A pobre niña amaba a Harmental con toda su alma, como se quiere a los diecisiete años; como se quiere por primera vez. Durante el primer mes de ausencia, había contado los días, a la quinta semana había contado las horas y en los últimos ocho días, los minutos. Fue entonces cuando el abate Chaulieu vino a buscarla para llevarla con la señorita Delaunay.
Si bien a Buvat le enorgullecía el que se hubiesen acordado de Bathilda para encargarle el diseño de los disfraces de la fiesta, no se sintió satisfecho cuando supo que tendría que interpretar un papel.
La corta separación le resultó muy dura; los tres días durante los cuales Bathilda estuvo ausente le parecieron tres siglos. El pobre pendolista parecía un cuerpo sin alma.
El primer día no pudo probar bocado; se encontraba muy solo en la mesa que desde hacía trece años compartía con su pequeña Bathilda.
Cuando al fin regresó su pupila el viejo recuperó el sueño y el apetito; durmió como un tronco y comió como un ogro.
Bathilda estaba contentísima; aquel día era el último de la ausencia de Raoul. Buvat marchó a su oficina, la joven abrió de par en par su ventana, y mientras estudiaba su cantata no perdía un solo instante de vista la casa de su vecino. Cuando llegó el coche que debía llevarla a Sceaux levantó por última vez el visillo: todo estaba cerrado en la habitación del joven.
Cuando llegó al palacio de la duquesa, la iluminación, el ruido, la música y, sobre todo, el miedo que le causaba el tener que cantar por vez primera en público, alejaron de su mente el recuerdo de Raoul. La señorita Delaunay le había prometido que la llevarían a casa antes del amanecer.
Estaba pensando en lo que diría su amado en el momento del encuentro, cuando divisó a un grupo de gente que se acercaba desde el lago; eran los conspiradores que volvían de su reunión. Había llegado el momento de su intervención. Sintió que las fuerzas le flaqueaban; la emoción de cantar delante de tan distinguida concurrencia hizo que se le quebrara la voz. Pero su alma de artista se sobrepuso al recordar que iban a actuar con ella los mejores cantores y músicos de la ópera; se reconcentró, y consiguió cantar con tal perfección, que nadie notó la falta de la artista a quien sustituía.
Pero la sorpresa de Bathilda fue grande cuando, apenas había terminado su aria, al dirigir la mirada hacia el público, descubrió en medio del grupo que rodeaba a madame del Maine a un joven que se parecía muchísimo a Raoul; tanto que forzosamente tenía que ser el propio estudiante de la buhardilla. Lo que hirió en lo más profundo a la joven era el engaño a su buena fe y la traición a su amor; era que para abandonar su refugio de la calle de Temps-Perdu, para venir a mezclarse en las fiestas de Sceaux, el supuesto estudiante le hubiera mentido: engaño fue el pretendido viaje y mentira la desesperación del muchacho. Cuando Bathilda vio al que ella creía un ingenuo provinciano dar con elegancia y desenvoltura el brazo a madame del Maine, las fuerzas la abandonaron, sintió flaquear sus rodillas, y exhaló al desmayarse el doloroso grito que había llegado a lo más hondo del corazón de Raoul.
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba a su lado la señorita Delaunay, la cual, después de prodigarle los más tiernos cuidados, insistió en que se quedase en Sceaux; pero a Bathilda le urgía verse lejos de aquel palacio donde tanto había sufrido. El coche que debía devolverla a París estaba dispuesto; subió a él y partió.
Cuando llegó a su casa, Nanette, que estaba advertida, la esperaba. Tampoco Buvat se había querido acostar: deseaba abrazar a su pupila y que esta le diese detalles de la gran fiesta; pero en vista de la tardanza tuvo muy a pesar suyo que irse a la cama, no sin recomendar a Nanette que le avisase tan pronto como Bathilda estuviese visible al día siguiente.
Para la muchacha fue una suerte que a su llegada Nanette estuviese sola; delante de Buvat no se hubiese atrevido a llorar. Ante la criada rompió en amargas lágrimas. Nanette creyó prudente dejar que escampase y no preguntar nada de momento; lo cual, por otra parte, hubiese sido en vano, pues bien se veía que la señorita estaba bien dispuesta a mantener la boca cerrada.
Pero la buena de Nanette no pudo resistir la curiosidad; miró por el ojo de la cerradura y vio cómo su dueña se arrodillaba ante el crucifijo sin dejar de sollozar, se incorporaba de nuevo, abría la ventana y miraba a la de enfrente. Ya no le cupo ninguna duda a Nanette; era un nublado de primavera. Se acostó más tranquila.
Bathilda durmió poco y mal; las primeras penas y las primeras alegrías del amor tienen siempre las mismas consecuencias. Se despertó con ojeras y toda dolorida. Como puede suponerse, Bathilda insistió en que se encontraba perfectamente; Buvat fingió creerlo, pero salió para el despacho muy preocupado. Cuando quedaron a solas, Nanette volvió a la carga:
—¿Todavía no se le ha pasado la pena a la señorita?
—No, mi buena Nanette.
—Si la señorita quisiera abrir la ventana, quizás le haría bien. Quizás la señorita no sabe que…
—Sí, Nanette; lo sé.
—Es que digo yo, señorita, ¡es tan guapo!, ¡y parece tan distinguido!
—Demasiado para la pobre Bathilda.
—¡Demasiado distinguido para vos! ¿Es que vos no valéis más que nadie en el mundo? Además, ¡vos sois noble!
—Soy lo que parezco; una pobre muchacha, con la que cualquier gran señor cree poder jugar. Así que ya lo sabéis: esta ventana no debe abrirse por nada del mundo.
—¿Queréis hacerle morir de angustia? Desde esta mañana no se aparta de la ventana, y tiene un aspecto de tristeza que da pena verle.
—¡A mí qué me importa su tristeza! ¡No quiero saber nada de ese joven! No lo conozco, ni siquiera sé su nombre. Nanette, ¿qué dirías si alguien te dijera que ese joven que parece tan sencillo, tan leal y tan bueno, era un malvado, un traidor y un mentiroso?
—¡Dios mío!, señorita… yo diría que era imposible.
—Pues ese joven que vive en la buhardilla, que se asoma a la ventana vestido con sus ropas sencillas, ¡estaba ayer en Sceaux dando el brazo a madame del Maine, vestido con un brillante uniforme de coronel! ¿Qué te parece?
—Que por fin el Señor es justo y os envía a alguien digno de vos. ¡Virgen santísima! ¡Un coronel! ¡Un amigo de la duquesa del Maine!
—Pues que le aproveche.
—Dejadme abrir la ventana, señorita.
—Os lo prohíbo. Id a vuestros quehaceres y dejadme tranquila, y si viniera, os prohíbo que le dejéis entrar, ¿entendido? Nanette salió dando un suspiro.
Una vez sola, Bathilda volvió a su llanto. Su dignidad ofendida le prestaba fuerzas; pero se sentía herida en lo más profundo de su corazón. La ventana continuó cerrada.
Después de comer se dio cuenta de que Mirza rascaba la puerta.
Mirza entró dando saltos, con muestras de una loca alegría; Bathilda comprendió que algo insólito le había ocurrido a la perrita; la observó con más atención y vio la carta atada en el collar.
Abrió el pliego, y por dos veces intentó descifrarlo; no lo consiguió; las lágrimas le nublaban los ojos. Hizo un esfuerzo, y al fin pudo leerla.
La carta, aunque decía mucho, no era del todo explícita. Raoul protestaba por su inocencia y pedía perdón. Hablaba de extrañas circunstancias que exigían el secreto. Pero lo que más importaba a Bathilda era que quien había escrito aquellas líneas confesaba estar loco de amor. La carta, sin tranquilizar del todo a la joven, le hizo un gran bien. Pero por un gesto de orgullo femenino, decidió no ceder hasta el día siguiente.
En cualquier caso, el efecto de la carta, aunque incompleto, era tan evidente que cuando Buvat volvió de su trabajo encontró a su pupila con mucho mejor aspecto.
Aquella noche Bathilda se acostó muy tarde; a pesar de la noche en vela que había pasado, no tenía ningunas ganas de dormir. Durante la velada la joven se sintió tranquila, contenta y feliz, porque la ventana frontera seguía abierta, y en esa persistencia adivinaba la ansiedad de su vecino.
Cuando al fin la rindió el cansancio, Bathilda soñó que tenía a Raoul a sus pies y que este le daba tan buenas razones, que a la postre era ella la que se declaraba culpable y quien pedía perdón.
Se despertó convencida de que había sido demasiado severa y su primera intención fue abrir la ventana. Pero ¿no significaría una rendición incondicional el hecho de abrirla ella misma? Esperaría a que entrase Nanette.
La criada, que había sido regañada el día anterior por culpa de la ventana, ni siquiera osó acercarse a ella. Cuando otra vez quedó sola, Bathilda se sintió desconsolada.
¿Qué hacer? Esperar, pero ¿hasta cuándo? ¿Y si Raoul volvía a ausentarse?; y esta vez, quizás para siempre… Bathilda se sentía morir.
Nanette había ido a la compra al barrio de Saint-Antoine; su ausencia duraría por lo menos dos horas. ¿Qué hacer durante aquellas mortales horas? Hubiera sido tan agradable pasarlas en la ventana… Hacía un sol hermoso, a juzgar por los rayos que se filtraban a través de la cortina. Bathilda volvió a sacar la carta del corpiño donde la escondía; ya la sabía de memoria, pero daba igual; la volvió a leer. ¡Si al menos recibiese una segunda carta!
Era una buena idea; tomo a Mirza en brazos, la besó en el hocico, y abrió la puerta que daba al descansillo…
Un joven estaba parado delante de la puerta, con el brazo levantado hacia la campanilla.
Bathilda lanzó un grito de alegría, y el joven una exclamación de amor.
Una vez cerrada la puerta, Raoul dio unos pasos y se dejó caer a los pies de Bathilda.
Los dos jóvenes cambiaron una indescriptible mirada de amor; luego, al unísono, pronunciaron sus nombres, sus manos se enlazaron y todo quedó olvidado. Este suele ser el final de los disgustos, si los que se aman son jóvenes.
Así permanecieron durante algunos minutos. Por fin Bathilda sintió que las lágrimas humedecían sus ojos, y dijo con un suspiro:
—¡Dios mío! ¡Dios mío…!, ¡cuánto he sufrido!
—¿Y yo?, pobre de mí, que parecía culpable y soy del todo inocente.
—¿Inocente? ¿Del todo?
—Sí, inocente —replicó el caballero.
Entonces contó a Bathilda todo lo que de su vida tenía derecho a contar… Al final de la larga historia la muchacha supo que Raoul tenía orden de ir a Sceaux para dar cuenta del resultado de su misión a Su Alteza Serenísima la duquesa del Maine. El lector puede imaginar las lamentaciones, las palabras de amor y las protestas de fidelidad que siguieron.
Luego le tocó el turno a Bathilda; también ella tenía muchas cosas que contar, pero en ella no había ni reticencia ni misterios: no era la historia de una época de su existencia, sino la de toda su vida.
Harmental, de rodillas, bebía hasta la más insignificante palabra y no se cansaba de escuchar a su amada, plenamente dichoso de sentirse correspondido por Bathilda, y orgulloso de que ella fuese digna de su amor.
Pasaron las dos horas como si fueran dos segundos. Buvat fue el primero que llegó a casa.
La reacción inicial de Bathilda fue de temor; pero Raoul la tranquilizó con una sonrisa: su visita tenía un pretexto. Los dos enamorados cambiaron un último apretón de manos y Bathilda franqueó la puerta a su tutor, que, como de costumbre, lo primero que hizo fue besarla en la frente.
Buvat quedó estupefacto cuando vio que otro hombre, que no era él, había osado entrar en el apartamento de su pupila. Fijó su mirada en el intruso, creyendo reconocerle.
—¿Es al señor Buvat al que tengo el honor de hablar?
—El mismo, señor —respondió el buen hombre con una inclinación.
—¿Conocéis al abate Brigaud?
—Lo conozco —asintió Buvat—; un hombre que vale mucho, vale mucho…
—Tengo entendido que en cierta ocasión le pedisteis que os proporcionara trabajo de copia…
—Sí, señor, soy copista —dijo con una nueva inclinación.
—Pues bien, el querido abate, que es mi tutor, ha sabido de un excelente encargo para vos.
—Gracias, os lo agradezco. ¿Queréis sentaros, caballero?
—Sí, señor, con mucho gusto.
—¿Y cuál es ese trabajo?, por favor…
—El príncipe de Listhnay os lo dará. Vive en la calle de Bac, en el número 110. Creo que es español, mantiene correspondencia con la Gaceta de Madrid y envía crónicas con noticias de París.
—Pero ¡esto es un hallazgo!, señor…
—Un verdadero hallazgo, vos lo habéis dicho, que os dará bastante trabajo, ya que toda la correspondencia es en español.
—¡Diablo!, ¡diablo! —murmuró Buvat.
—Pero creo que aun sin conocer la lengua, muy bien podéis hacer las copias.
—Señor, no sé qué deciros. ¿Puedo preguntar, si no es indiscreción, a qué hora podré visitar a Su Alteza?
—Pues ahora mismo, si queréis. ¿Os acordáis de las señas?
—Sí, calle de Bac número 110. Muy bien, allí me dirigiré.
—Pues entonces, hasta la vista. Y vos, señorita, recibid mi agradecimiento por la bondad con que me habéis hecho compañía en tanto esperaba al señor Buvat.
—Este joven es muy amable —comentó Buvat cuando Harmental hubo salido.
—Sí, muy amable —respondió Bathilda maquinalmente.
—Sólo hay una cosa que me extraña: me parece haberle visto en alguna parte. Y su voz tampoco me es desconocida.
En aquel momento entró Nanette, anunciando que la comida estaba servida. Buvat, que tenía prisa por marchar a casa del príncipe de Listhnay, salió rápidamente hacia el comedorcito.
—¿Vino el apuesto joven? —preguntó la criada.
—Sí, Nanette; y me siento muy dichosa.
Bathilda pasó a su vez al comedor.
Harmental no se sentía menos feliz que la joven. Estaba seguro de ser amado; se lo había dicho Bathilda. Y esta pertenecía a la nobleza. No había, pues, razón alguna que se opusiera a aquel amor.
Cuando terminó la comida, después de rezar en acción de gracias, la muchacha fue, contenta y confiada, a abrir la dichosa ventana, tanto tiempo cerrada. Harmental ya estaba en la suya. A los pocos instantes los dos amantes se habían puesto de acuerdo: la buena Nanette sería la intermediaria.
Los dos jóvenes no se apercibieron del regreso de Buvat hasta que lo tuvieron en el mismísimo portal de la calle.
—¿Qué tal te ha ido, padrecito? —preguntó Bathilda.
—Muy bien; he visto a Su Alteza.
—¡Padrecito!, no debéis darle este tratamiento; el príncipe de Listhnay es solamente de tercera clase, y no tiene derecho a él…
—Por mí, como si fuera de primera, y no pienso quitarle el «Alteza». ¡Un príncipe de tercera clase! ¡Qué dices! Si mide casi seis pies, está lleno de majestuosidad, ¡y maneja los luises con pala! Me paga las copias a quince libras la página y ¡me ha dado veinticinco luises por adelantado!… ¡Vaya con el príncipe de tercera clase!
—Entonces, padrecito, ¿estáis contento?
—Muy satisfecho. Pero tengo que decirte una cosa.
—¿Qué cosa?
—Que al atravesar la calle de Bons-Enfants, para tomar el Pont Neuf, he tenido una especie de revelación. Me parece que el joven que vino antes era el mismo que el de la famosa noche que todavía tiemblo al recordar.
—¡Pero eso no tiene sentido!
—No; ya sé que no tiene ni pizca de sentido. Hija, me vas a perdonar: hoy no puedo hacerte la tertulia; he prometido al príncipe que empezaría esta misma noche a copiar. Buenas noches, querida niña.
—Buenas noches, padrecito.
Los enamorados pudieron continuar su interrumpida conversación. Dios sabe a qué hora cerraron sus ventanas.