Este libro, en su primera edición, ha sido escrito en alemán, [Diplomat in roten Madrid, Berlín, Herbig Verlagsbuchhandlung, 1938] para ser leído fuera de España. Por consiguiente, sólo los pocos lectores que hayan visitado España tendrán de ella una idea aproximada, por lo que, posiblemente, habrán sacado la misma consecuencia que, a mi juicio yo saqué tomando como parámetro nuestras propias medidas, de que los españoles, —considerándolos en términos generales—, son unos ciudadanos un tanto atrasados, pero bondadosos, corteses y un tanto ingenuos. Es evidente, que a todo el que conserve esta imagen del español le habrá resultado incomprensible que se haya producido el estallido de una guerra civil, tan llena de odio, tan sanguinaria; y que, incluso, se hayan sentido inclinados a creer que se trata de exageraciones de los periodistas. Ante esta disyuntiva, me considero obligado a describir, brevemente, el desarrollo de los acontecimientos y las motivaciones que, en el carácter y temperamento español, condujeron a tal estado de cosas.
Para empezar, narraré un corto episodio que, a modo de «flash», revela algo de la tradicional sabiduría vital de la mayor parte de pueblo español. Hace de esto treinta y cinco años. En un día caluroso llegaba yo a Sevilla, capital de Andalucía, en tren («tren botijo») a primeras horas de la tarde. Esta era, entonces, una ciudad de escasa circulación. La estación estaba fuera de la ciudad, como a un kilómetro de distancia. No se veía un vehículo, ni tampoco aparecía ningún mozo de cuerda. Me di una vuelta, buscando por los alrededores de la estación; tumbado a la sombra de un árbol, descubrí, tendido todo lo largo que era, en la acera, a un pacífico durmiente. La gorra que llevaba delataba su condición de mozo de equipajes, ahora le servía para protegerle la cara del sol. Le toqué con el pie; entonces, cargado de sueño, movió la «gorra de servicio» lo suficiente como para mirarme, con un ojo, por debajo de la misma. Impresionado por la falta manifiesta de impulso activo de aquel hombre, me decidí a tentar su ambición: «te doy tres pesetas si me llevas la maleta a la ciudad». Venía a ser esto el cuádruple de la tarifa corriente. Respuesta: «esta semana ya me he ganado dos pesetas; hoy no hago nada más». Una vez dicho esto, se volvió a tapar los ojos con la gorra y siguió durmiendo.
¿Cómo hacerse con un pueblo así, al que «no hacer nada» le parece más tentador, que el bienestar adquirido mediante el trabajo? Presentándole, como señuelo, el «vivir bien» emparejado con el «no hacer nada». Tal era la consigna tentadora con la que, con habilidad, el comunismo seducía a la masa inculta, carente hasta el presente de ambiciones y hecha ya a la mezquindad de su vida, empujándola a actuaciones fanáticas con un seguimiento ciego: «quitadles todo a los que lo tienen y así podréis ser tan gandules y vivir tan bien como ellos ahora».