En la encrucijada

Pero a los dos años, la opinión pública en general y, en especial, todos los ambientes de orientación conservadora llegaron a un estado de tal repulsa e indignación, y a estar tan hartos, que se produjo un rechazo en la inmensa mayoría del pueblo. El tiempo de vigencia legislativo había cumplido el plazo reglamentario, de acuerdo con la auto-elaborada Constitución, y se hacía necesaria la convocatoria de elecciones para la formación de una nueva Cámara de Diputados. Las elecciones se celebraron contraviniendo en muchos colegios electorales el más elemental orden y respeto a la libertad de expresión, y tan pronto comprobaron que, a pesar de esa violenta oposición, los partidos de derechas habían obtenido la mayoría, las izquierdas se lanzaron con la mayor agresividad a rebelarse violentamente contra el poder constituido. Los diputados socialistas quedaron diezmados. La frase de cuño democrático relativa a los derechos de la mayoría perdió su validez en el punto y hora que dejó de favorecerles. Ahora se trataba lisa y llanamente de implantar la dictadura del proletariado.

Cuando la mayoría conservadora quiso hacer uso de su derecho democrático de acceder al poder, se le respondió con el levantamiento de Asturias, revelador de los auténticos propósitos, realmente antidemocráticos, de los socialistas españoles que aspiraban al dominio del Poder con los sindicatos. Aún se pudo evitar este incendio que ya, entonces, tuvo posibilidades de extenderse por toda España y que, debido únicamente a fallos de dirección, no prendió con la rapidez suficiente. Pero el hecho de que se extinguiera, no significa que no se aprovechara para desatar una propaganda sin límites, como acicate y desahogo de los más salvajes sentimientos de odio, que la débil voluntad del gobierno burgués no alcanzó a reprimir con lo que el rescoldo siguió vivo bajo la ceniza. Ese gobierno no supo sacar partido ni del tiempo ni de la oportunidad de que disponía; su grave insensatez atrajo su caída y, por supuesto, lo arrastró directamente a tal suicido el ambicioso charlatán, Alcalá Zamora, que aspiraba al poder personal. En las siguientes elecciones, febrero de 1936, intentó fundar un partido a su propia medida, de acuerdo con su «instrumento» Portela, al que colocó de Presidente del Consejo de Ministros.

Al revelarse, ya en el primer escrutinio, el fracaso de este nuevo invento y resultar por otra parte posible una mayoría renovada de la derecha tradicional, Portela dio por perdida la partida, se retiró y entregó el poder en favor del «Frente Popular» que amenazaba con la huelga general y el levantamiento del pueblo, sin estar en absoluto justificado para ello, pues todo era consecuencia del despecho que sentían, al haber resultado minoritarios, precisamente en esas mismas elecciones. El nuevo escrutinio al que se procedió, a los pocos días, se hizo ya bajo el signo del desconsiderado abuso de poder de los partidos de izquierda, que no contentos con monopolizar para sí los escaños discutidos, aprovecharon la mayoría así alcanzada para anular, en varias provincias, los resultados electorales favorables a la derecha y adjudicárselos, totalmente, a sus propios candidatos. Hubo provincias en las que se había votado a las derechas en un ochenta por ciento −y eso bajo un gobierno Portela, del que lo menos que se puede decir es que no tenía interés alguno en que así fuera− y en las que, un mes después, bajo la presión del Frente Popular, resultó que se había votado a la izquierda en un noventa por ciento; ¡pocas veces se habrá montado parodia mayor de la tan cacareada libertad de voto! Y, sobre tal base, se asienta ahora la «legitimidad» del Gobierno de la República Española, tan ofuscadamente puesta en primer término por franceses, ingleses y americanos.

El primer paso dado por dicho gobierno del Frente Popular fue derrocar —de modo, por cierto, nada suave— de su sillón presidencial al promotor de tan inesperado triunfo, Alcalá Zamora, y sentar en él a Azaña, que resultaba más cómodo para los socialistas. A partir de entonces se procedió, temperamentalmente, a trastocar a fondo el orden conservador implantando la dictadura del proletariado bajo la máscara de la democracia. El tono empleado en el Parlamento era tal, que los partidos no integrados en el Frente Popular no tenían más opción que retirarse.

A Calvo Sotelo, diputado sobresaliente que encabezaba esos partidos de derechas, le anunció la muerte que le esperaba el propio Casares Quiroga, Presidente del Consejo de Ministros, en plena sesión parlamentaria y tras un exaltado discurso de despedida. El asesinato se perpetró pocos días después, durante la noche, a manos de la policía estatal. A continuación había de entrar en escena la revolución socialista. La parte del pueblo español de orientación derechista, mayoría numérica indiscutible, se veía abocada a la elección entre dejarse aniquilar por las turbas incontroladas o lanzarse a la lucha. Tal fue el origen de la sublevación de los generales, como ejecutores de la voluntad de la mayoría de la población que no se quería dejar exterminar conscientemente.