A grandes rasgos, hemos expuesto los contrastes sociales que condujeron a un enfrentamiento, lleno de odio, como fue la revolución española. Ahora bien, ¿de dónde procede esa crueldad salvaje, esos tremendos horrores cometidos? ¿Hay que inculpárselos al carácter del pueblo español o al bolchevismo?
El español, individualmente considerado, es, salvo pocas excepciones, noble, persona digna, incluso de corazón bondadoso, si se le sabe llevar. Los españoles −y ahora hablo del pueblo, y no de la gente culta− son elementales, no se guían por la razón debidamente adiestrada, sino por el instinto. Por ello, no pueden actuar con arreglo a principios, sino que, más bien, se dejan dominar por la inspiración o corazonada del momento. Como los niños pequeños, son compasivos y crueles, según el caso. Lo que les pierde es su sensibilidad ante lo que pueda parecer ridículo. De ahí que en cuanto se reúnen varios, cada cual en la conversación se reserva para conocer la opinión de los demás, y entonces, aunque tenga que reprimir sus buenos sentimientos y por miedo a que se rían de él, se manifiesta con un egoísmo todo lo exagerado que estima conveniente para aparentar ser superior a los demás, sin discriminar si ello es bueno o malo.
Si les domina tal psicosis, son capaces de cualquier atrocidad. Así es como −al principio− se cometieron, por desgracia, graves delitos contra el prójimo, también en la zona nacional.
Pero, en la zona nacional, se reprimían tales brotes de bestial salvajismo y, una vez pasado el desorden inicial, no sólo se restableció la disciplina legal, sino que se ajustaban las cuentas a los transgresores aunque fueran miembros de las organizaciones «blancas». Yo mismo asistí a un juicio, en un Tribunal de Guerra, en Salamanca en el que condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo, por crímenes que habían cometido en las primeras semanas contra otros habitantes del lugar. Los sacaron encadenados. En cambio, en la parte dominada por los rojos, estos crímenes, producto de la ferocidad de las masas, iban en aumento, de semana en semana hasta convertirse en una espantosa orgía de pillaje y de muerte, no sólo en Madrid, sino en todas las ciudades y pueblos de dicha zona. Aquí, se trataba del asesinato organizado, ya no era sólo el odio del pueblo sino algo que respondía a una metodología rusa: era el producto de una «animalización» consciente del hombre por el bolchevismo. Se trataba de adueñarse de lo que fuera, a cambio de nada, y si era menester matar, se mataba.
En la amplia masa del pueblo español dominaba, desde siempre, en materia política, exclusivamente el sentimiento y nunca la razón. Pero en conflictos anteriores su fanatismo se apoyaba sobre bases idealistas. El indomable apasionamiento del pueblo español, que a Napoleón le tocó experimentar, se nutría del odio al extranjero y del orgullo nacional; en las guerras carlistas, el fanatismo religioso tronaba contra el liberalismo. Esta vez, sin embargo, debido a la influencia de la progresiva materialización de las masas populares, como consecuencia de las teorías socialista y comunista, los motivos de fondo son principalmente de orden económico y la meta con la que se especula es el disfrutar de la vida con el mínimo esfuerzo.