Capítulo VI

NUESTRO digno capitán apareció por la calle de Gros-Chenet dándose aires de importancia. Llevaba una mano apoyada en la cadera, y su porte era marcial y decidido. Después de recorrer cosa de un tercio de la calle, levantó la cabeza tal como había sido convenido; y justamente encima de él vio asomado a una ventana al caballero. Intercambiaron una seña y el capitán, después de medir con mirada de estratega la distancia que le separaba de la puerta, se dirigió hacia ella y atravesó el apacible umbral de la casa propiedad de la señora Denis, con la misma familiaridad que si fuera una taberna. El caballero cerró la ventana.

Al cabo de un instante, Harmental oyó el rumor de los pasos y el ruido de la espada del capitán al chocar con la baranda de la escalera.

—Buenos días —saludó el capitán, cuya figura quedaba difuminada en la penumbra.

—Veo que sois hombre de palabra —contestó el caballero, tendiendo su mano al capitán—. Pero entrad deprisa: es importante que mis vecinos no os vean.

—¡Ah!, ¡ah!, ¿misterio? Tanto mejor, estoy acostumbrado a los misterios. Además, he descubierto que casi siempre hay algo que ganar con las gentes que empiezan por decir: ¡schisss…!

El caballero cerró la puerta y echó el cerrojo.

—Está bien, capitán; pero os anuncio que las cosas que vais a oír son de la mayor importancia; os pido por anticipado vuestra discreción.

—Concedida, caballero.

—Entonces, creo que llegaremos a entendernos.

—Hablad, que yo os escucho —respondió el capitán con gravedad.

—Probad este vino mientras corto el pastel.

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó, después de haber bebido, mientras colocaba con lentitud respetuosa el vaso sobre la mesa, a la vez que hacía chasquear su lengua—. Roquefinnette, amigo mío —hablaba consigo mismo mientras llenaba el vaso por segunda vez—, empiezas a hacerte viejo; ahora te hace falta probar las cosas dos veces para apreciar su valor. ¡A nuestra salud, caballero!

Esta vez el capitán, más circunspecto, bebía, recreándose, ese segundo vaso de vino; cuando hubo terminado, guiñó un ojo en señal de satisfacción.

—¡Es de la cosecha de 1702, el año de la batalla de Fiedlingen! Si vuestro proveedor tiene mucho como este, y da crédito, dadme sus señas; ¡prometo hacerle un magnífico pedido!

—Capitán —asintió el caballero, en tanto deslizaba un enorme pedazo de pastel en el plato de su invitado—, mi proveedor no sólo fía, sino que a mis amigos les da el vino regalado.

—¡Oh!…, ¡hombre honrado! —dijo el capitán en un tono de total convencimiento. Pasados unos instantes de silencio, añadió—: De modo, mi querido caballero, que estamos jugando a los conspiradores, según parece, y para asegurar el triunfo, hemos recurrido al pobre capitán Roquefinnette para que nos eche una mano. ¿No es así?

—Bien, capitán —dijo riendo Harmental—, no os engañare: lo habéis adivinado «ce» por «be». ¿Acaso os asustan las conspiraciones?

Harmental continuó llenando el vaso de su huésped.

—¡Asustarme yo!, ¿quién ha dicho que hubiese algo en el mundo capaz de asustar al capitán Roquefinnette?

—No he sido yo, capitán, pues ya habéis visto que sin conoceros, y solamente habiendo intercambiado con vos algunas palabras, os he escogido para que seáis mi segundo.

—Harmental, yo soy vuestro hombre. ¿Contra quién conspiramos? Veamos, ¿es contra el duque de Orléans? ¿Hay que romperle al cojo la otra pierna? ¿Hace falta dejar ciego al tuerto? ¡Bien va! Me tenéis a vuestras órdenes.

—Nada de eso, capitán; si Dios quiere, no se derramará ni una gota de sangre.

—¿De qué niñería se trata, entonces?

—¿Nunca habéis oído hablar del rapto del secretario del duque de Mantua?

—¿De Mattioli?

—Sí.

—¡Diablos!, conozco el asunto mejor que nadie. Vi cómo se lo llevaban a Pignerol. Fueron el caballero de Saint-Martin y el señor de Villebois los que dieron el golpe; valió la pena: cada uno recibió tres mil libras, para ellos y sus hombres. Tres mil libras es una bonita cantidad.

El caballero volvió a llenar los vasos.

—A la salud del regente —brindó—. Quiera Dios hacerle llegar sin percances a la frontera española, como Mattioli llegó a Pignerol.

—¡Vaya, vaya!… —murmuró el capitán Roquefinnette alzando su vaso hasta la altura de sus ojos. Después, tras una pausa, prosiguió—: ¿Y por qué no? El regente, después de todo, es un hombre como cualquiera. A quien no fuerais vos, le diría que era un hombre caro; pero a vos os voy a hacer un precio especial: me daréis seis mil libras y corre de mi cuenta el encontrar una docena de hombres decididos.

—Capitán —dijo Harmental—, yo no comercio con mis amigos. He aquí dos mil libras en oro. Tomadlas como anticipo, y cobraréis el resto si es que triunfamos; si las cosas andan mal dadas, cada uno tirará por su lado.

—¿Para cuándo es la cosa?

—No sé nada todavía, amigo mío; pero si venís todos los días a almorzar conmigo, os mantendré al corriente.

—No se trata de eso, caballero, y no bromeéis. A la tercera vez que viniera a vuestra casa, la policía de ese maldito Argenson andaría tras nuestros talones. Tomad —indicó, mientras desataba las cintas de su capa—, coged este lazo; el día que hayamos de dar el golpe, lo ataréis a la ventana. Yo sabré lo que quiere decir, y obraré en consecuencia.

—¡Cómo, capitán…! ¿Ya os marcháis?

—Conozco al capitán Roquefinnette, caballero. Es un buen chico, pero cuando se encuentra delante de una botella, tiene que beber; y cuando ha bebido, se le desata la lengua. Adiós, caballero. No olvidéis la cinta roja; yo voy a ocuparme de vuestros asuntos.

—Adiós, capitán.

El capitán hizo con su mano derecha la señal de la cruz sobre sus labios, se caló el sombrero con aire decidido, y sosteniendo su ilustre espada para que no hiciese ruido al chocar con la barandilla, salió a la escalera silenciosamente.

El caballero quedó solo, pero esta vez tenía mucho en qué pensar.

En efecto: hasta el momento, no estaba comprometido, sino a medias, en la arriesgada tentativa que según la duquesa del Maine y el príncipe de Cellamare había de tener para él tan felices consecuencias, y que el capitán, para demostrarle su decisión, había definido con tanto realismo. Pero ahora se había convertido en un eslabón remachado por ambos lados, ligado a la vez a lo más alto y a lo que de más bajo había en la sociedad. En una palabra: ya no se pertenecía a sí mismo.

Afortunadamente, el caballero tenía el carácter tranquilo, frío y decidido de un hombre en el que la prudencia y el valor, las dos fuerzas contrarias, se neutralizan, y se estimulan combatiéndose.

Era un sujeto igualmente peligroso en un duelo que en una conspiración; quizá más todavía en esta, ya que la sangre fría le permitía recomponer, a medida que fueran rompiéndose, aquellos hilos invisibles de la intriga a los que se debe, generalmente, el éxito de las grandes conjuras.

Pero aquel hombre joven apenas había cumplido veinticinco años, es decir: tenía el corazón abierto a todas las ilusiones y a toda la poesía de los años mozos. Siempre que se había arriesgado en empresas azarosas había llevado la imagen de un ser amado, de modo que en medio del peligro sentía la certeza de que si había de morir alguien le sobreviviría, lloraría su muerte; al dejar vivo su recuerdo no perecía del todo.

En aquel momento el caballero hubiera dado todo lo que poseía por sentir un afecto que diese alas a su espíritu; un cariño, aunque fuese el de un perro.

Estaba sumido en estos pensamientos tristes cuando al dar unos pasos frente a la ventana, se dio cuenta de que la de su vecina estaba abierta.

La joven que había visto por la mañana estaba sentada y casi apoyada en el alféizar, para aprovechar la última luz del día. Trabajaba en un bordado. Tras ella se veía el clavicordio. En un taburete, a sus pies, dormía la perrita.

Entonces el caballero sintió que la joven de rostro apacible y suave entraba en su vida como uno de esos personajes que en el comienzo de la obra permanecen entre bastidores, e irrumpen en escena en el segundo o tercer acto, toman parte de la acción, y a veces alteran el desenlace.

De repente, la joven levantó la cabeza y dirigió una mirada hacia la casa frontera; como es natural, vio tras los cristales la figura del caballero. Un ligero rubor apareció en su rostro; pero hizo como si nada hubiese visto y siguió con la atención puesta aparentemente en su bordado; al cabo de unos minutos se levantó, dio algunas vueltas por la habitación, y finalmente cerró la ventana.

Harmental siguió sin moverse. A los pocos instantes, llegaron a los oídos del caballero unos dulces acordes que se filtraban a través de los cristales de la ventana de la muchacha. El caballero abrió de par en par la suya.

No se había equivocado; su vecina tenía un talento superior para la música. De pronto, la joven se paró en la mitad de un compás. La cara de un hombre apareció tras los vidrios, pegó su voluminoso gorro a la ventana, y con los dedos comenzó a tamborilear en el marco de la misma. Harmental reconoció al sujeto que había visto en la terraza por la mañana y que tan familiarmente había pronunciado el nombre de Bathilda. Aquella aparición devolvió a Harmental el sentido de la realidad. Había olvidado al hombre que hacía tan raro contraste con la ideal muchacha, de la que necesariamente tenía que ser el padre, el amante, o quien sabe si el marido.

Decidió dar una vuelta por la ciudad, a fin de verificar por sí mismo la exactitud de los informes obtenidos por los espías del príncipe de Cellamare. Se envolvió en una capa, descendió los cuatro pisos, y se encaminó al Luxemburgo.

Frente al palacio, no percibió ninguna señal indicadora de que el duque de Orléans estuviera en casa de su hija.

El caballero esperó hora y media en la calle de Tournon, recorriéndola desde la de Petit-Leon al palacio, sin ver nada de lo que esperaba encontrar. Por fin, un coche, acompañado por una escolta a caballo portadora de antorchas, fue a detenerse al pie de la escalinata. Tres mujeres subieron al carruaje y se oyó que ordenaban al cochero: «Al Palacio Real». El centinela presentó armas; a pesar de lo presurosa queda carroza pasó ante él, el caballero pudo reconocer a la duquesa de Berry, a madame de Mouchy, su dama de honor, y a madame Pons, la azafata de servicio: la hija iba a casa del padre.

El caballero siguió esperando. Una hora después el cochero volvió a pasar. La duquesa se reía de algo que le contaba el duque de Broglie, que venía con ella.

El caballero llegó a su casa hacia las diez; nadie le había reconocido durante el paseo. El portero, que ya estaba acostado, vino a abrirle el cerrojo refunfuñando. Harmental le deslizó en la mano un escudo de plata y le anunció que siempre que hubiese de levantarse, le recompensaría en la misma forma; con lo que el enfado del portero dio paso a un torrente de zalemas[8].

Otra vez en su habitación, Harmental se dio cuenta de que en el cuarto de la vecina había luz; escondió su vela tras un mueble y se acercó a la ventana.

La muchacha estaba sentada frente a la mesa, probablemente dibujando; en la ventana, su perfil se destacaba nítidamente ante la luz colocada detrás de ella. Al cabo de unos minutos, otra sombra, la del hombrecillo de la terraza, pasó dos o tres veces entre la luz de la vela y la ventana. Por fin la sombra se aproximó a la joven; esta le ofreció la frente, la sombra la besó y se alejó llevando en la mano una palmatoria. Instantes después, las ventanas del apartamento del quinto piso se iluminaron. El hombre de la terraza no podía ser de ningún modo el esposo de Bathilda; tenía que ser su padre.

Harmental se sintió, sin saber por qué, lleno de contento ante aquel descubrimiento. Abrió, lo más sigilosamente que pudo, la ventana, y con los ojos fijos en la sombra, volvió a sumirse en sus sueños. Al cabo de una hora la joven se levantó, dejó el cuaderno de dibujo y los lápices, se arrodilló en una silla, frente a la ventana de la otra habitación, y se puso a rezar. Harmental comprendió que la laboriosa velada había terminado; pero quiso ver si podía prolongarla, y se puso a tocar en su pequeño clavicordio. Lo que había previsto pasó: la joven, ignorando que por la posición de la luz se veía su sombra a través de la cortina, se acercó a esta de puntillas, y creyéndose a salvo de ojos indiscretos, se puso a escuchar confiadamente el melodioso instrumento.

Por desgracia, el inquilino del tercero debía de ser poco amante de la música, pues Harmental sintió en el entarimado, justo bajo sus pies, el ruido de un bastón que golpeaba el techo con gran violencia; sin duda, una advertencia directa que se le hacía. Harmental se jugaba demasiado si se arriesgaba a ser reconocido; no tenía más remedio que soportar con paciencia los inconvenientes de su falsa posición. En consecuencia, obedeció a la indicación.

La joven, por su parte, en cuanto dejó de oír la música, se apartó de la ventana. El resplandor se apagó.

Al día siguiente el abate Brigaud llegó con la exactitud de costumbre. Hacía una hora que el caballero había abandonado el lecho, y ya se había acercado a la ventana, por lo menos, veinte veces.

—¡Caramba!, mi querido abate —interpeló a su visitante, tan pronto este hubo cerrado la puerta—, felicitad de mi parte al príncipe por su policía, ¡a fe mía que es perfecta! Queriendo juzgar por mí mismo su eficiencia, ayer me puse en acecho en la calle de Tournon; pasé allí por lo menos cuatro horas; resulta que no fue el regente quien iba a casa de su hija, sino todo lo contrario.

—¡Bien!, ya lo sabíamos.

—¡Ah!, ¿lo sabíais?

—Sí; y para más datos, la duquesa salió a las ocho menos cinco del Luxemburgo, acompañada por madame de Mouchy y por madame Pons, y regresó a las nueve acompañada por Broglie, que ocupó en la mesa el sitio del regente.

—Y el regente, ¿dónde estaba?

—Nuestros informes decían que el duque-regente iría a jugar un partido de pelota a las tres de la tarde en el trinquete de la calle del Sena: a la media hora salió tapándose los ojos con un pañuelo: se había golpeado en una ceja con la pala, y con tanta violencia, que se hizo una brecha.

—¡Ah! ¿Eso fue lo que hizo cambiar los planes?

—Esperad. El regente, en lugar de volver al Palacio Real se hizo conducir a casa de madame de Sabran, que, desde que su marido es jefe de comedor del regente, vive en la calle de Bons-Enfants. El príncipe comió en compañía de madame de Sabran, y a las siete y media envió una nota a Broglie avisándole que no podía ir al Luxemburgo, rogándole que le sustituyera y presentase sus excusas a la duquesa de Berry.

—Ya comprendo; el regente, al no tener el don de la ubicuidad, no podía estar a la vez en dos lugares distintos.

—¿Comprendéis ahora?

—Desde luego, lo entiendo perfectamente. Estando tan cerca del Palacio, el regente regresaría a pie. El hotel en que vive madame de Sabran tiene entrada por la calle de Bons-Enfants; y puesto que por la noche cierran la verja del pasaje que da a Bons-Enfants, el regente, siempre que sale de casa de la Sabran, tiene que entrar en el Palacio por la puerta del patio.

—¡Ahora lo habéis entendido! Hace falta que estéis presto a actuar en cualquier momento.

—Lo estoy.

—¿Y cómo os comunicaréis con vuestros hombres?

—Por medio de una contraseña.

—Esa señal, ¿no puede traicionaros?

—Imposible.

—En ese caso, todo está en regla. Dadme de almorzar, pues he salido de casa en ayunas.

—¿Almorzar, mi querido abate? ¡Muy presto lo decís! Sólo puedo ofreceros los restos de un pastel de ayer, y tres o cuatro botellas de vino.

—¡Uy!, ¡uy!… no me seduce. Haremos algo mucho mejor: iremos a almorzar a casa de nuestra buena patrona la señora Denis.

—¿Cómo diablos queréis que vaya a su casa? ¿Acaso la conozco?

—De eso me encargo yo; os presentaré como a mi discípulo.

—Pero esa comida resultará una lata…

—Quizá; pero así haréis amistad con una mujer conocida en el barrio por sus buenas costumbres y por su adhesión al gobierno; en fin, por ser totalmente incapaz de dar asilo a un conspirador. Esperad aquí.

—Si es por el bien de la causa, abate mío, me sacrificaré. —Aparte de que es una familia muy agradable; los domingos se juega a la lotería.

—¡Idos al diablo con vuestra señora Denis! ¡Ah!, perdón, señor abate; no me acordaba de que sois amigo de la casa.

—Soy su director espiritual —puntualizó el abate Brigaud con aire de modestia.

—Entonces, un millón de excusas; bajad vos primero, que yo os seguiré.

—¿Por qué no vamos juntos?

—¿Y mi toilette, abate?

—Tenéis razón; iré yo primero para anunciaros.

—Estoy con vos en diez minutos.

El caballero se quedó para acicalarse, pero también con la esperanza de ver a la bonita vecina, con la que había soñado durante la noche. Sus deseos no se vieron satisfechos; solamente vio al vecino, que con las mismas precauciones de la víspera, sacó, entreabriendo la puerta, primero una mano y después la cabeza.

En cuanto terminó su tocado Harmental bajó a casa de la patrona.