OR fin! —exclamó la duquesa—. Señor duque, veo que no habéis cambiado; a lo que parece, vuestros amigos pueden contar con vos igual o menos aún que vuestras amantes.
—Al contrario, señora —respondió Richelieu a la duquesa, besándole la mano—; y el que me encuentre aquí demuestra a Vuestra Alteza que sé arreglármelas para cumplir con todos mis compromisos.
—¡Confesáis que el venir a verme ha sido para vos un sacrificio! —exclamó la duquesa, soltando una provocadora sonrisa.
—Mil veces mayor de lo que podáis suponer. ¿Adivináis a quién acabo de abandonar?
—¿A la señorita de Valois, quizás?
—A esta la reservo para hacerla mi esposa cuando hayamos vencido y yo sea un príncipe español. No, señora; por Vuestra Alteza he dejado a las dos burguesitas más encantadoras que se pueda imaginar.
—¡Dos burguesas!… ¡Duque! —protestó madame del Maine.
—¡No las despreciéis! Dos mujeres encantadoras: madame Michelin y madame Renaud. ¿No las conocéis? La primera es una rubia deliciosa, y la otra una morena adorable, ojos azules, cejas negras…
—Perdón, señor duque, ¿puedo permitirme el recordaros que estamos reunidos para tratar formalmente de un asunto muy serio?
—¡Ah!, es verdad; estamos conspirando…
—¿Lo habíais olvidado?
—¡Naturalmente!, todas las veces que puedo. Pero veamos, señora: ¿cómo anda la conspiración?
—Tomad; si leéis estas cartas, sabréis tanto como nosotros.
—Perdonad, Alteza, que no lo haga; no leo ni siquiera las cartas que me dirigen a mí.
—¡Bien!, duque —intervino Malezieux—, estas son las cartas de compromiso en las que los señores bretones se muestran dispuestos a sostener los derechos de Su Alteza. Y este documento es un manifiesto de protesta.
—¡Oh! ¡Dadme ese papel! ¡Yo también protesto!
—Pero ¿sabéis contra qué?
—No me importa, yo protesto de todo —y tomando el papel, estampó su nombre debajo de la última firma.
—Dejadle hacer, señora —intervino Cellamare—; el nombre de Richelieu es una buena recomendación.
—¿Y esta carta? —preguntó el duque señalando la de Felipe V.
—Esta carta —indicó Malezieux— es de puño y letra de Su Majestad Católica.
—¡Buena cosa! —aplaudió Richelieu—. ¿Y Vuestra Alteza piensa que se puede confiar en los Estados Generales? Yo, por mi parte, respondo de mi regimiento de Bayona.
—Lo sé —indicó Cellamare—, pero he oído decir que van a cambiarlo de guarnición.
—¿Es eso cierto?
—Por desgracia así es.
—Dadme papel y tinta: ahora mismo voy a escribir al duque de Berwick.
Señor duque de Berwick, par y mariscal de Francia:
Puesto que mi regimiento está dispuesto para emprender la marcha en cualquier momento, etcétera, etcétera…
Duque de Richelieu.
La duquesa tomó la carta, la leyó y la pasó a su vecino, este al siguiente, de modo que dio la vuelta a toda la mesa.
—Y ahora, veamos, bella princesa —prosiguió Richelieu—. ¿Cuáles son vuestros proyectos?
—Obtener del rey, por medio de estas dos cartas, la convocatoria de los Estados Generales.
—Pero ¿creéis que conseguiremos la orden del rey?
—El rey firmará la orden; prometeré a Villeroy la Grandeza y el Toisón. Aunque la ayuda de madame de Villeroy sería más eficaz que la del propio mariscal.
—¡Hombre!, eso me hace recordar que… —murmuró Richelieu—. No os preocupéis; de eso me encargo yo. Conseguiré de ella todo lo que queramos, y como su marido no hace más que lo que ella quiere, en cuanto regrese el mariscal tendremos la convocatoria de los Estados Generales.
—¿Cuándo vuelve el mariscal?
—Dentro de ocho días.
—Señores —dijo la duquesa—, ya habéis oído. Entre tanto cada uno debe proseguir la misión que se le haya asignado.
—¿Y qué día tendremos una nueva reunión? —preguntó Cellamare.
—Esto dependerá de las circunstancias —respondió la duquesa. Después, volviéndose hacia Richelieu—: ¿Podremos disponer de vos para lo que resta de la noche, duque?
—Pido perdón a Vuestra Alteza, pero es imposible; me esperan en la calle de Bons-Enfants.
—¡Cómo! ¿Habéis vuelto con la señora de Sabran?
—Nunca habíamos roto, señora. Yo no hago jamás las cosas a medias.
—¡Bien! Que Dios nos ayude a todos, y procuraremos tomar ejemplo de vos, señor duque. Creo que es hora de volver al jardín, si no queremos que extrañe nuestra ausencia.
—Con el permiso de Vuestra Alteza —dijo Laval—, es necesario que os retenga un momento más para daros cuenta de un problema que debo resolver.
—Hablad, conde, ¿de qué se trata?
—De los manifiestos, las memorias y las protestas. Habíamos convenido que los haríamos imprimir utilizando operarios que no supiesen leer.
—¿Y bien?
—Compré una prensa, y la instalé en la bodega de una casa mía situada detrás del Val-de-Gráce. Ayer la policía hizo un registro. Felizmente, los alguaciles de Voyer de Argenson no vieron nada que les inspirase sospechas.
—Traed la prensa a mi casa —indicó Pompadour.
—O a la mía —añadió Valef.
—No, no —opinó Malezieux—; una prensa es algo muy peligroso; mi consejo es que recurramos a un copista, a quien pagaremos bien para que guarde silencio.
—Sí, pero ¿dónde hallar a ese hombre?
—Estoy pensando… —intervino Brigaud—. Creo que tengo lo que necesitamos: un autómata, que ni siquiera leerá lo que escriba.
—Además, para mayor precaución —indicó Cellamare—, podemos redactar los documentos más importantes en español. Conviene que el tipo en cuestión no ponga los pies en la embajada de España. Debemos comunicar con él por medio de un intermediario.
—Ahora sí que ya no nos retiene nada —cerró la reunión la duquesa—. Señor de Harmental, vuestro brazo, por favor.
Los enviados groenlandeses, convertidos en simples invitados de la fiesta, embarcaron en una góndola y salieron del pabellón por debajo de una florida galería adornada con las armas de Francia y de España, que había sustituido al puentecillo aéreo por el que habían entrado.
La diosa de la noche, vestida con un largo hábito de seda negra sembrado de estrellas de oro, les esperaba al otro lado del lago, acompañada de las doce horas en que se divide su imperio. El grupo comenzó a entonar una cantata apropiada al momento. A las primeras notas que moduló la solista, Harmental se sobresaltó, pues la voz de la cantante tenía tal parecido con otra que él muy bien conocía, que el caballero dio un respingo, movido por un impulso involuntario. Desgraciadamente no podía ver la cara de la diosa, ya que estaba totalmente velada.
—¡Perdón!, señora… —se disculpó Harmental ante la duquesa, que le miraba extrañada—. Debo confesar que esa voz me trae recuerdos muy queridos…
—Esto prueba que sois un buen aficionado a la ópera, mi querido caballero, y que apreciáis como se merecen los talentos de mademoiselle Bury.
Harmental ofreció de nuevo su brazo a la duquesa, y ambos se dirigieron hacia el palacio.
En aquel instante se escuchó una débil exclamación. Harmental se volvió maquinalmente.
—No es nada —comentó Richelieu—, ha sido la pequeña Bury, que suele sufrir ligeros vahídos; no os preocupéis; en las mujeres esos accesos no son peligrosos…
Dos horas después, el caballero de Harmental se encontraba de vuelta en París, a donde regresó acompañado de Brigaud, y entraba en la buhardilla que había abandonado hacía seis semanas.