UVAT se encargó de buscar una mujer que se ocupase del cuidado de la niña, ya que el pobre hombre no tenía la menor idea de cómo había que llevar una casa, aparte de que, teniendo que pasarse seis horas en la Biblioteca, tenía forzosamente que dejar sola a la niña. Por suerte tenía a mano lo que necesitaba: una buena mujer de unos treinta y cinco a treinta y ocho años que había cuidado a la señora Buvat en los últimos tres años de su vida. Buvat convino con Nanette (así se llamaba la mujer) que viviría en casa, se ocuparía de la cocina y cuidaría de la pequeña, todo por un salario de cincuenta libras al año, más la comida.
Aquello cambió totalmente las costumbres de Buvat. No podía quedarse en su buhardilla, que resultaba demasiado pequeña. Así que, desde la mañana siguiente, se puso a buscar un nuevo alojamiento. Encontró uno en la calle de Pagevin, que le convenía, porque no quedaba muy lejos de la Biblioteca Real. Era un apartamento de dos habitaciones, gabinete y cocina. Lo alquiló, pagó la fianza, y fue a la calle Saint-Antoine a comprar algunos muebles que eran precisos. Aquella misma tarde, al volver de su trabajo, hizo la mudanza.
Al día siguiente, que era domingo, enterraron a Claire. Las primeras semanas, la pequeña Bathilda preguntaba a cada instante por su madre; pero poco a poco, habiéndole dicho que mamá se había reunido con su papá, preguntaba por los dos; hasta que un día dejó de hacerlo.
Buvat quiso que la habitación más bonita fuese para Bathilda y se reservó la otra; Nanette dormía en el gabinete. El pobre hombre se daba cuenta de que ni él ni la gobernanta eran los más indicados para dar una buena educación a la niña; todo lo más, podrían conseguir que Bathilda llegase a tener una letra preciosa y aprendiera las cuatro reglas, a coser y a hilar; pero aunque lograsen esto, la niña no sabría ni la mitad de lo que debía saber, pues no podía olvidarse que pese a convertirse en pupila de Buvat, Bathilda seguía siendo la hija de Albert y de Claire, una hija de la pequeña nobleza. Decidió, en consecuencia, darle una educación en consonancia, no con su actual situación, sino con el apellido que llevaba.
El espíritu simplista de Buvat y su honradez acrisolada, le hicieron tener el siguiente razonamiento: la plaza en la Biblioteca se la debía a Albert; de modo que los ingresos que aquella le proporcionaba pertenecían a Bathilda.
En cuanto a la comida, el pago del alquiler, los vestidos, el cuidado de la niña y el salario de Nanette, él debía ganarlos con sus clases de escritura y haciendo trabajos de copia.
Dios bendijo aquella santa resolución: ni las lecciones ni las copias faltaron en lo sucesivo.
A los seis años Bathilda tuvo profesor de baile, de música y de dibujo. Por otra parte, para Buvat era un placer sacrificarse por su pupila: parecía que Dios la había dotado para todas las ciencias. Por lo que respecta a su joven belleza, cumplía todo lo que de niña prometía.
Buvat vivía feliz; al final de cada semana recibía las felicitaciones de los profesores, y el domingo, reventando de orgullo, tomaba la mano de su pequeña Bathilda y la llevaba de paseo. El punto final de sus caminatas era siempre el mismo: los Porcherons, donde se reunían los jugadores de bolos, deporte al que Buvat era muy aficionado, y en el que, habiéndolo dejado de practicar, se había convertido en árbitro inapelable.
En sus paseos llegaban también al pantano de la Grange Bateliére, cuyas aguas sombrías y de color morado atraían a las libélulas de alas de gasa y corpiños de oro, que a los niños tanto les gusta perseguir. La diversión preferida de Bathilda era correr, con la redecilla verde en una mano y los dorados cabellos flotando al viento, tras las mariposas y las libélulas.
De vez en cuando Buvat consentía en llegar hasta Montmartre; cuando en sus excursiones domingueras llegaban hasta la colina, habían de salir más temprano; Nanette llevaba la merienda que se comían en la explanada de la abadía. Cuando regresaban eran las ocho; ya había oscurecido; bien entendido que desde la cruz de Porcherons, Bathilda iba dormida en brazos de Buvat.
Las cosas siguieron así hasta el año de gracia de 1712, época en que el rey, agobiado por sus deudas, no vio otra solución que dejar de pagar a sus empleados. El cajero advirtió de esta medida económica a Buvat, que se le quedó mirando con aspecto pasmado. Su estrecha mente era incapaz de imaginar que al rey pudiera faltarle el dinero. De modo que prosiguió su trabajo canturreando, como si tal cosa.
—¡Caramba! —comentó un supernumerario—. Debéis de estar muy contento, cuando el saber que no os van a pagar no os quita las ganas de cantar.
—¿Qué queréis decir? No os entiendo.
—Digo que si habéis pasado por la oficina del cajero.
—Sí, claro, de ahí vengo.
—¿Y os han pagado?
—No; me han dicho que no había dinero.
—¿Y qué pensáis de eso?
—¡Diablo! Que nos pagarán juntos dos meses.
—Y si no os pagasen el mes que viene, ni el otro, ni el siguiente, ¿qué haríais?
—¿Qué haría? —pensó unos instantes, extrañado de que alguien pudiera poner en duda cuál sería su resolución—. Pues seguiría viniendo a la oficina igual que siempre.
Pasó otro mes, llegó el día de pago, y volvió a anunciarse que la caja seguía vacía.
Aquel día el supernumerario presentó su dimisión, y el jefe cargó a Buvat, además de con su trabajo, con el del que había dimitido. Tampoco al tercer mes pagaron; era una verdadera bancarrota.
Buvat tuvo que dar un pellizco a sus ahorros: dos años justos de su sueldo.
Entretanto, Bathilda crecía; se había convertido en una mocita de catorce años, que comenzaba a darse cuenta de lo irregular de su situación.
Desde hacía seis meses, con la excusa de que prefería quedarse en casa dibujando o tocando el clavicordio, Bathilda había acabado con los paseos a los Porcherons, las carreras por el pantano y las subidas a Montmartre. Buvat no comprendía aquellos súbitos gustos sedentarios de la joven; y puesto que compartía la común opinión del burgués de París, que consideraba que, después de toda una semana de encierro, es preciso tomar el aire, resolvió alquilar una casita con jardín. Pero no contaba con que estas casas eran muy caras para su actual estado financiero; tuvo que renunciar a su primitiva idea. Un día, paseando por la calle de Temps-Perdu, vio un apartamento con terraza, y tuvo la feliz idea de transformar aquella terraza en jardín. Bathilda tendría que vivir en el cuarto piso con Nanette, y él lo haría en el quinto. A Bathilda aquella semiseparación le pareció una ventaja; de modo que animó a su tutor a alquilar el nuevo albergue lo antes posible. Buvat, encantado, anunció a su actual casero el fin del contrato, pagó la fianza al nuevo, y en la siguiente quincena se mudó.
Ahora que Bathilda tenía casi quince años, el hecho de que tutor y pupila vivieran bajo el mismo techo daba lugar a muchos comentarios entre las comadres, que se escandalizaban «de aquella inmoralidad». Cuando se mudaron a la calle de Temps-Perdu, donde nadie los conocía, los comadreos subieron de tono, ya que la diferencia de sus apellidos alejaba la idea de algún cercano parentesco.
Hubo algunos que, menos malévolos, atribuían a Buvat una borrascosa juventud, y creían que Bathilda era el fruto de alguna antigua pasión no bendecida por la Iglesia. Pero una simple ojeada al físico del viejo y de la niña echaba por tierra aquella teoría.
Es justo admitir que la señora Denis fue de las últimas en hacerse eco de aquellas habladurías.
Las previsiones del empleado dimisionario se habían cumplido al pie de la letra: hacía ya diecisiete meses que Buvat no cobraba un céntimo, sin que ello fuese motivo que impulsase al buen hombre a descuidar ninguna de sus obligaciones. Bathilda comenzó a sospechar que algo pasaba; pero con el tacto especial que caracteriza a las mujeres, supo que cualquier pregunta iba a ser inútil. Acosó con preguntas a Nanette, hasta que la criada acabó por revelar la difícil situación por la que pasaba el amo. Comprendió entonces Bathilda todo lo que debía a la desinteresada delicadeza de su tutor, y también comprendió que lo único que podía hacer, si quería remediar algo, era no darse por enterada. En el beso filial que deposito en la frente de Buvat cuando este volvió de la oficina, el buen hombre no pudo adivinar todo el agradecimiento y el respeto que con aquella caricia le quería expresar su pupila.
Al día siguiente, Bathilda comunicó a Buvat, entre risas, que sus profesores ya no tenían nada que enseñarle, porque sabía tanto como ellos, y que seguir pagándoles era tirar el dinero. Lo cual fue confirmado, con excepcional honradez, por sus mismos profesores, en opinión de los cuales la alumna ya podía marchar sin andadores.
Aquello significó una gran alegría para Buvat. Pero el ahorro de unos gastos no era bastante para Bathilda. A esto había que añadir alguna ganancia. Comprendió que sólo el dibujo podía significar un recurso; la música, en todo caso, sería una distracción. Para el dibujo tenía una predisposición extraordinaria; sus composiciones al pastel eran deliciosas. Un día quiso conocer el auténtico valor de sus obras; como quien no le da importancia a la cosa, pidió a Buvat que al ir a la oficina mostrase al marchante a quien compraban los lápices y el papel, dos cabecitas infantiles que había dibujado de memoria. El buen hombre hizo el encargo sin malicia ninguna, y el vendedor, con aire desdeñoso y sacándoles mil defectos, acabó por decir que podría ofrecer por los dos dibujos hasta quince libras. Buvat, ofendido por la falta de respeto con que el comerciante había tratado los talentos de Bathilda, le quitó de la mano los cartones y le dio las gracias muy secamente.
Ante aquella actitud, el vendedor, «en mérito a que eran amigos», llegó a ofrecerle cuarenta libras; pero Buvat, enojado, le respondió secamente que aquellos dibujos no estaban en venta, y que únicamente le había preguntado lo que podían valer por simple curiosidad. De todo ello resultó que el comerciante acabó por ofrecerle cincuenta libras; pero el tutor de Bathilda volvió a colocar los dibujos en la carpeta, salió del comercio y se dirigió a su trabajo. Cuando a la tarde volvió a pasar por delante de la tienda, el marchante, como por casualidad, se encontraba en el portal. Buvat iba a pasar de largo.
—Es una lástima que no os paréis. Yo hubiera llegado hasta las ochenta libras.
Buvat siguió su camino con su personilla henchida de un orgullo que hacía todavía más ridícula su figura, pero sin volverse una sola vez, desapareció en la esquina de la calle de Temps-Perdu.
Bathilda escuchó los pasos de su tutor que subía la escalera. Sin poderse contener, salió al descansillo, ya que estaba impaciente por conocer el resultado de la gestión. Cuando tuvo enfrente a su protector le echó los brazos al cuello, una reminiscencia de sus costumbres infantiles.
—¡Y bien!, ¿qué ha dicho el señor Papillon?
—El señor Papillon —respondió Buvat, secándose el sudor de la frente— es un impertinente que en lugar de arrodillarse ante tus dibujos se ha permitido criticarlos.
—¡Bueno!, si no ha hecho más que eso —dijo riéndose Bathilda tenía toda la razón. Pero ¿os ha ofrecido algo?
—¡Ochenta libras!
—¡Ochenta libras! —Bathilda lo dijo con un grito que le salía del alma—. ¡No!, sin duda os equivocáis.
—¡Se ha atrevido a ofrecer la miseria de ochenta libras por los dos! —subrayó Buvat recalcando cada una de las sílabas.
—Pero ¡si ese es cuatro veces su valor! —exclamó la muchacha batiendo palmas.
—Es posible, aunque yo pienso de otro modo; en cualquier caso, el señor Papillon es un impertinente.
No pensaba así Bathilda; pero como no quería discutir con Buvat un tema tan delicado como el económico, cambió de conversación, y le anunció que la comida estaba servida.
Esa misma tarde, mientras Buvat se dedicaba a la labor de copista encerrado en su habitación, Bathilda encargó a Nanette que llevase los dibujos al señor Papillon y le pidiese el dinero que por ellos había ofrecido.
La mujer obedeció, y diez minutos después regresaba con las hermosas ochenta libras.
Bathilda tomó las monedas en sus manos, las contempló un instante con lágrimas en los ojos, y después, dejándolas sobre la mesa, fue a arrodillarse ante el crucifijo que colgaba cerca de su cama. Pero esta vez su oración era de acción de gracias: ¡ya podría devolver a Buvat algo de lo mucho que le debía!
Al día siguiente, al volver de la Biblioteca, fue grande la sorpresa de Buvat cuando a través de los cristales de la tienda vio las dos cabezas de niño magníficamente enmarcadas. La puerta se abrió y apareció el marchante:
—¡Vaya con papá Buvat! No os creía tan astuto, vecino. Me habéis sacado, muy finamente, ochenta libras del bolsillo. Pero da lo mismo; decid a la señorita Bathilda que le pagaré al mismo precio todo lo que me mande, si se compromete, durante un año, a dibujar sólo para mí.
Buvat quedó aterrado; masculló una respuesta que el vendedor no pudo entender, y siguió camino adelante. Cuando llegó a su casa, entró en la habitación de Bathilda sin que ella se diese cuenta. La joven estaba dibujando; había comenzado una nueva cabeza.
Bathilda, al ver a su protector, que seguía en el umbral de la puerta con aspecto apesadumbrado, dejó sobre la mesa el carbón y los colores, y acudió a preguntarle qué era lo que le ocurría. Buvat, sin responderle, se secó dos lágrimas y dijo con un acento de emoción indescriptible:
—De modo que la hija de mis bienhechores, la hija de Claire de Graus y de Albert de Rocher tiene que trabajar para vivir…
—Pero, padrecito, ¡si eso en vez de ser un trabajo es una diversión! —respondió Bathilda medio llorando, medio riendo.
La palabra «padrecito» sustituía a bon ami en los grandes momentos, y de ordinario, tenía por efecto borrar las mayores penas de aquel pedazo de pan. Pero en la ocasión que relatamos, la virtud de la palabra falló.
—Yo no soy vuestro padrecito, ni vuestro bon ami —murmuró sacudiendo la cabeza, y contemplando a la muchacha con sus ojos llenos de bondad—, soy simplemente el pobre Buvat, al que el rey ya no paga, y que con sus manuscritos no gana lo suficiente para educar a una señorita como vos.
Y diciendo esto, dejó caer los brazos con tal desaliento, que se le escapó el bastón de las manos.
—¿Por qué decís esto?, ¿queréis matarme de pena? —protestó Bathilda rompiendo a llorar.
—¡Yo hacerte morir de pena! ¿Qué es lo que he dicho?, ¿qué es lo que he hecho? —exclamó el pobre hombre, con un acento en el que se mezclaban la ternura y la confusión.
—¡Loado sea el cielo! Así os quiero, padrecito: que me habléis de «tú».
—Está bien, está bien… pero no quiero verte llorar.
—Pues yo no pararé de llorar mientras no me dejéis hacer lo que quiero.
—Bien está; haz lo que quieras; pero has de prometerme que el día en que el rey me pague mis atrasos…
La joven, cogiendo al buen hombre por el brazo, le llevó al comedor, donde con sus bromas y su animación pronto consiguió que desaparecieran las últimas huellas de tristeza de las anchas facciones de Buvat.
¿Qué habría ocurrido de saber Buvat todo lo que Bathilda maquinaba?
Porque Bathilda pensaba que para poder colocar sus cuadros con provecho no debía prodigarse; y dos dibujos, cuanto más, le llevaban ocho o diez días de trabajo. Así que encargó a Nanette que, sin decírselo a nadie, buscase entre las amistades algunas labores de costura difíciles, y por lo tanto bien pagadas, a las que se dedicaría en ausencia de Buvat.
Nanette se puso a la búsqueda en el acto, y sin tener que ir muy lejos encontró lo que deseaba. Era la época de los encajes… y de los desgarrones: las grandes señoronas que pagaban el guipur a cincuenta luises la vara, luego se dedicaban a correr alocadamente por los bosquecillos. Como fácilmente se puede imaginar, los rasgones estaban a la orden del día, de modo que en aquellos tiempos se ganaba más remendando los encajes que haciéndolos. Desde el principio Bathilda hizo maravillas, y Nanette recibía las felicitaciones.
Gracias a la resolución de Bathilda (lo relativo a la costura quedó ignorado por todo el mundo), el bienestar, a punto de esfumarse, volvió por aquella doble compuerta.
Buvat, ya más tranquilo, comenzó a pensar en sacar partido de la terraza que le había decidido a mudarse de casa. Durante ocho días se pasó las horas proyectando planos. Por fin se decidió por una fuente, una gruta y un arriate.
La fuente no era ningún problema; los canalones, que corrían a la altura de ocho pies por encima de la terraza, darían el agua necesaria. El arriate también fue cosa de poco; hicieron el gasto en algunas tablas pintadas de verde, claveteadas en forma de rombo, que limitaban los bancales de jazmines y madreselvas. La obra de arte de aquellos nuevos jardines de Semíramis[14] fue la gruta.
Todos los domingos, al amanecer, Buvat se iba al bosque de Vincennes, y allí se ponía a la búsqueda de piedras extrañas, de tortuosas formas, y cuando había reunido una cantidad suficiente, hacía que las cargasen en una carretilla y las llevasen a su casa.
Después, Buvat pasó de las piedras a los vegetales. Cualquier raíz sobresaliente de la tierra y que de lejos remedara la forma de una serpiente o de una tortuga pasaba a ser de su propiedad; con su azada en la mano, no quitaba los ojos del suelo, como si fuese tras de algún tesoro escondido. Al cabo de tres o cuatro meses hubo acumulado todo lo que necesitaba.
Entonces comenzó la obra arquitectónica. Cada una de las piedras, de la mayor a la más pequeña, era mirada y remirada para buscar la faceta de más impresionante aspecto. Pronto aquello comenzó a tomar el aspecto de una Babel fantástica en la que se enredaban, serpenteando y enlazándose, las raíces de forma de ofidios y de batracios. Al fin la bóveda se cerró y sirvió de santuario a una magnífica hidra, la más hermosa pieza de la colección, con siete cabezas, ojos de esmalte y cuernos de color escarlata.
Buvat empleó once meses en la construcción de su babilónica obra. Entre tanto, Bathilda tenía ya quince años. Era por entonces cuando el vecino Boniface Denis se fijó en ella; y tanto se fijó, que suplicó a su madre que bajo la excusa de la vecindad, entrase en relación con Buvat y con su pupila; la buena señora acabó por invitar a los dos a que fuesen a pasar las tardes de los domingos a su casa.
Bathilda se percató enseguida de las intenciones de tan mediocres vecinos; de modo que cuando se hablaba de dibujos, se excusaba diciendo que no tenía nada que valiera la pena de ser visto; cuando le pidieron que cantase, después que lo hubo hecho una de las señoritas Denis, escogió la más insignificante de las sonatas que conocía. No obstante, Buvat se percató, con extrañeza, que aquella actitud prudente parecía aumentar todavía más la admiración de madame Denis por la niña, a la que colmaba de caricias.
En la tarde de la primera visita Boniface se había mostrado de una estupidez tal, que Bathilda ni siquiera se fijó en él. Aquello no desanimó a Boniface, que al poder contemplar de cerca a la muchacha acabó perdidamente enamorado; no se separaba ni un minuto de la ventana, obligando con ello a Bathilda a tener continuamente cerrada la suya.
A fuerza de insistir cerca de su madre, Boniface consiguió que esta fuera por informes a la antigua casa donde viviera la madre de Bathilda. Allí, la portera, que estaba totalmente sorda y casi ciega, contó algo de la fúnebre escena en la que Buvat tuvo papel tan destacado.
También Boniface se puso a la caza de referencias. El procurador Joulu, que conocía al notario de Buvat, pudo saber que el buen hombre llevaba diez años depositando una anualidad de quinientos francos a nombre de Bathilda. Aquel capitalito, sin ser gran cosa, demostraba que la muchacha no estaba totalmente desprovista de bienes.
El resultado de aquellas averiguaciones decidió a la señora Denis.
Un mes después de haber entrado en relación con los vecinos, se determinó a formular una petición en regla. Una tarde, cuando Buvat volvía de su trabajo, lo esperó, como por casualidad, en la puerta de la casa, y con un guiño y una señal de la mano le indicó que tenía algo muy importante que decirle. El buen hombre quedó totalmente aturdido ante la inesperada proposición matrimonial. Nunca había pensado en que Bathilda pudiera llegar a casarse.
La señora Denis era demasiado buena observadora para no darse cuenta del desequilibrio nervioso que su demanda había provocado en el viejo Buvat. Este, recuperada poco a poco la serenidad, contestó que se sentía muy honrado por semejante proposición, pero que su condición de tutor le obligaba a no decidir por sí mismo: transmitiría a la interesada la petición, «quedando bien entendido que la muchacha habría de resolver con entera libertad». Madame Denis lo consideró muy justo, y sin más, lo condujo a la puerta.
Cuando llegó a su casa, el buen Buvat encontró a Bathilda muy inquieta por la tardanza; su tutor había llegado media hora más tarde de lo que acostumbraba. Su inquietud creció cuando le vio tan triste y preocupado. La muchacha le amenazó con no cenar hasta que él contase lo que le había sucedido. De manera que Buvat no tuvo más remedio que darle a conocer la proposición que había recibido.
De momento Bathilda se puso colorada, como le ocurre a toda jovencita a la que se le habla de matrimonio; después, tomando entre las suyas una de las manos del viejo, le reprochó:
—Así pues, padrecito, ya estáis cansado de aguantarme, y queréis libraros de mí.
—¡Yo!, ¡yo!… —protestó Buvat con vehemencia—. Nunca, ¡nunca!… El día que me dejes, me moriré.
—¡Pues no me casaré nunca!
—¡Qué dices!… ¡Claro que te casarás!
—¿Para qué voy a casarme? ¿Es que no somos felices tal como estamos?
—¡Muy felices!, ¡ya lo creo que somos felices!
—¡Pues bien! Si somos felices, nos quedaremos tal como estamos. Ya lo sabéis: no hay que tentar a Dios.
—Ven, ven… Abrázame, hija mía. ¡Decir que quiero que te cases!
¿Tú la mujer de ese golfo de Boniface? ¡Bribón, ganapán! ¡Por algo le tenía yo tanta antipatía!
—Entonces, si no deseabais esa boda, ¿por qué me habéis hablado de ello?
—Porque sabes bien que no soy tu padre, y no tengo ningún derecho sobre ti, ¡eres libre, Bathilda!
—Pues si soy libre, digo que no. Contestadles que soy muy joven… ¡En fin, que no quiero!
—¡Vamos a cenar! Puede que me venga alguna buena idea mientras cenamos. Parece mentira; pero me ha vuelto el apetito.
Buvat comió como un ogro y bebió como un bárbaro, pero no le vino ninguna idea. De modo que tuvo que decirle por las buenas a la señora Denis que Bathilda se sentía muy honrada por la petición, pero que no quería casarse.
Madame Denis no quería creer a sus propios oídos. ¡Una insignificante huérfana rechazaba un partido tan bueno como era su hijo! La comadre tomó muy a las malas la respuesta de Buvat. Pero luego, comenzaron a germinar en su mente las viejas hablillas que corrían respecto de la joven y de su tutor. Así que, al transmitir a Boniface el mal resultado de la embajada, añadió, para endulzar la píldora, que debía alegrarse, ella sabía por qué, de que las cosas hubieran acabado de aquel modo.
Además, pensando que convenía distanciar a los frustrados novios, madame Denis decidió disponer para su hijo una habitación mucho más grande y bonita, en el jardín trasero; la que quedaba libre la pondría en alquiler.