UANDO llegó al Arsenal, Bathilda preguntó por la señorita Delaunay, quien la condujo ante madame del Maine.
—Sois vos, hija mía… —dijo la duquesa con voz ausente y aspecto alterado—. Está bien acordarse de los amigos cuando estos han caído en desgracia. En la época que vivimos, no es frecuente.
—¡Ay!, señora —respondió Bathilda—, vengo a ver a Vuestra Alteza Real para hablaros de un asunto mucho más desgraciado todavía. Sin duda Vuestra Alteza ha perdido algunos de sus títulos, algunas de sus prebendas. Pero aquí acabará todo; nadie osaría atentar contra la vida o contra la libertad del hijo de Luis XIV o de la nieta del gran Condé.
—Contra la vida no creo —objetó la duquesa—; pero contra la libertad, no respondería de ello. Sobre todo, ahora que ese estúpido abate Brigaud se ha dejado prender en Orléans disfrazado de buhonero, y al presentarle una falsa declaración que dicen que yo había presentado, se vacía de golpe, confiesa de plano, y nos compromete terriblemente a todos.
—Aquel por el que vengo a implorar, no ha revelado nada y ha sido condenado a muerte por haber guardado silencio.
—Querida niña —exclamó la duquesa—, venís a hablarme del pobre Harmental; lo conozco bien. ¡Él sí es un auténtico gentilhombre! No sabía que vos lo conocíais.
—Mucho más que eso —intervino la señorita Delaunay—, Bathilda y el caballero se aman.
—¡Pobre niña! ¡Dios mío! ¿Qué podría hacer yo?
—Yo sé lo que podéis hacer. He venido a pedir a Vuestra Alteza una sola cosa: que me introduzcáis cerca del regente por medio de alguna de sus antiguas relaciones. Lo demás lo haría yo.
—Pero, hija mía, ¿no ha llegado a vuestros oídos lo que se cuenta del duque de Orléans? Vos, tan joven y tan bonita…
—Señora —repuso Bathilda en un tono de suprema dignidad—, lo único que sé es que mi padre le salvó la vida y murió por él.
—¿Qué decís? Así, la cosa cambia —murmuró la duquesa—. Veamos… Sí, ¡ya está! Delaunay, llamad a Malezieux.
—Malezieux, aquí tenéis a esta joven; la vais a conducir a casa de la duquesa de Berry, a quien la recomendaréis de mi parte. Es necesario que vea al regente enseguida; dentro de una hora todo lo más. Se trata de salvar la vida de un hombre; pensad que es la vida de Harmental y que yo daría cuanto poseo por salvarlo.
—Os he comprendido, señora.
—¿Lo veis, mi pequeña? —dijo la duquesa, con una triste sonrisa—. He hecho todo lo que podía. No perdáis tiempo; dadme un beso e id a ver a mi sobrina; es la favorita de su padre. Vamos, Delaunay —prosiguió la duquesa, que, en efecto, esperaba ser arrestada de un momento a otro—, continuemos con nuestro equipaje.
Entre tanto, Bathilda, acompañada por Malezieux, había vuelto a subir en su coche y tomado el camino del Luxemburgo. A su llegada a la residencia de la duquesa de Berry, fue introducida en un pequeño gabinete, donde se le rogó que esperase. Malezieux volvió a los pocos instantes precedido por la hija predilecta del regente.
Esta, que tenía un corazón excelente, se había emocionado al oír el relato que le había hecho Malezieux.
—¡Pobre niña! —murmuró—. ¿Por qué no vinisteis hace ocho días?
—¿Y por qué hace ocho días, y no ahora? —preguntó Bathilda llena de ansiedad.
—Porque hace ocho días hubiese tenido el placer de conduciros personalmente a presencia de mi padre; pero hoy me es completamente imposible.
—¡Imposible! ¡Dios mío! ¿Y por qué? —exclamó Bathilda.
—¡Claro! Vos no podéis saber que he caído en total desgracia hace dos días. Por muy princesa que sea, también soy mujer y, como vos, he tenido la desgracia de enamorarme. Ya sabéis que a las mujeres de sangre real no nos pertenece nuestro corazón; ha de ser como una especie de piedra propiedad de la corona, y es un crimen disponer de él sin autorización del rey y de su primer ministro. Esta mañana me he presentado en palacio y no me han dejado entrar.
—¡Qué desgracia!… Vos erais mi última esperanza. No conozco a nadie que me pueda llevar a ver al regente, ¡y mañana, señora, mañana, a las ocho de la mañana, van a ajusticiar al hombre que amo como vos amáis al señor de Riom!
—Hay que hacer algo… ¡Riom!, venid en nuestra ayuda —pidió la duquesa a su marido, que acababa de entrar en aquel momento—. Un sobrino de Lauzun debe saber encontrar remedio a todas las dificultades. ¡Vamos, Riom!, buscad una solución.
—Tengo una —dijo Riom, sonriendo—. Pero comprometo a vuestra hermana.
—¿A cuál?
—A la señorita de Valois.
—¿A Aglaé? ¿Y cómo es eso?
—¿No sabéis que anda por ahí una especie de duende que tiene el privilegio de poder llegar hasta vuestra hermana, igual de día que de noche, sin que se sepa ni cómo ni por dónde lo hace?
—¡Richelieu! Es verdad —exclamó la duquesa de Berry—. Richelieu puede sacarnos del apuro. Riom, haced llamar a madame de Mouchy, y rogadle que acompañe a la señorita a casa del duque. Madame de Mouchy es mi primera dama de honor —explicó la duquesa, mientras Riom iba a cumplir lo que se le había encomendado—, y se asegura que Richelieu le debe algún agradecimiento.
—¡Gracias!, señora —exclamó Bathilda besando las manos de la duquesa—, gracias mil veces. Veo que todavía puedo tener esperanzas. Pero ¿encontraré al señor duque de Richelieu en casa?
—Sería una casualidad. ¿Qué hora es? ¿Las ocho apenas? Seguramente habrá cenado en alguna parte y volverá para asearse. Diré a madame de Mouchy que os acompañe mientras él llega. ¿Verdad que es encantadora? —indicó la duquesa a su dama de honor, que en aquel momento penetraba en el gabinete—. Supongo que no os importará acompañar a esta niña en tanto llegue el duque.
—Haré todo lo que me ordene Vuestra Alteza —respondió madame de Mouchy.
Un cuarto de hora después, Bathilda y madame de Mouchy llegaban al hotel de Richelieu. Contra lo que pudiera esperarse, el duque estaba en casa. Madame de Mouchy se hizo anunciar. Fue introducida inmediatamente; Bathilda la siguió. Las dos mujeres encontraron a Richelieu ocupado con Raffé, su secretario, en quemar un montón de cartas inútiles, y en poner algunas de ellas a buen recaudo.
—¡Dios bendito!, señora —exclamó el duque al ver aparecer a la visitante—. ¿A qué debo el placer de teneros en mi casa a las ocho y media de la noche?
—Al deseo de veros hacer una buena acción, duque.
—¡Ah! En ese caso, es necesario que os deis mucha prisa.
—¿Es que pensáis abandonar París? ¿Esta misma noche?
—No esta noche, pero mañana saldré de viaje: voy a la Bastilla. —¿Qué broma es esta?
—Os ruego que me creáis, señora. No bromeo nunca cuando se trata de cambiar mi querido hotel, que es un sitio muy bueno para vivir, por el alojamiento del rey, el cual me consta, porque lo conozco, que es bastante incómodo; esta será la tercera vez que voy a él.
El duque presentó una carta a madame de Mouchy, quien tomándola, pudo leer:
«Inocente o culpable, debéis huir inmediatamente. Mañana seréis arrestado; el regente acaba de decir, delante de mí, que por fin tiene cogido al duque de Richelieu».
—¿Creéis que el autor de la carta sea persona bien informada?
—Sí; conozco su escritura.
—¡Bien! Ahora os voy a explicar mi asunto en dos palabras: ¿iréis a darle las gracias a la persona que os ha mandado el aviso?
—Puede ser —dijo el duque, dejando escapar una sonrisa.
—Pues es preciso que le presentéis a la señorita.
—¿Señorita? —exclamó extrañado el duque volviéndose hacia Bathilda—. ¿Y quién es esta señorita?
—Una pobre muchacha que ama al caballero de Harmental, al que van a ejecutar mañana, y que quiere pedir gracia al regente.
—¿Amáis al caballero de Harmental, señorita? —preguntó el duque de Richelieu.
—¡Oh!, señor duque… —balbuceó la joven poniéndose colorada.
—No os turbéis, señorita; es un joven muy noble, y yo daría diez años de mi vida por poder salvarlo. ¿Creéis poder lograr que el regente se muestre en vuestro favor?
—Creo que sí, señor duque.
—¡Está bien!, creo que ayudar en esta obra meritoria me traerá suerte. Madame —prosiguió el duque, dirigiéndose a la señora de Mouchy—, la señorita verá al regente dentro de una hora.
—¡Oh!, ¡señor duque! —exclamó Bathilda.
—Señorita, lo que voy a hacer por vos no lo haría si la vida de un hombre enamorado no estuviese en juego. El secreto que voy a descubriros compromete la reputación y el honor de una princesa de sangre real; pero la ocasión es grave y merece que se sacrifiquen algunas conveniencias. Juradme que no diréis a nadie, excepto a la persona con quien no podáis tener secretos, porque sé que con algunas personas no se pueden tener secretos, juradme repito, que nunca diréis a nadie, excepto a él, en qué forma habéis entrado en casa del regente.
Se presentó un lacayo.
—Señor duque —indicó Bathilda—, si no queréis perder tiempo, tengo una carroza de alquiler en la puerta.
El duque, habiendo ofrecido el brazo a Bathilda, bajó con ella la escalinata, la hizo subir al coche, ordenó al cochero que se detuviera en la esquina de la calle Saint-Honoré con la de Richelieu, y tomó asiento al lado de la joven. El duque de Richelieu iba tan despreocupado y divertido como si de aquella aventura no dependiese el que un caballero se pudiera librar de una suerte que muy bien dentro de quince días fuera la suya propia.