Capítulo XXIII

VUESTRA Alteza aquí, en mi casa! —exclamó Harmental—. ¿Qué he hecho yo para merecer tal honor?

—Ha llegado el momento, caballeros —dijo la duquesa—, de poner a prueba la adhesión de aquellos que nos estiman. Pero nunca podrá decirse que si madame del Maine expone la vida de sus amigos, ella no comparte los riesgos. ¡A Dios gracias, soy la nieta del gran Condé! Y me siento digna de mi abuelo.

—Vuestra Alteza sea dos veces bienvenida —dijo Pompadour—, porque nos saca de un gran apuro. Todos queríamos ponernos a vuestras órdenes; pero no nos atrevíamos a ir al Arsenal, que seguramente debe de estar vigilado por la policía.

—Lo mismo pensé yo —asintió la duquesa—. Por eso, en lugar de esperaros, he resuelto venir a vuestro encuentro.

—Veo con alegría que los acontecimientos de esta horrible jornada no han abatido a Vuestra Alteza —dijo Malezieux.

—¿Acobardarme yo, Malezieux? ¡Supongo que, conociéndome, no lo habéis pensado ni por un instante! ¡Abatida! Al contrario… nunca me he sentido más fuerte y con mayor empeño. ¡Oh, si yo fuera un hombre!…

—Para cinco hombres abnegados no hay nada imposible, señora. Pensemos que el regente no se conformará con lo que ha hecho. Mañana, pasado mañana, esta tarde quizás, podemos ser arrestados todos. Dubois va diciendo por ahí que el papel que salvó del fuego en casa de Cellamare no era otra cosa que la lista de los conjurados.

—Pero será difícil intentar cualquier cosa: después del fracaso, el regente está prevenido —observó Malezieux.

—Al contrario —replicó Pompadour—, resultará más sencillo; pensará que hemos abandonado nuestros planes, y bajará la guardia.

—Prueba de ello —recalcó Valef— es que el regente está tomando ahora menos precauciones que nunca. Desde que la señorita de Chartres es la abadesa de Chelles va a verla una vez por semana y atraviesa el bosque de Vincennes llevando solamente al cochero y a dos lacayos; y eso, a las nueve de la noche…

—¿Y en qué día hace la visita? —preguntó Brigaud.

—Los miércoles —respondió Malezieux.

—¿El miércoles? ¡Es mañana! —observó la duquesa.

—Pues bien… Si me autorizáis, reuniré siete u ocho hombres, esperaré en el bosque, lo raptaré, y en tres o cuatro días llegaré a Pamplona —propuso Valef.

—Un momento, querido barón —protestó Harmental—, he de recordaros que es a mí a quien corresponde esa empresa.

—Todo lo que puedo hacer por vos, querido Harmental, es dejar que decida Su Alteza, puesto que ambos queremos servirla.

—Que así sea, y yo decido —la princesa hablaba al caballero— que el honor de la empresa os pertenece. Un hijo de Luis XIV y la nieta del gran Condé ponen su destino en vuestras manos. Yo confío en vuestra abnegación y en vuestra valentía. Para vos, mi querido Harmental, todo el peligro y todo el honor.

—Acepto reconocido el uno y el otro, señora —contestó Harmental, besando respetuosamente la mano que le tendía la duquesa—. Mañana, o habré muerto, o el regente irá camino de España.

—Caballero, ¿estáis seguro de volver a encontrar a los hombres que os escudaron la otra vez? —preguntó Valef.

—Sí, lo estoy; por lo menos, a su jefe.

—¿Cuándo le veréis?

—En un cuarto de hora estaré en su casa.

—¿Cómo sabremos que consiente en ayudaros?

—Podemos vernos en los Champs Élysées. Malezieux y yo —dijo la princesa— iremos en un coche sin blasones ni lacayos. Pompadour, Valef y Brigaud se nos unirán por separado. Esperaremos las noticias de Harmental para tomar las últimas disposiciones.

—Está bien —asintió el caballero—. Mi hombre vive precisamente en la calle de Saint-Honoré.

—Quedamos de acuerdo —concluyó la duquesa—. Dentro de una hora, todos en los Champs Élysées.

La duquesa volvió a tomar el brazo de Valef y ambos salieron. Malezieux los siguió a los pocos instantes para no perderlos de vista. Los últimos en abandonar la casa fueron Brigaud, Pompadour y Harmental.

El caballero se presentó en el albergue de la Fillon, con una tranquilidad impropia de su peligrosa situación, y se informó de si el capitán Roquefinnette estaba visible.

La alcahueta le preguntó si había sido él quien dos meses antes preguntara por el capitán. El caballero, creyendo que así allanaría obstáculos, en el caso de que los hubiera, respondió afirmativamente. La Fillon llamó a una de sus pupilas y le ordenó que conduje se al visitante a la habitación número 72, en el quinto piso.

—¡Entrad! —autorizó Roquefinnette con su voz de chantre.

El caballero deslizó un luis en la mano de la guía, abrió la puerta, y se encontró cara a cara con el capitán.

El cuarto hacía juego con los malos tiempos que estaba pasando Roquefinnette, que aparecía tumbado en un mal catre y se alumbraba con un cabo de vela.

—¡Vaya, vaya!… —dijo Roquefinnette en tono de burla—. Con que sois vos, caballero… Os esperaba.

—¿Me esperabais, capitán? ¿Y qué os ha inducido a pensar que vendría a visitaros?

—Los acontecimientos, señor…

—No os entiendo.

—Quiero decir que por lo visto hemos decidido declarar la guerra abierta y que por eso venimos a reclutar al pobre capitán Roquefinnette, que tendrá que luchar como un lansquenete…

—Algo hay de eso, querido capitán. Vuestro único error consiste en pensar que os había olvidado. Si nuestro plan hubiese tenido éxito habría venido a entregaros vuestra recompensa, igual que ahora lo hago para pediros ayuda. Ahora se trata de aprovechar que el regente atraviesa sin escolta el bosque de Vincennes cuando vuelve de ver a su hija. Hemos de raptarlo y llevarlo a España. —Perdón, pero antes de proseguir, caballero, os prevengo que siendo nuevo el trato, habrán de ser nuevas las condiciones.

—Eso no se discute, capitán. Las condiciones las pondréis vos. Lo importante es saber si disponéis de los hombres.

—Dispongo de ellos.

—¿Estará todo a punto mañana a las dos?

—Lo estará.

—¿Algo más?

—Sí, señor; hay algo más: dinero para comprar caballos y armas.

—Hay quinientos luises en esta bolsa; tomadla.

—Está bien; os daré cuenta del dinero.

—Quedamos en que nos veremos en mi casa a las dos.

—Allí estaré.

—¡Adiós, capitán!

—Hasta la vista, caballero. No os extrañará que esta vez sea un poco exigente.

—Es muy natural.

Harmental bajó la interminable escalera sin mayores incidentes.

Cuando llegó a la encrucijada donde se había señalado la cita vio un coche parado a un lado del camino; dos hombres paseaban a cierta distancia. Al divisar a Harmental, una mujer sacó con impaciencia la cabeza por la ventanilla del coche. El caballero reconoció a madame del Maine, a la que acompañaban Malezieux y Valef. Es inútil indicar que los dos paseantes eran Pompadour y Brigaud.

En pocas palabras Harmental relató lo ocurrido. La duquesa le dio a besar su mano y los hombres estrecharon las suyas.

Quedó convenido que al día siguiente, a las dos, la duquesa, Laval, Pompadour, Valef, Malezieux y Brigaud, irían a casa de la madre de Avranches, que vivía en el arrabal de Saint-Antoine, en el número 15, y que allí esperarían el resultado de la operación.

Eran las diez de la noche. Aquel día Harmental apenas había visto a Bathilda. Se dirigió a su casa y creyó ver la sombra de una mujer en el quicio del portal de la casa de su amada. Avanzó hacia ella y reconoció a Nanette.

Buvat no había aparecido aún; la pobre mujer esperaba, muy asustada, por si veía a Buvat o al caballero. Harmental subió rápidamente las escaleras. La pobre muchacha estaba angustiada.

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó Bathilda después de haber hecho entrar al joven—. Pensaba que también a vos os había ocurrido algo…

—Bathilda —contestó el caballero con una triste sonrisa, y con una mirada llena de ternura—, mi querida Bathilda: en algunas ocasiones me habéis dicho que veíais en mí algo misterioso que os asustaba…

—¡Sí, sí!… Este es el tormento de mi vida, mi único temor…

—La mano que tengo en la mía puede conducirme a la mayor felicidad o a la más profunda tristeza. Bathilda, decidme: ¿estáis dispuesta a compartir conmigo lo bueno y lo malo, la suerte y la desgracia?

—Todo con vos, Raoul. Todo… ¡todo!

—Pensad en lo que os comprometéis, Bathilda. Quizás sea una vida feliz y brillante la que nos esté reservada; pero también puede ser el destierro, quizás el cautiverio… puede incluso ocurrir que yo haya muerto antes de que vos lleguéis a ser mi esposa.

—Raoul, vos sabéis que os amo. Vuestra vida es la mía; vuestra muerte, mi muerte. Una y otra están en manos de Dios; ¡hágase su voluntad!

Ante el crucifijo los jóvenes se abrazaron, cambiaron el primer beso, y volvieron a jurar ser el uno para el otro.

Cuando Harmental dejó a Bathilda, Buvat no había regresado todavía.

Hacia las diez de la mañana el abate Brigaud entró en casa de Harmental. Le traía veinte mil libras, parte en oro y parte en libranzas españolas. Nada había cambiado desde la víspera. La duquesa del Maine seguía considerando a Harmental su salvador.

Brigaud y el caballero abandonaron la casa; el primero, para reunirse con Valef y Pompadour; Harmental para volver a casa de Bathilda.

La inquietud de la joven había llegado a su punto culminante. Buvat seguía sin aparecer. Su pupila no había dormido; había pasado la noche llorando. Cuando dirigió la mirada hacia su amado, comprendió que una expedición análoga a la que tanto la había asustado estaba en perspectiva: el mismo traje oscuro, las pistolas en el cinturón, las altas botas de montar, y la espada; vistos aquellos signos inequívocos, no cabía duda: Raoul se aprestaba a correr nuevos peligros.

Primero trató de hacer hablar al caballero; pero ante la firmeza de Harmental, que le aseguró que se trataba de un secreto que no podía revelarse, la pobre muchacha no insistió. Nanette acababa de llegar de la Biblioteca. Allí tampoco sabían nada de Buvat. La infeliz Bathilda se arrojó en brazos de Raoul deshecha en llanto.

Harmental le hizo partícipe de sus temores. Los papeles que el príncipe de Listhnay había dado a Buvat para copiar eran de gran importancia política. Buvat podía haber sido descubierto y arrestado.

Harmental se acordó de que a las dos tenía citado al capitán Roquefinnette para cerrar el nuevo trato. Se levantó; Bathilda perdió el color. ¿Volvería a ver a su amado? Harmental le prometió despedirse de ella en cuanto hubiese despachado con la persona que esperaba. Veinte veces volvieron los jóvenes a jurarse ser el uno para el otro, antes de separarse…, tristes, pero confiando en ellos mismos, y seguros de sus corazones.

Roquefinnette se apeó del caballo en tres tiempos, con una precisión que recordaba los tiempos en que se hallaba al frente de su escuadrón. Ató las riendas a los barrotes de una ventana, se aseguró de que las pistolas estaban en sus fundas, y penetró en la casa.

Igual que la víspera, su rostro aparecía grave y pensativo. La mirada de sus ojos y sus apretados labios eran la estampa de la resolución. Harmental le acogió con una sonrisa.

—Veo, mi querido capitán, que sois la puntualidad en persona.

—Es una costumbre militar, caballero, que no debe extrañar en un viejo soldado.

—Por algo confío en vos. ¿Tenéis dispuestos a vuestros hombres?

—Os dije que sabría dónde encontrarlos.

—¿Dónde los habéis dejado?

—En el mercado de caballos de la puerta de Saint-Martin.

—¿No corren el peligro de ser reconocidos?

—¿Cómo queréis que ocurra eso, en medio de trescientos campesinos que compran y venden caballos? ¿Reconoceríais vos a diez o doce hombres vestidos como los demás? El capitán prosiguió:

—Cada uno ha comprado el caballo que le convenía, ofreciendo el precio que ha querido y regateando con el vendedor; yo di treinta luises a cada uno. Pagarán su caballo, lo ensillarán, colocarán en las fundas las pistolas, montarán en la cabalgadura y a las cinco en punto estarán en el bosque de Vincennes en un lugar convenido. Allí se les explicará lo que tienen que hacer. Se les dará el resto de su paga, yo me pondré a la cabeza de mi banda, y daremos el golpe. En el caso, bien entendido, de que nosotros lleguemos a un acuerdo.

—¡Muy bien, capitán! Vamos a discutir las condiciones como buenos amigos. Para comenzar, doblaré la suma que recibisteis la vez anterior.

—No es por ahí —le interrumpió Roquefinnette—. Yo no quiero dinero.

—¡Cómo! ¿No queréis dinero, capitán?

—Ni aunque fuera todo el tesoro del rey.

—Entonces, ¿qué es lo que queréis?

—Una posición.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir, caballero, una buena posición, un grado militar que esté en armonía con mis largos servicios. Desde luego, esa posición no la quiero en Francia. Aquí me conocen demasiado, comenzando por el señor teniente de la policía. Pero en España, por ejemplo, me iría de perillas; es un bello país, con mujeres bonitas y doblones por todas partes. Decididamente, ¡quiero un grado en España!

—Eso será posible; pero depende del grado a que aspiráis.

—Ya os dije en otra ocasión que si el asunto hubiera sido mío, yo lo hubiera llevado a mi manera y el resultado habría sido otro. Las cosas ahora se han puesto muy serias y por eso os hablo de esta forma.

—¡Qué me ahorquen si os entiendo, capitán!

—Pues es muy fácil: las pretensiones aumentan en razón de los servicios que uno puede rendir. Por lo visto, yo he llegado a ser un personaje importante en esta historia. De modo que o me tratáis de acuerdo con lo que exijo o le voy con el cuento a Dubois.

Harmental se mordió los labios hasta hacerse sangre; pero comprendiendo que se las tenía que ver con un viejo marrullero, acostumbrado a venderse al mejor postor, consiguió refrenarse.

—De modo que vos queréis ser coronel.

—Esta es mi idea —corroboró Roquefinnette.

—Vamos a suponer que os hago esa promesa. ¿Quién os asegura que cuento con la necesaria influencia para poder cumplirla?

—Si me confiarais una misión que me permitiera ir a Madrid, allí yo mismo arreglaría las cosas.

—¡Estáis loco! No se os puede confiar una misión de tanta importancia…

—Pues así será o no hay nada de lo hablado. Yo seré el que lleve al regente a Madrid, o este seguirá en su Palacio Real.

—¡Pero esto es una traición! —exclamó indignado Harmental.

—¿Una traición, caballero? ¿Cuáles son los compromisos que yo haya dejado de cumplir? ¿Cuáles los secretos que he divulgado? ¿Yo un traidor? ¡Por mil dioses, caballero!… Vos habéis venido a buscarme; me habéis pedido nuevamente que os ayude. Ya os previne de que mis condiciones serían otras. ¡Bien! Estas condiciones ya las conocéis; tomadlo o dejadlo. ¿Esto es una traición?

—Y aunque yo fuera tan loco que aceptase, ¿creéis que la confianza que el caballero de Harmental inspira a Su Alteza Real la duquesa del Maine puede delegarse en el capitán Roquefinnette?

—¿Qué tiene que ver la duquesa del Mame con nuestro arreglo? Vos estáis encargado de un asunto; mis exigencias, llamémoslas así, os ponen en una situación que os impide realizar la operación personalmente y me cedéis vuestro puesto. Eso es todo.

—Es decir, vuestro pensamiento es quedaros a solas con el regente, por si este ofrece doble recompensa para que le dejéis en Francia.

—Quizás —dijo Roquefinnette en tono burlón.

—Tened cuidado —le previno Harmental—. Conocéis secretos muy importantes. Para vos puede ser más peligroso el retiraros de la empresa que seguir en ella.

—¿Y qué puede ocurrirme si me niego a colaborar?

—Una palabra más en ese tono, capitán, ¡y prometo que os salto la tapa de los sesos!

—¿Vos me saltaréis la tapa de los sesos? ¿Vos? El ruido del tiro atraería a los vecinos, acudiría la ronda, se me preguntaría qué era lo que había ocurrido, y yo, de no estar muerto del todo, tendría que decirlo.

—Tenéis razón, capitán; ¡desenvainad vuestra espada! Harmental, apoyando su pie en la puerta, sacó la suya y se puso en guardia.

Era un espadín de ceremonia, una delgadísima lámina de acero con la empuñadura de oro. Roquefinnette se puso a reír.

—¡Defendeos, capitán! ¡Diablos!, ¿queréis que os asesine? ¿Qué piensas tú, Colichemarde[32]? —Esta pregunta la hacía el capitán a su largo espadón.

Con un movimiento tan rápido como el rayo, Harmental señaló la cara del capitán, dejándole en la mejilla una herida sangrante parecida a un latigazo.

Entonces comenzó entre los dos hombres un duelo terrible, obstinado y silencioso. Una explicable reacción hacía que ahora fuese Harmental el totalmente sereno mientras que a Roquefinnette se le agolpaba la sangre en la cabeza. La enorme tizona amenazaba al caballero; pero el acero de este la perseguía, la empujaba, danzaba alrededor de ella como una víbora. Por fin llegó el momento en que una de sus paradas no llegó a tiempo por una fracción de segundo; el caballero sintió la punta del acero enemigo que le rozaba el pecho.

Harmental dio un salto y se pegó a su adversario, de modo que chocaron las dos cazoletas. Roquefinnette comprendió que en el cuerpo a cuerpo su larga espada le ponía en desventaja. Dio un salto hacia atrás; pero su talón izquierdo resbaló sobre el suelo encerado. Harmental aprovechó la ocasión y clavó su acero hasta el puño en el pecho del capitán. Este quedó un instante inmóvil, abrió los ojos, soltó la espada, llevó sus manos a la herida que sangraba y cayó al suelo.

—¡Diablo con el espadín! —fueron sus últimas palabras.

Murió en el acto. La delgada lámina de acero había atravesado el corazón del gigante.

El caballero quedó espantado. Sus cabellos se erizaron y sintió que el sudor perlaba su frente. No se atrevía a moverse. Le parecía estar soñando.

¿Cómo se las arreglaría ahora para reconocer, entre trescientos campesinos, a los diez o doce falsos palurdos que tenían que raptar al regente?

En aquel momento, el caballo del difunto capitán comenzó a relinchar. Harmental no tenía ya nada que hacer en la habitación. Abrió el escritorio, llenó sus bolsillos con todo el oro que pudo, bajó rápidamente la escalera, y saltando sobre el impaciente caballo se lanzó a galope tendido por la calle de Gros-Chenet, desapareciendo por la esquina del bulevar.