Capítulo XV

LOS hermosos jardines que había diseñado Le Nótre para Colbert, y que este había vendido al duque del Maine, en manos de la duquesa se habían convertido en un escenario de cuento de hadas. Especialmente los de Sceaux, con el gran lago, en medio del cual se alzaba el pabellón de la Aurora. Todo el mundo quedó maravillado cuando, desde la escalinata, comprobó que las largas avenidas, los hermosos árboles, los setos, aparecían envueltos en guirnaldas de luz que transformaban la noche en un día espléndido. Al mismo tiempo, llegaba la melodía de una música deliciosa, en tanto comenzaba a rebullir en el paseo central algo tan extraño y tan inesperado, que la risa se hizo general entre la concurrencia. Se trataba de un juego de bolos gigantescos, acompañados de la correspondiente bola, que se ordenaron en la forma que marcan las reglas del juego, y que, después de hacer una profunda reverencia a la duquesa del Maine, comenzaron a cantar una triste elegía en la que los bolos se quejaban de que, menos afortunados que los juegos de anillas, el balón y la pelota, habían sido desterrados de los jardines de Sceaux; los pobres bolos pedían que aquella injusticia, que tan cruelmente había venido a herir al pobre juego, fuese reparada; todos los invitados apoyaron la solicitud a la que finalmente la duquesa accedió.

Acto seguido, los nueve bolos iniciaron un ballet, acompañado de tan singular cabeceo y tan grotescos movimientos, que el éxito de los bolos-bailarines sobrepasó, sin duda, al que habían obtenido los bolos-cantores.

Una vez obtenido lo que deseaban, los bolos se retiraron para ceder el sitio a otros personajes, siete en total, que venían completamente cubiertos por unas gruesas pellizas que disimulaban sus cuerpos y sus rostros; se trataba de una embajada que los habitantes de Groenlandia enviaban al hada Ludovica. Llegado frente a madame del Maine, el jefe de los groenlandeses hizo una reverencia, y comenzó su discurso.

—Señora, los pueblos de Groenlandia han deliberado en una asamblea general de la nación, y me han elegido a mí para que ofrezca a Vuestra Alteza Serenísima la soberanía de todos sus Estados.

La alusión era tan clara, que hubo un murmullo de aprobación entre los reunidos, en tanto que los labios de la encantadora Ludovica se desplegaban en una agradable sonrisa.

—La fama sólo se acerca a nuestro país remoto para anunciar las maravillas realmente excepcionales; pero esta vez ha querido llegar a nuestros desiertos helados, porque pensó que estaba obligada a darnos a conocer los encantos, las virtudes, y los sentimientos de una Alteza Serenísima que aborrece al ardiente sol.

Esta nueva alusión fue acogida con mayor entusiasmo si cabe que la primera. En efecto, el sol era la divisa del regente; no es de extrañar que madame del Maine tuviera predilección por la noche.

—Pero —dijo madame del Maine—, parece que ese reino que me ofrecéis está muy lejos y, os lo confieso, yo temo a los viajes largos.

—Habíamos previsto vuestra observación, señora. Ved ahora: gracias a los encantamientos de un poderoso mago, ¡genios del polo, traed a este jardín el palacio de vuestra soberana!…

Se escuchó una música fantástica y el gran estanque, hasta entonces oscuro como un negro espejo, reflejó una luz tan hábilmente dispuesta, que se hubiese podido creer que era la propia luna la que lo alumbraba. Al destello de aquella iluminación, apareció una isla de hielo, y al pie de un pico nevado, el palacio de la reina de Groenlandia, al que se llegaba por un puente tan ligero que parecía hecho de una nube. Entre las aclamaciones generales, el embajador tomó una corona de manos de uno de sus acompañantes y la colocó en la frente de la duquesa. La reina subió a su trineo y por encima del levísimo puente, acompañada por los siete embajadores, se dirigió hacia el palacio, en el que penetró por una puerta que simulaba la de una caverna. Cuando llegaron, se hundió el puente, y estalló en derredor del pabellón de la Aurora un castillo de fuegos artificiales, que era la demostración tangible de la alegría que los groenlandeses sentían a la vista de su nueva reina.

A su llegada al Palacio de Hielo madame del Maine fue introducida por un lacayo en la habitación más retirada de la mansión, y los siete embajadores, después de haberse quitado sus gorros y sus pellizas, resultaron ser el príncipe de Cellamare, el cardenal de Polignac, el conde de Laval, el marqués de Pompadour, el barón de Valef, y los caballeros de Harmental y de Malezieux. El lacayo no era otro que nuestro amigo Brigaud.

Como se ve, la fiesta se despojaba de las máscaras y de los disfraces para adquirir su auténtico aspecto de conspiración.

—Señores —dijo la duquesa, con su acostumbrada vivacidad—, no tenemos ni un momento que perder; que cada uno cuente lo que ha conseguido, de modo que podamos hacer un resumen general de la situación.

—Perdonad, señora —hizo observar el príncipe—, me habíais hablado de un hombre al que no veo aquí y al que hubiera estado deseando vivamente encontrar en nuestras filas.

—Os referís al duque de Richelieu, ¿no es cierto? —le preguntó la duquesa.

—En efecto; el regimiento que manda está en Bayona y podría sernos muy útil. ¿Queréis, os lo suplico, dar la orden de que si llega se le introduzca inmediatamente?

—Abate, ya habéis oído; avisad a Avranches.

Brigaud salió para cumplir el mandato.

—Bien —dijo la duquesa—, sentémonos y vamos a comenzar. Veamos, Laval, empezad vos.

—Yo, señora, en el cantón de los Grisones he reclutado un regimiento de suizos. Entrará en Francia cuando se le ordene.

—¡Bien, querido conde! Y puesto que un Montmorency no puede aceptar un grado inferior al de coronel, tomaréis el mando de ese regimiento, en tanto encontramos algo mejor que ofreceros. Y cuando vayáis a España llevad el Toisón de Oro en vez de la encomienda del Espíritu Santo; en aquel país es más seguro. Y vos, Pompadour —prosiguió la duquesa—, ¿qué es lo que habéis hecho?

—De acuerdo con las instrucciones de Vuestra Alteza fui a Normandía, y de allí os traigo treinta y ocho adhesiones de las mejores.

Sacó un papel del bolsillo y lo entregó a la princesa.

Esta asió el papel con tal rapidez que pareció que se lo arrebataba al marqués. Después de haberlo leído comentó:

—Muy bien: lo firman gentes de todos los rangos y familias; así nadie podrá decir que sólo nos apoya un grupo exclusivo.

—¿Y vos, caballero? —prosiguió madame del Maine volviéndose hacia Harmental.

—Yo, señora, según lo que dispuso Vuestra Alteza, marché a Bretaña. En Nantes abrí el sobre que contenía las instrucciones. He conseguido que se nos unan los señores de Mont-Louis, de Bonamour, de Pont-Callet y de Rohan-Soldue. Bastará que España envíe algunos barcos a la costa para que toda Bretaña se levante.

—¿Lo veis?, ¿lo veis, príncipe? —exclamó la duquesa dirigiéndose a Cellamare.

—Está bien: pero esos cuatro hombres, por muy influyentes que sean, no son los únicos que necesitamos; hay otras gentes importantes que debemos atraer.

—También estos se han adherido, príncipe —hizo observar Harmental—. Tomad, aquí están las cartas en las que se comprometen…

Y sacando de sus bolsillos varios paquetes de pliegos abrió dos o tres al azar, que llevaban las firmas: «Marqués de Décourt», «La Rochefoucault-Gondral», «Conde de Erée»…

—Bien, príncipe —interpeló madame del Maine al embajador—, ¿os dais por vencido al fin? Ved, otras cartas: Lavanguyen, Bois-Davy, Fumée… ¿Y vos, Valef? Os he dejado para el último porque vuestra misión era la más importante.

—¿Qué diría Vuestra Alteza Serenísima de una carta escrita por el rey Felipe en persona?

—Diría que era más de lo que podía imaginar.

—Príncipe —dijo Valef pasando la carta a Cellamare—, vos conocéis la letra de Su Majestad… Comprobad si este escrito es auténtico.

—Por completo —asintió Cellamare haciendo con la cabeza un gesto afirmativo.

—¿A quién va dirigida? —preguntó madame del Maine.

—Al rey Luis XV, señora.

—Muy bien; se la daremos a Villeroy, que se encargará de ponerla a la vista de Su Majestad. Veamos lo que dice:

«El Escorial, 16 de marzo de 1718.

»Desde que la Providencia dispuso que yo ocupase el trono de España, no he olvidado un solo instante las obligaciones que todo bien nacido tiene contraídas con su país de origen…».

—Esto, señores, va dirigido a los fieles súbditos de la monarquía francesa —dijo la duquesa interrumpiendo la lectura y saludando graciosamente a los que la rodeaban. Después prosiguió, impaciente por conocer el resto:

«No creo necesario subrayar las funestas consecuencias que ha de tener la última alianza que os han hecho concertar… También es inútil que vuelva a repetiros que todas las fuerzas de España estarán siempre al servicio de la grandeza de Francia, dispuestas a humillar a sus enemigos, y a demostrar a Vuestra Majestad el aprecio sincero e inexpresable que siento hacia ella».

—¡Bien, señores!, ¿qué decís a esto?

—Su Majestad Católica hubiera podido unir a esta carta otra dirigida a los Estados Generales —observó el cardenal.

—Esta la traigo yo —dijo Cellamare sacando a su vez un papel del bolsillo.

—Entonces, ¡no nos falta nada! —afirmó madame del Maine.

—Nos falta Bayona, la puerta de Francia —insistió Cellamare moviendo la cabeza.

En ese momento penetró Avranches en la sala y anunció al duque de Richelieu.