Capítulo III

IGUAL de intensa que había sido la conversación en el baile, fue el absoluto silencio durante el camino. La aventura, que al principio se presentara bajo la apariencia de un asunto amoroso, había revestido bien pronto un aspecto mucho más serio y derivaba visiblemente hacia la intriga política.

En la vida de cada hombre hay un instante en el que se decide su porvenir. Este momento, por importante que sea, rara vez está preparado por el cálculo o dirigido por la voluntad; es casi siempre asunto del azar. El individuo, obligado a obedecer a una fuerza superior, creyendo seguir su libre albedrío, es en realidad esclavo de las circunstancias o de la fatalidad de los acontecimientos.

Harmental nunca se había detenido a pensar en el bien o en el mal que madame de Maintenon había hecho a Francia, ni había discutido el derecho o el poder que tenía Luis XIV para legitimar a sus hijos naturales. Pero le extrañaba que nada de lo que se podía esperar hubiese ocurrido: España, tan interesada en ver al frente del gobierno de Francia a un poder aliado, ni siquiera había protestado al ver caer en desgracia a sus posibles amigos: el señor del Maine, el de Toulouse, el mariscal de Villeroy, Villars, Uxelles… Por otra parte, no surgía en ningún lugar un núcleo de disconformes, una voluntad poderosa que polarizase los sentimientos de oposición; por todas partes, sólo loca alegría. Las promesas que se le acababan de hacer, por muy exageradas que pareciesen, el futuro que se le prometía, por improbable que fuese, habían exaltado su imaginación.

Sumido como iba en tales pensamientos, a pesar de que el coche rodaba desde hacía ya casi media hora, el tiempo no se le hizo largo al caballero. Finalmente, oyó el resonar a hueco de las ruedas, como cuando se pasa por debajo de una bóveda; sintió chirriar una verja que se abría para dejarles paso, y que fue cerrada tras ellos; casi inmediatamente la carroza se detuvo, después de haber descrito un círculo.

—Caballero —observó la guía—, si teméis seguir adelante, todavía estáis a tiempo; pero si, por el contrario, no habéis cambiado de opinión, venid conmigo.

Por toda respuesta Harmental le tendió la mano.

—Hemos llegado —dijo la desconocida—. ¿Recordáis bien las condiciones, caballero? Sois libre de aceptar o no un papel en la obra que se va a representar; pero, en el caso de que rehuséis, ¿prometéis por vuestro honor no decir ni una sola palabra de lo que aquí vais a ver u oír?

—¡Lo juro por mi honor! —respondió el caballero.

—Entonces, sentaos; esperad en la habitación, y no levantéis vuestra venda hasta que oigáis dar las dos.

Una puerta se abrió y volvió a cerrarse. Casi inmediatamente sonaron dos campanadas; al caballero se arrancó el antifaz.

Se encontraba solo en el más maravilloso tocador que hubiese podido imaginar.

En aquel momento se abrió una puerta disimulada tras unos tapices, y Harmental vio aparecer a una mujer. De pequeña estatura, de esbelto y fino talle; vestía una vaporosa bata de pequín gris perla. Un pequeño antifaz negro del cual pendía un encaje del mismo color, cubría sus facciones.

Harmental se inclinó; por el aire de majestad al moverse, por todo el porte de aquella mujer, comprendió que se trataba de una dama de gran alcurnia y que el «murciélago» no era más que una enviada.

—Señora —murmuró Harmental—, ¿sois vos acaso la poderosa hada a quien pertenece este bello palacio?

—¡Ay de mí, caballero! —respondió la dama enmascarada, con voz dulce y sin embargo enérgica—, no soy una hada poderosa sino una pobre princesa perseguida por un malvado brujo, que me ha robado mi corona y que oprime cruelmente mi reino. Una mujer desvalida que busca por todas partes al valiente caballero que la libere… Lo que de vos ha llegado a mis oídos me ha animado a pensar en vuestra persona.

—Señora, decid una sola palabra y arriesgaré mi vida con alegría. ¿Quién es ese brujo al que hay que combatir? ¿Quién es ese gigante al que hay que partir en dos? Desde este momento disponéis de mi persona, aunque esto pueda significar mi perdición.

—En cualquier caso, caballero, al perderos llevaríais muy buena compañía —observó la dama desconocida, mientras soltaba las cintas de su máscara y descubría el rostro—, puesto que con vos se perderían el hijo de Luis XIV y la nieta del gran Condé.

—¡La duquesa del Maine! —exclamó Harmental hincando la rodilla en tierra—. Señora, os lo suplico: tomad ahora en serio lo que antes os ofrecí en broma: mi brazo, mi espada y mi vida.

—Veo, caballero, que el barón de Valef no me ha engañado cuando me habló de vos: sois tal y como me había dicho. Venid conmigo; os presentaré a mis amigos.

La duquesa del Maine le indicó el camino; en otro salón aguardaban cuatro personas: el cardenal de Polignac, el marqués de Pompadour, el señor de Malezieux y el abate Brigaud.

El cardenal de Polignac pasaba por ser el amante de la duquesa del Maine. Era un guapo prelado de cuarenta a cuarenta y cinco años, siempre vestido con perfecto esmero, muy culto, pero devorado por la ambición, en lucha siempre con la debilidad de su carácter.

El señor de Pompadour era hombre de unos cincuenta años, que de niño había sido compañero del Gran Delfín, el hijo de Luis XIV.

El señor de Malezieux tenía de sesenta a sesenta y cinco años. Canciller de Dombes y señor de Chátenay, debía su doble título a haber sido preceptor del duque del Maine. Poeta, músico y autor de numerosas comedias, algunas veces las representaba él mismo con mucho talento de actor.

El abate Brigaud era hijo de un negociante de Lyon. Su padre, que tenía intereses comerciales en la Corte de España, fue el que realizó los primeros sondeos que llevaron al matrimonio del joven Luis XIV con la infanta María Teresa de Austria. El joven Brigaud tuvo un oficio en la casa del Delfín, donde conoció al marqués de Pompadour, que, como hemos dicho, ocupó un puesto de confianza cerca del príncipe heredero. A la edad de tomar estado, Brigaud ingresó en la orden de los Padres del Oratorio y de allí salió ordenado. El marqués de Pompadour buscaba un hombre de ingenio y de intriga que pudiese ser secretario de la duquesa, y Brigaud obtuvo el puesto.

De estos cuatro hombres Harmental sólo conocía personalmente al marqués de Pompadour.

—Caballeros —dijo la marquesa—, aquí tenéis al bravo campeón del que nos ha hablado el barón de Valef, y que ha traído vuestra querida Delaunay; a vos os lo digo, señor de Malezieux.

—Querido Harmental —le saludó Pompadour al tiempo que le tendía la mano—; ya éramos casi parientes; ahora somos hermanos.

—Sed bienvenido, señor —saludó el cardenal de Polignac.

El abate Brigaud levantó la cabeza, y fijó en Harmental sus ojillos brillantes como los de un lince.

—Señores —dijo Harmental después de responder con una inclinación de cabeza a cada uno—, soy nuevo entre ustedes y no conozco nada de lo que se trama; pero mi adhesión a la causa que nos une data de años: os ruego que me concedáis la confianza que tan generosamente ha reclamado para mí Su Alteza Serenísima.

—En verdad, tenemos un proyecto secreto —explicó el cardenal—; pero nada tenemos que reprocharnos, ya que sólo tratamos de buscar el modo de remediar las desgracias del Estado, de defender los verdaderos intereses de Francia y de hacer cumplir la última voluntad del rey Luis XIV.

—Caballero —observó la duquesa volviéndose hacia Harmental—, no hagáis caso a las bellas palabras de Su Eminencia. Se trata simplemente de una hermosa conspiración contra el regente, en la que andan metidos el rey de España, el cardenal Alberoni, el duque del Maine, todos los aquí presentes, ¡y a la que algún día se unirán los dos tercios de Francia! Esta es la verdad, y no hay por qué disimular. ¿Estáis conforme, cardenal? ¿Está claro, caballeros?

En aquel momento se escuchó el ruido de un coche que entraba en el patio y que se paraba delante del portón. Sin duda la persona esperada era muy importante porque se hizo un gran silencio.

—Por aquí —dijo alguien en el corredor. Harmental reconoció la voz del murciélago.

—Entrad, entrad, príncipe —dijo la duquesa—; os esperábamos.

Ante la invitación, penetró en la sala un hombre alto, delgado, grave y digno, con la piel tostada por el sol, envuelto en una capa, y que con una sola mirada abarcó a todos los que se hallaban en la estancia. El caballero reconoció al embajador del rey de España: el príncipe de Cellamare.

—Pues bien, príncipe, ¿qué me contáis de nuevo? —preguntó la duquesa.

—Cuento, señora —respondió el príncipe al tiempo que le besaba la mano respetuosamente y arrojaba la capa sobre el sillón—, que Vuestra Alteza Serenísima debiera cambiar de cochero: le vaticino una desgracia si guarda a su servicio al que me ha traído hasta aquí; se comportó como si hubiera sido pagado por el regente y su misión fuera romper el cuello a Vuestra Alteza y a sus amigos.

Todos rieron, particularmente el propio cochero, que también había penetrado en la sala.

—¿Oís lo que de vos dice el príncipe, mi querido Laval?

—Sí, sí, lo oigo.

—¡Cómo!, ¿erais vos, mi querido conde? —dijo Cellamare tendiéndole la mano.

—Yo mismo, príncipe; la duquesa me ha tomado a su servicio para esta noche; ha pensado que así era más seguro.

—Y la señora duquesa ha hecho bien —observó Polignac—; nunca son demasiadas las precauciones.

—¡Vive Dios! Eminencia… —exclamó Laval—. Quisiera saber si seríais de la misma opinión después de haber pasado la mitad de la noche en el asiento del pescante, primero para ir a buscar al señor de Harmental al baile de la ópera y luego para recoger al príncipe en el hotel Colbert.

—¡Cómo! —exclamó Harmental—, ¿erais vos, señor conde, el que habéis tenido la gentileza…?

—Sí, he sido yo, joven —respondió Laval—. Aunque se os debía: habría ido al fin del mundo para traeros aquí; no todos los días se encuentra un valiente como vos.

—De momento —prosiguió la duquesa—, hablemos de España. Príncipe: me ha dicho Pompadour que habéis recibido noticias de Alberoni.

—Sí, Alteza.

—¿Qué noticias son esas?

—Buenas y malas a la vez. Su Majestad Felipe V pasa por uno de sus momentos de melancolía y no llega a decidirse a nada. No cree que el regente logre el tratado con la cuádruple alianza.

—¡No cree! —exclamó la duquesa—; ¡y en ocho días Dubois lo tendrá en el bolsillo!

—Lo sé, Alteza —respondió fríamente Cellamare—; pero Su Majestad Católica lo ignora.

—Así que… ¿Su Majestad nos abandona a nuestras propias fuerzas?

—Así es…, poco más o menos.

—Lo que yo saco en claro es que debemos comprometer al rey —observó Laval—; una vez lo hayamos logrado, no tendrá más remedio que seguir a nuestro lado.

—Según los poderes que se me han dado, lo único que puedo deciros es que la ciudadela de Toledo y la fortaleza de Zaragoza están a vuestro servicio. Ved el modo de que el regente entre en cualquiera de las dos, y Sus Majestades Católicas cerrarán tan bien las puertas, que no volverá a salir. Respondo de ello.

—Eso es imposible —observó el cardenal de Polignac.

—¡Imposible!, ¿por qué? —exclamó Harmental—. Nada más fácil; sobre todo, si tenemos en cuenta la vida que lleva el regente. ¿Qué necesitamos? Ocho o diez hombres decididos, un coche y postas hasta Bayona.

—¡Cómo!, caballero… —exclamó la duquesa—. ¿Os arriesgaríais?… Señores, habéis oído lo que acaba de decir Harmental. ¿Qué podemos hacer en su ayuda?

—Todo lo que necesite —respondieron al unísono Laval y Pompadour.

—Las arcas de Sus Majestades Católicas están a su disposición —añadió Cellamare.

—Gracias, señores —contestó Harmental—. Ocupaos únicamente de procurarme un pasaporte para España, como si fuese el encargado de conducir un prisionero de gran importancia.

—Yo me encargo de eso —se ofreció el abate Brigaud—; tengo en casa del señor Argenson una hoja preparada, que sólo hay que rellenar.

—Pero —dijo Laval— necesitaremos un lugarteniente para esta empresa, un hombre en el que se pueda confiar, ¿contamos con alguno?

—Creo que sí —respondió Harmental—. Solamente necesitaré que cada mañana se me avise de lo que el regente va a hacer por la tarde. El príncipe de Cellamare, siendo embajador, debe disponer de una policía secreta…

—Sí —dijo el príncipe con un asomo de embarazo—, tengo algunas personas que me dan cuenta…

—Y vos, ¿dónde os alojáis? —preguntó el cardenal.

—En mi casa, señor —respondió Harmental—: Calle de Richelieu número 74.

—¿Cuánto tiempo hace que vivís allí?

—Tres años.

—Entonces sois demasiado conocido; será necesario que cambiéis de barrio.

—Yo me encargo de eso —dijo Brigaud—; alquilaré un alojamiento como si estuviera destinado a un joven provinciano, recomendado mío, que viene a ocupar algún destino en un ministerio.

—¡Bien!, queda convenido; hoy mismo anunciaré en mi casa que dejo París para un viaje de tres meses.

—Pompadour, ¿os queréis encargar de conducir al señor de Harmental? —preguntó la duquesa.

—Encantado, señora. Hace mucho tiempo que no nos veíamos y tenemos mil cosas que contarnos.

—¿No podría antes despedirme de mi espiritual murciélago? —consultó Harmental.

—¡Delaunay! —llamó la duquesa, mientras acompañaba hasta la puerta al príncipe de Cellamare y al conde de Laval—. ¡Delaunay!, el caballero de Harmental dice que sois la más encantadora hechicera que ha visto en su vida.

—Y bien, caballero, ¿qué me decís ahora? —preguntó, con una sonrisa en los labios, al dejarse ver, aquella que después había de dejar unas encantadoras Memorias bajo el nombre de Madame de Staal—. ¿Creéis que eran verdad mis profecías?

—Creo en ellas, porque creo en la esperanza —respondió el caballero—. Pero, decidme, ¿cómo pudisteis enteraros de mi pasado, y sobre todo, de mi presente?

—¿Acaso uno de vuestros camaradas de la aventura del bosque no os abandonó precipitadamente porque se tenía que despedir de sus amigos…?

—¡Valef! Naturalmente… —exclamó Harmental—. Ahora comprendo…

Harmental y Pompadour, habiendo solicitado licencia de la duquesa del Maine, se retiraron al instante, seguidos por el abate Brigaud, que se unió a ellos para no tener que volver a pie.

—Mi querida Sophie —exclamó alegremente la duquesa—, ya podemos apagar la linterna, ¡por fin hemos encontrado un hombre[1]!

Cuando Harmental despertó, creyó que todo había sido un sueño. Los acontecimientos de las últimas treinta y seis horas habían sucedido con tal rapidez que se sentía como si un torbellino lo hubiese transportado a no se sabe dónde.

Los que vivimos en una época en que todos nos dedicamos a conspirar, sabemos cómo ocurren las cosas en semejantes casos: uno se mece en sus esperanzas, se duerme en las nubes, y se despierta una mañana, vencedor o vencido, llevado en triunfo por el pueblo o triturado entre los engranajes de esa pesada máquina llamada gobierno.

Esto le sucedía a Harmental. Los tiempos que le tocaba vivir aún tenían por horizontes la Liga y la Fronda. Bien es verdad que durante toda una generación, Luis XIV había llenado la escena con su omnipotente voluntad; pero Luis ya no existía, y sus nietos creían que en el mismo teatro y con idénticos personajes, podía volverse a montar una nueva contienda civil, igual que habían hecho sus antecesores.

Después de algunos instantes de reflexión, Harmental consiguió volver al estado de ánimo de la víspera, y se felicitó por haberse comprometido en un asunto que le permitía codearse con personajes importantes, como los Montmorency y los Polignac. Además, el colocarse tan joven bajo la bandera de una mujer tenía algo de novelesco; sobre todo si ella era la nieta del gran Condé.

De modo que decidió ponerse en acción y hacer todo lo posible para convertir en realidad los compromisos que había asumido.

En aquellos agitados tiempos, el regente guardaba la llave del edificio europeo, y Francia comenzaba a conquistar, si no por las armas al menos por la diplomacia, la influencia internacional que desgraciadamente luego no supo conservar. En los dieciocho meses que el duque de Orléans llevaba con las riendas del gobierno en sus manos, la nación francesa había conquistado una posición de tranquila fuerza, que antes jamás había logrado, ni siquiera bajo Luis XIV Con tal fin, el regente procuraba sacar el máximo provecho de la división de fuerzas que había provocado la usurpación del trono inglés por Guillermo de Orange y el acceso de Felipe V al trono de España.

El regente comenzó por tender la mano a Jorge I, y acordó el tratado de la triple alianza, que el 4 de febrero de 1717 firmaron en La Haya, Dubois en nombre de Francia, el general Cadogan por Inglaterra, y Heinsius en nombre de Holanda. Este tratado constituía un gran paso, pero no definitivo, para la pacificación de Europa.

Desde entonces, el regente sólo tenía un pensamiento: conseguir mediante negociaciones amistosas que Carlos VI de Austria reconociera a Felipe V como rey de España y obligar a este último, por la fuerza, en caso necesario, a abandonar sus pretensiones sobre las provincias transferidas al emperador.

Para esto se encontraba Dubois en Londres: intentando conseguir la firma del tratado de la cuádruple alianza. Ahora bien, ese tratado, al reunir en un solo bando los intereses de Francia, de Inglaterra, de Holanda y del Imperio, neutralizaría cualquier pretensión de otro Estado que no fuese aprobada por las cuatro potencias. Esto era lo que más temía en el mundo Felipe V, o mejor dicho, el cardenal Alberoni.

El caso del cardenal era uno de esos ejemplos de fortuna inaudita, que brotan en torno de los tronos, y que las gentes no logran explicarse.

Alberoni había nacido en la choza de un jardinero. De niño fue campanero; ya adolescente, cambió su blusa de tela por el alzacuello de eclesiástico. Era de humor muy vivo y divertido. El duque de Parma le oyó reír una mañana con tantas ganas, que el pobre duque, que no se reía nunca, quiso saber qué era lo que divertía al muchacho y le hizo llamar. Alberoni le contó no se sabe qué aventura graciosa; la risa se contagió a Su Alteza, y viendo lo bien que le había sentado aquel hilarante desahogo, lo tomó a su servicio. Poco a poco el duque fue dándose cuenta de que su bufón tenía ingenio, y comprendió que aquel ingenio podría ser útil en los negocios. Decidió que Alberoni, incapaz de ofenderse por nada, era el hombre que se necesitaba como intermediario cerca de los franceses, puesto que el obispo de Parma había fracasado por culpa de su amor propio.

El señor de Vendôme llevaba su desahogo al punto de recibir al obispo sentado en el retrete; no iba a tener más miramientos con el modesto Alberoni; pero este, en vez de ofenderse como el prelado, contestó a la grosería de Vendôme con tan graciosas galanterías y desvergonzadas alabanzas, que el negocio que le traía concluyó inmediatamente; Alberoni pudo volver al lado del duque con las cosas arregladas según los deseos de este.

El duque lo empleó en un segundo asunto. Esta vez, el señor de Vendôme iba a sentarse a la mesa. Alberoni, en lugar de hablarle de negocios, le pidió permiso para obsequiarle con dos platos confeccionados por él; bajó a la cocina y volvió con una sopa al queso en una mano, y un plato de macarrones en la otra. El señor de Vendôme encontró la sopa tan buena, que invitó a Alberoni a sentarse a la mesa con él. A los postres el abate sondeó el asunto que le traía, y aprovechando la buena disposición en que se encontraba el duque, consiguió de él todo lo que quería.

Alberoni se guardó muy bien de dar la receta al cocinero. Vendôme le tomó a su servicio, comenzó a dejarle intervenir en los asuntos más secretos, y acabó por hacerle su secretario.

Por esa época fue cuando el señor de Vendôme pasó a España. Alberoni se puso en contacto con la princesa de los Ursinos. A la muerte de María de Saboya, la princesa había decidido sustituir a la difunta reina por alguna muchacha inexperta a través de la cual poder seguir dominando al rey. Alberoni le propuso la hija de su antiguo señor; el matrimonio fue decidido, y la joven princesa dejó Italia para trasladarse a España.

El primer acto de autoridad de la nueva reina fue hacer arrestar a la princesa de los Ursinos.

Después de su primera entrevista con Isabel de Farnesio, el rey de España anunció a Alberoni su nombramiento como primer ministro. Desde aquel día, gracias a la joven reina que se lo debía todo, el antiguo campanero ejerció un ascendiente cada vez mayor sobre Felipe V.

Los planes de los conjurados se ajustaban perfectamente a los de Alberoni: si Harmental llegaba a raptar al duque de Orléans, el cardenal haría que se reconociera al duque del Maine como regente, conseguiría que Francia se separase de la cuádruple alianza, enviaría al caballero de Saint-Georges con una flota a las costas de Inglaterra, empujaría a Prusia, Suecia y Rusia (con las que España tenía un tratado de alianza) a una disputa con Holanda, etcétera. Y si Luis XV llegaba a morir, Felipe V sería coronado rey de medio mundo.

No estaba mal planeado (convengamos en ello) para ser idea de un cocinero de macarrones.