Entretanto, el tono había subido hasta ponerse al rojo vivo con la toma del, antes mencionado, Cuartel de la Montaña. En él se había encerrado el General Fanjul, con el propósito de dirigir la sublevación en Madrid, con un regimiento de Infantería, y unos cuantos miembros de Falange Española. El ataque, por parte de algunas compañías de la Guardia Civil, junto a una masa popular apenas armada, y unos pocos disparos de Artillería de Campaña, le movieron a rendirse. ¿Fue falta de decisión o miedo a sus propios soldados que, al parecer, no eran de fiar, lo que le impidió apoderarse de Madrid mediante un ataque enérgico?
Semejante éxito se le subió a la cabeza al Gobierno y también a la población obrera. Las importantes existencias de armas que guardaban éste y otros dos cuarteles, en los que asimismo se habían encerrado tropas que luego se rindieron, pasaron, sin apenas resistencia, a manos de pueblo. Ésa misma mañana, en la escalera de la casa de un amigo, me encontré con un joven de dieciséis años que traía un fusil koppel, completamente nuevo, con la cartuchera llena, así como dos pistolas nuevas de carga automática y, al preguntarle dónde había sacado todo eso, me contó que después de la rendición del Cuartel de la Montaña había ido allí y las había cogido. Cualquiera podía llevarse lo que quería y cuanto quería. A partir ese momento es cuando el populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase de poder que le había caído en suerte.
Allí, en el Cuartel de la Montaña fue donde por vez primera comenzaron los asesinatos, en los que participaron personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en ello. Allí se reveló ya la falta total de autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición, dominaba la situación, y disparaba o perdonaba la vida, a su albedrío.
El imperio de la casualidad como destino, que después habría de generalizarse tanto, fue allí donde se instauró primero. El que caía en manos de un principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, se le veía saludar y abrazar como a un «hermano liberado». Pero al que tenía la mala suerte de dar con trabajadores envenenados de fanatismo, se le ponía en fila contra la pared en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos doscientos de los que se rindieron, yacían muertos, alineados, y mezclados los civiles con los militares; lo que no puedo asegurar es, si los oficiales que yacían en el cuarto de banderas, perdieron la vida asesinados o suicidándose.
En aquella mañana y, con este episodio del Cuartel de la Montaña, quedó decidido el destino de España: la guerra civil, en toda su aterradora extensión, ya que, si quien estaba comprometido en el mando del sector militar de Madrid, en lugar de encerrarse en los cuarteles, se hubiera atrevido a dar un audaz golpe de mano y apoderarse de la ciudad, tal como lo estaba haciendo el General Queipo de Llano en Sevilla, se hubiera sofocado en embrión la resistencia roja, puesto que sin Madrid, y por tanto sin la España central y, sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de España, quedaba excluido cualquier tipo de organización roja capaz de englobarlo todo.