L día siguiente, a la misma hora que la víspera, llegó a casa del caballero el abate Brigaud. Traía tres cosas que Harmental necesitaría: ropa, un pasaporte y el informe redactado por la policía del príncipe Cellamare, en el que minuciosamente se daba cuenta de los movimientos del regente en aquel día 24 de marzo de 1718.
Los vestidos eran sencillos, como convenía a un joven de clase media; pero Harmental encontró que a pesar de su sencillez le iban a las mil maravillas.
El pasaporte estaba a nombre de Don Diego, intendente de la noble casa de Oropesa, cuya misión era conducir a España a una especie de maníaco que creía ser el regente de Francia. Todo estaba en regla; el documento llevaba la firma del príncipe Cellamare y estaba visado por messire[3] Voyer d’Argenson.
En cuanto al informe, fechado a las dos de la madrugada, era una obra maestra de claridad y detalle. Decía así:
Hoy el regente se levantará tarde, la noche anterior hubo cena en las habitaciones íntimas. Era la primera vez que acudía madame d’Averne, en lugar de madame de Parabére. Las otras damas eran… Por lo que respecta al marqués de Lafare y al señor de Fargy, es de destacar que se encontraban retenidos en cama por una indisposición de la que se ignoran las causas.
A mediodía se reunirá el consejo. El regente debe comunicar al duque del Maine, al príncipe de Conti, al duque de Saint-Simon, al de Guiche, etcétera, el proyecto de tratado de la cuádruple alianza que le ha enviado el abate Dubois; este se encontrará en París, de regreso, dentro de tres o cuatro días.
El resto de la jornada el regente lo dedicará a la familia…
Su Alteza, a pesar de su capricho por madame d’Averne, sigue haciendo la corte a la marquesa de Sabran. Para adelantar el asunto, el regente ha nombrado mayordomo al señor de Sabran.
—Espero que os parezca un buen trabajo —apuntó el abate Brigaud, cuando el caballero hubo terminado de leer el informe.
—¡Por mi fe, que sí lo es!, querido abate. ¡Pero convendrá que en los próximos días el regente nos ofrezca mejores ocasiones!
—Paciencia, paciencia… Todo se andará…
—Ya que Dios nos deja libre el día de hoy, aprovechémoslo para mudarnos.
El cambio no fue largo ni difícil; Harmental, acompañado por el abate, se dispuso a tomar posesión de su nuevo alojamiento.
Se trataba de un apartamento, o por mejor decir, de una buhardilla, gabinete con alcoba; la propietaria de la casa era conocida del abate Brigaud.
Madame Denis, que así se llamaba la dueña, esperaba a su nuevo inquilino para hacerle ella misma los honores de la habitación; ponderó las comodidades de que el huésped gozaría y le aseguró que el ruido no le molestaría en su trabajo.
El abate entró un momento en casa de la señora Denis, a la cual ilustró sobre las buenas prendas de su protegido; era un muchacho de modales un poco toscos —el pobre venía del campo—, pero era absolutamente recomendable. Harmental había creído conveniente poner sobre aviso a la casera, no fuera que el aspecto del capitán asustase a la buena señora.
Una vez solo el caballero, y hecho ya el inventario de la habitación, decidió, para distraerse, echar una ojeada sobre el vecindario.
La calle apenas tenía diez o doce pies de anchura, y en el límite adonde llegaba la vista, parecía más estrecha todavía. En caso de ser perseguido, con la ayuda de una tabla tendida entre su ventana y la de la casa de enfrente, podría pasar de un lado a otro de la calle: Era importante establecer, a todo trance, buenas relaciones de vecindad con los inquilinos de la casa frontera.
Desgraciadamente, el vecino o vecina parecía poco dispuesto a entablar amistades; la ventana permanecía herméticamente cerrada.
La casa de enfrente tenía un quinto piso, más bien una azotea. Esta terraza se situaba exactamente encima de la ventana tan herméticamente cerrada. Debía morar en ella algún experto jardinero, porque la azotea, a fuerza de paciencia, de tiempo y de trabajo, había llegado a convertirse en un hermoso jardín.
Harmental admiró el ingenio de los burgueses de París, capaces de crear un pequeño vergel en el alféizar de una ventana, en el ángulo de un tejado y hasta en el mismo alero. Volvió a cerrar los postigos, se desnudó, se enfundó en una cómoda ropa de casa, se sentó en un sillón bastante confortable, apoyó los pies en los morillos de la chimenea, cogió un libro del abate Chaulieu y leyó durante algún rato. Después se levantó, dio tres vueltas a la habitación con aire de propietario, exhaló un profundo suspiro y volvió a sus lentos paseos desde el espejo al sillón.
En su vaivén se dio cuenta de que la ventana de enfrente, cerrada a piedra y lodo una hora antes, aparecía abierta de par en par.
Según las apariencias, era una habitación ocupada por una mujer. Apoyado en la ventana, cerca de donde una encantadora perrita de raza lebrel, blanca y canela, apoyaba en el alféizar sus dos patitas finas y elegantes, se veía un bastidor de bordar.
En la penumbra de la habitación aparecía un clavicordio abierto, entre dos estantes donde se guardaban las partituras; de las paredes colgaban algunos dibujos al pastel. A través de una segunda ventana, que aparecía entreabierta, podían verse las cortinas de una alcoba, tras las que seguramente se hallaba la cama. El mobiliario era muy sencillo, pero el conjunto presentaba un aspecto encantador, que evidentemente no se debía a la casualidad, sino al buen gusto de la modesta moradora de aquel chiribitil[4].
Una anciana barría, desempolvaba y ordenaba; seguramente aprovechaba la ausencia de la dueña de la casa para hacer limpieza.
De repente, la perrita saltó sobre el alféizar de la ventana, enderezó las orejas y levantó una de sus patas.
El caballero comprendió por estas señas que la inquilina de la pequeña habitación se acercaba. Al instante la perra corrió hacia la puerta. Harmental, para observar con disimulo, retrocedió un poco y se escondió tras las cortinas; pero la anciana cerró la ventana.
La cosa no era demasiado divertida; el caballero se dio entonces cuenta de lo solo que se encontraría en su retiro, por poco que este durase. Se acordó de que en tiempos había practicado el clavicordio y dibujado; pensó que si dispusiese de un instrumento y de algunos pasteles, su destierro sería menos aburrido. Sin pensarlo más, llamó a la señora Denis y le preguntó dónde podría encontrar aquellos objetos; le dio un doble luis, y le pidió que, por favor, se encargase de buscarle las pinturas y un pequeño clavicordio, con el alquiler pagado por un mes. En efecto, a la media hora Harmental tenía el instrumento y lo necesario para pintar.
Harmental llevaba algún rato sentado ante el clavicordio, y tocaba lo mejor que sabía. Pronto se dio cuenta de que no lo hacía del todo mal, al punto que llegó a pensar que no le faltaba talento para la música.
Sin duda debía de ser verdad, pues a la mitad de un acorde vio que en la ventana de enfrente unos deditos levantaban cuidadosamente la cortina para ver de dónde procedía aquella repentina armonía.
El caballero se olvidó totalmente de la música y giró rápidamente sobre su taburete. La maniobra le perdió. La dueña de la habitación vecina, sorprendida en flagrante delito de curiosidad, dejó caer la cortina.
El caballero pasó la tarde dibujando, leyendo y tocando el clavicordio. A las diez de la noche llamó al portero; quería darle instrucciones para el día siguiente; pero el portero no respondió. Debía de llevar bastante tiempo acostado.
Sin embargo, hubo una cosa que le agradó: la vecina trasnochaba igual que él. Esto indicaba un espíritu superior al de los vulgares habitantes de la calle del Temps-Perdu. A medianoche la luz de la habitación de enfrente se apagó; Harmental decidió que era hora de meterse en la cama.
Al día siguiente, a las ocho, el abate Brigaud estaba en la casa; traía a Harmental el segundo informe.
«Las tres de la madrugada.
»En vista de que el día anterior había llevado una vida totalmente regular, el regente ha ordenado que se le despierte a las nueve.
»De diez a doce concederá audiencia pública.
»De doce a una el regente trabajará en sus habitaciones, con La Vrilliére y con Leblanc.
»Después despachará el correo con Tarcy, presidirá el consejo de regencia y por último hará una visita al rey.
»A las tres, irá al trinquete de la calle del Sena para jugar a la pelota.
»A las seis cenará en el Luxemburgo, en las habitaciones de la duquesa de Berry, donde pasará la velada.
»Desde allí volverá al Palacio Real, sin escolta; a no ser que la duquesa le preste algunos servidores».
—¡Cáspita, sin guardias!… Mi querido abate, ¿qué pensáis de esto?
—Sí, sin guardias; pero con paseantes, obreros y con toda clase de gentes, que si bien es verdad que pelean poco, gritan muy alto. Paciencia, amigo… Todo se andará.
—Es que tengo prisa por dejar esta buhardilla donde me aburro mortalmente…
—Tenéis música, según veo.
—Eso sí. Y a propósito, abate: abrid la ventana, y veréis qué buena compañía tengo.
—¡Conque esas tenemos! —exclamó jocosamente el abate haciendo lo que se le pedía—. En efecto, no está nada mal.
—¡Cómo nada mal!, ¡está muy bien! Es la Armida[5] lo que toca… Mi querido abate, os ruego que al bajar me enviéis un pastel y una docena de botellas de buen vino. Si os lo pido, es por el bien de la causa.
—Dentro de una hora, el pastel y el vino estarán aquí.
—Pues hasta mañana.
—¿Me echáis?
—Espero a alguien.
—¿Siempre por el bien de la causa?
—Así es —afirmó el caballero, despidiendo con un gesto al abate Brigaud.
Efectivamente, tal como había notado el abate, el caballero deseaba que Brigaud se marchara.
Su gran afición a la música, que había descubierto de pronto el día anterior, había ido en aumento; deseaba quedarse a solas para que nadie le distrajese de lo que oía. En efecto, valía la pena; porque el concierto que el caballero escuchaba revelaba unas condiciones excepcionales de la ejecutante; tanto en la música como en la voz.
Después de un pasaje especialmente difícil, que fue perfectamente interpretado, Harmental no pudo contener un aplauso. Desgraciadamente la voz y el clavicordio callaron al instante, y el silencio sustituyó a la melodía por la que el caballero había manifestado tan imprudente entusiasmo.
En cambio se abrió la puerta del cuchitril que daba a la terraza. Primero, apareció una mano que visiblemente consultaba la temperatura que hacía fuera; a la mano siguió la cabeza tocada con un gorro de indiana. La cabeza precedió por un instante a un cuerpo cubierto por una especie de camisón de la misma tela que el gorro. Por fin, un rayo de sol que atravesaba entre dos nubes animó al tímido inquilino de la terraza, que se atrevió a mostrarse del todo.
Se trataba del hortelano del que ya hemos hablado.
Después de proceder a una minuciosa inspección del minúsculo surtidor y del cenador, la inverosímil figura del jardinero resplandeció de alegría, igual que el ambiente con el rayo de sol: el inquilino había comprobado que todo estaba en orden, los arriates florido, y el depósito de agua lleno hasta arriba. Abrió un grifo y el chorro se elevó majestuosamente a cuatro o cinco pies de altura.
El buen hombre se puso a cantar una vieja canción pastoril, con la cual Harmental había sido acunado.
El cantor llamó dos veces en voz alta:
—¡Bathilda!, ¡Bathilda!
El caballero comprendió que había alguna relación entre el hortelano y la bella clavecinista.
Cerró la ventana con aire de total despreocupación, pero teniendo cuidado de dejar una rendija en la cortina.
Lo que había pensado sucedió. Al cabo de un instante, la encantadora cabecita de la joven apareció en el marco de la ventana, pero de ahí no pasó. La perrita, no menos miedosa que su dueña, quedó a su lado con sus blancas patas subidas en el poyete[7]. Pero gracias a que durante unos minutos estuvieron conversando el buen hombre y la joven, Harmental pudo examinar a esta a su gusto, sin que a través de la cerrada ventana llegase a él una sola palabra.
La muchacha estaba en esa edad de la vida en que la niña se hace mujer; en su rostro florecía toda la gracia y hermosura de la juventud. Al primer vistazo se daba uno cuenta de que su edad oscilaba entre los dieciséis y los dieciocho años. Su tez resplandecía de frescor y nada empañaba el delicioso matiz de su melena rubia. El caballero se quedó extasiado. La verdad es que solamente había conocido dos clases de mujeres en su vida: las gruesas y relucientes campesinas del Nivernais, y las damas de la aristocracia parisina, bonitas sin duda, pero de una hermosura ajada por las vigilias y por los placeres del amor. Nunca había conocido ese tipo burgués, intermedio, si se puede llamar así, entre la alta sociedad y la población campesina, que tiene la elegancia de la una, y la lozanía de la otra.
El ruido de la puerta al abrirse le sacó de su abstracción: era el pastel y el vino del abate Brigaud que hacían su entrada solemne en la buhardilla del caballero. Sacó su reloj, y se dio cuenta de que eran las diez de la mañana; entonces se dispuso a esperar la aparición del capitán Roquefinnette.