No es, pues, de extrañar que las dos viviendas que yo «controlaba» se llenaran en un plazo muy breve. Tenía que ampliar mis locales, ya que la inseguridad, que día a día iba creciendo, no permitía pensar en dejar de prestar ayuda. Era un peso que la conciencia simplemente «no podía soportar». Cuando se han vivido esas escenas y se han oído súplicas desesperadas de esposas, madres, hermanas, un ser humano compasivo, prescindiendo de todo sentimentalismo, no puede permitirse una fría reflexión diplomática considerando ulteriores complicaciones; lo que hay que hacer, en tales casos, es ayudar y salvar, si es que uno quiere continuar estimándose a sí mismo.
Decidí, pues, hacerme con toda la casa, de catorce viviendas (dos por cada planta), para la Legación. Los pocos inquilinos que aún quedaban allí, ya se habían tenido que pasar, sin más, a mis locales protegidos. Ahora podían volverse a sus viviendas, con la obligación de mantenerlas a mi disposición, para que pudieran ocuparlas, además, otros refugiados. Mediante una instancia por escrito, bien razonada, más una conversación convincente, conseguí del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) el reconocimiento de todos los derechos de extraterritorialidad para el edificio de Abascal 27, que quedó reconocido, en su totalidad, como residencia de la Legación de Noruega. Al día siguiente, recibí la correspondiente confirmación expresa por escrito. Pero, ya la víspera, y basándome en la correspondiente promesa verbal, al volver a casa por la tarde, expliqué al portero y a los dos puestos de guardia que, desde ese momento y en lo sucesivo, el territorio noruego empezaba en el umbral de la puerta y que nadie podía cruzarlo sin mi consentimiento. La casualidad quiso que ya esa misma tarde quedará patente la efectividad de la medida; vinieron, primero dos milicianos a recoger al inquilino de una vivienda de planta baja que aún habitaba allí con su familia, empleando la fórmula clásica de que se trataba de prestar «declaración» ante un tribunal, lo cual hubiera acabado ineludiblemente en el «paseo». El hombre pudo todavía escapar, por una puerta trasera, a otro piso más alto. A los que le venían a buscar, se les explicó que tenían que salir de allí porque se hallaban en territorio extranjero. Como a ellos, en su soberana actividad asesina, no les había ocurrido eso todavía, aparecieron a las dos horas, diez de ellos en dos autos. No se les dejó traspasar el umbral sagrado, sino que los dos policías de guardia les declararon categóricamente que tenían orden mía de disparar contra el que pretendiera penetrar en la casa sin autorización. Hasta eso no querían ellos llegar, ya que tenían un concepto muy unilateral de los disparos. Se retiraron, gruñendo y amenazando, pero no volvieron nunca más. Nuestro hombre había salvado la vida, que hubiera perdido de no ser por ese derecho de reciente adquisición.
Al día siguiente clavamos en la pared, al lado de la puerta de entrada, la copia del documento, que en los tiempos que siguieron prestó servicio más de una vez.
A lo largo de todo ese tiempo, adquirí la experiencia de que una actitud decidida, en que se mantiene desde un principio una conducta intransigente, constituye la mejor protección frente a la masa. El principio indiscutible de una inmunidad condicionada a un poder efectivo, provoca como una especie de barrera invencible. Tal actitud me ha ayudado siempre en situaciones difíciles. Si aquellos energúmenos hubieran podido percibir alguna vacilación interna mía en cuanto a la seguridad propia, las cosas se hubieran torcido, ciertamente, más de la vez.