Tribunales populares sin jueces

Los defensores de la «libertad del pueblo» tuvieron que buscar, una vez cerrada la Casa de Campo, otros escenarios para sus ejecuciones. Se perfeccionó el procedimiento, se establecieron «Tribunales Populares» constituidos por los representantes de las organizaciones y comités revolucionarios que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente, a personas que les traían, por denuncias, o delatados por cualquier afiliado, sin intervención del gobierno de jurisdicción estatal alguna.

Aparte de los dos o tres tribunales populares semioficiales había, también, toda una serie de escondrijos más o menos desconocidos, parte de ellos, instalados en casas de mucha categoría, en las que toda clase de organizaciones de «trabajadores» habían montado sus tribunales privados y sus cárceles propias y, que con arreglo a su antojo y a su buen parecer, juzgaban y asesinaban a quienes les venía en gana. En cualquier lugar, se juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e iban a sacar de sus casas, de noche o, incluso de día, a hombres y mujeres a quienes luego sentenciaban a muerte. Naturalmente, no dejaban de registrar la vivienda, en busca de objetos de valor. La falta de fiabilidad política parecía quedar inmediatamente probada, tan pronto como encontraban algo de plata o, cantidades importantes de dinero en billetes que se llevaban, por supuesto, sin recibo. Incluso podía leerse en los periódicos que tal o cuál había sido detenido por la policía y se le había encontrado una cantidad más o menos importante de dinero en papel moneda. Aunque no existía ley alguna que prohibiera la propiedad privada, bastaba un registro efectuado por estos desalmados para quedar desvalijado, asesinado o en la cárcel como mal menor.

Tal era el concepto del derecho que tenía el Gobierno de Giral que, aunque era burgués y radical, no tenía escrúpulos en tolerar toda aquella anarquía. Dicho Gobierno no hizo nunca el menor esfuerzo para poner coto a la actividad criminal, que queda descrita, de los presuntos comités políticos y demás organizaciones de todos los matices. Impasible, no sólo no tomó en consideración dichos hechos, sino que tampoco lo hizo con respecto a otros actos, aún mucho peores, que perpetraban individuos sueltos, del populacho de las ciudades y del campo. Junto a estas «fábricas de asesinatos» de carácter semipolítico, se desarrollaban, sin freno alguno, los más bajos instintos del populacho. No sólo eran obreros despedidos, muchachas de servicio, porteros descontentos o competidores envidiosos, los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus casas a la persona objeto de su rencor y la mataban a tiros, según les viniera en gana, sino que había trabajadores del campo, de la peor especie, que se venían a Madrid, iban a buscar a los hacendados de sus pueblos en sus viviendas de la ciudad, los sacaban de sus casas y los asesinaban, sin más, por bien que se hubieran portado muchos de ellos con sus trabajadores, ya que la motivación, en estos casos, no era el odio, la mayoría de las veces, sino la codicia: ¡los comunistas, sus nuevos señores, les habían enseñado que la tierra les pertenecería en cuanto hicieran desaparecer de este mundo a su legítimo dueño! Conozco a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo importante de Albacete y allí vivían y allí estaban todos, permanentemente activos, dedicados a su trabajo. Y a su influencia ha de atribuirse el progreso agrícola de ese pueblo, enriquecido en las últimas décadas. De esta familia, aniquilaron a todos los varones: ¡veinticuatro hombres! Sólo quedaron un señor mayor y algunos niños, que pudieron salvarse; por lo que respecta al primero se libró porque estaba ingresado en una cárcel de Madrid. Fue un caso más, de los muchos que ocurrieron, que sobrevivió por el azar de la casualidad.

Un juez, amigo mío, tuvo que ir, una mañana temprano a las praderas del Manzanares para levantar acta con respecto a un muerto que yacía allí: un hombre joven con un cartelito al pecho: «éste hace el número ciento cincuenta y seis de los míos». Presenciaba aquello un habitante de alguna de las chabolas circundantes. El juez dijo para sonsacarle: «A este hombre lo han traído aquí ya muerto», a pesar de haber visto que el hecho era reciente. A lo que el ciudadano de marras replicó con sonrisa burlona: «Pues ahí se equivoca usted. ¡Es al revés: saltaba como una liebre, antes de que lo abatieran!». Detuvo al hombre como cómplice. Desgraciadamente, sólo en algunos casos excepcionales se daba cuenta al juzgado porque jueces tan valientes como éste que se atrevieran a efectuar detenciones, había pocos.

Por ello, eran también muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una de esas semioficiales «checas» como en Madrid las llamaba la gente.

Añádase a esto, que, los órganos de la Policía estatal, cuando les parecía bien, colaboraban con dichas «checas». Un bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía sino a las «checas» sanguinarias. Finalmente, huyó a Francia para proteger su botín de las apetencias de sus secuaces. Pero el destino quiso que cuando se trasladaba en un barco camino de América, con toda su expoliación fuera capturado en aguas de Canarias por los «nacionales» en el buque que viajaba. El hombre pagó sus crímenes con la muerte, en Sevilla, por el procedimiento más infamante de ejecución que existe en España, el «garrote vil» (dispositivo estrangulador consistente en una cuerda movida por una palanca giratoria).