A carroza se detuvo, y el cochero abrió la portezuela. El duque se apeó, ayudó a descender a Bathilda y, sacando una llave del bolsillo, abrió la puerta de la casa número 218 que hacía esquina con las dos calles que se han mencionado.
—Os pido perdón, señorita —se disculpó el duque, ofreciendo el brazo a la muchacha—, por conduciros por una escalera tan mal alumbrada; son precauciones que he de tomar para no ser reconocido.
Después de haber subido una veintena de peldaños, el duque se detuvo, y con una segunda llave abrió la puerta que daba al descansillo. Richelieu, moviéndose con gran sigilo, penetró en la antecámara, encendió una bujía y volvió a la escalera para encender el fanal que había en ella; a continuación cerró la puerta, dando dos vueltas al cerrojo.
—Ahora, seguidme —indicó el duque a la muchacha, mientras le alumbraba el camino con la luz que llevaba en la mano—. Señorita —dijo de pronto—, ¿puedo confiar en vuestra palabra?
—Ya os la he dado, señor duque, y ahora os la ratifico. ¡Sería muy ingrata si faltase a ella!
El duque de Richelieu movió un panel de madera, poniendo así al descubierto una abertura practicada en el muro, tras de la cual se veía el hueco de un armario. El duque dio tres golpecitos suaves en la madera. Al instante se escuchó el ruido de una llave que rechinaba en una cerradura y, enseguida, una luz se filtró entre las rendijas de aquella especie de cajón. Una suave voz musitó:
—¿Sois vos?
Ante la respuesta afirmativa del duque, tres planchas del fondo se separaron, dejando una abertura suficiente para pasar a la habitación. El duque y Bathilda se encontraron frente a la señorita de Valois, que no pudo reprimir un grito al ver que su amante iba acompañado por otra mujer.
—No temáis, querida Aglaé —la tranquilizó el duque, tomando la mano de la señorita de Valois—. Estoy seguro de que dentro de unos instantes me perdonaréis el que haya traicionado nuestro secreto.
—Pero, duque, ¿podéis explicarme?…
—Inmediatamente, mi bella princesa: alguna vez me habéis oído hablar del caballero de Harmental, ¿no es así? ¡Pues bien! Lo han condenado a muerte; mañana debe ser ejecutado, y esta joven le ama. Su perdón depende del regente; pero ella no sabe cómo llegar hasta vuestro padre… Esta bella enamorada llegó a pedirme auxilio en el momento preciso en que yo recibía vuestro aviso. ¿Me comprendéis ahora?
—¡Oh!, sí —exclamó con dulzura la señorita de Valois—. Teníais razón, señor duque; os agradezco vuestra, digamos, «traición». Sed bienvenida, señorita. Decidme lo que puedo hacer por vos.
—Deseo ver a monseñor —dijo Bathilda—, y Vuestra Alteza puede conducirme ante el único que puede salvar la vida a mi amado.
—¿Esperaréis mi regreso, duque? —preguntó inquieta la princesa.
—¿Acaso lo dudáis?
—Entonces, volved de nuevo al armario de las confituras; tengo miedo de que alguien pueda sorprenderos aquí. Llevaré a la señorita con mi padre y volveré enseguida.
Ofreció la mano a Bathilda diciéndole:
—Señorita, todas las mujeres que amamos somos hermanas. Vos y Armand habéis hecho bien en contar conmigo. Seguidme.
Las dos mujeres atravesaron la serie de salones cuyos ventanales dan a la plaza del Palacio Real, y luego, torciendo a la izquierda, se encaminaron a la habitación del regente.
—¡Ay! ¡Dios mío!… Me falta el valor.
—Vamos, señorita… No temáis; mi padre es bueno. Entrad y arrojaos a sus pies. Dios y su corazón harán el resto.
Tras estas palabras, viendo que Bathilda aún dudaba, abrió la puerta, empujó a Bathilda suavemente y volvió a cerrar. Después, regresó en busca de su adorado Armand.
La muchacha, cogida por sorpresa, ahogó una exclamación, y el regente, que daba incesantes paseos a lo largo del gabinete, se volvió hacia la joven; Bathilda cayó de rodillas, sacó la carta de su pecho, y la tendió hacia Su Alteza.
El regente, que era muy corto de vista, no se dio cuenta exacta de lo que ocurría; sólo vio que de la sombra salía una especie de fantasma blanco, que poco a poco tomaba la forma de una mujer; de una bella y suplicante joven.
—¡Por Dios!, señorita —exclamó el regente, muy sensible a las muestras del ajeno dolor—. Decidme, en nombre del Señor, qué puedo hacer para ayudaros. Venid, tomad asiento, ¡os lo ruego!
—No, monseñor… —murmuró Bathilda—. A vuestros pies debo estar, porque vengo a pediros una gracia.
—¿Una gracia?
—Dejadme deciros, primero, quién soy. Quizás luego me atreva a hablar a Vuestra Alteza.
Y mostró la carta en la que tenía puestas sus esperanzas.
El regente cogió el papel, y sin quitar la vista de la joven se acercó a una vela que ardía sobre la chimenea. Reconoció su propia escritura; volvió a mirar a la joven, y luego leyó:
Señora, vuestro esposo ha muerto por Francia y por mí. No hay poder humano que nos lo pueda devolver. Si alguna vez necesitáis cualquier cosa, recordad que Francia y yo somos vuestros deudores.
Con todo el afecto de:
Felipe de Orléans.
—Reconozco que yo soy el que escribió esta carta, señorita —habló el regente—; pero, para vergüenza de mi memoria, no me acuerdo a quién fue dirigida.
—Ved la dirección, monseñor —indicó Bathilda, tranquilizada a medias por el aspecto bonachón del regente.
—¡Claire de Rocher!… —exclamó el regente—. Sí, en efecto; me acuerdo ahora. Escribí esta carta desde España, después de la muerte de Albert en la batalla de Almansa. ¿Cómo es que ahora está en vuestras manos?
—Monseñor, yo soy la hija de Albert y de Claire.
—¡Vos, señorita! ¡Vos! ¿Y qué ha sido de vuestra madre?
—Murió.
—¿Hace mucho tiempo?
—Catorce años.
—Pero feliz, supongo, y sin que le faltase nada.
—Desesperada, monseñor, y faltándole todo.
—Pero ¿por qué no acudió a mí?
—Vuestra Alteza todavía estaba en España.
—¡Santo Dios! ¡Qué pena!… Seguid contándome, señorita; no podéis imaginar cuánto me interesa. ¡Pobre Claire! ¡Pobre Albert! Se adoraban el uno al otro. Ella no podría sobrevivirle… Es natural. ¿Sabíais que vuestro padre me salvó la vida en Nerwinde?, ¿lo sabíais?
—Sí, señor; y eso es lo que me ha dado el valor para presentarme ante vos.
—Pero vos, pobre niña; vos, pobre huérfana, ¿con quién vivís ahora?
—Fui acogida por un amigo de la familia, por un pobre escribiente que se llama Jean Buvat.
—¿Jean Buvat? Pero… ¡no digáis más! Conozco a ese hombre. ¡Jean Buvat! El pobre diablo que descubrió la conspiración y que luego me hizo una reclamación en persona… Un puesto en la Biblioteca, ¿no es eso?, unos atrasos que le deben…
—Así es, monseñor.
—Señorita, parece que todos los que están relacionados con vos están destinados a ser mis salvadores. Me habéis dicho que queríais pedirme una gracia; os escucho.
—¡Dios mío! —oraba en silencio Bathilda—. ¡Dame fuerzas!
—¿Es tan difícil lo que vais a pedirme, que no os atrevéis?
—Señor, es la vida de un hombre que ha merecido la muerte.
—¡El caballero de Harmental, acaso!
—¡Ay!, monseñor… Vuestra Alteza lo ha dicho.
La frente del regente mostraba señales de evidente preocupación. Bathilda espiaba las reacciones del príncipe, intentaba reprimir los latidos desenfrenados de su corazón y hacía esfuerzos inauditos para no desmayarse.
—¿Es pariente vuestro, un amigo de la infancia?
—¡Es mi vida! ¡Es mi alma!, monseñor, ¡yo lo amo!
—Pero tened en cuenta que si le perdono, habré de perdonar también a todos los demás, ¡y entre ellos hay algunos mucho más culpables todavía!
—No pido que le perdonéis, monseñor… Sólo la vida…
—Pero si conmuto su pena por la de prisión perpetua, no volveréis a verle.
—Entraré en un convento, donde toda la vida rezaré por vos y por él.
—Eso no puede ser —observó el regente.
—¿Por qué, monseñor?
—Porque hoy me han pedido vuestra mano, y yo la he concedido.
—¿Mi mano, monseñor? ¿Habéis concedido mi mano? ¡Y a quién! Santo Dios…
—Leed esta carta.
El regente entregó a Bathilda un papel que tomó de su escritorio.
—¡Raoul! —exclamó Bathilda—. ¡Es la letra de Raoul! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto?
—Leed —repitió el regente.
Y Bathilda, con voz alterada, leyó estas líneas:
Monseñor:
He merecido la muerte, lo sé, y no voy a pediros la vida. Estoy dispuesto a morir el día fijado; pero de Vuestra Alteza depende que la muerte no sea para mí tan amarga. De rodillas os suplico una última gracia.
Amo a una joven, con la que me hubiese casado de haber vivido. Permitid que la haga mi esposa cuando voy a morir. Al abandonar yo este mundo quedará totalmente desamparada. Será para mí el mejor consuelo saber que la dejo protegida por mi nombre y por mi fortuna. De la iglesia, monseñor, iré al patíbulo.
No neguéis esta gracia a un moribundo.
Raoul de Harmental.
—He accedido a su petición —prosiguió el regente—, es justa. Esa gracia, como él dice, endulzará sus últimos momentos…
—Señor, ¿es todo lo que le concedéis?
—Vos lo habéis visto: él mismo se hace justicia, y no pide más.
—¡Es inhumano, monseñor! ¡Es terrible! Volverlo a ver y perderlo para siempre… Monseñor, ¡monseñor!… Su vida, os lo suplico… Si estoy lejos de él, sabré por lo menos que vive…
—Señorita —pronunció el regente, en un tono que no permitía la réplica, mientras garrapateaba algunas palabras en un papel—, aquí tenéis una carta para el señor de Launay, gobernador de la Bastilla.
—Su vida, monseñor, ¡su vida! ¡De rodillas vuelvo a suplicaros!
El regente tiró de un cordón. Un ayudante apareció en la puerta.
—Llamad al marqués de Lafare.
—Sois cruel, monseñor —protestó la pobre Bathilda levantándose—. Permitid, al menos, que muera con él.
—Señor de Lafare, acompañad a la señorita a la Bastilla. Tomad esta carta para el señor de Launay. Hablad con él y decidle que las órdenes que aquí doy deben ser cumplidas al pie de la letra.
A continuación, sin prestar oídos al último grito de desesperación de Bathilda, el duque de Orléans desapareció por una de las puertas del gabinete.