Unos días después del mencionado episodio de Fomento 9, atrajo mi atención la situación de uno los primeros banqueros de España, al que habían detenido, junto con su mujer y sus cinco hijos, mayores, varones y hembras, y le habían encerrado en una pequeña celda de los sótanos de la Dirección General de Seguridad. Él había estado ya en la cárcel, así como un hermano suyo de más edad. Como consecuencia de un convenio entre el Gobierno y el hermano mayor, —que estaba, al parecer, en el extranjero gestionando un préstamo—, ambos salieron de la cárcel pero al más joven se lo llevaron, con su familia, a la Dirección General donde los encerraron en el citado calabozo. Esto ocurría en los días de la huida del Director General de la Policía. El Subdirector al que interrogué al respecto, me dijo que él no sabía por qué se había tomado tal medida, pero una vez que el Director General lo había dejado así dispuesto, él no podía ya hacer nada distinto. Yo les visité en varias ocasiones y los encontraba en estado lamentable, llevaban ya días y días los siete en ese calabozo de dimensiones muy reducidas, situado en los sótanos, ya de por sí húmedos, por no decir casi encharcados, y sucios de la Dirección General. No tenían ni colchones ni mantas sino que yacían noche y día sobre el suelo desnudo y húmedo de baldosas, atormentados por piojos y demás insectos.
Tras varios intentos infructuosos ante el Comité de Madrid para poder hacer algo por esta pobre gente, me dirigí por teléfono al Ministro de Hacienda, Negrín, —que estaba en Valencia y, era quien había suscrito el convenio antes mencionado—, y conseguí que los liberaran a los dos días, después de pasar una quincena detenidos en condiciones inhumanas, sin conseguir conocer el motivo.
Aquellos «calabozos» del viejo edificio de la Dirección General de Seguridad constituían uno los puntos más polémicos de la institución policial madrileña. Sólo Dante podría describir lo que ocurría allí en aquellos días de tan espantosa saturación y horrible cohabitación de personas respetables con un elevado nivel social junto a criminales comunes y mujerzuelas de la calle, en un sótano grande con pequeñas celdas laterales. Sin embargo, aún era mejor para los detenidos estar recogidos en aquel agujero que en cualquier otro lugar, ya que aquí por lo menos tenían sensación de estar en un Organismo oficial. En la primavera de 1937, a causa de los frecuentes bombardeos, tuvo que trasladarse esta dependencia de la Dirección General de Seguridad a un convento en la Ronda de Atocha, donde ya existían habitaciones especiales preparadas para martirizar a los presos, y la policía hacía de ellos tan amplio uso que la vox populi, bautizó tan siniestro establecimiento con el nombre de «checa de Atocha», aún cuando sólo se aplicaba tal nombre a lugares no oficiales. Yo mismo me preocupé y aproveché la ocasión de denunciar personalmente tanto al Ministro del ramo, como al Director general, los tormentos que en dicha cárcel se practicaban sin que, a pesar de todo mi interés, no consiguiera más que alguna mejora pasajera.