Capítulo XII

EN la mañana que siguió al día, mejor dicho, a la noche en la que ocurrieron los acontecimientos que acabamos de relatar, el duque de Orléans, que había conseguido llegar al Palacio Real sin mayores accidentes, se presentó en su despacho a la hora acostumbrada, las once, después de haber dormido de un tirón. Para aquel espíritu intrépido todo había sido una simple broma; su fisonomía no mostraba ninguna huella de las pasadas emociones, que después de un buen sueño, el príncipe seguramente ya había olvidado.

El despacho del regente ofrecía la particularidad de ser a la vez el de un político, un sabio y un artista. El centro de la estancia estaba ocupado por una mesa enorme, cubierta por un tapete verde, cargada de papeles y llena de tinteros y de plumas. Alrededor de la mesa principal, en pupitres, caballetes, soportes y escabeles, se veían: la partitura de una ópera a medio acabar, los esbozos de varios cuadros y una retorta casi llena. El regente, con una extraña vitalidad, era capaz de pasar en un instante de los problemas más intrincados de la política a la caprichosas fantasías del dibujo; de los cálculos abstractos de la química, a las inspiraciones tristes o alegres de la música. Para él nunca hubo nada peor que el aburrimiento. Nunca estuvo un momento desocupado; por esto quería tener siempre a mano las cosas que más le divertían.

Nada más entrar en su gabinete, y a pesar de que dentro de dos horas se tenía que reunir el consejo, se precipitó hacia uno de los dibujos inacabados, que representaba una escena idílica entre Dafnis y Cloe, y se puso a trabajar. Un ayudante vino a recordarle que su madre, madame Isabelle-Charlotte, había preguntado por dos veces si podría visitarlo. El regente, que sentía el más afectuoso respeto por la princesa palatina, respondió que si ella podía recibirle inmediatamente, él pasaría a sus habitaciones. Un instante después, la puerta del gabinete volvía a abrirse para dar paso a la princesa.

La madre del regente era, como sabemos, la viuda de Monsieur, el hermano de Luis XIV. Había llegado a Francia después de la extraña e inesperada muerte de Enriqueta de Inglaterra. En cuanto al físico, la alemana no tenía nada a su favor; difícilmente haría olvidar a su esposo la belleza de su primera mujer; si hemos de creerla cuando se describía a sí misma, tenía unos ojos minúsculos, una nariz gruesa y chata, los labios grandes y aplastados, mejillas mofletudas; una cara enorme, cualquier cosa menos hermosa. Luis XIV la había elegido como cuñada, no para aumentar las bellezas de la corte, sino para hacer valer sus pretensiones sobre las tierras de la otra orilla del Rin.

Gracias a esos objetivos políticos, Madame (que ese era el título que le correspondía), a la muerte de su esposo, en vez de ser obligada a retirarse a un convento o al castillo de Montargis, siguió ostentando, por voluntad de Luis XIV, todos los títulos y honores; y esto, pese a que el rey no había olvidado la bofetada que la augusta madre y dio a su hijo, el joven duque de Chartres, en plena Galería de Versalles, cuando este le anunció su boda con la señorita de Blois (hija bastarda del rey). El joven duque, por su parte, que se casaba contra su voluntad, compartía el mal humor de su madre. De modo que cuando Monsieur murió, y el duque de Chartres se convirtió en el nuevo duque de Orléans, fue para su madre uno de los hijos más respetuosos que jamás pudieron existir. Aquel cariño respetuoso fue con el tiempo en aumento; llegado a regente, el duque otorgó a su madre una situación en la corte análoga a la de su propia esposa.

En palacio todos tenían para la princesa las más altas consideraciones. El regente le había confiado el gobierno interior de la casa de sus propias hijas (nietas de la princesa); la duquesa de Orléans, perezosa empedernida, casi se alegraba de aquel arreglo. Aunque según lo que cuenta la princesa palatina en sus memorias, era motivo de continuos disgustos para ella.

En el momento en que el regente vio aparecer a su madre, se levantó, se dirigió hacia ella, le hizo una reverencia, la tomó de la mano y la condujo a un sillón, permaneciendo él de pie.

—Bueno, hijo mío… —dijo la princesa con su fuerte acento alemán, después de haberse acomodado bien en el sillón—, ¿qué me dicen de algo que os ocurrió ayer por la noche?

—¿Ayer por la noche?… —contestó el regente, haciendo un esfuerzo por recordar.

—Sí, al salir de casa de la señora de Sabran.

—¡Oh!, ¿no es más que eso?…

—Vuestro amigo Simiane va diciendo por todas partes que os quisieron matar, y que tuvisteis que escapar por los tejados.

—Simiane está loco, madre. No fue por huir, sino para ganar una apuesta; y ahora va contando tonterías porque le puso furioso haber perdido.

—¡Hijo, hijo!… Nunca os convenceréis de que vuestra vida puede correr peligro… Y sin embargo, bien conocéis de lo que son capaces vuestros enemigos.

—¡Bah, madre!… ¿Os habéis vuelto tan católica que ya no creéis en la predestinación? Yo creo en ella; y además, pienso que eso de tener miedo queda reservado para los tiranos. Ya sabéis lo que dice de mí Saint-Simon: ¡que desde Luis el Bondadoso no ha habido otro príncipe más benévolo! ¿A quién queréis que tema?

—¡Dios mío!, ¡a nada!; quisiera que no tuvierais que temerle a nada. Si todo el mundo os conociera como yo, y supiesen que sois tan bueno que ni siquiera guardáis rencor a vuestros enemigos, entonces no temería. Pero Enrique IV, al que dicen que os parecéis mucho, era también bueno, y no por eso dejó de tropezar con un Ravaillac. No debierais salir nunca sin escolta. Sois vos, y no yo, quien necesita un regimiento de guardias.

—Madre, ¿queréis que os cuente una historia?

—Sí, sin duda.

—¡Pues bien! Sabed que existía en Roma, no recuerdo en qué siglo de la República, un cónsul muy valiente que tenía, como Enrique IV y yo mismo, el vicio de recorrer las calles por la noche. Ocurrió que fue enviado a luchar contra los cartagineses, y que, gracias a una máquina de guerra que había inventado, que llamaban «el cuervo», ganó la primera batalla para los romanos. Cuando se disponía a regresar a Roma, pensaba por anticipado en las fiestas y honores que a su llegada se le dedicarían. En efecto, el pueblo le esperaba fuera de las puertas de la ciudad para llevarlo en triunfo hasta el Capitolio, donde aguardaba el Senado.

«Los senadores le anunciaron que en recompensa por su victoria, se le concedía el honor de ir siempre precedido por un músico, que iría anunciando por todas partes que aquel que le seguía era el famoso Duilio, vencedor de los cartagineses. Duilio, orgulloso ante tal distinción, volvió a su casa con la cabeza bien alta, precedido por el flautista y entre las aclamaciones de la muchedumbre que gritaba: “¡Viva Duilio!, ¡viva el vencedor de los cartagineses!, ¡viva el salvador de Roma!”. Era algo tan embriagador, que el pobre cónsul estuvo a punto de perder la cabeza. Su alegría y satisfacción eran inmensas. Y así llegó la noche.

»Duilio tenía una amante a la que quería mucho, y que le aguardaba impaciente. Se bañó, se perfumó lo mejor que supo, y cuando su reloj de arena marcó la hora romana que correspondía a las once, salió con todo sigilo; pero no se había acordado de su músico. Apenas había dado cuatro pasos, cuando aquel, reconociendo al cónsul, se colocó unas varas por delante de él y comenzó a tocar con todas sus fuerzas; todos los que por allí pasaban se volvían; los que estaban en sus casas salían a la puerta; y los que estaban acostados se levantaban para asomarse alas ventanas: “¡Mirad, el cónsul Duilio!, ¡viva Duilio!, ¡viva el vencedor de los cartagineses!, ¡viva el salvador de Roma!”. Era muy halagador pero muy inoportuno; quiso hacer callar al músico; pero este le repuso que las órdenes que había recibido del Senado eran estrictas: no podía dejar de tocar ni un solo instante.

»Viendo que era inútil discutir, el cónsul intentó librarse de su melómano acompañante echando a correr. Todo inútil; el flautista reguló su paso con el del cónsul y siguió tocando. Duilio iba lanzado como una liebre, los romanos no sabían cuál era el motivo de aquella carrera, pero al descubrir que era el triunfador de la víspera, seguían aglomerándose a su paso y continuaban con sus gritos: “¡Viva Duilio!, ¡viva Duilio!”. Al pobre hombre le quedaba una sola esperanza: que en medio del barullo, pudiera llegar a la casa de su amada y deslizarse por la puerta que ella habría dejado entreabierta. Pero el rumor había llegado hasta la vía Suburrana; y cuando el cónsul llegó al fin delante de la graciosa y hospitalaria casa, comprobó que, como en el resto del barrio, todos los moradores habían despertado. Mientras se alejaba el cónsul, llegaban a sus oídos las voces que daba el marido desde la ventana: “¡Viva Duilio!, ¡viva Duilio!”. El pobre hombre volvió a su casa, desesperado.

»Viendo que en adelante ya no podría guardar el incógnito, el cónsul volvió a Sicilia, donde, rabioso como estaba, dio tal paliza a los cartagineses, que llegó a pensarse si habría acabado con todas las Guerras Púnicas pasadas y futuras. En Roma hubo tal explosión de entusiasmo, que se decidió celebrar el nuevo triunfo con unas fiestas tan solemnes como las del aniversario de la fundación de la ciudad; en cuanto al recibimiento que se haría al vencedor, sería todavía más grandioso que en la anterior ocasión.

»El Senado se reunió a fin de deliberar sobre la nueva recompensa a que se había hecho acreedor Duilio. Este expuso a la augusta asamblea cuáles eran sus nuevos deseos.

»—¡Padres de la Patria! ¿Es vuestra intención darme una recompensa que me sea agradable?

»—Nuestra intención es haceros el hombre más feliz de la tierra —contestó el presidente de la asamblea.

»—Pues bien, senadores: si creéis que lo merezco, en recompensa por esta segunda victoria quitadme a ese tunante de flautista que me habíais otorgado como premió de la primera.

»El Senado encontró muy extraña la petición, pero había dado su palabra. El flautista fue retirado con la mitad del sueldo, en vista del buen certificado que pudo presentar. Duilio, libre al fin de su maldito músico, pudo acercarse otra vez, discretamente y sin escándalo, a la puerta de la casita que una victoria le había cerrado, y que una segunda victoria le volvió a abrir.

—¿Y bien? —preguntó la princesa—, ¿qué tiene que ver esta historia con mi temor a que os asesinen?

—¿Qué tiene que ver? —replicó el príncipe—. Que si por un simple músico le ocurrió todo eso al pobre cónsul, ¡juzgad lo que me ocurriría a mí si llevase todo un regimiento de guardias acompañándome!

—¡Felipe!, ¡Felipe!… —protestó la princesa, riendo y suspirando a la vez—, ¿cuándo os decidiréis a no tratar tan ligeramente los asuntos importantes? ¡Yo no había venido a escuchar vuestras bromas!; quería hablaros de mademoiselle de Chartres.

—¡Ah!, vuestra favorita… Porque madre, no podéis negar que Louise es vuestra favorita.

—¡Pues bien! ¡Adivinad lo que ocurre con ella!

—¿Se quiere enrolar en las Guardias Francesas?

—No; ¡quiere hacerse religiosa!, y ayer por la mañana se marchó al convento.

—Ya lo sé; ella misma me pidió que la acompañara —repuso tranquilamente el príncipe—. ¿Es que ha ocurrido algo?

—Ha ocurrido que ayer devolvió el carruaje, con una carta que traía el cochero, en la que os dice a vos, a su madre y a mí, que habiendo encontrado en el claustro una tranquilidad y una paz que no esperaba poder hallar en el mundo, quiere quedarse en él para siempre.

—¿Y qué dice su madre de esta decisión?

—¿Su madre? Está la mar de contenta, porque le gustan mucho los conventos; pero yo digo que no puede haber felicidad donde no hay vocación.

El regente leyó y releyó la carta varias veces.

—Detrás de todo eso hay algún disgusto amoroso. ¿Habéis descubierto, por casualidad, si Louise está enamorada de alguien?

La princesa contó entonces lo ocurrido en la ópera cuando los labios de Louise habían dejado escapar ciertas exclamaciones que demostraban la admiración que en ella había despertado un apuesto tenor.

—Pues no hay que ir más lejos —comentó el regente—. Hay que curarla cuanto antes de semejante fantasía. Hoy mismo iré a la abadía de Chelles para hablar con ella; si fuese un capricho, dejaremos que se le pase; si va en serio, la cosa cambia mucho.

Y besando con respeto la mano de su madre, la condujo hacia la puerta.

Al atravesar la antecámara, la princesa vio llegar a un hombrecillo que casi desaparecía en unas enormes botas de viaje y cuya cabeza apenas sobresalía del inmenso cuello de un gran levitón forrado de piel. Cuando estuvo cerca de Madame se vio brotar de aquella vestimenta una cabecita de nariz afilada y ojillos burlones, que tenía algo de comadreja y algo de zorro.

—¡Ah!, ¡ah!, ¿sois vos, abate?

—Yo mismo, Alteza, que acabo, ni más ni menos, de salvar a Francia.

Era Dubois, que después de saludar caballerosamente a la princesa, sin esperar la venia para retirarse, según ordena el protocolo, giró sobre sus talones y sin siquiera hacerse anunciar penetró en el despacho del regente.

Dubois no ha sido calumniado; la calumnia no cabe cuando se trata de un ser tan perverso; únicamente le ha dicho de él todo lo malo que merecía, sin mencionar lo bueno, que también se hubiera podido señalar. Sus principios fueron semejantes a los de su rival Alberoni; pero todo hay que decirlo: el hombre de genio era Dubois, y en su larga lucha con España, el hijo del boticario siempre llevó ventaja al hijo del jardinero.

Su última negociación había resultado una auténtica obra de arte; era más que la simple ratificación del tratado de Utrecht, puesto que significaba un convenio todavía más ventajoso para Francia.

En el acuerdo logrado por Dubois, la división territorial entre los cinco o seis estados más importantes de Europa se especificaba sobre unas bases tan equitativas y justas, que después de ciento veinte años de guerras, de revoluciones y de cambios, aquellos estados, salvo el Imperio, se encuentran en una situación más o menos igual[16].

El regente, de carácter poco riguroso, quería mucho al hombre que había sido su preceptor, y al cual, ciertamente, había puesto en el camino de la fortuna.

Dubois, que sentía un auténtico afecto por el regente, le era absolutamente incondicional; con ayuda de su contra-policía (entre cuyos agentes se contaban los más altos personajes, como madame Tencin, y los más bajos, como la Fillon) había conjurado bastantes conspiraciones de las que el propio messire Voyer de Argenson no llegó a tener la menor sospecha.

—Dubois, eres mi mejor amigo. El nuevo tratado de la cuádruple alianza aprovechará a Luis XV más que todas las victorias de su bisabuelo Luis XIV.

—¿Cómo se encuentra Su Majestad? —preguntó Dubois.

—Bien, muy bien —respondió el príncipe poniéndose súbitamente formal.

—¿Monseñor le visita todos los días, como de costumbre?

—Lo vi ayer, y hoy también le he hablado.

—Sin duda el viejo Villeroy estaba allí, ¿verdad? ¡Ya empieza a hartarme su insolencia!

—Dejadle, Dubois, dejadle; todo llegará a su tiempo.

—¿Incluso mi arzobispado?

—A propósito, ¿qué nueva locura es esa?

—¿Locura, monseñor? Nada de eso: ¡lo digo muy en serio!

—Entonces, la carta del Rey de Inglaterra pidiéndome un arzobispado para vos, ¡no era una broma!

—¿Vuestra Alteza no ha reconocido el estilo?

—Pero ¿y vuestra esposa?

—¿La señora Dubois? ¡No la conozco!

—¿Y si se opone a que os hagan arzobispo?

—Lo dudo, no tiene pruebas…

—¿Y el original del acta de matrimonio?

—Aquí están sus restos —confirmó Dubois, sacando de su cartera un pequeño envoltorio que contenía una pizca de cenizas.

—¿Es posible?… ¡miserable!, ¿no temes que te mande a galeras?

—Si pensáis hacerlo, ahora es el momento; oigo en la antecámara la voz del lugarteniente de policía.

—¿Quién lo hizo llamar?

—Yo.

—¿Para qué?

—Para darle un buen rapapolvo.

Messire Voyer de Argenson entró en aquel momento. Era igual de feo que Dubois, pero su opuesto en lo físico: gordo, grandote, pesado, llevaba una inmensa peluca y tenía dos cejas espesísimas. Por lo demás, era ágil, activo, hábil intrigante y cumplía concienzudamente con su obligación cuando no olvidaba sus deberes policíacos por culpa de alguna aventura galante.

—Señor lugarteniente general —dijo Dubois—, monseñor, que no tiene secretos para mí, me decía hace un momento que os ha mandado llamar para que me expliquéis cómo iba vestido cuando salió ayer por la noche, en qué casa estuvo, y lo que ocurrió cuando salió de ella. Como sabéis, acabo de llegar de Londres, y no estoy enterado de nada; que si no, no os haría tantas preguntas.

—Pero ¿es que ocurrió algo de particular ayer noche? Yo no he recibido ningún aviso; en todo caso, habrá sido algo sin importancia.

—¡Oh, Dios mío!, algo sin importancia… ¡Solamente que ayer monseñor salió a las ocho de la noche, fue a cenar con la señora de Sabran, y faltó el canto de una uña para que lo raptaran!

—¡Raptado!, ¡raptado!… ¿y por quién? —exclamó palideciendo el pobre Argenson.

—¡Ah! —repuso Dubois—, eso es lo que ignoramos, y esperábamos que vos nos lo dijerais, señor lugarteniente general. Lo cual podríais hacer, si esa noche os hubierais dedicado a vuestros deberes de policía, en vez de pasarla con las amables pupilas del convento de la Magdalena de Traisnel.

—¡Cómo! ¡Argenson! —exclamó el regente estallando en una carcajada—. Vos, un grave magistrado, ¿dais tales malos ejemplos?

—Monseñor —prosiguió balbuceando Argenson—, espero que Vuestra Alteza no escuche los comentarios malintencionados del abate Dubois. Escuchad, señor abate: si todo lo que me habéis dicho sobre monseñor es cierto, la cosa es grave; encontraremos a los culpables y los castigaremos como se merecen.

—¡Tonterías! —le interrumpió el príncipe—. Sin duda eran unos oficiales que quisieron gastarme una broma.

—No, monseñor; es una hermosa conspiración, que tiene su origen en la embajada española, continúa por el Arsenal y llega hasta el Palacio Real —intervino Dubois.

—Y vos, ¿qué opináis, Argenson?

—Que vuestros enemigos son capaces de todo; pero haremos fracasar el complot.

En aquel momento se abrió la puerta, y el lacayo anunció al señor duque del Maine, que llegaba para el consejo.

—Sed bienvenido, primo. Mirad, aquí tenéis a esos dos granujas, que conocéis, y que en este momento estaban dándome cuenta de una conspiración en contra mía.

El duque del Maine se tornó lívido, y para no caer tuvo que apoyarse en el bastón, en forma de muleta, que nunca abandonaba.

—Espero, señor, que no habréis hecho caso de semejante calumnia…

—¡Oh, Dios!, de ninguna forma —respondió alegremente el regente—. Pero ¿qué queréis?, no tengo más remedio que escuchar a esos dos cabezotas que andan tras de cogeros algún día con las manos en la masa.

El duque del Maine abría la boca para responder alguna excusa banal, cuando el lacayo anunció la llegada de varios altos personajes convocados para estudiar el tratado de la cuádruple alianza que Dubois había traído de Londres.