Afluencia incesante

La primera vez que establecí contacto con las cárceles fue a finales de septiembre de 1936, cuando acudí a visitar al abogado de la Legación de Noruega, Ricardo de la Cierva, en la llamada cárcel Modelo de Madrid, situada en un espléndido lugar limítrofe con la Moncloa, antigua posesión real. Se divisaban desde allí unas vistas magníficas de la Sierra de Guadarrama y de cincuenta kilómetros de meseta que la separa de la misma, más allá en el horizonte, se alcanzaba a ver la hermosa Sierra de Gredos, al sur de Ávila. Es una de las panorámicas más hermosas que puede haber, la de este grandioso paisaje, de ilimitada amplitud, con tonalidades azules y violetas en las cordilleras, y, en lo alto, ese cielo español, casi siempre de un azul intenso. No parecía sino que habían situado intencionadamente la cárcel en dicho lugar para que a las personas obligadas a disfrutar entre rejas de semejante espectáculo, se les hiciera doblemente penoso la pérdida de su libertad.

Ésta era la única cárcel masculina oficial de Madrid. Había además, a la parte opuesta, en la periferia de la Ciudad, una cárcel de mujeres, de nueva construcción, que sustituyó a un viejo caserón situado en el centro de Madrid. Al estallar el Movimiento, las dos cárceles estaban ya llenas de presos políticos y de penados comunes. Pero la palabra «llenas» perdió su significado al forzarse la entrada de centenares de nuevos presos políticos. La cárcel Modelo proyectada para mil doscientos hombres, como máximo, llegó pronto a contener cinco mil. En las celdas individuales, cuyas dimensiones eran de 2 x 3 metros, se amontonaban cuatro, cinco y hasta seis personas. De colchones, por supuesto, ni se hablaba. ¡Puede uno imaginarse con estos datos cuáles eran las condiciones higiénicas!

Pero el ingreso de presos siguió en aumento y no era ya la Policía, sino el «pueblo libre» el que, con arreglo a su parecer, detenía a unos u otros. Cuando el farmacéutico Giral, en la noche del 10 al 11 de julio, asumió la Presidencia, recibida de manos del acobardado Gran Oriente de la Masonería, Martínez Barrio, no sólo había entregado a la plebe todas las armas disponibles sino que, al mismo tiempo, la había estimulado a que las usaran, a su libre albedrío, con el único fin de eliminar a sus enemigos. Las consecuencias de todo ello ya han sido descritas por mí; con frecuencia era suficiente llevar cuello y corbata para quedar detenido y, una vez en la cárcel, dichas personas quedaban allí, en la mayor parte de los casos, durante cuatro, cinco o seis meses, sin que se les interrogara ni se les tomara ninguna clase de declaración. Su número era ya abrumador y no había tribunales legales que pudieran hacerse cargo de administrar justicia, pues los primeros eliminados fueron los propios Magistrados, que nunca hubieran podido juzgar los «delitos» que les imputaban, al no estar previstos en parte alguna del Derecho Penal.

Así fue, pues, cómo se llenaron las celdas de la cárcel Modelo, tan deprisa, que, ya desde los primeros días, hubo que preparar más espacio para poder hacer frente a esa afluencia continua. De momento, fueron trasladadas las reclusas de la nueva Cárcel de Mujeres a un convento situado en el centro de Madrid, en la Plaza del Conde de Toreno, y a cuyas monjas se las puso, sin más, en la calle. En esta cárcel «conventual» pronto se encontraron señoras pertenecientes a la élite del mundo femenino, de la buena sociedad de Madrid, junto con mujeres de la vida que aún tenían delitos pasados por expiar. A las vigilantes les divertía mucho mezclar a las primeras con las últimas en una estrecha celda.

La antigua cárcel de mujeres quedó ocupada enseguida por hombres y, como tampoco resultó suficiente, se utilizó asimismo como prisión para hombres, otro convento, también situado en el Madrid viejo, San Antón. Pero tampoco bastó y se destinó parcialmente a prisión un amplio edificio escolar de una congregación religiosa, pero, poco a poco y siempre en aumento, se fue ampliando la ocupación hasta llegar finalmente a albergar a cinco mil presos. A esa cárcel, por el nombre de la calle en la que estaba, General Porlier, la llamaban «Porlier».

Pero, aún, seguía habiendo necesidad de locales. Era tan fácil hacer presos y eran tantos los seres vengativos, envidiosos, ofendidos, o simplemente malvados, ya fueran criados, mayordomos, cocheros, serenos, obreros, empleados u otros, que bastaba con hacer una sola denuncia, incluso anónima, o si no, sentarse con algunos compinches, echarse otras tantas pistolas al cinto e ir a buscar a la víctima. En las seis cárceles de Madrid, había pues, mucho trabajo.

La policía oficial quedaba limitada a registrar la masa de personas denunciadas o traídas al azar, de las que se hacía cargo, en la mayoría de los casos, sin comprobación alguna, y las mandaba a prisión, con lo que de nuevo escapaba a su control, puesto que la custodia y vigilancia de los presos, en las cárceles ya no incumbía a los órganos policiales sino a los milicianos de cada partido político; sobre todo socialistas, comunistas y anarquistas. La vigilancia y supervisión la ejercían los delegados de dichas organizaciones, llamados «responsables». El personal estatal, —directores, funcionarios y vigilantes— quedó completamente marginado y pronto no desempeñó más que un papel nominal. De estos funcionarios, los de derechas o simpatizantes, había sido destituidos o asesinados y, no quedaban, por tanto, en servicio más que los de izquierdas que, al poco tiempo, fueron desarmados y sometidos a la arbitrariedad de los milicianos.

Pero, tampoco, estas seis cárceles eran suficientes para saciar la locura persecutoria que continuó siendo el rasgo característico de toda esta revolución. Dado que, por decirlo así, la totalidad de los edificios de Madrid habían pasado a ser objeto de libre disposición por parte del pueblo soberano, no eran sólo las grandes organizaciones las que se habían adjudicado edificios lujosos e instalados sus diferentes departamentos en innumerables casas y villas, sino que también había pequeños grupos de individuos que, bajo denominaciones fantásticas, se «incautaban» de pisos particulares, las más de las veces sótanos donde instalaban sus cárceles privadas y lo que, aún era peor, ¡sus tribunales particulares! Nadie controlaba estas cuevas de bandidos, nadie sabía la identidad de los hombres y mujeres que allí languidecían injustamente sin poder hacer valer sus derechos, sin posibilidades de defensa, ni perspectivas de liberación, y sin que nadie frenara la brutalidad de sus «propietarios». La suerte de esos desgraciados se dejaba al criterio de camaradas irresponsables, casi siempre jóvenes; en cuanto al trato, más bien al mal trato, es cosa que cada cual puede imaginarse, sobre todo por lo que se refiere a las mujeres allí detenidas.

Aunque no hubieran cometido más delito que este inaudito abandono del poder del Estado ante los peores instintos del populacho, ya es suficiente para que los gobiernos españoles del Frente Popular se ganasen la condena general. Tal estado de cosas se mantuvo, todavía, por lo menos bajo la forma de cárceles privadas y secretas, dependientes de incontrolados y organizaciones políticas irresponsables, cuando yo abandoné España. Y al respecto, ¡el gobierno todavía quería hacer ver que seguía teniendo firmemente en sus manos las riendas del poder!