Ya desde el mes de diciembre de 1936, Madrid padecía verdadera escasez. Y esta necesidad no consistía sólo en la falta de alimentos, sino que aún era casi peor la falta de combustible. Se formaban «colas» kilométricas. ¡Mujeres hubo que se habían puesto a la cola a las dos de la madrugada y que a las diez o a las once de la mañana no habían podido adquirir ni dos kilos de carbón! A pesar de que había una considerable reserva de carbón en Madrid. Se almacenaba en los trasteros de las casas señoriales, en las que, como de costumbre, ya desde principios de verano, se encerraba el carbón para la calefacción del próximo invierno. Todo esto había sido objeto de incautación, y el carbón que se suministraba al Cuerpo Diplomático procedía siempre de las carboneras de esas casas. ¿Qué iba a pasar el próximo invierno cuando dicha reserva faltara? Se abatieron árboles, en el mismo Madrid, y sobre todo en los alrededores, y esa leña verde, procedente de pueblos cercanos, se traía en carros arrastrados por mulas y burros a Madrid, donde se vendía a precio de «straperlo».
Las tiendas de comestibles abrían en su mayoría, pero casi no tenían género. De momento, la gente todavía recibía pan y cierta cantidad de arroz. El azúcar y el aceite se expendían en cantidades mínimas. Pero al cabo de algún tiempo empezó a faltar el pan, que es lo peor que les puede pasar a los españoles. Durante algunas semanas, en febrero de 1937, se iban formando, colas interminables para adquirirlo. Junto a la Dirección de Seguridad había una tahona, donde, naturalmente, se formaba una cola como en todas las demás. Me interesé a través de varias mujeres que consideré de mejor apariencia social las vicisitudes que tenían que soportar en la «cola» y así me enteré que llevaban allí de pie, alternándose unas con otras, tres noches desde las doce o la una para que a las diez de la mañana les dijeran finalmente que se había terminado todo el pan. O sea, que desde hacía tres días, y a pesar de todo ese esfuerzo, no habían recibido nada. En marzo, por fin, se empezó a suministrar el pan, a través de cartillas con raciones muy escasas, pero que, por lo menos, se adquiría con menos molestias.
Emocionante, ridículo y a la vez trágico era el espectáculo de los carritos de dos ruedas tirados por un burro, procedente de los pueblos colindantes, circulando por Madrid con algo de verdura o de fruta y conducidos por un viejo labrador, a quién seguían detrás, una caterva de mujeres, niños y algunas veces incluso hombres; andaban así hasta que el carro se paraba en cualquier sitio y entonces se procedía a la venta.
En el Madrid sitiado, llegó a adquirir la situación alimentaria extremos límites, verdaderamente angustiosos, en que fallaba hasta el racionamiento, teniéndose que valer los madrileños de los procedimientos más inusitados para poder llegar a adquirir un poco alimento, bien por intercambios de jabón, bebidas alcohólicas, tabaco…, muchos sucumbieron por el hambre, pero hubo muchísimos que lograron sobrevivir milagrosamente, porque parecía imposible pensar que se pudiera lograr vivir y subsistir durante cerca de tres años, cuando las personas que vivían en Madrid se quedaron literalmente en los huesos, perdiendo de su peso normal veinte, veinticinco e incluso treinta kilos, originándose, como consecuencia, en la población una endemia de avitaminosis y tuberculosis, con toda las consecuencias patológicas que esto conlleva.
La Legación de Noruega era conocida en Madrid por la alimentación y los cuidados convenientes que dispensaba a sus refugiados; también salían de allí diariamente víveres para los familiares que estaban fuera y para las cárceles. Al marcharme yo, en julio de 1937, la Legación estaba abastecida, en su almacén propio, con los víveres necesarios para mantener, durante unos meses, a un número de personas que oscilaba entre las ochocientas y las novecientas.