O primero que sintió Harmental al llegar a su habitación fue una sensación de bienestar indefinible. Se hubiera dicho que había abandonado la alcoba el día antes, ya que, gracias a los maternales cuidados de la buena señora Denis, todo se encontraba en su sitio. Corrió a la ventana, la abrió de par en par, y envió una intensa mirada de amor a través de los cerrados cristales de su vecina; sin duda Bathilda dormía.
Harmental permaneció asomado durante casi media hora, respirando a pleno pulmón el aire de la noche; después cerró la ventana, se acercó al piano y deslizó los dedos por encima de las teclas; luego cogió la carpeta donde guardaba el comenzado retrato de Bathilda. Al fin se acostó, y mientras conciliaba el sueño creía oír de nuevo la cantata que interpretaba la señorita Bury.
Por la mañana Harmental abandonó la cama de un brinco y corrió de nuevo a los cristales. Lucía un sol espléndido, pero la ventana de Bathilda seguía herméticamente cerrada.
El caballero se arregló, y una y otra vez se asomó a la calle con la esperanza de ver a la joven. Apoyado en el alféizar esperó más de una hora, pero en vano. Se diría que en el cuarto de la joven no hubiee nadie. Harmental tosió, cerró y abrió los postigos, pero todo fue inútil.
Poco a poco, a la extrañeza siguió la inquietud; ¿cuál podía ser el motivo que impulsara a la muchacha a abandonar el centro de su vida dulce y sosegada? ¿A quién preguntar? ¿Cómo informarse de lo ocurrido?
Madame Denis, que no había vuelto a ver a su huésped desde el día de la famosa comida, no había olvidado los cuidados que aquel le prodigara cuando se desmayó; eso hizo que le recibiera como al hijo pródigo.
La buena comadre informó a Raoul de que el día anterior había visto a Bathilda en su ventana, y Boniface se había encontrado con Buvat al volver del trabajo.
Era todo lo que Harmental quería saber; agradeció de nuevo a madame Denis sus bondades y se despidió.
En el descansillo Harmental encontró al abate Brigaud, que llegaba para hacerle a madame Denis su cotidiana visita. Harmental, que no pensaba salir de casa, le indicó que le esperaba en su habitación.
Se sentó ante el clavicordio y después de una brillante improvisación, cantó, acompañándose a su modo, la balada de La noche que había escuchado la víspera.
Cuando acabó los últimos compases oyó tras de él unos aplausos; se volvió y vio al abate Brigaud.
—¡Diablos!, abate, no sabía que erais tan gran melómano.
—Ni vos tan buen músico. ¡Cáspita! Una canción que sólo habéis oído una vez.
—La melodía me gustó y la retuve en la memoria.
—Y, además, fue tan admirablemente cantada, ¿no es así?
—En efecto; la señorita Bury tiene una voz preciosa.
—¿La voz fue lo que os gustó?
—Así es —convino Harmental.
—Entonces, no hace falta que vayáis a la ópera si queréis volverla a oír; vuestra ventana es un magnífico palco de proscenio.
—¡Cómo!, ¿la diosa de la noche?…
—Es vuestra vecina.
—¡Bathilda! —exclamó Harmental—. Por algo yo… ¡No me había equivocado!, ¡la reconocí! Pero ¿cómo es que la pobre Bathilda…?
—Mi querido pupilo; ya que sois tan curioso, os voy a contar todo. El abate Chaulieu conoce a vuestra vecina; necesita de alguien que le copie sus poesías y emplea al bueno de Buvat, por este ha conocido a la señorita Bathilda. Es una joven de mucho mérito; no solamente canta como un ruiseñor, sino que también dibuja como un ángel. El abate Chaulieu habló de ella con tanto entusiasmo a la señorita Delaunay, que esta decidió encargarle los disfraces de la fiesta a la que asistimos ayer noche.
—Pero esto no explica que fuera Bathilda y no la señorita Bury la que cantó en Sceaux.
—Mademoiselle Delaunay la tuvo retenida tres días en el palacio, dando los últimos toques a los trajes. Anteayer, el director de la ópera hizo llamar a vuestro murciélago para comunicarle algo de importancia. Durante la ausencia de la Delaunay, Bathilda se sentó ante el clavicordio, comenzó por unos acordes, siguió con unas escalas, y sintiéndose inspirada, empezó a cantar no sé qué trozo de ópera. En aquel momento la señorita Delaunay entreabrió suavemente la puerta, escuchó el aria hasta el final, y luego se abrazó al cuello de la cantora y le pidió con lágrimas en los ojos que la sacase de un grave apuro. Mademoiselle Bury se había comprometido a interpretar al día siguiente la cantata de La noche, pero se encontraba gravemente indispuesta; no se podía contar con ella. Ya no habría balada de La noche, ni fiesta, ni nada, si Bathilda se negaba a salvar la situación. Madame del Maine llegó desesperada por lo que acababa de saber relativo a la enfermedad de la Bury. Como vos no ignoráis, caballero, cuando la duquesa se empeña en algo no hay forma de negarse. La pequeña Bathilda tuvo que rendirse; pero con la condición de que nadie había de saber que la que cantaba no era la señorita Bury.
—Entonces —preguntó Harmental—, ¿cómo es que vos lo sabéis?
—¡Ah!, por una circunstancia fortuita. Todo fue de maravilla hasta al final de la canción; pero en el momento en que la galera que nos conducía desde el pabellón de la Aurora llegaba a tierra firme, la pobre diosa de la noche dio un grito y se desmayó en brazos de sus vasallas las horas. Le quitaron el velo para echarle un poco de agua en el rostro; en ese momento pasaba yo y quedé sorprendido al ver a vuestra vecina en el puesto de mademoiselle Bury.
—¿Y la indisposición?… —preguntó Harmental lleno de inquietud.
—No fue nada; un mareo momentáneo, una emoción pasajera. En cuanto Bathilda se recuperó, se negó a permanecer ni un minuto más en el palacio de Sceaux. Pusieron un coche a su disposición. Debió de llegar a su casa una hora antes de que nosotros partiéramos.
—¿Una hora antes? Gracias, abate, es todo cuanto quería saber.
—Pues ya que es así, puedo irme.
—¿Cuándo volveré a veros?
—Probablemente mañana —respondió el abate.
Después de lo cual, Brigaud se retiró, con su inconfundible sonrisa en los labios, en tanto que Harmental volvía a abrir la ventana.
A las cuatro y algunos minutos Harmental vio a Buvat que torcía por la esquina de la calle de Temps-Perdu, del lado de la de Montmartre. No había duda: si Buvat volvía tan pronto era porque estaba inquieto por Bathilda. ¡Ella estaba enferma!
Por fin se notaban signos de vida en la casa de enfrente. Alguien levantó la cortina y apareció la ancha faz de Buvat con las narices pegadas al cristal; pero a los pocos instantes se volvió con viveza, como si alguien le hubiera llamado, y dejó caer nuevamente el visillo de muselina.
Harmental comió con cierto remordimiento: ¡cómo era posible que estando tan preocupado, sintiera tanto apetito!
Por mucho que insistiese Buvat, por mucho que ponderase lo agradable de la temperatura, todo fue inútil; su pupila no quiso abandonar su encierro. No así Mirza, que saltando por la ventana sin que nadie la invitase, se puso a corretear alegremente por la terraza, se metió en la gruta, volvió a salir, bostezó, sacudió las orejas, y reanudó sus cabriolas.
El caballero no desaprovechó la ocasión: llamó a la perra con el tono más cariñoso y más seductor que supo. Mirza, al oír la voz amiga, pegó un respingo. Al reconocer al hombre del terrón de azúcar, gruñó de alegría, y después, veloz como un rayo, se lanzó de un salto por la ventana de Buvat. A los pocos momentos Raoul sintió el suave rascar de sus patas en la puerta.
Ya dentro de la habitación, el simpático animalito soltó una serie de ladridos, muestra inequívoca de la alegría que le producía el inesperado retorno del vecino.
La visión de la perra hizo que Harmental se sintiera tan contento como si fuera la propia Bathilda la que lo visitaba. Puso el azucarero al alcance de Mirza, se sentó ante el bufete, y a vuela pluma, dejando hablar al corazón, escribió la siguiente nota:
Querida Bathilda, me creéis culpable, ¿verdad? Es porque no conocéis las circunstancias extrañas en que me encuentro, y que me disculpan. Si pudiera tener la dicha de veros un instante, un solo instante, os podría explicar por qué hay en mí dos personalidades distintas: el joven estudiante de la buhardilla, y el gentilhombre de la fiesta de Sceaux. Abrid la ventana para que pueda veros, o vuestra puerta para que pueda hablaros; permitidme que vaya a pediros perdón de rodillas.
Adiós, o mejor, hasta pronto, querida Bathilda; doy a vuestra simpática enviada todos los besos que querría depositar en vuestros preciosos pies.
Raoul.
Este mensaje pareció suficiente al caballero; ciertamente, dado lo que se usaba en la época, resultaba muy apasionado. Lo dobló y, sin quitar ni añadir nada, lo ató, igual que hiciera con el primero, al collar de Mirza. Después, abrió la puerta de la habitación e indicó con un gesto a Mirza lo que de ella esperaba. La perra no se lo hizo repetir dos veces; se lanzó por la escalera como si tuviese alas, atravesó la calle como un rayo y desapareció en la entrada de la casa de su ama.
Harmental esperó en vano toda la tarde y parte de la noche; a las once, la débil luz que se filtraba a través de las cortinas cerradas se apagó definitivamente.
El día siguiente amaneció sin que se dulcificase el riguroso trato a que el caballero se veía sometido. Toda la mañana la pasó Raoul dando vueltas en su cabeza a miles de proyectos a cual más absurdo. Era una osadía demasiado grande el presentarse en casa de Bathilda sin haber sido autorizado y sin contar con un pretexto válido; mejor era esperar, y Harmental esperó.
A las dos entró Brigaud y encontró a su amigo de un humor insoportable.
—Querido pupilo: leo en vuestra cara que os ha ocurrido algo muy triste.
—Simplemente me aburro y estoy dispuesto a mandar al diablo vuestra conspiración.
—¡Vamos, vamos!… ¿Os aburrís? ¿Y el clavecín? ¿Y las pinturas?
—¡Y qué demonios queréis que pinte! ¿Y a quién queréis que dé serenatas?
—Tenéis a las dos señoritas Denis. ¡Y a propósito!, ¿qué es de vuestra vecina?
—¡Bah!, mi vecina…
—Podíais hacer música juntos, ella que canta tan bien; eso os distraería.
—Primero tendría que conocerla. ¡Ya veis!, ni siquiera abre la ventana…
—Bueno; a mí me han dicho que es una joven encantadora. El buscar un pretexto es cosa vuestra.
—Estoy intentándolo desde ayer.
—A ver si yo os puedo ayudar. ¿No os acordáis de lo que dijo el conde de Laval sobre el registro que la policía efectuó en su casa de Val-de-Gráce, y de que tuvo que esconder la prensa y despedir a los obreros?
—Desde luego.
—Y, ¿qué solución se decidió tomar? —Sí; se recurriría a un copista.
—Pues bien; el copista en el que yo he pensado es precisamente el tutor de Bathilda. Os doy plenos poderes; id a la casa, ofrecedle ganar oro en cantidad, y las puertas se abrirán de par en par. Mejor excusa para conocer personalmente a la muchacha no podríais soñarla. Ya podréis cantar juntos cuanto queráis.
—¡Mi querido Brigaud! —exclamó Harmental saltando al cuello del abate—, ¡me salváis la vida, palabra de honor!
—¡Bueno, bueno…! ¿Es que ni siquiera me preguntáis a dónde tiene que ir el buen hombre a buscar el trabajo de copia?
—¿A casa de quién?
—A casa del príncipe de Listhnay, calle de Bac 110. Este nombre, naturalmente, me lo he inventado; se trata de Avranches, el ayuda de cámara de madame del Maine.
—Muy bien. Hasta la vista, abate.
Harmental se dirigió inmediatamente hacia el portal de la casa de Bathilda.