A nuestro pueblo llegaban, casi a diario, en agosto y septiembre, multitudes de gentes a las que los rojos obligaban abandonar sus pueblos de lo alto de la sierra, en cuanto éstos se veían amenazados por el avance nacional. Se lamentaban de la pérdida de su vaca, gallinas, sus cerdos, que habían tenido que abandonar. La mayoría de las veces venían a pie cargados con sus hatillos que contenían lo más necesario de su ajuar, unos pocos cacharros, y dejando atrás muchos kilómetros. Algunos traían un borriquillo. Los alojaban en las muchas casas vacías de nuestra colonia, pero, pronto, a los pocos días, tenían que ceder ante la nueva oleada que venía y seguir para abajo, hacia el Mediterráneo. Eran personas cuya vida entera había transcurrido en su terruño, aunque fuera en una pobre aldea de montaña, y que ahora, desarraigadas y desmoralizadas, se veían empujadas de acá para allá a un mundo extraño a ellas. Desde luego no eran rojos, pero sí eran «pueblo» y en su círculo estrecho, habían vivido lo malo y lo bueno. Se habían convertido en víctimas de la furia destructora roja, que quería dejar a los «otros» un país despoblado, sin tomar en consideración el hecho de que, al privar a sus conciudadanos de asentamiento, también les quitaban su resistencia moral. Tenían que convertirse en «rojos»; en parte, por el temor a los «nacionales», que se les infundía y, en parte precisamente por el desarraigo, la pérdida de tierras, casa y demás bienes.
Este sistema lo aplicaron en todas partes y, más adelante, incluso en las provincias entre Badajoz y Madrid, que tomaron los nacionales. Éstos encontraban a su paso, siempre pueblos vacíos: en todas partes la gente se había visto obligada a abandonarlos, juntamente con los rojos.
En columnas interminables cruzaban Madrid, a pie, en carros de mulas, algunos, prosiguiendo una transmigración miserable, hacia una nueva miseria. Muchos intentaban agarrarse a Madrid, se guarnecían hasta en socavones en el suelo, pero el propio Madrid no tenía comida. Así, levantaron bandera contra ellos —inmigrantes forzosos— y los empujaron más allá todavía; «apartándolos» hacia los pueblos de las provincias mediterráneas donde los ya residentes los recibían como una invasión inesperada, que venía a alterar su vida. Yo mismo hablé con esos refugiados y les pregunté: «¿por qué no os quedasteis en el pueblo? Para vosotros no había peligro, no intervinisteis en la lucha por el pueblo, y los que lo hicieron ya lo habían abandonado». Lo primero que decían era: «nos dijeron que al llegar los ‘moros’ matarían a todos los hombres y abusarían de mujeres y niños». Yo les decía: «¿y os habéis creído todo? No sólo vienen moros, sino también españoles y esos son como vosotros, no son bestias… con ellos podéis hablar». «Sí, pero no podíamos decir nada. Las milicias entraron en el pueblo y nos dijeron: ‘dentro de dos horas os tenéis que marchar todos, y al que se quede, lo fusilamos’».
No había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir protección o consuelo. El alcalde era, en general, uno de los peores compadres del pueblo, incondicional partidario de los milicianos entre los que estaban sus cómplices y no había vecino ni labrador respetable que confiara en él. No existía más autoridad que ésa; todos los párrocos habían desaparecido, huidos o fusilados. No había más solución que abandonar casa y hacienda y, con lo poco que el borrico o cada uno pudiera cargar, ponerse en camino, rumbo a lo desconocido, junto con las mujeres y los niños, que iban llorando. No era la guerra, sino la política roja la que esto exigía.