Terror en la carretera

En mi diario ir y venir entre la sierra y la ciudad, iban disminuyendo poco a poco los obstáculos, ya que los hombres me iban conociendo y, desde lejos, me hacían señas con sus fusiles para indicarme que no necesitaba pararme. Pronto me acostumbré tanto, que ya no me preocupaban. Por eso, un día, me quedé muy asombrado al ver que uno, con ademanes descompuestos, salía de detrás de su parapeto, apuntaba con su arma a mi coche, que ya pasaba de largo, y me echaba el ¡alto!, vociferando furibundo. Me detuve, asomé la cabeza y le pregunte a gritos lo que quería. Entonces, bajó el fusil y gritó en tono amistoso, sonriendo: «¡anda, perdone Ud., no le había visto el bigote!».

Pronto, sin embargo, iba a cambiar el aspecto, hasta entonces inofensivo, de mi carretera y adquirir ésta características nuevas y crueles. Una mañana yacía muerto a tiros, al borde de la misma, cerca de Madrid, un joven bien vestido. Este primer contacto con la violencia arbitraria, me irritó tanto, que acudí a la autoridad más próxima para denunciar el hecho. Se me respondió, fríamente, que ya había salido una ambulancia para recogerlo. Lo único que, en ese momento, parecía importante era su desaparición. Del autor del homicidio nadie se preocupaba. Todavía no sabía yo, que ya desde los primeros días, en todo el extrarradio de Madrid, lo más natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la madrugada. Pero ahora, le tocaba a mi carretera, —que cruzaba la Casa de Campo, extenso parque que antes pertenecía a la familia real—, ser el escenario de asesinatos a gran escala. Allí se habían abierto zanjas en las que todas las noches, los así llamados «milicianos», gente del pueblo armada o delincuentes, arrastraban a personas, arbitrariamente sacadas de sus hogares; los juzgaba un «Tribunal», compuesto por media docena de malhechores, entre los que también había mujeres, e inmediatamente se les fusilaba. Se aprovechaban estas ocasiones para registrar a fondo los hogares y sacar de ellos «para el pueblo» cuanto encontraban, si tenían algún valor. Semejante robo organizado, agravado por el asesinato, alcanzó, a las pocas semanas, tal nivel de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos guardias veteranos y mataron, también a tiros, al propio «Tribunal». A continuación, el Gobierno mandó cerrar la Casa de Campo, pero, aparte de esto, no emprendió acción alguna para poner coto a los demás crímenes. En mi carretera, yacían ahora toda las mañanas, en posturas terroríficas y con los rostros horriblemente desfigurados, dos, cuatro, seis personas, juntas o desperdigadas muertas por armas de fuego, cadáveres reveladores de todo el horror de tales escenas nocturnas.

A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos trescientos metros de distancia de la misma, estaba al cementerio, relativamente nuevo y poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca; formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta altura. Durante algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas, de trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio. Cerca, en la carretera general, se había instalado uno de los puestos de guardia; una mañana, mientras pasábamos por allí en el coche, alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o de alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó in situ a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La mayor de ellas gritó: «¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, porque sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!». Lo dicho avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El Comité tuvo que llamar por teléfono a Madrid, desde donde, sin más rodeos, les mandaron media docena de las criminales más endurecidas que cumplieron el «encargo», pocos minutos antes de que yo pasara por allí, sin el menor sentimiento de humanidad, ante la grandeza de esas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la esperanza del «más allá».

Pocos días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo, vagaban a pie por allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y no en virtud de sentencia, sino como liebres en campo abierto, donde quedaron sus cuerpos.