NTRE tanto, Dubois aceleraba el proceso de Harmental, esperando que sus revelaciones le procuraran armas contra aquellos a quienes quería destruir; pero el caballero se había encerrado en un total mutismo en lo relacionado con sus compañeros de conspiración. En cuanto a él le concernía, confesaba todo: dijo que había obrado movido por un deseo de vengarse del regente, por causa de la injusticia que con él se había cometido al privarle del mando de su regimiento.
Uno tras otro habían sido arrestados Laval, Pompadour y Valef, que fueron conducidos a la Bastilla; pero antes habían tenido tiempo de ponerse de acuerdo en cuanto a lo que tenían que decir: los tres se obstinaban en negar todo lo que les comprometía. En lo tocante a Harmental, declararon que era un hombre de honor al que se había hecho víctima de una injusticia.
Dubois estaba furioso. Le sobraban pruebas en el asunto de la fallida convocatoria de los Estados Generales; pero el caso ya había sido explotado a fondo en el Parlamento, que había conocido las cartas de Felipe V Después de la degradación de los príncipes legitimados la cosa había quedado en punto muerto. Ahora, cuando se podían producir acusaciones mucho más graves, la obstinación de Harmental en no acusar a los verdaderos culpables destruía las esperanzas del ministro. Toda su cólera se volvía en contra del caballero.
Mientras el proceso seguía su marcha, la enfermedad de Bathilda había llevado también su curso progresivo. La pobre niña se había visto a dos pasos de la muerte. Pero al final, la juventud y la fortaleza de la muchacha habían triunfado sobre el mal. A la exaltación del delirio había sucedido un profundo abatimiento y la postración completa.
Todos, el médico el primero, creían que la convaleciente había perdido la memoria de lo ocurrido, y que, si recordaba algo, lo confundía con los sueños de su delirio.
Pero todos estaban equivocados, empezando por el médico. Algo que aconteció cierta mañana lo demostraba con creces.
Creyendo que Bathilda dormía la habían dejado sola. Boniface, según había tomado por costumbre desde que estaba enferma, asomó la cabeza por la entreabierta puerta para informarse de su estado. Mirza lanzó un gruñido, y Bathilda se volvió; al ver a Boniface pensó que quizás lograría sacar de este algo de lo que los demás callaban; es decir, lo que le había ocurrido a Harmental. Invitó a pasar al muchacho y le ofreció sus pálidos deditos. Boniface dudó antes de aprisionarlos entre sus manazas coloradas. Luego, bajando la cabeza, confesó con una voz que revelaba su arrepentimiento:
—Sí, señorita Bathilda, teníais mucha razón: sois una verdadera señorita, y yo no soy más que un patán. Nunca hubierais podido quererme a mí; necesitabais un apuesto caballero.
—Al menos, tal como vos deseabais, Boniface. Pero os puedo querer de otro modo.
—¿Es verdad, señorita Bathilda, es verdad? Si así es, queredme como gustéis, pero queredme un poco.
—Puedo quereros como a un hermano.
—¡Oh! Decidme, señorita Bathilda, ¿qué es necesario para ello?
—Amigo mío…
—¡Amigo mío! ¡Me llamáis amigo! A mí, que he dicho tantos horrores de vos…
—Amigo mío, todo lo que hayáis dicho os lo perdono. Hoy podéis reparar vuestra falta, y hacer que os quede eternamente agradecida. Basta que me lo contéis todo.
—¡Todo! ¿Qué queréis saber?
—Decidme, primero…
—Bathilda se detuvo.
—¿Qué?
—¿Es posible que no lo adivinéis?
—¡Claro! Queréis saber lo que le ha ocurrido al caballero de Harmental…
—¡Sí…! Por lo que más queráis, decídmelo…
—¡Pobre muchacho!… —murmuró Boniface.
—Dios mío… ha muerto…
—Bathilda se incorporó en el lecho, con los ojos extraviados.
—No, felizmente no; pero está prisionero.
—¡Me lo figuraba! —respondió Bathilda dejándose caer de nuevo en la cama—. Está en la Bastilla, ¿verdad?… pero no ha muerto. ¡Bien! Seré fuerte; tendré valor. Ya ves, Boniface: ahora no lloró.
—¡Me tuteáis!
—Pero quiero saberlo todo —prosiguió Bathilda con exaltación creciente—, hora a hora, minuto a minuto, para que el día en que haya de morir, pueda yo también morir con él. Si es necesario, en el momento…, en el terrible momento… tú me llevarás al lugar… ¡Lo harás Boniface! He de verle… una vez…, una vez más…, aunque sea en el cadalso.
—Os lo juro… —murmuró Boniface intentando inútilmente contener sus sollozos.
—Me lo has jurado.
—Silencio, alguien viene.
Era Buvat el que entraba. Boniface aprovechó su llegada para escabullirse.
—¿Cómo van los ánimos?
—Mejor, padrecito, mejor —respondió Bathilda—. Me van volviendo las fuerzas, y en algunos días podré levantarme.
Buvat besó a la joven y subió a su casa. Bathilda quedó nuevamente a solas.
Entonces pudo respirar con desahogo, se sentía más tranquila. Boniface, gracias a su oficio de pasante de un procurador del Chátelet[36], podía enterarse de la marcha del proceso; cada tarde el muchacho traía noticias a Bathilda. Al cabo de dos semanas la joven comenzó a levantarse y a pasear por la habitación, con gran alegría de Buvat, de Nanette y de toda la familia Denis.
Un día Boniface, contra su costumbre, volvió de casa del maître Joulu a las tres. Entró en la habitación de la enferma tan pálido y tan descompuesto que Bathilda comprendió que las nuevas eran malas. Se levantó y fijó sus ojos en él.
—Todo ha terminado… ¿verdad?
—¡Y por su culpa! En cierto modo, por ser tan testarudo. Le ofrecían el perdón si declaraba el nombre de los conjurados. Pero él, ¡erre que erre!: que obró por su cuenta, y de ahí no hay quien lo saque.
—Lo han condenado…
—Desde esta mañana, señorita; desde esta mañana está condenado…
—¿A muerte?
Boniface hizo un signo de asentimiento con la cabeza.
—¿Cuándo es la ejecución…?
—Mañana a las ocho de la mañana.
—Bien —fue el único comentario de Bathilda.
—Todavía hay una esperanza.
—¿Qué esperanza…?
—Si antes de mañana se decide a denunciar a sus cómplices.
La muchacha se puso a reír, pero con una risa tan extraña, que Boniface se estremeció de pies a cabeza.
—Boniface, es preciso que yo salga.
—¡Vos, señorita Bathilda! ¡Vos salir! Salir a la calle para vos es mataros.
—Necesito salir, he dicho. Búscame un coche de punto.
—Dentro de cinco minutos lo tendréis aquí. Boniface salió corriendo.
Bathilda llevaba puesta una bata blanca de amplio vuelo; la ajustó a la cintura con un ceñidor y se echó un chal sobre los hombros.
Cuando estaba en la puerta apareció madame Denis.
—¡Por Dios!, mi querida niña, ¿qué vais a hacer?
—Madame Denis, tengo que salir.
—¿Pero, a dónde vais a ir?
—¿No sabéis que lo han condenado? Con decirme mañana que había muerto, todo quedaba arreglado, ¿verdad? ¡Y vos habríais sido su asesina! Porque yo quizás pueda salvarlo.
—¿Vos, niña mía? ¿Cómo podríais hacerlo?
—He dicho que quizás pueda. Dejadme intentarlo por lo menos.
—Id con Dios, hija mía —la dejó hacer madame Denis, sugestionada por el tono de convicción de la joven—; que Él os acompañe.
Bathilda bajó la escalera con paso lento pero firme, atravesó la calle, y subió los cuatro pisos de su casa de una tirada. No había estado en la habitación desde el día de la catástrofe. Al ruido que provocó, salió Nanette, que no pudo reprimir un chillido: creía ver el fantasma de su joven señora.
—¿Vos salir en el estado en que os encontráis? ¿Os habéis vuelto loca? ¡Buvat! ¡Señor Buvat! ¡La señorita quiere salir! Venid a impedirlo.
Bathilda se volvió hacia su tutor, dispuesta a recurrir, en caso necesario, al ascendiente que ejercía sobre el pobre viejo; no fue necesario. Buvat parecía al borde de la desesperación; sin duda conocía la fatal noticia. Cuando vio a su pupila, rompió en sollozos.
—Padre, no os desesperéis todavía: lo que ha ocurrido hasta ahora ha sido obra de los hombres; lo que todavía falta pertenece a Dios Padre; Él tendrá piedad de nosotros.
—¿Pero qué vas a hacer tú, hija mía?
—Voy a cumplir con mi deber.
Abrió un pequeño armario, tomó un portafolios negro, lo abrió, y extrajo una carta.
—¡Es verdad!, hija mía… Había olvidado esa carta.
—Adiós, padre; adiós, Nanette; rogad los dos para que me acompañe la suerte.
En la puerta Boniface esperaba con el coche.
—¿Voy con vos, señorita Bathilda?
—No, amigo mío —Bathilda le tendió la mano—, esta tarde, no; mañana quizás…
—¡Al Arsenal! —ordenó Bathilda.