Capítulo II

EL caballero Raoul de Harmental era el único vástago de una de las mejores familias del Nivernais. Su apellido había sonado poco en la historia, aunque no carecía de lustre, que la familia había ganado por sí misma, o a través de innumerables enlaces matrimoniales. Así, el padre del caballero, el señor Gaston de Harmental, que había llegado a París en 1682 con la ilusión de adquirir el derecho de compartir la carroza real, presentó las pruebas de una nobleza que se remontaba a antes de 1399; operación heráldica que hubiera puesto en apuros a más de un duque y de un par. Por otro lado, su tío materno, el señor de Torigny, había recibido el espaldarazo de caballero del Espíritu Santo en el año 1694.

Raoul de Harmental no era ni pobre ni rico; su padre le había dejado al morir una propiedad en los alrededores de Nevers, que le proporcionaba de veinticinco a treinta mil libras de renta; pero el caballero tenía el corazón ambicioso, y hacia 1711, cuando llegó a su mayoría de edad, había dejado su provincia para trasladarse a París.

Su primera visita fue para el conde de Torigny, con el que contaba para que le ayudase a abrirse camino. Este recomendó a su sobrino al caballero de Villarceaux, quien no pudiendo rehusar nada a su amigo el conde, introdujo al joven en casa de madame de Maintenon.

Madame de Maintenon tenía una cualidad: la de seguir siendo amiga de sus antiguos amantes. Gracias a los dulces recuerdos que la ligaban al viejo conde, acogió amablemente al caballero de Harmental; algunos días después decía al mariscal de Villars, que había venido a hacerle el amor, algunas palabras en favor de su joven protegido. El mariscal admitió al caballero Harmental en su regimiento.

El caballero, viendo abierta aquella puerta, pensó que podía abrigar las más risueñas esperanzas.

Luis XIV había llegado a la última época de su reinado, la de los contratiempos; Tallard y Marsin habían sido derrotados en Hochstett, Villeroy en Ramillies, y el mismo Villars, héroe de Friedlingen, acababa de perder la famosa batalla de Malplaquet contra Marlborough y el príncipe Eugéne. Europa, oprimida durante tantos años por la dura mano de Colbert y de Louvois, se alzaba contra Francia. La situación era desesperada. Francia no podía mantener la guerra por más tiempo, pero no estaba en condiciones de firmar la paz. En vano ofrecía abandonar España y replegarse a sus fronteras; el adversario exigía del rey que dejase libre paso a través de Francia a los ejércitos que acudirían a España para expulsar a su nieto del trono de Carlos II; además, le pedían que entregase Cambrai, Metz, La Rochelle y Bayona. Todo esto, a menos que prefiriese destronar por si mismo a Felipe V en el plazo de un año.

Villars marchó derecho hacia el enemigo que acampaba en Denain y que, seguro de la inminente agonía de Francia, no abrigaría ningún temor.

Los aliados habían establecido entre Denain y Marchiennes una línea fortificada que, con anticipado orgullo, Albemarle y Eugéne denominaban «la gran avenida de París». Villars decidió tomar Denain por sorpresa, derrotar primero a Albemarle y a continuación al príncipe Eugéne.

Una noche, el ejército francés se movió en dirección a la ciudad. El mariscal dio súbitamente la orden de avanzar hacia la izquierda; los ingenieros tendieron tres puentes sobre el río Escaut. Villars franqueó el río sin encontrar oposición, se internó en las marismas, se apoderó de un kilómetro de fortificaciones, alcanzó Denain, penetró en la villa, y al llegar a la plaza, encontró a su protegido el caballero de Harmental, quien le entregó la espada de Albemarle, al que acababa de hacer prisionero.

En aquel momento se anuncia la llegada de Eugéne. Villars retrocede y alcanza el puente por el que el Saboyano tiene que pasar, se atrinchera y espera. Allí es donde se va a dar la verdadera batalla; la toma de Denain no había sido más que una escaramuza. Eugéne ha de ver cómo sus mejores tropas se estrellan por siete veces contra el fuego de la artillería y contra las bayonetas que defienden la entrada del puente. Por fin, con el uniforme atravesado por las balas y sangrando por dos heridas, el vencedor de Hochstett y de Malplaquet se retira llorando de rabia. En seis horas todo ha cambiado de color. Francia se ha salvado, y Luis XIV sigue siendo el rey.

Harmental se había conducido como el hombre que de un solo golpe desea ver coronadas todas sus aspiraciones. Villars, viéndole ensangrentado y cubierto de polvo, hace que se acerque, y en el mismo campo de batalla escribe, apoyándose en un tambor, un mensaje para el rey en el que da cuenta del resultado de la jornada.

—¿Estáis herido? —pregunta a Raoul.

—Sí, señor mariscal, pero es tan leve que no merece la pena hablar de ello.

—¿Os sentís con fuerzas para cabalgar sesenta leguas a galope tendido y sin descansar?

—Me siento capaz de todo para servir al rey y a vos, señor mariscal.

—Entonces, partid inmediatamente, deteneos en las habitaciones de madame de Maintenon; contadle de mi parte lo que acabáis de ver, y anunciadle que un correo llevará el comunicado oficial. Si ella quiere conduciros ante el rey, dejadla hacer.

Harmental comprendió la importancia de la misión que se le confiaba; doce horas después, estaba en Versalles.

Villars había adivinado lo que iba a ocurrir. A las primeras palabras del caballero, madame Maintenon le tomó de la mano y le condujo hasta el rey, que estaba en su cámara trabajando con Voisin.

—Señor —dijo Harmental—, demos gracias a Dios, ya que Vuestra Majestad no ignora que por nosotros mismos seríamos incapaces de conseguir la menor cosa, y que es Él quien nos dispensa todas sus gracias.

—¿Qué ocurre, caballero? ¡Hablad! —exclamó muy impaciente Luis XIV.

—Majestad, la ciudad de Denain ha sido tomada, el conde de Albemarle ha caído prisionero, el príncipe Eugéne ha emprendido la fuga, y el mariscal de Villars pone su victoria a los pies de Vuestra Majestad.

A pesar del dominio que mostraba sobre sí mismo, Luis XIV palideció; sintió que las piernas le temblaban, y se apoyó en la mesa para no caer desplomado en su sillón.

—Y ahora, caballero —articuló al fin—, contádmelo todo.

Harmental relató la maravillosa batalla que, como por obra de un milagro, acababa de salvar a la monarquía. Cuando hubo terminado, el rey le dijo:

—¿Y de vos no me contáis nada? Sin embargo, a juzgar por la sangre y el barro que cubren vuestras ropas, no habéis estado precisamente en la retaguardia.

—Majestad, he hecho lo que he podido —respondió Harmental inclinándose—; si hay algo que decir sobre mí, lo dejo, con el permiso de Vuestra Majestad, al cuidado del mariscal Villars.

—Está bien, joven; y si él por casualidad os olvidase, nosotros nos acordaríamos. Debéis de estar fatigado, id a descansar; estoy orgulloso de vos.

Harmental se retiró feliz y no dudó en aprovechar el permiso real, pues en efecto, hacía veinticuatro horas que no había comido, ni dormido, ni bebido.

Cuando despertó recibió un sobre del Ministerio de la Guerra. Era su nombramiento de coronel.

Dos meses después fue firmada la paz. España perdió en ella la mitad de sus dominios, pero Francia permaneció intacta. Pasados tres años, Luis XIV moría.

Dos partidos opuestos, bien diferenciados, y sobre todo irreconciliables, se enfrentaban en el momento de su muerte; el de los bastardos, encarnado en el duque del Maine, y el de los príncipes legítimos, representado por el duque de Orléans.

Si el duque del Maine hubiese tenido la constancia, la voluntad y el coraje de su mujer, Louise Benedicte de Condé, quizás, apoyado como estaba por el testamento real, habría triunfado; pero hubiera tenido que responder abiertamente a los ataques, y el duque del Maine, débil de carácter y de espíritu, peligroso sólo a fuerza de ser cobarde, no servía más que para las intrigas. En un día, y casi sin esfuerzo, sus enemigos lo arrojaron de la cumbre donde lo había colocado el amor ciego del viejo rey, dejándole sólo la superintendencia de la educación real, el mando de la artillería y la primacía sobre los duques y los pares.

La decisión que acababa de tomar el Parlamento hería de muerte a la antigua corte y a todas las fuerzas coligadas con ella. El padre Letellier fue desterrado, madame de Maintenon se refugió en Saint-Cyr, y el duque del Maine se retiró a la bonita villa de Sceaux para continuar su traducción de Lucrecio.

El caballero de Harmental había asistido como espectador interesado, es cierto, pero pasivo, a todas esas intrigas. Su ausencia del Palacio Real, foco de atracción de todos aquellos que pretendían conquistar algún puesto en la esfera política, fue interpretada como oposición, y una mañana, de la misma forma que había recibido el despacho que le daba el mando de un regimiento, recibió la orden que se lo quitaba.

Harmental tenía la ambición propia de la juventud; la única carrera que en aquella época se abría a un gentilhombre era la de las armas. Corrió a casa del señor de Villars. El mariscal le recibió con la frialdad del hombre que desea olvidar el pasado y que quisiera que los demás olvidasen su propio y próxima pretérito. En vista de lo cual, Harmental se retiró discretamente.

Por otra parte, el espíritu de la época no era propicio a los accesos de melancolía. En el siglo XVIII se iba directamente a los placeres, a la gloria o a la fortuna, y todo el mundo podía conseguir una parte de aquellos bienes, a poco que se fuese guapo, valiente o intrigante.

Por aquellos años, la despreocupación y la alegría estaban de moda. Después del largo y triste invierno que fue_ la vejez de Luis XIV, brotaba de repente la primavera feliz y alegre de una joven realeza. El placer, ausente y desterrado durante más de treinta años, había vuelto; era buscado por todas partes abiertamente, con el corazón y los brazos abiertos. El caballero de Harmental anduvo triste justo durante ocho días; después, se había vuelto a mezclar con la gente, se dejó arrastrar por el torbellino, y este le arrojó a los pies de una bella mujer.

Durante tres meses fue el hombre más feliz del mundo; olvidó Saint-Cyr, las Tullerías y el Palacio Real; sabía que cuando se es amado se vive bien; el caballero no pensaba que ni la vida ni el amor son eternos.

Pudo darse cuenta de ello el día en que, cenando con su amigo el barón de Valef, la conversación de Lafare le había despertado bruscamente. Los enamorados tienen por lo general un mal despertar y Harmental, que creía amar verdaderamente, pensaba que nada podría ocupar en su corazón el lugar de aquel amor. El nuevo disgusto reavivó el otro: la pérdida de su amante le recordaba la de su regimiento.

En su situación, bastó la llegada de la misteriosa carta, tan inesperada, para distraerle de su dolor.

Harmental decidió no recrearse en su tristeza: aquella noche ira al baile de la ópera.

Hemos olvidado señalar que la segunda carta, la que le prometía tantas maravillas, estaba también escrita por una mano femenina. Por aquellas días los bailes de la ópera estaban en pleno apogeo. Eran creación del caballero de Bouillon, el inventor del entarimado que ponía el patio de butacas a nivel del escenario; el regente, admirador de toda buena invención, le había concedido, para recompensarle, una pensión de seis mil libras.

La bella sala que el cardenal de Richelieu había inaugurado con el estreno de su Mirame, y donde Moliére había estrenado sus principales obras, era aquella noche el centro de reunión de todo lo que la corte tenía de noble, de rico y de elegante. Harmental, movido por una susceptibilidad muy natural en su situación, se había esmerado más de lo que acostumbraba en su tocado. Cuando llegó, la sala estaba de bote en bote. Se felicitó por su idea de no llevar antifaz; estaba seguro de no correr ningún peligro, tal era la confianza que en la mutua lealtad tenían los nobles de la época: así, Harmental, después de haber atravesado con su espada a uno de los favoritos del regente, no dudaba en acudir a la corte en busca de una aventura.

La primera persona con quien se tropezó fue el joven duque de Richelieu, que por su nombre, sus aventuras, su elegancia, y quizás por sus indiscreciones, comenzaba a ponerse de moda.

Estaba de conversación con el marqués de Canillac, una buena ti pieza de la camarilla del regente. Richelieu estaba contando cierta historia con grandes aspavientos.

—¡Diablos!, mi querido caballero, venís muy a punto; estoy contando a Canillac una buena aventura.

Harmental frunció el entrecejo; sin darse cuenta, Richelieu resultaba de lo más inoportuno. En aquel momento pasó el caballero Ravanne, persiguiendo a una máscara.

—¡Ravanne! —gritó Richelieu—, ¡Ravanne!

Ravanne se perdió entre la muchedumbre, después de haber cambiado con su adversario de la mañana un amistoso saludo.

—¡Y bien!, ¿la historia? —preguntó Canillac.

—A ello vamos. Imaginadme hace tres o cuatro meses, cuando salí de la Bastilla donde me habían metido a resultas de mi duelo con Gacé… Llevaba, todo lo más, tres o cuatro días disfrutando de mi recobrada libertad, cuando Raffé me mandó una encantadora nota de madame de Parabére, en la que esta me invitaba a pasar la tarde en su casa. Me presenté a la hora prevista. ¿Adivináis a quién encontré, sentado a su lado, en un sofá?… A su Alteza Real misma.

—¿Y el señor de Parabére? —preguntó el caballero de Harmental, deseando llegar al final de la historia.

—¿El señor de Parabére?, ¡quién puede dudarlo!… Todo ocurrió como estaba previsto: se quedó dormido mientras hablaba conmigo, y despertó en la habitación de su mujer. La marquesa ha dado a luz hoy al mediodía.

—¿Y a quién se parece el niño? —preguntó Canillac.

—Ni a uno ni a otro… ¡A Nocé! —respondió Richelieu soltando la carcajada—. ¿No es una buena historia, marqués?

—Caballero —dijo en ese momento una voz dulce y femenina al oído de Harmental, mientras una pequeña mano se apoyaba en su brazo—, en cuanto hayáis terminado con el señor de Richelieu, os reclamo.

—Perdonad, señor duque; ved que me llaman.

—Os dejo ir, pero con una condición.

—¿Cuál es?

—Que contéis mi historia a este encantador murciélago.

—Temo no disponer de tiempo —respondió Harmental.

Dirigió sobre la máscara que le acababa de abordar una rápida mirada, y pudo distinguir sobre su hombro izquierdo la cinta violeta que debía servir de contraseña.

La desconocida era de mediana estatura y, a juzgar por la elasticidad y flexibilidad de sus movimientos, debía de ser joven. En cuanto a su talle y figura, no se podía juzgar: había adoptado el traje más propio para disimular sus gracias o sus defectos; iba vestida de murciélago, disfraz muy de moda en aquella época, y tanto más cómodo cuanto que era de una sencillez perfecta; se componía únicamente de dos amplias enaguas negras, y con él se tenía la seguridad de engañar a cualquiera, pues a través de aquella faldamenta era imposible reconocer a quien lo llevaba, aunque se pusiera en ello todo el empeño.

—Caballero —dijo la máscara sin intentar disimular su voz—, sabed que os estoy doblemente agradecida por haber venido; sobre todo, teniendo en cuenta el estado de ánimo en que os encontráis.

—Bella máscara —replicó Harmental—, ¿no decía vuestra carta que erais un genio benéfico? Pues si realmente tenéis poderes sobrenaturales, el pasado, el presente y el futuro deben seros conocidos.

—Ponedme a prueba; eso os dará una idea de mi poder.

—¡Oh! ¡Dios mío! Me limitaré a una cosa de lo más sencilla: si conocéis el pasado, el presente y el futuro, no os será difícil decirme la buenaventura.

—Nada más fácil; dadme vuestra mano.

Harmental hizo lo que se le pedía.

—Caballero —comenzó la desconocida después de un breve instante de observación—, leo claramente en la dirección del abductor y por la colocación de las fibras longitudinales de la aponeurosis palmaria, cinco palabras en las cuales está encerrada toda la historia de vuestra vida: Valor, ambición, decepción, amor y traición. Ellas me dicen que solamente por vuestro valor habéis obtenido el grado de coronel que teníais en el Ejército de Flandes; que este grado había despertado en vos la ambición; que esa ambición ha sufrido una decepción, y que habéis creído poder consolaros con el amor; pero como el amor, igual que la fortuna, están sujetos a la traición, habéis sido en efecto traicionado.

—No está mal —dijo el caballero—. Un poco vago, como todos los horóscopos, pero hay en ello un gran fondo de verdad. Pasemos a los tiempos presentes, mi linda máscara.

—¡El presente!… Caballero, hablemos bajo, pues ¡huele terriblemente a Bastilla!

El caballero se estremeció a su pesar, pues creía que nadie, a excepción de los propios actores, podía conocer la aventura de su duelo matinal.

—En este preciso momento —continuó la desconocida—, hay dos valientes nobles reposando en sus camas, mientras nosotros nos dedicamos alegremente a charlar en este baile.

—Confieso que vuestra ciencia del pasado y del presente me anima a desear conocer el porvenir.

—Siempre hay dos futuros —dijo la máscara—: El de los corazones débiles, y el de los fuertes. Vuestro porvenir depende de vos.

—Todavía es necesario conocer uno y otro para poder escoger el mejor.

—¡Pues bien! Hay un camino que os conduce a las cercanías de Nevers, a un rincón de esa provincia. Este os lleva al banco de mayordomo de la iglesia parroquial. En ese camino estáis.

—¿Y el otro?

—¿El otro? —prosiguió la desconocida, apoyando su brazo en el del joven, y fijando los ojos en su rostro a través del antifaz—. El otro os lanzará al torbellino y a la luz; hará de vos uno de los actores de la escena que se representa en el mundo.

—Y en ese segundo camino, ¿qué se arriesga?

—Probablemente la vida. El caballero hizo un gesto de desprecio.

—¿Y si gano?

—¿Qué os parece el grado de maestre de campo, el título de Grande de España, y el cordón del Espíritu Santo? Todo eso sin contar con el bastón de mariscal en perspectiva.

—Creo que vale la pena arriesgarse, bella máscara; y si me dais una prueba de que podéis obtener lo prometido, estoy de vuestra parte.

—Esa prueba sólo podrá dárosla otra persona; si queréis tenerla, caballero, es necesario que me sigáis.

—Entonces, ¿veré a esa persona?…

—Cara a cara, como Moisés vio al Señor.

—¿A qué esperamos, entonces?…

—Caballero, es necesario que os vende los ojos; dejaos conducir donde fuere que se os lleve; después, cuando lleguemos a las puertas del templo, haréis el juramento solemne de no revelar a nadie las palabras o los rostros que allá veáis.

—Estoy dispuesto a jurarlo por la laguna. Estigia —respondió Harmental riendo.

—Sólo vuestra conciencia será juez; únicamente se os pedirá vuestra palabra como fianza; tratándose de un caballero, esto basta.

—Estoy dispuesto —dijo Harmental.

—Si me lo permitís, iremos en coche. Al fin y al cabo soy mujer y tengo miedo a la oscuridad.

—En ese caso, dejadme llamar a mi carruaje.

—No, por favor; iremos en el mío —replicó la máscara. Después de estas palabras, el murciélago condujo al caballero hacia la calle de Saint-Honoré. Un coche sin escudo de armas, enganchado a dos caballos castaños, esperaba en la esquina de la callejuela de Pierre-Lescot. El cochero estaba en su asiento, envuelto en una gran capa que le tapaba toda la parte inferior de la cara; un gran tricornio le cubría la frente y los ojos. Un postillón sostenía con una mano la puerta abierta, y con la otra sujetaba un pañuelo con el que se cubría el rostro.

—Subid —dijo la máscara al caballero.

Harmental dudó un instante; todo aquel misterio le inspiraba cierto sentimiento de desconfianza. Más, bien pronto, pensando que daba el brazo a una mujer y que tenía una espada en el cinto, se decidió a subir al coche. El postillón dio dos vueltas a un resorte, que giró dos veces como si fuera una llave, dejando herméticamente cerrada la portezuela.

—¡Y bien!, ¿partimos? —preguntó el caballero al ver que el coche permanecía inmóvil.

—Falta todavía una pequeña precaución —respondió la máscara sacando de su bolsillo un pañuelo de seda.

—¡Ah!, es verdad —comentó Harmental—, lo había olvidado.

—Y levantó la cabeza.

—Caballero, ¿me dais vuestra palabra de honor de no quitaros esta venda antes de que os dé permiso para ello?

—Os la doy.

—A donde vos sabéis, señor conde —dijo entonces la desconocida dirigiéndose al cochero.

Y el vehículo partió al galope.