin que le esperaba. Pedí poder ver a ese hombre y le prometí mi ayuda, para evitar su asesinato. Primero acudí al Ministro vasco Irujo que, en una visita anterior, me había prometido apoyar mis esfuerzos humanitarios. Pero ya se había trasladado a Barcelona con el Presidente Azaña. Me fui luego, por la tarde, a ver al ministro de Aviación, Indalecio Prieto. Era el hombre clave del Partido Socialista. Por su orientación moderada, frente a la extremista de Largo Caballero, había quedado como en la retaguardia de la vorágine del proceso revolucionario. Al constituirse el nuevo gabinete a principios de septiembre, Largo Caballero se puso al timón con su equipo e Indalecio estimó procedente, por pura disciplina, aceptar un puesto entre sus «camaradas» más radicales. Yo había tratado con él varias veces, primero de temas noruegos de negocios y, después, de asuntos relacionados con la protección contra el crimen y tenía la impresión de que, —debido en parte a su inteligencia equilibrada y en parte a una cierta bondad, muy controlada sin embargo por la picaresca de la política—, él era enemigo de aquellas formas de proceder. Acudí a él y se ofreció a intervenir en la medida de lo posible, pero advirtiéndome que lo único que podía hacer era transmitir mi ruego a Galarza, Ministro de Gobernación, (Interior), de quien dependía el asunto, sin poder garantizar el éxito. Yo le repliqué que para mí, no se trataba de tranquilizar mi conciencia, ni tampoco de intentar alcanzar un éxito sino, única y exclusivamente, evitar el crimen. Entonces me dijo que lo mejor sería que yo mismo hablara con Galarza. Yo, en cambio, veía que mis argumentos estarían muy lejos de tener el mismo peso que el suyo a lo que me replicó: «Galarza le da a Ud. diez veces más importancia que a mí». Entonces le pedí que me pusiera en comunicación telefónica con Galarza, y lo hizo inmediatamente. Galarza se declaró dispuesto a recibirme enseguida. Me trasladé a su Ministerio y me pasaron a su despacho sin tener que esperar. Era de suponer que estaba perfectamente informado en cuanto a mi actitud dentro del cuerpo diplomático en asuntos relacionados con el asesinato de presos y con la protección de los mismos, y sabía que allí se me escuchaba. Me recibió con perfecta cortesía. Por mi parte no le traté con los modales democráticos al uso, sino ateniéndome a la etiqueta diplomática. Después de exponerle mi caso y prometerme él, firmemente, cursar enseguida la orden de que ese hombre fuera trasladado a la Dirección General de Seguridad, de forma que los asesinos perdieran su rastro; me dio espontáneamente, una explicación acerca de determinadas medidas que se habían tomado, unos días antes, en las prisiones. Hizo hincapié, especialmente, en que había prohibido el permiso, hasta entonces vigente, de las visitas diarias dejándolas en quincenales, porque se había visto obligado, en vista de la situación militar, a trasladar a otras prisiones a determinadas categorías de presos.
La decisión sobre las visitas diarias, fue consecuencia de lo que ocurrió en un pueblo de los alrededores de Madrid, cuando, debido a que se les había comunicado, supieron varias horas antes el traslado del primer transporte y fueron a por ellos con el asesinato de los presos y de sus guardianes. Desde la prohibición de las visitas diarias se había conseguido que un segundo transporte se realizara sin ningún contratiempo.
A continuación, discutimos a fondo acerca de la situación del abogado de la Legación de Noruega, La Cierva, y me aseguró que ya había dado orden de que éste fuera uno de los primeros casos que se sometiera a los «Tribunales de procesamiento sumario» de nueva creación. El caso del documento falso no era muy grave; verdad es que había aún una denuncia contra él, pero tampoco era grave (parecía realmente conocer el asunto en todos sus detalles), de modo que esperaba que se aclarara en breve plazo, su situación jurídica y se pudiera volver con su padre, al que Galarza, naturalmente, como abogado y político, conocía muy bien.
Por la noche, a las once, llamé a la Dirección General de Seguridad para preguntar si estaba allí nuestro hombre. Me contestaron que el propio Director General quería hablar conmigo. Me dijo que, efectivamente, allí estaba. Al preguntarle yo qué iba hacer con él, me replicó que iba a examinar su expediente para ver si lo podía poner en libertad; se lo había recomendado el Ministro con gran interés. A la mañana siguiente, telefonearon de la Dirección General para que fuera a recogerlo. Cuando llegué allí, nadie sabía nada acerca de quién había dado el recado por teléfono. El Director y el Subdirector se habían ido a dormir después de cumplido el servicio de noche y ninguno de los secretarios sabía nada de la puesta en libertad que se me había comunicado. Por la tarde volví otra vez y como se me respondía con evasivas, organicé tal escándalo que el Director, al oírlo, me rogó que pasase a su despacho. Afirmó, asimismo, no saber nada de la llamada telefónica (cosa que no creí entonces y sigo sin creer) pero que por la noche estudiaría el asunto porque el ministro tenía mucho interés en ello.
De hecho, a la mañana siguiente me telefonearon de nuevo para decirme que ya podía recogerlo y, efectivamente, me lo entregaron. Era algo tan inusitado, que un militar sobre el que pesaban muy graves acusaciones quedara liberado sin proceso judicial y entregado a una Legación, que sólo se podría explicar por la suposición de que Galarza quisiera ganarme a mí para que influyera en el Cuerpo Diplomático a su favor. Ya era de temer la ocupación de Madrid por las fuerzas nacionales y más de uno de los hombres que ejercían el mando, «coqueteaba» para «colarse» en alguna representación diplomática.