Capítulo 101

101

En un punto por encima del Atlántico

En el avión de vuelta a Estados Unidos, Harvath se hallaba sumido en un conflicto de emociones. Poco después de hablar con Kevin McCauliff, había llamado para pedirle un favor a Ron Parker y Ron le había puesto al día respecto a un ataque fallido contra El Cubo de Sangre.

La policía aún no había podido arrestar al sospechoso, pero a juzgar por la descripción, era idéntico a Philippe Roussard. El Cubo era uno de los lugares de reunión del Equipo Dos de los SEAL, Harvath era un exmiembro de los SEAL, a los SEAL solían llamarlos los «hombres rana», y la penúltima plaga estaba relacionada con las ranas. A Harvath le había bastado para concluir que Roussard era el autor del atentado contra El Cubo.

No había pasado de ser un intento, gracias a la agudeza de dos oficiales de la policía de Virginia. Era el primer tanto a favor de los buenos, y la primera vez que habían conseguido sacar la cabeza a flote.

Roussard empezaba a volverse chapucero. Harvath se preguntó si habría empezado a cansarse.

Por lo demás, él mismo se sentía bastante agotado. Le había llevado un día entero organizado todo, y aunque en Brasil había hecho una pausa, no había llegado a descansar. Dormía todas las noches con un ojo abierto. Nunca podría confiar del todo en el Trol, y el solo hecho de esperar sentado a que el enano hiciera sus sucios negocios para rastrear la conexión brasileña de Roussard había estado a punto de volverlo loco.

Cuando recibió el número de la cuenta en el Wegelin & Company, le alegró la idea de marcharse a Suiza. Sin embargo, el correo electrónico acerca del atentado contra El Cubo lo había cambiado todo. Harvath no podía estar en dos lugares a la vez. Roussard se encontraba de vuelta en Estados Unidos y, salvo que él mismo regresara a su país, perdería la última oportunidad de detenerlo antes de la plaga final.

Y sin embargo, tal vez había una manera de estar en dos lugares a la vez.

El Trol le había conseguido encantado el jet. No solo estaba ansioso de que Harvath lo librara de la amenaza de Roussard, sino que, si quería salir con vida, tenía que cerciorarse de que Harvath lo viera como un aliado.

Por su parte, Harvath seguía adelante por los mismos dos motivos de siempre: el deseo de impedir que sus seres queridos sufrieran otro ataque, y el deseo de hacer pagar a Roussard y a quien hubiera detrás de él.

Antes de marcharse de Brasil, se había puesto en contacto con una vieja amiga en Suiza. No dejaba de ser irónico que, faltando apenas unos días para la boda de Meg Cassidy, él recurriera ahora a otra de las mujeres fantásticas que había expulsado de su vida.

Claudia Mueller era jefa de investigaciones de la oficina del fiscal federal de Suiza y le había ayudado a rescatar al presidente cuando Rutledge se hallaba secuestrado en secreto en su país. Harvath le había pedido ayuda en otra ocasión: una misión peligrosa que no había involucrado solo a Claudia, sino al hombre que ahora era su marido, Horst Schroeder, jefe de una oficina de operaciones especiales de la policía de Berna.

Para atender a la última solicitud de Harvath, Claudia le había pedido una serie de cosas, entre ellas una declaración por vídeo del Trol, con toda la información acerca de Abu Nidal y la cuenta bancaria que había abierto para su hija en Wegelin & Company. Si Harvath estaba diciendo la verdad, y Claudia no tenía por qué pensar lo contrario, quería ceñirse a todas y cada una de las reglas y obtener una orden judicial.

Pese a la opinión de la mayoría de la gente sobre los bancos suizos, el 11-S había cambiado el mundo, a estos incluidos. Claudia estaba convencida de que podía obtener la orden y obligar al banco a darle la información que necesitaba Harvath. Lo único que no podía garantizar era cuánto tiempo tardaría en conseguirla. Dependiendo del juez, podía ser cuestión de horas, o de semanas.

Puesto que había vidas en juego, confiaba en que fuera cuestión de horas.

Antes de colgar, Claudia comentó en broma que era la primera vez que Harvath no le pedía un favor que podía costarle la vida. Conseguir los registros de un banco suizo no era precisamente un asunto fácil, pero era más fácil que meterse en un tiroteo.

La broma hizo sonreír a Harvath. Claudia era una buena chica. También lo conocía lo suficiente como para saber que iba a pedirle un segundo favor, que sería ligeramente más peligroso que ir de visita al banco.

Después de poner la operación suiza en manos de Claudia y, en un pequeño porcentaje, al cuidado del Trol, Harvath se había dirigido a un aeropuerto privado en las afueras de Sao Paulo para abordar su avión.

Los malos presentimientos no dejaban de rondarlo cuando pensaba en quién podía estar detrás de Philippe Roussard. Desde luego, cabía la posibilidad real de que Roussard tuviera acceso a la cuenta de su madre en Wegelin & Company, pero eso no explicaba quién lo había sacado de Guantánamo. Había algo más. Alguien más tenía que estar involucrado.

El Trol pensaba lo mismo, pero la conclusión a la que habían llegado era imposible. Harvath había estado presente el día de la muerte de Adara Nidal. La había visto morir.

Capítulo 102

102

Aunque viajaba con el pasaporte de Hans Brauner y podía ir a cualquier parte del mundo, Harvath había sido marcado como un traidor, con lo cual era un hombre sin país y, peor todavía, no tenía ninguna idea de adonde ir.

En la retorcida cuenta atrás de Roussard, El Cubo podía haber sido el objetivo de las dos últimas plagas. Pero no estaba nada convencido. Tenía el mal presentimiento de que faltaba un ataque más, que representaría la plaga en la que las aguas se teñían de sangre.

Harvath trató de recordar a todas las personas próximas a él que vivían cerca del mar. Se había criado en California, había pasado bastante tiempo en la Marina y, en los últimos años, se había radicado en la costa Este: la lista era larga. De hecho, era tan larga que no le cabían todos los nombres en la cabeza y tuvo que buscar lápiz y papel.

Era una misión imposible. No había manera de anticipar el siguiente golpe de Roussard. El campo de entrenamiento del equipo de esquí en Park City y El Cubo de Sangre en Virginia Beach eran objetivos casi tan aleatorios como Carolyn Leonard, Kate Palmer, Emily Hawkins y el perro. Todos significaban mucho para él, pero no eran ni las personas ni los lugares que hubiera pensado que serían atacados.

El jet aterrizó en el Aeropuerto Intercontinental de Houston. Después de sortear el control de pasaportes y la aduana, Harvath se encaminó al centro de negocios de la aviación privada.

Lo primero que hizo, después de activar los filtros de los servidores remotos, fue ponerse el audífono en el oído y llamar a los hospitales. Los equipos de seguridad de Finney permanecían en sus puestos. Habló con los jefes. Ron Parker los tenía al corriente del ataque fallido de Virginia Beach.

Como precaución, el equipo que velaba por la madre de Harvath la había trasladado a otra habitación que no daba a la calle. Tracy estaba ya protegida de un eventual coche bomba.

Harvath habló también con su padre y Bill Hastings le contó que los médicos seguían haciéndole pruebas a Tracy pero los resultados no eran buenos. El nuevo electro revelaba un deterioro adicional de la actividad cerebral y los intentos de desconectarla del respirador no habían salido bien. Tracy aún no conseguía respirar por sí sola. Eso representaba una doble desventaja, pues, mientras no pudiera respirar y siguiera conectada a los tubos, tampoco podrían hacerle un resonancia magnética completa para averiguar la causa precisa del coma y establecer a ciencia cierta las secuelas.

En la voz de Bill Hastings había un tono de fatalismo que no le agradaba nada a Harvath.

—A Tracy no le habría gustado nada de esto —le dijo Bill—. Todos estos tubos y estos cables. Y el respirador. ¿Te acuerdas de Terri Schiavo? Tracy y yo hablamos de ella una vez, y me dijo que ella preferiría morir a vivir así.

Bill y Barbara Hastings eran los padres de Tracy y sus familiares más cercanos, de modo que estaban autorizados a tomar en su nombre las decisiones relativas al tratamiento. Pero parecía que estaban contemplando tirar la toalla.

Mientras siguiera viva, había esperanza de que se recuperara. Y Harvath se lo dijo.

Bill Hastings no era igual de optimista.

—Tendrías que haber hablado con el médico, Scot. O con los neurólogos. Si hubieras oído lo que nos dijeron a nosotros, tal vez no pensarías lo mismo.

No hacía falta añadir nada más. Harvath comprendió que Bill y su mujer estaban considerando desconectar a Tracy. Les pidió que no hicieran nada hasta que él estuviera allí. Parecía una petición razonable. Tracy y él no llevaban mucho tiempo juntos, pero habían tenido una relación intensa, un compromiso.

La respuesta del padre lo cogió completamente desprevenido.

—Eres un buen hombre, Scot. Y sabemos que querías mucho a Tracy. Pero Barbara y yo pensamos que esta es una decisión de la familia.

¿Querías? Ya habían empezado a hablar de ella como si estuviera muerta. De inmediato, Harvath comprendió lo que tenía que hacer. Tenía que encontrar alguna manera de colarse en el hospital sin que lo arrestaran. Tenía que hacerlo. Tenía que estar con Tracy y, sobre todo, tenía que hablar de hombre a hombre con su padre. Estaba a punto de decirle a sus pilotos que hicieran el plan de vuelo para Washington cuando le entró un correo electrónico en la cuenta de Gmail. Y lo cambió todo.

Capítulo 103

103

Claudia Mueller había encontrado un juez que la tenía tomada con los terroristas que usaban los bancos suizos para financiar sus acciones. Y el juez le había dado todo lo que Claudia solicitaba sin dilaciones.

En un adjunto del mensaje, estaba un registro de transacciones de la cuenta de Wegelin & Company. Harvath lo recorrió con la mirada, prestando especial atención a los movimientos efectuados justo después de la noche en la que supuestamente había muerto Adara Nidal. Lo primero que había advertido era una serie de pagos a un lugar llamado Dei Glicini e Ulivella, en Florencia.

Harvath buscó el nombre en Google y descubrió que se trataba de un exclusivo hospital privado. Contaba con un equipo de cirujanos plásticos de élite, promocionado como «uno de los mejores» de Europa. Entre sus especialidades, estaba el tratamiento de víctimas con quemaduras severas, que incluía la cirugía reconstructiva, la rehabilitación y la recuperación.

Harvath no tenía idea de cómo lo había hecho. Sin embargo, Adara Nidal seguía con vida. No solo había conseguido huir del lugar de la explosión, sino que había logrado que un miembro de la policía italiana certificase que ella era uno de los cadáveres chamuscados. Se trataba de un complejo acto de desaparición. Pero se había salido con la suya. Harvath no quería creérselo, pero tenía las pruebas ante sus ojos. Y hacía tiempo que había aprendido a no subestimar a los terroristas que combatía.

Saltó la página en busca de las transacciones más recientes y descubrió algo aún más perturbador. Poco antes de cada ataque, había habido una transferencia de dinero a un banco local. Harvath repasó la lista y marcó las fechas y los escenarios de los ataques: al Bank of America, en Washington D. C.; al California Bank Trust de San Diego; al Wells Fargo Bank en Salt Lake City, Utah; al Washington Mutual Bank en McLean, Virginia; al Chase Bank en Hillsboro, Virginia; al First Coastal Bank de Virginia Beach; y finalmente, al U. S. Bank en Lake Geneva, Wisconsin.

Mientras los pilotos informaban del plan de vuelo y ponían el avión a punto para despegar, Harvath se puso en contacto con Ron Parker y le pidió que le mandara las cosas que había dejado en Elk Mountain al hotel Abbey, en Fontana, Wisconsin, a través de un servicio de mensajería veinticuatro horas.

Después de anotar los datos, Parker le preguntó cuánto tiempo más debían permanecer en Zúrich el jet de Finney y los pilotos. Finney tenía un invitado importante y quería poner a su servicio el avión y la tripulación.

Harvath le pidió que le diera las gracias a Finney de su parte. Y le aseguró que no precisaría del avión mucho más tiempo.

Era parte del segundo favor que le había pedido a Claudia. Después de salir de la NGA, Kevin McCauliff le había enviado un segundo correo con más detalles sobre la transferencia de fondos de Wegelin & Company a Brasil, y también con una advertencia. No podía probarlo, pero tenía la sensación de que estaban vigilando sus comunicaciones telefónicas y el ordenador de la oficina. Y le sugería a Harvath que estuviera en guardia.

A raíz del mensaje, Harvath había concebido su estrategia para estar a la vez en dos lugares y sacar de paso cierta ventaja.

A pesar de su amable charla en el club con Jim Vaile, el director de la CIA, no se hacía ilusiones acerca de lo que ocurriría si Morrell y su equipo volvían a ponerle las manos encima.

En el mejor de los casos lo pondrían bajo custodia y, esta vez, los hombres de Morrell se asegurarían de que no pudiera escapar. Y en el peor, uno de esos mismos hombres le pegaría un tiro.

Por una vía o por la otra, quedaría fuera de juego y Roussard tendría el camino despejado para llevar a término su plan. Harvath no podía permitírselo. Hasta donde podía ver, sus seres queridos no contaban con nadie aparte de él. El presidente estaba entre la espada y la pared y, por mucho que le prometiera lo contrario, era incapaz de detener a Roussard.

Morrell y sus hombres eran profesionales y Harvath empezaba a cansarse de mirar a su espalda esperando encontrarlos. Necesitaba tenderles una trampa y sacarlos de la partida. Si estaban al tanto de la existencia de la cuenta en Wegelin & Company y veían que el jet de Finney despegaba rumbo a Zúrich, no tardarían en deducir que Harvath iba a bordo.

Para que la carnada fuera aún más atractiva, Harvath le había pedido a Claudia que lo registrara en un hotel de Zúrich bajo uno de sus alias oficiales, y el Trol había hecho una serie de compras electrónicas con su tarjeta que prácticamente confirmaban su presencia en la ciudad. Aunque los alias oficiales del Departamento de Seguridad Interior no eran de conocimiento público, estaba seguro de que Morrell y los suyos esperaban verlo asomar la cabeza con uno de ellos. El propio Harvath habría hecho lo mismo en su lugar.

La idea era arrastrar a Morrell y a su equipo hasta el hotel, donde Horst, el marido de Claudia, estaría esperándolos con su propio equipo para llevarlos bajo arresto.

Claudia le había asegurado que, si llevaban encima cualquier clase de armamento, las rígidas leyes antiterroristas suizas le permitirían retenerlos durante bastante tiempo sin presentar cargos en su contra. La única pega era que tenía que pescarlos primero.

Capítulo 104

104

Camp Peary, Virginia

A Rick Morrell no le gustaba nada aquella historia. Le había caído del cielo. Era una chapuza, especialmente tratándose de Harvath, y por eso había resuelto cancelar la operación. Se encaró con sus hombres y aguantó todas sus quejas mientras desembarcaban del avión y volvían a poner el equipaje en las dos furgonetas que los habían traído a la pista aérea privada de la CIA.

—Todavía no lo entiendo —dijo Mike Raymond cuando dejaron el último puesto de control y enfilaron hacia la autopista—. Casi parece que no quieres atrapar al tío.

—Si eso es lo que crees —replicó Morrell—, eres tan estúpido como Harvath cree que eres.

—¿Por qué dices eso?

—Veamos. Harvath desaparece por completo de la superficie. Nadie lo ha visto, nadie sabe nada de él y, de repente, toma, vuelve a aparecer de la nada.

—Corrección —dijo Raymond—, de repente, entra en contacto con alguien a quien la NSA ya tiene bajo vigilancia. Fue así como obtuvimos esta pista.

Morrell miró a su subordinado y comprendió que tendría que rellenar la línea punteada para que lo viera.

—¿Y no te parece curioso que McCauliff haya empezado a borrar todos los historiales del ordenador y haya pedido un barrido de todas sus líneas telefónicas al Departamento de Defensa? Puede que cuando habló con Harvath no supiera que estaban oyéndolo, pero se dio cuenta enseguida.

—Eres un paranoico. Incluso si McCauliff lo sabía, eso no cambia la naturaleza de los datos que le dio a Harvath.

—¿O sea? —preguntó Morrell.

—O sea, que Harvath desapareció del mapa porque no tenía con qué seguir adelante. Y en cuanto consiguió algo, volvió a aparecer.

—¿Y tampoco te parece curioso que haya reaparecido usando uno de sus alias oficiales y una de sus tarjetas de crédito?

Mike Raymond se encogió de hombros.

—Joder. En Suiza la vida es cara. Nómbrame un solo hotel donde el recepcionista no te pida una tarjeta de crédito nada más llegar.

—¿Por qué no fue entonces a un hostal? —sugirió Morrell—. ¿O a un Gästezimmer en un domicilio particular? Podía haberse ligado a una chica para atrincherarse en su casa. Eso te lo enseñan el primer día en la academia.

—Vale, tal vez, pero…

—Sabe que tenemos vigilado el avión de Finney, que es su colega —siguió adelante Morrell—. ¿Y se sube en ese avión para ir a Zúrich? Yo no me lo creo. Es una pista demasiado buena.

—¿Y tú cancelas la operación así, sin más?

—Escucha, Harvath tiene un problema y es que siempre se cree el tío más listo de todos. Tú mismo leíste su carpeta.

—Todos leímos la carpeta. Pero ¿y si Harvath montó todo esto porque sabía que reaccionarías así?

Morrell sonrió.

—Es listo, pero no tan listo.

Raymond sacudió la cabeza.

—En el fondo da igual. Incluso si está en Zúrich ya nos ha sacado ventaja. No me extrañaría que al llegar nos enterásemos de que acaba de marcharse.

—Ese es otro de los motivos por los que cambié de opinión.

—Pero ¿y si te equivocas?

—¿Y Harvath realmente está en Zúrich? —preguntó Morrell.

Raymond asintió.

—Si el avión de Finney no es un señuelo y Harvath es tan tonto como para viajar en él, todavía podemos seguirle el rastro. Esperemos a ver qué pasa.

—¿Y el hotel donde supuestamente se registró Harvath?

—Ya lo tengo vigilado.

—¿Alguien de la agencia que trabaja en la embajada allí? —inquirió Raymond.

—No. El director Vaile fue muy claro. Esto tiene que mantenerse en el más completo secreto. Tengo un amigo, un exfuncionario del Departamento de Justicia que se mudó a Copenhague después de retirarse. Irá allí y nos contará qué está ocurriendo.

—¿Te refieres al vendedor de libros? ¿A Malone?

—Sí, me debe un favor. Llegará a Zúrich dentro de unas horas —contestó Morrell.

—¿Confías en él?

—Por completo. Es un tío inteligente. Sabe lo que hace.

Raymond miró a Morrell.

—¿Y si Malone te llama y te dice que Harvath está en Zúrich?

Morrell hizo un gesto burlón.

—Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos allí. Personalmente, creo que es mucho más probable que Harvath aparezca en algún lugar de Estados Unidos que en el extranjero.

—Ojalá tengas razón.

—Confía en mí —contestó Morrell—. Lo conozco como la palma de mi mano.

Capítulo 105

105

Fontana, Wisconsin

Considerado el balneario más exclusivo del Medio Oeste, Lake Geneva y los hoteles y pueblecitos turísticos que bordeaban las cristalinas aguas del lago eran un paraíso vacacional. Había lanchas de alquiler, veleros, lugares para nadar, escalar, pescar e ir de compras y un campo de golf impresionante.

Después de registrarse con sus pilotos en el hotel Abbey, Harvath los invitó a treinta y seis hoyos con la comida incluida a cambio de que le prestaran el coche que habían alquilado.

Los pilotos aceptaron encantados. Las dietas no estaban mal, pero pasarse el día sentados esperando al cliente era la peor parte del trabajo. No siempre los hospedaban en un hotel de la categoría del Abbey ni los invitaban a jugar al golf y además a comer el primer día.

El acuerdo también le venía bien a Harvath. No quería que nadie supiera dónde estaba, y si usaba su propio carné de identidad o sus tarjetas de crédito, todo el mundo se enteraría al instante. El alias de Hans Brauner era sumamente útil, pero no incluía un permiso de conducir.

Desde luego, también podía robar un coche, pero en un lugar tan pequeño tenía que ser la última alternativa.

Para la boda de Meg faltaban dos días y la fiesta iba a celebrarse en el Country Club de Lake Geneva. El club, más conocido como el CCLG, estaba situado en la orilla suroriental del lago. Era un escenario idílico para una boda.

Lo que Harvath no acababa de entender era cómo pensaba desatar la plaga final Roussard para teñir las aguas de sangre. Con el presidente entre los invitados, la seguridad iba a ser hermética. De hecho, por mucho que deseara echarle un vistazo al club y revisar las medidas que había tomado el Servicio Secreto, sabía que no valía la pena. En otra época, había trabajado como avanzadilla de la escolta presidencial. Sería más fácil entrar en Fort Knox que en aquel club.

Tampoco cabía la posibilidad de acercarse en una lancha. Montar guardia en un lugar que el presidente iba a visitar era un tostón, pero los agentes de la policía local, estatal y federal se tomaban muy en serio su labor. Nadie, jamás, quería que al presidente le pasara nada teniéndolo a su cuidado. Harvath lo sabía por experiencia, y la lección se le había quedado grabada porque, una vez, al presidente le había pasado algo.

Cuanto más pensaba al respecto, más lógico le parecía que Roussard lanzara un ataque en la boda de Meg. El escándalo iba a ser enorme. El ataque no solo le daría fama y renombre internacional, sino que afectaría a otras personas que significaban mucho para Harvath. Tenía que haber algún modo de detenerlo.

Sin embargo, antes que nada, tenía que entender lo que Roussard pretendía hacer en la boda y en Lake Geneva. ¿Contaría con refuerzos? Y aún más importante, dado que era la última plaga y parecía también dirigida al presidente, ¿se presentaría su madre, Adara?

A la luz de los pagos recientes que había hecho a la clínica de tratamiento de quemaduras desde su cuenta en Suiza, no parecía muy factible. Si Adara estuviera en condiciones, le habría dado caza ella misma, en lugar de enviar a su hijo. Harvath no tardaría en bailar un último vals con Adara, pero antes de eso tenía que detener a Roussard.

Mientras trataba de encajar las piezas del rompecabezas, las preguntas básicas se repetían en su mente una y otra vez: qué, por qué, dónde, cuándo y cómo.

El qué era el ataque en sí mismo. De momento, Harvath no había acabado de entender al cien por cien el por qué. Adara Nidal quería vengarse porque Harvath había frustrado sus planes de encender la guerra santa del islam contra Israel, y su hijo era el instrumento de la venganza. Harvath no había llegado mucho más lejos.

El dónde era el Country Club de Lake Geneva y el cuándo, en algún momento de la boda de Meg o de la fiesta posterior. La lista de invitados parecía un ejemplar del Quién es quién de Chicago. Si uno era rico, famoso o poderoso, estaba invitado. Para completar, tanto el alcalde de Chicago como el presidente de Estados Unidos pensaban asistir. En caso de tener éxito, Roussard saldría en primera plana en todo el mundo.

Harvath había resuelto ya cuatro o cinco interrogantes respecto al ataque de Roussard. Tenía el qué, parte del por qué, el dónde y el cuándo. Lo único que le faltaba era el cómo.

Capítulo 106

106

Era una noche perfecta. La temperatura rondaba los veinte grados, las estrellas brillaban en el cielo despejado y una ligera brisa soplaba desde el lago.

Jean Stevens, la vecina de Meg Cassidy, tenía las ventanas y las puertas abiertas. Uno no podía desperdiciar una noche así encerrándose en casa con el aire acondicionado.

El veranillo de San Miguel había sido una bendición. Como no se sabía cuánto iba a durar, Jean estaba decidida a sacarle todo el jugo antes de regresar a las afueras de Chicago y a otro invierno interminable.

Volvió a llenar el vaso con los cubitos de hielo en forma de velero y se preparó otro vodka con tónica. Cuando volvió a salir al porche, se llevó un susto mortal.

Antes de que pudiera gritar, la sombra que había aparecido enfrente de ella le tapó la boca con la mano.

El hombre le hizo señas de que no abriera la boca, apagó las luces y la condujo hasta una de las sillas de la mesa del desayuno.

—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Jean cuando Harvath apartó la mano y la dejó sentarse—. Casi me ha dado un infarto.

—Sorpresa. —Harvath arrimó otra silla y se sentó.

—Sí, sorpresa… ¿Qué haces aquí? Meg me contó que no respondiste a la invitación para la boda. No tenía ni idea de si pensabas venir. No es de buena educación no responder, ¿sabes? Sobre todo cuando Meg tuvo la generosidad de invitarte. Que las cosas no hayan funcionado entre vosotros no es motivo para ser descortés. Un segundo… —Jean hizo una pausa—. ¿Qué modales son estos? Ven aquí y dame un abrazo.

Harvath se levantó y le dio un abrazo. Jean no había cambiado nada. Meg solía decir que era una mezcla entre una tía abuela simpática y una diseñadora de éxito. Era una mujer cálida y cariñosa. Y, naturalmente, Meg se había hecho amiga suya. Bastaba con conocer a Jean para empezar a quererla.

—¿Has venido a convencer a Meg de que deje a ese capullo con el que se va a casar y se fugue contigo?

—Todd tampoco está tan mal, Jean —contestó Harvath.

—No me digas —replicó ella y se levantó a prepararle un trago—. Es manipulador, controlador, insoportable…

—Y también es el hombre que Meg ha elegido para pasar con él el resto de su vida —concluyó Harvath y la llamó agitando la mano para que volviera del bar.

—No has venido a pedirle que lo deje y se case contigo —afirmó Jean cuando volvió a sentarse.

—Me temo que no.

—Qué lástima. Hacíais muy buena pareja.

—Necesito que me hagas un favor. —Harvath cambió de tema.

—Solo tienes que pedir, cariño. —Jean le dio una palmadita en la rodilla, y las pulseras tintinearon en su muñeca.

Harvath se sacó un sobre del bolsillo.

—Quiero pedirte que le entregues esto.

Jean Stevens enarcó una ceja.

—Presiento que puede haber fuegos artificiales en el penúltimo minuto —sonrió Jean. Luego cogió un teléfono inalámbrico que había a su espalda—. ¿Por qué no la llamo? Estará tirándose de los pelos con los últimos detalles, pero seguro que puede sacar un par de minutos para venir a saludar. Tal vez recobre el sentido cuando te vea.

Harvath tomó su mano y repuso el teléfono en la mesa.

—Es un poco complicado.

—En esta vida todo es un poco complicado, cariño. Yo prepararé unos daiquiris y vosotros podéis hablar tranquilos. Ni siquiera tengo que estar en casa. Si quieres salgo a dar un paseo. Será mucho mejor que estéis solos.

Harvath no pudo evitar sonreír. No conocía a ninguna otra persona tan empeñada en hacer felices a los demás.

—Quiero decir que es complicado en términos profesionales, Jean. No en términos personales. Yo no tendría que estar aquí.

—Si estás preocupado por Todd…

Harvath se echó a reír esta vez.

—No, no estoy preocupado por Todd. Créeme.

—Un asunto de capa y espada, ¿verdad? —Jean le guiñó el ojo con aire conspiratorio.

—Más o menos. Escucha, nadie puede enterarse de que estoy aquí. Meg no lo sabe y nadie más debe saberlo. ¿Puedo confiar en ti?

—Nadie sabe guardar un secreto como yo, cariño. Mis labios están sellados —dijo ella tomando el sobre—. Dalo por hecho. Ahora, ¿quieres comer algo?

—No, lo siento. —Harvath se puso de pie—. No puedo quedarme.

—Vale… Dado que ambos seguimos solteros, ¿te gustaría ser mi pareja en la cena de mañana por la noche? Va a ser de lo más glamurosa. Nos recogerán en el muelle a las cinco y media para tomar un cóctel a bordo del barco y luego nos llevarán a cenar al club.

—Tendré que rechazar esa oferta también. —Harvath sacudió la cabeza.

Jean se quedó mirándolo.

—¿Puedo hacerte una pregunta, cariño?

Harvath ya había tentado su suerte acercándose a menos de treinta pasos de la casa de Meg y la escolta del Servicio Secreto que le habían asignado.

—Vale —cedió—. Una pregunta.

—¿Eres feliz? Quiero decir, ¿realmente feliz?

Era una pregunta fundamental, directa al grano, que retrataba de pies a cabeza a Jean Stevens. Pero de todos modos lo cogió desprevenido.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué crees que quiero decir? Es una pregunta muy simple. ¿Eres feliz?

—Depende de cómo definas «feliz». —Harvath estaba ansioso por ponerse en camino. El extraño talento de Jean para leerles el pensamiento a los demás también le hacía sentir algo incómodo.

—Para ser feliz hacen falta tres cosas. Hay que tener algo que hacer. Alguien a quien amar. Y un sueño que cumplir.

No dijo más. Se quedó mirándolo, mientras sus palabras reverberaban en el aire. Meg y él habían hecho una buena pareja. Harvath era un tío estupendo, que a Jean le hacía pensar en su marido: fuerte, guapo, extraordinariamente gentil con sus seres queridos. De verdad era una lástima que las cosas no hubieran funcionado entre él y Meg.

Harvath permaneció en vilo unos segundos. Un silencio incómodo se cernía a su alrededor. Finalmente, se inclinó para besarla en la mejilla.

—Gracias por darle la nota a Meg —dijo, y se marchó.

Capítulo 107

107

Philippe Roussard se acercó al extremo del muelle privado y oteó el lago oscurecido. Cerró los ojos, y sintió la brisa contra su cuerpo. En la distancia, los cables de los veleros tintineaban contra los mástiles de aluminio, mecidos por las olas.

Roussard había hablado otra vez con su controlador, y la conversación había vuelto a acabar mal. Habían discutido acerca del ataque frustrado al bar de Virginia Beach. Su interlocutor lo culpaba por haber cambiado el plan en el último minuto. La caravana era un exceso, al igual que las cantidades de diesel y fertilizante. Roussard tendría que haberse ceñido a una furgoneta, aunque cupiera una cantidad menor. Si hubiera seguido las instrucciones, habrían tenido éxito.

Tampoco habían llegado a un acuerdo acerca de cómo llevar a cabo el último ataque. Ni de cómo debía morir después Scot Harvath.

Roussard estaba harto de discutir. Era él quien se hallaba sobre el terreno y debía tomar las decisiones que le parecieran pertinentes. Ya tenía previsto cómo salir del país una vez acabado el trabajo y también tenía suficiente dinero para llevarlo a término. Esas discusiones incesantes no llevaban a nada.

La verdad era que simplemente no se conocían. Había pasado demasiado tiempo y los lazos de sangre no bastaban para franquear el abismo entre los dos.

Roussard abrió los ojos y encendió otro cigarrillo. Haría exactamente lo que quería hacer. El último ataque sería espectacular. Tan audaz que daría escalofríos, un final apropiado para todos los anteriores.

Dio una calada larga y se preguntó adonde iría cuando hubiera acabado todo. En el día a día de Iraq, y más tarde en Guantánamo, donde estaba encarcelado sin esperanzas, nunca había pensado en vivir más allá de la hora siguiente, por no hablar del día siguiente, o la semana, o el mes, o el año siguiente, pero eso estaba a punto de cambiar. Empezaba a valorar el futuro, el hecho de plantearse metas.

Ahora sabía lo que era trabajar sobre el terreno. Y le gustaba. No tenía miedo de que lo capturaran, pero era lo bastante listo para darse cuenta de que tenía los días contados en Estados Unidos. No podría quedarse mucho más, pero antes pensaba coronar sus logros.

Se llevó a los ojos los binoculares de visión nocturna. Echó un último vistazo al objetivo, regresó por el muelle y se recluyó en la cabaña de alquiler. Era hora de dormir. Mañana sería un día arduo.

Capítulo 108

108

Solicitar una escolta especial para Meg había sido lo correcto, pero ahora solo hacía más difícil su trabajo.

Necesitaba hablar con Meg cara a cara, pero desde luego no podía ser a la luz del día. Porque ella no podría sacudirse a los escoltas.

Sin embargo, sí podía despistarlos de noche, cuando creyeran que se había ido a dormir.

Harvath se sentó en la parte de atrás de Gordy’s Boathouse, uno de los bares más populares de Fontana, y consultó por quinta vez su reloj. Trató de calcular cuánto podía tardar Jean Stevens en llevarle la nota a Meg, y cuánto podía tardar Meg en salir de su casa y recorrer el antiguo sendero indio hasta la orilla del lago, donde se hallaba Gordy’s.

El bar estaba repleto de gente joven, guapa y adinerada, que iba a Lake Geneva a divertirse en verano. El DJ mezclaba los discos y las luces estroboscópicas cortaban como cuchillos multicolores la pista de baile.

Harvath miró otra vez a su alrededor, evocando las noches felices que Meg y él habían pasado juntos en el local. Observaba todavía a la multitud, cuando una mano se posó en su hombro. Era una mano de hombre.

Lo había visto acercarse por el rabillo del ojo, pero no le había prestado atención porque estaba buscando a Meg. Para ser francos, tampoco llamaba demasiado la atención. Solo lo reconoció cuando Todd Kirkland, el novio de Meg, le puso la mano en el hombro.

—Tenemos que hablar —dijo Kirkland.

—¿De qué? —preguntó Harvath, a sabiendas de por qué estaba allí.

El novio de Meg le enseñó la nota que Harvath le había confiado a Jean Stevens.

—De esto.

Dejaron la pista de baile y se instalaron en la parte delantera, en una mesa que acababa de quedar libre.

—¿Quiere explicarme qué significa esto? —Kirkland agitó la nota en la cara de Harvath.

Harvath no le prestó atención. La camarera se acercaba. Le pasó las copas de vino vacías y le pidió que trajera dos cervezas.

En cuanto la chica se marchó, Kirkland volvió a la carga.

—¿Quién demonios se cree? Piensa que solo tiene que…

Harvath había tratado de salirse por la tangente con Jean Stevens. Pero Jean tenía razón. Kirkland era un capullo. Era grosero y arrogante, sin lugar a dudas porque tenía inseguridades. Harvath no podía entender de qué se sentía inseguro.

Había ganado un montón de pasta negociando con materias primas y tampoco tenía tan mal aspecto, considerando que, según decían, uno de los mejores cirujanos plásticos de Chicago le había retocado la nariz, los ojos, las orejas y el mentón.

A pesar de sus defectos, Meg había visto algo en él y se había enamorado. Podía ser manipulador, controlador, insoportable, eso era problema de Meg. Nadie estaba obligándola a casarse.

Tampoco nadie había obligado a Harvath a sabotear su propia relación con Meg. Miró al hombre con el que Meg iba a contraer matrimonio en menos de cuarenta y ocho horas. No acababa de adivinar qué había visto en él.

—Exijo una explicación de inmediato —afirmó Kirkland, trayendo a Harvath de vuelta a la realidad—. ¿Qué demonios pretende hacer?

—No pretendo hacer nada, Todd —dijo pausadamente Harvath.

—Y una mierda —contestó el hombre—. Está conspirando con esa puta loca que vive en la casa de al lado, ¿no? No para de preguntarle a Meg por usted, sobre todo si yo estoy presente…

—Jean Stevens y yo no estamos conspirando en absoluto, Todd.

—¿Ah, no? ¿Y cómo es que ella acabó con una carta suya para Meg? No será fácil negarlo, dado que está sentado exactamente donde la carta dice que estaría sentado.

—No estoy negando nada. Necesito hablar con Meg —contestó Harvath.

—¿Y no podía llamarla por teléfono?

La camarera regresó y Harvath esperó a que dejara las cervezas antes de responder.

—No. Necesito hablar con ella en persona.

—¿Qué quiere decirle? ¿Que sigue enamorado de ella? Porque, si es así, puedo asegurarle al cien por cien que para ella usted es historia, amigo.

Harvath detestaba que le dijeran «amigo», sobre todo cuando se lo decía algún capullo ignorante que ciertamente no era su amigo y no tenía ni puta idea de lo que estaba diciendo.

—Presumo que Meg no llegó a recibir mi nota —señaló Harvath, tratando de mantener una conversación equilibrada.

—No. Y en lo que a mí concierne, no va a recibirla.

A Harvath no le gustaba irse por las ramas. Tomó un trago de cerveza y trató de conservar la compostura.

—Tengo motivos para creer que Meg está en peligro.

—Fue por eso por lo que pidió que le asignaran una escolta del Servicio Secreto, ¿verdad?

—Sí, pero…

, joder —escupió Kirkland—. Solamente lo hizo para echarse un farol, y ya me tiene harto. No importa adonde mire, tengo que acordarme de usted. Pero eso se acabó. Desde este mismo momento.

Harvath se obligó a aflojar los dedos que sostenían el vaso para no romperlo.

—Que esto no se vuelva un concurso de quién la tiene más grande, Todd. Se trata de una amenaza seria.

—¿Por qué no habla entonces con el Servicio Secreto?

En eso no estaba equivocado. Y Harvath odiaba tener que admitirlo.

—Porque no conocemos con exactitud la naturaleza de la amenaza.

—¿No conocemos? ¿Quiénes? ¿El Departamento de Seguridad Interior? ¿El FBI? ¿La CIA?

Harvath no respondió.

—¿Lo ve? No me lo creo. Esto es cosa suya. De usted y Meg, por lo menos en su imaginación. Pero tengo que darle una noticia. Usted ya no significa nada para Meg. Se acabó. Así que aléjese de una puta vez de nosotros.

Kirkland se levantó y empujó la silla contra la mesa. Harvath volvió a empujarla con el pie, invitándolo a sentarse.

—No sea capullo, Todd. Estoy aquí porque hay una amenaza verosímil. Se trata de un tío peligroso y quiere montar un tiroteo en la boda.

El novio de Meg no quería sentarse otra vez.

—Puesto que el presidente acudirá a la boda, algo me dice que si hubiera una amenaza verosímil usted se habría puesto en contacto con el Servicio Secreto, en vez de citar a mi esposa en un bar en mitad de la noche.

Kirkland se sacó del bolsillo un billete de veinte dólares y lo arrojó sobre la mesa.

—Y para que lo sepa, Meg lo invitó a la boda para hacerle saber que había seguido adelante con su vida. Tal vez usted tendría que plantearse hacer lo mismo.

Capítulo 109

109

Cuando se subió a su Bentley Azure, Todd Kirkland se sentía sumamente satisfecho de sí mismo. Hacía tiempo que quería cantárselas todas a ese mamón de Harvath y ahora estaba hecho. Se había quitado de encima un peso enorme.

Bajó la capota del Bentley, ajustó el retrovisor y se sonrió a sí mismo.

La presencia de Harvath en la boda se había convertido en toda una preocupación para él. Había discutido varias veces con Meg acerca de los motivos que ella decía tener para invitarlo, pero ahora ya nada de eso importaba. A juzgar por la cara que el tío había puesto en el bar, Kirkland dudaba mucho que tuviera los huevos para presentarse en la ceremonia. Con Harvath fuera de la película, él podría concentrarse en disfrutar del resto del fin de semana y del resto de su vida en compañía de Meg Cassidy. Después de todo, había ganado la partida. Él se había quedado con Meg, no Harvath. Y no había nada más que agregar.

Salió del parking y se dirigió hacia el sur por el paseo a orillas del lago, para darse una vuelta por la cabaña de Meg. Todavía estaba sintiéndose satisfecho de sí mismo, cuando una duda empezó a roerlo por dentro. Trató de quitársela de la mente, pero la duda siguió allí. «¿Y si lo que decía Harvath era cierto?». En realidad, Kirkland nunca había sabido nada acerca de su trabajo, solo que era empleado del Departamento de Seguridad Interior y que Meg no podía hablar del tema. Era uno de esos secretos que compartía con su exnovio y que a él lo ponían como loco. ¿Y si había una amenaza de la que el Servicio Secreto no estaba al tanto y Meg corría más peligro del que nadie podía imaginar?

Cuando llegó a la intersección de la cabaña, Todd Kirkland decidió que todo el mundo estaría más tranquilo si él sostenía una breve conversación con los agentes del Servicio Secreto que montaban guardia en la puerta.

El móvil de Rick Morrell sonó una hora y media más tarde. Después de anotar los datos, Morrell avisó a los miembros del equipo Omega. Habían localizado a Harvath. Estaba en Wisconsin.

Capítulo 110

110

Cuando la furgoneta de Federal Express se detuvo delante del porche del hotel Abbey, Harvath ya estaba fuera esperándola.

Enseñó el documento de Hans Brauner, firmó el formulario de entrega y le entregó al mozo del parking el recibo del coche de alquiler de los pilotos.

Encendió el navegador GPS, introdujo la dirección del U. S. Bank de Lake Geneva y se puso en marcha.

Por el camino, sacó del paquete su pistola Heckler & Koch USP, la navaja Benchmade, la BlackBerry, los carnés del Departamento de Seguridad Interior y los dos cargadores de repuesto que Ron Parker había agregado por cortesía y arrojó la caja vacía de la mensajería al asiento de atrás. Mientras conducía, se preguntó en qué demonios podía haber estado pensando cuando se le ocurrió citar en secreto a Meg.

¿Qué habría conseguido? ¿Qué pospusiera la boda? ¿O acaso tenía la esperanza de que Meg le hablara en su nombre al presidente y todo se arreglara?

Las respuestas se agolpaban en su mente, pero sabía que ninguna era correcta. Realmente, había querido ponerla sobre aviso.

Quería que Meg tuviera la oportunidad que no habían tenido Tracy, ni su madre, ni ninguna de las otras víctimas de Roussard. Pero no solo era eso. En el fondo de su corazón, lo que quería era aligerar el sentimiento de culpa que le producía no haber sido capaz de detener a Roussard. Si algo le pasaba a Meg, luego no podría decirle que él no se lo había advertido. Vaya mierda.

No importaba si se lo advertía o no se lo advertía, si algo le pasaba sería su responsabilidad, y el sentimiento de culpa sería tan grande como el que le había causado el ataque a Tracy.

Nadie aparte de él podía parar a Roussard.

Sin embargo, eso no significaba que no tuviera que alertar al Servicio Secreto. En eso Todd Kirkland tenía un punto de razón. Harvath había contactado con Gary Lawlor y lo había puesto al tanto de sus descubrimientos.

Gary se ocuparía de informar al Servicio Secreto, pero Harvath sabía que tampoco podrían hacer demasiado con la información.

Harvath le envió un correo a Lawlor con el expediente completo que poseía de Roussard, incluidas las fotos. Confiaba en que su jefe se lo mirara e hiciera circular todos los detalles importantes. El Servicio Secreto se aseguraría de que sus agentes llevaran encima la foto de Roussard. Además, llamarían a sus contactos en la policía local y estatal para que estuvieran alerta. Pero ahí acabaría todo. Si alguno de ellos se encontraba con Roussard, lo más probable era que para entonces ya fuera demasiado tarde.

Los dos policías de Virginia Beach habían tenido un golpe de suerte. Harvath dudaba mucho que Roussard se descuidara otra vez.

Capítulo 111

111

La sucursal del U. S. Bank en Lake Geneva estaba situada en el costado oeste del pueblo, cerca de la intersección entre la calle Geneva y la calle Center.

Harvath entró en el banco con un sobre de papel marrón bajo el brazo, le enseñó el carné del Departamento de Seguridad a uno de los encargados de préstamos y pidió hablar con el director de la sucursal.

Lo condujeron a un despacho privado. Una mujer bastante atractiva, de cuarenta y tantos años, se puso de pie junto al escritorio. Se llamaba Peggy Evans.

—¿En qué podemos serle de utilidad al Departamento de Seguridad Interior? —preguntó después de mirar el carné de Harvath, que ya había tomado asiento.

Harvath abrió el sobre y sacó las fotos de Philippe Roussard que había impreso en el centro de negocios del hotel.

—¿Reconoce a este hombre? —Le pasó las fotos a la mujer.

Peggy Evans estudió las fotos durante varios minutos.

—¿De qué se trata?

—El sujeto de las fotos es un terrorista que está en busca y captura. Tenemos documentos que indican que le hicieron una transferencia de fondos a este banco hace un par de días.

—¿Está sugiriendo que el banco ha obrado mal? Porque puedo asegurarle…

Harvath sacudió la cabeza y levantó la palma en alto.

—En absoluto. Solo queremos reunir toda la información que podamos sobre él.

—¿Tiene los datos específicos de la transacción?

Harvath le dio una copia del documento que Claudia había mandado desde las oficinas de Wegelin & Company en Suiza.

Después de estudiar el documento Evans cogió el teléfono y marcó una extensión.

—¿Arty, puedes venir un segundo, por favor?

Al cabo de un momento, un corpulento latino de unos treinta años llamó a la puerta del despacho.

—¿Quería verme?

—Sí. —Evans los presentó—. Este es Arturo Ramírez; Arturo, este es el agente Scot Harvath, del Departamento de Seguridad Interior. Quiere hacerte algunas preguntas acerca de un cliente que estuvo en el banco hace dos días.

Harvath se levantó y le estrechó la mano.

—Arturo está a cargo de todas las transferencias —prosiguió la mujer—. Y nunca se le olvida una cara. ¿No es verdad, Arty?

Ramírez le sonrió educadamente y Harvath le tendió las fotos.

—Sí, me acuerdo de él —dijo después de estudiarlas—. Creo que se llama Peter Boesiger. Un tío simpático. Suizo.

—Interesante —contestó Harvath, y sacó un bolígrafo del bolsillo—. ¿Cómo supo que era suizo?

—Porque presentó un pasaporte suizo como documento de identificación. Di por descontado que era suizo. Además tenía acento.

—¿Hizo fotocopia del pasaporte?

—Por supuesto —dijo Ramírez—. Es el procedimiento habitual del banco.

—¿Podría enseñármela, si es tan amable?

Ramírez miró a Evans y su jefa asintió.

Salió del despacho y regresó al cabo de unos minutos con una foto del pasaporte en el que Roussard figuraba como Peter Boesiger.

—¿Puede decirme algo más sobre él? —preguntó Harvath.

Ramírez lo miró.

—¿Como qué?

—¿Estaba acompañado?

—No —dijo el robusto cajero—. Venía solo.

—¿En qué clase de vehículo? ¿Llegó a verlo?

Ramírez negó con la cabeza.

—No, no lo vi.

—¿Habló de algo con usted? ¿Mencionó dónde estaba alojado o algo parecido?

—No que yo recuerde.

A ese paso, Harvath no tardaría en llegar al final del cuestionario.

Entonces, Ramírez dijo:

—Un momento. Me pidió indicaciones. Estaba buscando la dirección de una inmobiliaria. Una aquí cerca, pero no recuerdo cuál. Hablamos de si era preferible caminar hasta allí o ir en coche. Yo le dije que si ya había aparcado mejor dejara el coche, porque no sería fácil encontrar otra plaza libre.

La ancha cara de Ramírez se iluminó con una sonrisa cuando recordó ese fragmento crucial de información.

Después de recibir la guía telefónica de manos de la gerente, Harvath se preguntó cuántas inmobiliarias podía haber en un lugar tan turístico como Lake Geneva.

Capítulo 112

112

En cuanto Rick Morrell y los hombres de su equipo llegaron a Fontana, se dividieron en dos escuadrones y, fingiendo ser agentes del FBI, interrogaron simultáneamente a Todd Kirkland y a Jean Stevens.

Ninguno de los dos pudo aportar ninguna pista acerca del paradero de Harvath. Acto seguido, los agentes visitaron Gordy’s Boathouse, el bar restaurante donde Harvath había estado la noche anterior. La camarera se acordó de haber atendido a Harvath cuando Morrell le enseñó la foto. Sin embargo, no había cruzado palabra con él, aparte de tomarle el pedido.

Puesto que en el pueblo no había más que una docena de hoteles, Morrell y los hombres emprendieron la tarea de descubrir dónde estaba alojado. Empezaron con el más cercano a Gordy’s Boathouse, que era el Abbey.

En un comienzo, pareció que estaban perdiendo el tiempo. No había nadie registrado como Scot Harvath, ni como ninguno de sus alias. Ninguno de los recepcionistas reconoció su foto. Ni tampoco los botones.

Morrell y uno de sus subalternos ya se dirigían de vuelta al coche cuando se cruzaron con el mozo del parking. Le enseñaron la fotografía.

—Sí, claro que lo he visto —dijo el chico—. Le traje el coche esta mañana.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente.

Morrell desenfundó el móvil y mandó un mensaje de texto indicando a los demás que volvieran de los otros hoteles adonde habían ido a investigar. Habían descubierto dónde se alojaba Harvath.

A partir de la declaración del mozo, Morrell y el equipo se entregaron a la lenta tarea de averiguar dónde, dentro del hotel, se hallaba Harvath.

Primero, examinaron los recibos de los coches que habían estado esa mañana en el parking. Descartaron los coches que según el mozo no podían ser de Harvath (dos Porsche, un Audi y un Mercedes descapotable) y llevaron los demás recibos dentro.

Con la colaboración del jefe de la recepción, establecieron a qué huéspedes pertenecían los coches restantes y quiénes entre ellos se habían registrado en las últimas veinticuatro horas. Morrell dudaba que Harvath llevara allí más tiempo.

El único huésped que se había registrado la víspera y había pedido que le trajeran su coche a primera hora de la mañana era un tal Nick Zucker, que estaba alojado en la habitación 324. Morrell ya había informado al recepcionista jefe de que era agente del FBI y estaba buscando un fugitivo. Le pidió una tarjeta maestra para entrar en la habitación.

En cuanto el recepcionista le dio la tarjeta, Morrell y sus hombres abandonaron el vestíbulo a toda prisa.

Al final del pasillo había un carrito de la limpieza. Morrell enseñó su identificación y reclutó a la joven encargada del carrito para su plan. Cuando llegaron a la habitación 324, los hombres se apostaron a ambos lados del umbral y esperaron a que la chica llamara a la puerta.

—Limpieza de habitación —anunció la chica después de varios golpes sonoros.

Nadie respondió. Morrell le indicó que se apartara e introdujo la tarjeta en la ranura de la puerta.

Los miembros del equipo se precipitaron dentro. No había nadie. En el cuarto de baño encontraron un pequeño neceser con medicinas recetadas a nombre de Nick Zucker en una farmacia de Phoenix. En el armario había un uniforme de piloto que no era de la talla de Harvath.

Había también una bolsa con una muda de ropa, un libro de bolsillo bastante maltrecho y un cuaderno de sudokus. Dentro del cuaderno había varias fotos de familia, y en una de ellas Zucker aparecía con su uniforme de piloto junto a un avión, en compañía de sus hijos adolescentes, un chico y una chica.

Habían cometido un error. Nick Zucker no era Scot Harvath. Morrell y sus hombres pusieron otra vez todo donde lo habían encontrado.

Habían recorrido ya medio pasillo cuando el recepcionista se acercó con las tarjetas de otras dos habitaciones.

—Volví a revisar —le explicó a Morrell—. Zucker se registró en compañía de otro hombre llamado Burdic. Según el registro, ambos trabajan para la misma compañía de aviación. También se registró con ellos un tercer hombre: se llama Hans Brauner. Anoche le dijo al recepcionista de guardia que cargara todo a su cuenta y les organizó a los otros un turno en el golf y la comida.

La habitación de Burdic no resultó más provechosa que la de Zucker. En la del supuesto Hans Brauner no había nada. Sin embargo, Morrell sabía que ya tenía acorralado a Harvath.

En lugar de esperar al recepcionista de la víspera, le envió un correo electrónico con la foto de Harvath. El empleado confirmó por teléfono que correspondía al hombre que se había registrado bajo el nombre de Brauner en compañía de los dos pilotos.

Ahora Morrell no solo sabía qué alias estaba usando Harvath, sino cómo se desplazaba por tierra y por aire. Llamó a su contacto en Langley, la sede de la CIA, y pidió que le enviaran los historiales bancarios de los tres, Zucker, Burdic y Brauner.

Como era de esperar, bajo el nombre de Brauner no había nada. Zucker y Burdic eran otra historia. Entre las gilipolleces comunes y corrientes (pagos de hipoteca, compras en grandes superficies y demás) había un dato particularmente afortunado. Zucker había alquilado un coche la víspera en el aeropuerto.

El coche pertenecía a una empresa conocida, que equipaba todos sus vehículos con un sistema de rastreo GPS para «administrar el parque automotor». Al parecer, después de todo, no iba a ser tan difícil echarle el guante a Harvath.

Capítulo 113

113

En el centro del pueblo había ocho inmobiliarias, y cada una contaba con una multitud de empleados. La proverbial analogía de la aguja en el pajar no era nada comparada con lo que tenía delante Harvath. Se pasó toda la mañana y buena parte de la tarde solamente recorriendo las oficinas y localizando a la gente que podía haber tenido contacto con Roussard en los dos días anteriores.

Había salido con las manos vacías de todas las oficinas, excepto de una llamada Leif Realty. En la ventana un cartel ponía que estaba cerrado y volverían a abrir al día siguiente. Harvath dejó varios mensajes en el contestador y, finalmente, consiguió el número de móvil de la dueña a través de otro agente en una oficina cercana.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando Nancy Erikson, la propietaria de Leif Realty, lo llamó para decirle que podía encontrarse con él en quince minutos.

Cuando Harvath llegó a la oficina, Erikson le abrió la puerta y lo hizo pasar.

Era un despacho pequeño y la decoración imitaba el interior de una cabaña a orillas del lago.

—Ser la dueña del negocio tiene sus ventajas, como poder tomarte un día libre al final de la temporada —dijo la mujer mientras encendía una máquina de café en cápsulas marca Tassimo.

Recitó una lista de bebidas calientes que Harvath rechazó con toda educación. Erikson era su última pista, y estaba ansioso por enterarse de lo que sabía sobre Roussard.

—Prácticamente hizo toda la gestión por correo electrónico. —Erikson sacó una carpeta de una pila sobre su escritorio—. Hoy en día el setenta y cinco por ciento de nuestros alquileres funcionan así. En realidad, la inmobiliaria ya no hace falta —añadió con una risita.

—¿Podría hablarme de esa cabaña que alquiló Boesiger? —preguntó Harvath. La mujer extrajo un volante de la carpeta y se lo pasó—. Es un lugar muy agradable —comentó él mientras examinaba las fotos. Se trataba de una casa bastante grande, a orillas del lago—. Tal vez demasiado grande para una sola persona.

—Ya lo he pensado. Pero algunos europeos son así. Viven tan apretados allí que cuando salen de vacaciones realmente quieren tener campo para respirar.

Harvath dudaba mucho de que ese fuera el motivo de Roussard. Había elegido la casa por alguna otra razón.

—¿Puede enseñarme dónde queda exactamente la casa con relación al lago?

Erikson se deslizó en su silla hasta una estantería y regresó con un libro de gran formato sobre Lake Geneva. Lo abrió hacia la mitad y desdobló un mapa. Su dedo revoloteó por encima del lago y aterrizó con un plop en la orilla norte.

—Está aquí mismo.

Le dio la vuelta al libro para que Harvath pudiera ver la ubicación.

El lago Geneva era el segundo más profundo de Wisconsin. Tenía unos diez kilómetros de largo, pero solamente tres y medio de anchura máxima. Una posibilidad era que Roussard hubiera elegido la casa para disparar sin obstáculos sobre su objetivo. No cabía descartar un ataque con lanzagranadas, ni con misiles, sobre todo porque eran la peor pesadilla del Servicio Secreto y no había manera de defenderse de ellos.

En cuanto localizó el Country Club, en la orilla sur del lago, Harvath descartó el razonamiento. Comparó la ubicación de la casa de Roussard con la de la cabaña de Meg Cassidy y la de la mansión de Rodger Cummings, el compañero de dormitorio del presidente en la universidad, donde Rutledge solía alojarse cuando visitaba Lake Geneva. Tampoco eran objetivos posibles. Roussard no pensaba lanzar el ataque desde su posición actual, fuera lo que fuera lo que planeaba hacer.

Harvath volvió a mirar el volante.

—¿Tiene otras fotos de la propiedad?

—Tenemos un par más en el sitio web. —Erikson encendió el ordenador. Hizo clic en la página que correspondía a la casa que había alquilado Roussard y giró el monitor para que Harvath pudiera ver.

—¿Podría hacer clic en el tour virtual, si es tan amable? —dijo Harvath después de recorrer las fotos.

Erikson iba por la mitad de la panorámica de trescientos sesenta grados cuando Harvath le pidió que se detuviera.

—Retroceda.

La agente inmobiliaria arrastró el ratón e hizo retroceder lentamente la imagen.

—Ahí. Pare —dijo finalmente Harvath.

La cámara enfocaba el cuidado césped que daba a la orilla del lago. El pequeño muelle de la casa se veía a la perfección, y también el paisaje alrededor. Sin embargo, Harvath no estaba interesado en el paisaje. Lo que le interesaba era el morro de una lancha de alta velocidad que asomaba bajo una lona junto al pilón solitario del muelle.

—Ah, eso. —Erikson puso los ojos en blanco—. Casi pierdo el negocio por culpa de esa lancha.

—¿Qué pasó?

—Cuando llegó el señor Boesiger, tuve que explicarle que la lancha estaba en el taller porque el tubo de combustible daba problemas. Los propietarios de la casa le ofrecieron un descuento sumamente generoso, pero él no estaba interesado en el descuento, quería la lancha y se enfadó mucho al enterarse de que no estaba disponible.

Por suerte, yo conozco a los dueños del concesionario de Cobalt en Fontana. Y conseguí que me alquilaran una de sus mejores lanchas, para que el señor Boesiger tuviera algo parecido a lo que buscaba durante sus vacaciones.

Harvath no podía creer su propia suerte.

—¿Hasta cuándo estará aquí?

—El señor Boesiger ha pagado hasta el domingo, pero cuando estábamos buscando la lancha nueva me dijo que se la llevara hoy a más tardar.

Capítulo 114

114

Para cuando salió de Leif Realty, Harvath ya había deducido buena parte del plan de ataque de Roussard. Pensaba atacar desde el agua.

Las escenas de la embestida suicida contra el USS Cole revoloteaban en su mente, pero no tardó en descartarlas. Roussard no era un suicida y tampoco era posible embestir el Country Club de Lake Geneva. La casa del club estaba encaramada en las rocas, muy por encima del agua, y no había modo de acercarse a una distancia peligrosa a causa de los muelles de madera y el atracadero.

Existía la probabilidad de que Roussard cargara la lancha de explosivos y la dejara fondeada cerca de la casa del club, pero era casi imposible que el Servicio Secreto no detectara la lancha. Mucho antes de que llegara el presidente, revisarían todos los botes de arriba abajo y verificarían que correspondieran a sus propietarios, cuyos antecedentes habrían examinado junto con los de los demás miembros del club.

Harvath echó marcha atrás para salir del parking y enfiló hacia la casa de alquiler siguiendo las instrucciones que le había dado Nancy Erikson. Por el camino trató de recrear todas las situaciones que podían presentarse en la boda de Meg con Roussard a bordo de una lancha de alta velocidad.

Durante la boda el equipo de los SEAL que acompañaba a todas partes al presidente permanecería todo el tiempo a orillas del lago, en el propio lago o bajo la superficie. Además, habría un buen número de botes de apoyo rondando los alrededores. Un ataque directo estilo kamikaze estaba casi seguramente condenado a fracasar.

Al llegar a la ruta 50, Harvath dobló a la izquierda y se dirigió al oeste, siguiendo la orilla norte del lago. Algo se le escapaba: estaba relacionado con la lancha, pero no sabía qué era.

La única manera de violar el perímetro de vigilancia alrededor del club era lanzar un ataque que, una vez iniciado, nadie pudiera detener. Harvath volvió a pensar en un proyectil de alguna clase, como un misil Stinger o un cohete cargado de explosivos.

Consultó el mapa y se percató de que estaba llegando al camino que conducía a la casa de alquiler. Vio el letrero, quitó el pie del acelerador y puso el intermitente.

Se adentró en una carretera pavimentada bordeada de altos olmos que habían sido plantados a intervalos equidistantes.

Mientras avanzaba, trató de concentrarse en lo que tenía por delante. Lo más importante era mantener a Roussard con vida, hasta descubrir qué era lo que tenía planeado.

Tal vez la lancha no fuera parte del ataque, sino de la huida. No podía cerrarse a ninguna opción.

Enfiló la suave curva del camino, sin advertir que un todoterreno negro había doblado en la intersección y le seguía el rastro.

Capítulo 115

115

A unos ochocientos metros de la casa había una pequeña cabaña en la que estaban haciendo reparaciones. Eran casi las cinco, y los obreros se habían marchado. Harvath aparcó en el camino de guijarros. Cubriría a pie el resto de la distancia.

La casa estaba rodeada de espesos bosques por tres flancos. Harvath decidió aproximarse desde la parte de atrás, que era la diametralmente opuesta al camino.

Caminaba deprisa, pero tratando de no hacer demasiado ruido. Todo estaba muy quieto, salvo por la nube de mosquitos que lo seguía a cada paso.

Se detuvo en el lindero del bosque. Desde allí podía ver toda la parte trasera de la casa, que imitaba un castillo de estilo francés, y uno de los costados.

En la inmobiliaria Roussard había registrado un Lincoln Mark VII, pero no había ninguno aparcado delante de la casa.

Las luces estaban apagadas y no había ninguna ventana abierta. Solo el zumbido del aire acondicionado sugería que podía haber alguien dentro. Era el momento de actuar.

Se acercó por entre los árboles hasta el punto más próximo al garaje, localizó la puerta lateral y se sacó del bolsillo el juego de llaves que le había dado la dueña de la inmobiliaria.

Se agazapó contra el suelo, sacó la H&K, contó hasta tres, y se lanzó a correr.

Corrió a toda velocidad para asegurarse de que Roussard no pudiera verlo desde las ventanas. Al llegar a la puerta, introdujo la llave en la cerradura y la abrió muy despacio.

El Lincoln de Roussard estaba dentro. Harvath se acercó y puso la mano sobre el capó para ver si estaba caliente. No lo estaba.

Se encaminó a los escalones que conducían a la puerta de la casa, sorteando una colección de coloridos juguetes de playa. Esperaba que la puerta estuviera abierta. Y lo estaba. Como la mayoría de la gente, Roussard había confiado sus defensas a la puerta grande del garaje.

Dentro de la casa hacía mucho más fresco que en el garaje. Harvath sintió la oleada de aire frío cuando se deslizó dentro y cerró la puerta sin ruido a su espalda. Estaba en una especie de ropero que daba a la cocina.

Permaneció allí un instante eterno y contuvo el aliento para oír mejor. Aguzó el oído en busca del menor sonido que pudiera delatar la ubicación de Roussard dentro de la casa, pero el sonido no llegó.

Harvath apretó la empuñadura de la pistola y comenzó a recorrer la casa. Con la eficiencia de muchos años de práctica, entró en una habitación tras otra con la H&K a punto.

Estaban vacías todas. En la primera planta no había ninguna señal de Roussard. Harvath llegó a la escalera principal y subió de dos en dos los escalones alfombrados, ansioso por confrontar a su enemigo y poner fin a la larga cacería que había comenzado el día que le habían disparado a Tracy.

Irrumpió una vez más en todas las habitaciones, buscó en los armarios, en los cuartos de baño, debajo de las camas. Nada. Ni rastro.

En el dormitorio principal, finalmente, encontró pruebas de que Roussard había estado en la casa. La cama estaba sin hacer y el lavabo y el plato de la ducha estaban ligeramente húmedos. Roussard había estado allí esa misma mañana. Sin embargo, el vestidor estaba vacío, no había ni una sola maleta, ni una mochila, ni una bolsa. Ya lo había dispuesto todo para desaparecer. Pero eso no tenía ninguna lógica, porque la boda no se celebraría hasta el día siguiente. «¿Por qué recoger toda la ropa, los artículos de aseo y demás un día antes?».

Harvath se detuvo ante las dobles ventanas que daban al balcón del dormitorio principal. Contempló las vistas del lago. Sus ojos se volvieron al cabo de un instante hacia el muelle y cayó en la cuenta de que la lancha Cobalt que Nancy Erikson le había conseguido a Roussard no estaba.

Un mal presentimiento se agitó en la boca de su estómago.

Volvió sobre sus pasos, repasándolo todo otra vez. Cuando llegó al garaje, abrió la puerta del Lincoln y luego el maletero.

Allí había una bolsa de lona Kiva de color azul brillante. Harvath sonrió.

—Te pesqué.

Después de abrir la bolsa e inspeccionar su contenido, comprendió que no había pescado nada. Ropa, artículos de aseo, todo cosas comunes y corrientes. Nada que pudiera incriminar a Roussard, ni que revelara en lo más mínimo qué era lo que pretendía hacer.

Harvath cerró el maletero de un golpe. Estaba a punto de volver a entrar en la casa cuando advirtió que había un enorme cubo de basura cerca de la puerta del garaje.

Fue corriendo hasta el cubo y quitó la tapa. Había una bolsa en el fondo. La sacó y entró con ella en la casa.

Despejó la mesa de la cocina, rasgó la bolsa de parte a parte y vació el contenido. Bajo la luz declinante de la tarde, revisó los escasos residuos que se habían acumulado durante la breve estadía de Roussard.

Botellas de agua mineral vacías, platos congelados para el microondas, cenizas, colillas, un par de paquetes vacíos de Gitanes. Y en medio de todo eso, un folleto de una compañía de cruceros por el lago Geneva.

Harvath trajo un trapo de la cocina y limpió el folleto. En todo el mundo, las casas de alquiler estaban repletas de revistas locales y folletos sobre los lugares que había para visitar y las actividades que había por hacer. No era de extrañar que el propietario de la casa quisiera ofrecer lo mismo a sus inquilinos. Sin embargo, ¿qué tenía de especial ese folleto como para que Roussard quisiera tirarlo?

Harvath pasó las páginas a toda prisa, tratando de discernir su relevancia. Solo cerca del final notó que había una página marcada, y el corazón se le heló en el pecho.

Encima de la foto había una entradilla: «El Polaris fue construido en 1898 por encargo de Otto Young, uno de los primeros millonarios de Lake Geneva. El lujo fastuoso de la época se refleja en los interiores de caoba y bronce de este gran yate. En el puente se puede disfrutar de la brisa del lago, y la cabina incluye un precioso bar con barra de cobre. Ideal para un tour privado, o para agasajar a sus invitados con un cóctel inolvidable».

Harvath se había equivocado. Roussard no pensaba atacar el día de la boda, sino en la cena de la víspera.

Dejó caer el folleto en la mesa. Y en ese instante, oyó el sonido inconfundible del martillo de una pistola. La voz de Rick Morrell llegó desde el otro lado de la cocina:

—No te muevas, Scot. No te atrevas ni a respirar.

Capítulo 116

116

En la mente de Harvath se aglomeraban un millón de pensamientos. El más conspicuo de ellos era: «¿Cómo demonios me han encontrado?».

Harvath sabía que sería inútil tratar de negociar con Morrell. Le tendría sin cuidado que él estuviera a punto de atrapar a Roussard y que el propio Roussard estuviera a punto de lanzar otro ataque, en esos mismos momentos. El único propósito de Morrell era ponerle una capucha en la cabeza y encerrarlo en una celda oscura durante bastante tiempo.

Si había algo fundamental en la vida, había aprendido Harvath, ese algo era el sentido de la oportunidad. Y el de Morrell claramente era una mierda.

Sin ningún aviso, Harvath se dejó caer al suelo, fuera de la vista de Morrell y sus hombres. Mientras se arrastraba a cuatro patas hacia el comedor, una ráfaga de disparos con silenciador surcó el aire. Morrell había recibido órdenes claras: se trataba de capturarlo vivo o muerto.

La puerta de la entrada se abrió con un estallido. Harvath disparó una ronda de tiros ensordecedores contra el umbral que obligaron a dispersarse al nuevo contingente de hombres de Morrell.

Siguió disparando y corriendo a la vez, consiguió llegar a la escalera y subió a toda velocidad. Cuando llegó al dormitorio, los hombres ya venían subiendo a su espalda.

No había tiempo para entretenerlos bloqueando la puerta. Tenía que mantener la delantera.

Oteó el terreno bajo el balcón por si había otros hombres fuera, se encaramó en la baranda de piedra y se izó hasta la pronunciada inclinación del tejado.

Era casi imposible agarrarse a las tejas de pizarra. Los pies se le resbalaron una y otra vez mientras trataba de llegar hasta arriba. Su objetivo era dejarse caer sobre el techo del garaje y saltar de allí al suelo para volver al bosque. Sin embargo, el plan no funcionó exactamente como tenía previsto.

A unos diez metros del garaje, apoyó el pie en una teja suelta y perdió el equilibrio, esta vez para bien.

Rodó como una piedra y rebotó contra el borde del tejado antes de salir disparado por los aires. Trató de enderezarse en el aire, pero no tuvo tiempo.

Aterrizó de costado, y la fuerza del impacto le sacó el aire de los pulmones. A pesar del espesor del seto, si hubiera aterrizado con la cabeza el cuello se le habría roto como una cerilla. Aunque en ese mismo momento no se sentía demasiado afortunado, había tenido mucha suerte.

Estaba aturdido por la caída, apenas podía respirar, pero sabía por instinto que si no seguía moviéndose acabaría muerto.

Tragó aire a bocanadas, para saturar de oxígeno los pulmones. Mientras el pecho le subía y le bajaba, vio su pistola a unos pasos, tirada en el suelo.

Se arrastró hasta el arma, se aferró al mango y sintió que el aire por fin empezaba a volver a sus pulmones.

Se levantó y corrió agachado hasta el garaje. Se detuvo en seco y pegó la espalda contra las piedras frías de la pared. Levantó la H&K a la altura del pecho y se arriesgó a echar una mirada.

Ya había dos hombres de Morrell buscándolo en el jardín. Uno de ellos venía en su dirección. Estaba jodido.

Capítulo 117

117

La única oportunidad de escapar era sacudirse a Morrell y a sus hombres. Y para conseguirlo, iba a tener que poner a uno de ellos fuera de combate.

Se plantó firme sobre los pies, se agachó y agarró la pistola por el cañón, con el mango hacia fuera. Todo sería mucho más fácil si pudiera matar a Morrell y a los otros tíos. Pero de momento eso estaba vedado.

Aguantó la respiración. Esperó. El tío estaba allí mismo, a unos pasos, a punto de doblar la esquina de la casa. Sin embargo, no se oía nada.

Las piernas le dolían. Tenía la frente bañada en sudor. Se sentía como un resorte estrujado hasta el límite. No podría permanecer demasiado tiempo en esa posición.

De repente, vio una ráfaga de color: el hombre de Morrell se había asomado un instante para echar un vistazo. Harvath se lanzó sobre él.

Agarró la subametralladora con la mano izquierda, le hizo perder el equilibrio y le descargó un culatazo violento en la sien para dejarlo viendo estrellitas.

El hombre cayó de rodillas al instante. Harvath lo arrastró de un tirón hacia donde él estaba.

Sin dejar de apuntarle con la pistola, le quitó la MP5 y un cargador de repuesto y se los colgó al hombro. El hombre llevaba también una Glock calibre 40 enfundada en la pistolera de la cintura. Harvath se la quitó también.

En la oreja tenía un pinganillo como los del Servicio Secreto. Harvath buscó en el cuello de la camisa y encontró un micrófono, que estaba conectado al pequeño transmisor Midland que traía en el cinturón.

—Voy a darte una sola oportunidad —susurró Harvath—. Dile a tu equipo que estoy en el bosque y me dirijo hacia el norte en busca de la carretera. ¿Entendido?

—Que te jodan —escupió el hombre, con la cabeza dándole vueltas todavía.

Harvath cogió la MP5 y le encajó el cañón en la entrepierna.

—Está en el bosque, al norte de la casa, y se dirige hacia la carretera —repitió Harvath—. Hazlo o te vuelo los huevos.

El hombre asintió, con los ojos ardiendo de ira.

Harvath se inclinó sobre él y activó el micrófono.

—Aquí McCourt —tartamudeó el hombre, retorciéndose de dolor—. Harvath está en el bosque, al norte de la casa. Se dirige hacia la carretera.

Harvath soltó el botón de transmitir, le sacó la ametralladora de la entrepierna y le dio un culatazo en el costado de la cabeza, dejándolo inconsciente.

Aguardó hasta oír a los otros corriendo por entre los arbustos, sobre el lado norte de la propiedad. Echó a correr hacia el agua.

Mientras corría, repasó mentalmente lo que Jean Stevens le había dicho sobre la cena: «Nos recogerán en el muelle a las cinco y media para tomar un cóctel a bordo del barco y luego nos llevarán a cenar al club».

Harvath echó un vistazo a su Kobold. Eran las cinco y treinta y tres.

Ya no importaba que la CIA lo localizara si usaba el móvil: sacó la BlackBerry del bolsillo y la encendió. En cuanto tuvo cobertura, marcó el número del móvil de Meg. El buzón de mensajes saltó de inmediato y comprendió que el teléfono estaba desconectado.

La única otra persona que conocía a bordo del barco era Jean Stevens. Pero no tenía idea de si llevaba móvil, ni tampoco conocía el número.

Contempló la posibilidad de llamar al Servicio Secreto para que alertaran a los miembros de la escolta de Meg. Tardaría demasiado tiempo en recorrer toda la cadena de mando.

Nadie más podía detener ya a Roussard. Pero, para lograrlo, tenía que llegar al otro lado del lago.

Se detuvo en el sendero que corría junto a la orilla. Podía ir a la derecha o a la izquierda, pero en cualquier dirección tendría que encontrar enseguida un muelle donde hubiera una lancha rápida. Si se equivocaba, Meg Cassidy, sus escoltas y todos sus invitados iban a morir.

Se apresuró hasta el extremo del muelle de Roussard para ver mejor el panorama. Hacia el este no había nada por lo menos en un kilómetro. Al oeste, a menos de doscientos metros, había varios muelles pequeños como el de la casa. En algunos había lanchas, incluso había una familia cargando en la suya una cesta de comida y unas botellas de vino, para salir a dar un paseo al atardecer.

Se sacó la identificación del bolsillo para enseñársela a los dueños de la embarcación. Pero en cuanto se dio la vuelta paró en seco. Rick Morrell estaba apuntándole a la cabeza con su MP5.

Capítulo 118

118

—Siempre has sido demasiado listo para tu propio bien —dijo Morrell sin dejar de apuntar hacia él ni un segundo—. ¿Dónde está McCourt?

—Durmiendo la resaca detrás del garaje —contestó Harvath—. Escucha, Rick…

Morrell levantó la palma abierta.

—Mis hombres querían detenerte en Lake Geneva, cuando te dirigías a tu coche. Pero yo dije que no porque era un lugar demasiado público. Ahora tengo una baja y al resto de mi equipo corriendo por el bosque. Esto se va a acabar aquí mismo, antes de que alguien más salga herido.

Harvath echó a andar hacia él.

—No tenemos tiempo para conversar.

Morrell apretó el gatillo de la MP5 y trazó una línea a lo largo del muelle. Se detuvo a pocos centímetros de los pies de Harvath.

—Quédate donde estás. Arroja todas tus armas —ordenó—. Ahora mismo.

—Roussard está en este momento intentando matar a Meg Cassidy.

—Roussard no es mi problema. Arroja las armas.

—Por el amor de Dios, si mató al sobrino del propio Vaile. Si lo atrapas te convertirás en uno de los héroes de la agencia. Por favor, Rick. Tú conoces a Meg. Conoces mejor que nadie los riesgos que corrió para venir en esa misión con nosotros. No sé qué te habrán dicho, pero no puedes dejar que la mate ese terrorista de mierda.

—No tiene importancia. No tengo autorización para…

—A tomar por culo con la autorización. Esto es asunto nuestro. Nuestro, de todos los que participamos en esa operación para capturar a los hijos de Abu Nidal. ¿Sabes quién es Roussard?

Morrell sacudió la cabeza.

—No creo que eso cambie nada…

—Es el hijo de Adara Nidal, Rick —lo cortó una vez más Harvath—. Es todo una venganza. Por lo que él cree que le hicimos a su madre. Por eso ha dejado a Meg para el final.

Una avalancha de imágenes se desató en la mente de Morrell. Recordaba perfectamente la misión. A Harvath y a él los habían mandado a eliminar a Adara y a su hermano.

—Lo único que importa ahora es parar a Roussard —prosiguió Harvath—. Después me pondré las esposas yo mismo. Ahora tenemos que salir de aquí. Morrell bajó finalmente el arma.

—¿Cómo?

Capítulo 119

119

La Cobalt de nueve metros de eslora que le habían proporcionado en la inmobiliaria era más que suficiente para los propósitos de Roussard.

Le había costado más tiempo de lo previsto fijar el trípode comercial en la parte trasera, donde estaban los asientos. Pero al final lo había conseguido. El soporte de metal reforzado era ideal para montar el arma.

En un comienzo, Roussard había pensado que tendría que esperar hasta el último momento para ponerla en su sitio. Pero luego había visto a una familia volviendo a su casa unos muelles más abajo, después de pasar la tarde esquiando y montando en un tubo neumático. Al día siguiente, había comprado un enorme tubo neumático recubierto de neopreno, que disimulaba a la perfección el arma montada en el trípode.

La Vulcan M61A2 calibre 20 milímetros era una ametralladora eléctrica de seis barriles tipo Gatling, que podía llegar a escupir más de seis mil balas por minuto. No solo iba a hacer pedazos a Meg Cassidy y a todos sus invitados, sino a los paseantes que estuvieran detrás de ellos en la orilla. El propio Polaris iba a quedar tan estropeado que probablemente acabaría incendiándose y hundiéndose en el lago.

Sin lugar a dudas, las aguas del lago Geneva se teñirían de sangre, de modo que se cumpliera la última plaga.

La adrenalina retumbaba en su cuerpo mientras la lancha se mecía en silencio en el agua, a una distancia prudencial del objetivo. Se caló los binoculares y observó a los últimos invitados retrasados que subían a bordo del barco de recreo anclado en el muelle. Ya era solo cuestión de minutos.

Había elegido un lugar perfecto para el ataque. El bar del club náutico Abbey Springs estaría repleto de clientes, al igual que el restaurante y la terraza. Bajo la terraza, la playa llena de familias haciendo barbacoas y bañistas que aún no habían vuelto a casa.

Las escenas, tanto a bordo del Polaris como en el Abbey Springs, serían poco menos que terroríficas. La sola anticipación le daba escalofríos.

Miró una vez más a través de los binoculares. El último pasajero había subido a bordo y la tripulación empezaba a soltar las amarras.

El agua estaba en calma y el poco viento que soplaba no llegaría a perturbar ni el equilibrio ni la orientación de la lancha. Era una noche ideal para el tipo de masacre que Roussard se disponía a perpetrar. Sonrió al pensar en lo orgullosa que se sentiría su madre. Casi no quería que terminara todo aquello. Pero, por supuesto, tenía que terminar. A partir de esa noche, solo habría un nombre en su lista. A partir de esa noche, podría cazar finalmente a Scot Harvath.

La sirena del Polaris dio tres pitidos agudos, anunciando que el barco zarpaba del muelle. Roussard se inclinó y le dio la vuelta a la llave, encendiendo los motores de la Cobalt color verde limón.

Ya había hecho la ruta varias veces durante el día. Cuando el Polaris pasara delante del Country Club, justo antes del Abbey Springs, Roussard retiraría el tubo neumático de encima de la Vulcan y enfilaría hacia el objetivo. Para cuando estuviera a la par del barco, Meg Cassidy y sus invitados ya tendrían a su espalda el club náutico, y comenzaría la diversión.

El Polaris bordeó el pequeño cabo de tierra que figuraba en los mapas como Rainbow Point. Roussard ya alcanzaba a oír las risas y el tintineo de las copas, el trasfondo de una pieza de jazz.

Los pasajeros del barco permanecían en la más feliz ignorancia acerca de lo que estaba a punto de ocurrir y Roussard se sentía cada vez más omnipotente. Empujó la palanca hacia delante para ganar velocidad.

Tomó nota de la posición de las embarcaciones a su alrededor. No había nada nuevo con respecto a los últimos dos días. Las pocas lanchas de seguridad con que contaba el lago permanecían eficazmente atadas en el Country Club, a la espera de que el presidente hiciera acto de presencia en una boda que jamás tendría lugar. Y si algún buen ciudadano era lo bastante estúpido como para tratar de darle caza después del ataque, tenía suficiente munición para hacerlo volar por los aires.

El Polaris empezó a acercarse al Country Club. Roussard se asomó bajo el tubo neumático para asegurarse de que el arma estaba caliente y a punto para abrir fuego.

Satisfecho con sus precisos cálculos, se enderezó y se concentró en el objetivo.

En cuanto el barco de vapor estuvo a la altura del embarcadero del Country Club, Roussard arrojó el tubo neumático al agua y empujó la palanca de la Cobalt hasta el tope.

La lancha se elevó al instante fuera del agua, y una vez en equilibrio, salió propulsada como un avión.

Ya había probado a acelerar antes ese mismo día, pero la sensación no podía compararse con la que estaba experimentando ahora. Se levantó del asiento y sintió que su cuerpo era un solo ser con la lancha, con la Vulcan, los tres conjugados para crear la más perfecta máquina de muerte.

La distancia empezó a estrecharse entre él y sus víctimas desconocidas, que navegaban sin prisas a bordo del Polaris.

Cuando estuvo a un kilómetro del barco, empezó a llevar la cuenta atrás de cien metros en cien metros. Setecientos. Seiscientos. Quinientos.

Sintió ganas de lanzar el grito de guerra de sus ancestros mientras la lancha cubría el trecho final. Los pasajeros del Polaris empezaban a percatarse de su presencia. En sus caras aparecían ya el asombro y el terror, a medida que comprendían no solo lo que iba a ocurrir sino que no podrían hacer nada para impedirlo.

Se hallaba ya a menos de cien metros del punto donde debía parar la lancha para manejar la Vulcan. Setenta y cinco. ¡Cincuenta metros!

Bajó la palanca del acelerador, pero el motor de la lancha no paró de rugir. De hecho, el rugido se hizo cada vez más fuerte.

El asesino tardó una fracción de segundo en entender lo que estaba pasando. Para entonces fue demasiado tarde.

Capítulo 120

120

El casco de una Cigarette de color rojo brillante atravesó como un cuchillo el flanco de la Cobalt. Para cuando Roussard se dio cuenta, ya había ocurrido. Apenas tuvo tiempo de cubrirse la cara con las manos antes del choque.

Los pasajeros del Polaris empezaron a gritar al ver que la Cigarette roja no hacía nada para evitar la colisión inminente con la Cobalt amarilla.

El estruendo del impacto fue estremecedor. La fibra de vidrio se desgarró hecha trizas y aun así la Cigarette siguió adelante, machacando a su víctima, y rasguñó luego a su paso la popa del Polaris.

Finalmente, llegó a la orilla y encalló en la suave pendiente de hierba que remataba en las rocas y la playa delante del Country Club.

Lo primero que oyó Harvath fueron los gritos aterrorizados del Polaris. Tenía el ojo derecho anegado en sangre y, cuando se llevó la mano a la frente, palpó un corte de varios centímetros de longitud. Miró a su izquierda y no vio a Morrell. Debía de haber salido despedido por el impacto.

El compartimento del motor había empezado a echar humo. Harvath cerró el contacto y las hélices callaron y pararon de girar como locas. Salió tambaleándose de la lancha, buscó a Morrell y lo encontró tendido junto a una roca, a unos treinta pasos. Estaba a punto de perder el sentido y Harvath sabía que no debía moverlo. Le ordenó que se quedara quieto y dijo que iría en busca de ayuda.

Sin embargo, no le dijo que antes tenía algo que hacer.

Desde el muelle del Country Club, Harvath divisó las dos mitades de la lancha volcada de Roussard, que seguían flotando justo por encima de la superficie. A pesar del dolor que le partía la cabeza, echó a correr muelle abajo, llegó al final y se tiró de cabeza al agua.

Una vez bajo la superficie, abrió los ojos y empezó a buscar a Roussard. Siguió nadando hasta que no aguantó más y tuvo que salir a tomar aire. Luego nadó alrededor de la lancha destrozada. La herida de la frente empezó a arderle por la gasolina derramada en el agua.

Estaba a punto de sumergirse otra vez cuando oyó toser a alguien a unos setenta metros. La tos provenía de unos veleros anclados cerca de la orilla. Harvath nadó hacia allí, tratando de no hacer ni el menor ruido.

La alarma antiaérea de Fontana había empezado a sonar, llamando a la policía, a los bomberos y a los equipos de rescate.

Harvath se acercó discretamente a uno de los veleros, tomó aire y se zambulló una vez más bajo la superficie.

Una vez pegado a la quilla estática del barco, miró hacia arriba y divisó un par de piernas que pataleaban con dificultad. Sacó la Benchmade de la funda donde la llevaba enganchada al cinturón. Apretó el botón solitario y la hoja de la navaja se abrió y quedó fija en su posición.

Como el gran tiburón blanco ronda a su presa, Harvath describió un círculo por debajo de Roussard, se dirigió a la superficie y emergió con suavidad a su espalda.

El asesino debió de advertir su presencia, porque repentinamente se dio la vuelta, con los ojos desorbitados por el terror. Le salía sangre de la nariz, y también de los oídos. Cada vez que tosía, escupía pegotes de sangre. Cuando se puso en posición de ataque, Harvath advirtió que se le había desprendido uno de los globos oculares, porque el ojo permanecía quieto y no seguía al otro.

No sentía ni la más mínima misericordia por ese terrorista, por ese asesino de hombres y mujeres inocentes. Jamás podría rehabilitarse, y Harvath sabía que el mejor regalo que podía hacer a los contribuyentes estadounidenses era evitar que compareciera en un juicio y pasara los siguientes veinte años viviendo en la cárcel, de apelación en apelación.

Lanzó una sola estocada limpia y el filo de la navaja rasgó la piel de la garganta de Roussard. «Lo que se ha tomado con sangre solo puede cobrarse con sangre», se dijo a sí mismo.

Mientras lo veía morir, Harvath comprendió que había cometido un error. La navaja estaba tan afilada que Roussard probablemente no la había sentido. Sangrar hasta la muerte era demasiado bueno para él. Harvath quería que muriera en medio del terror, como habían muerto tantas de sus víctimas.

Nadó a toda prisa, le puso las manos en los hombros y lo empujó bajo la superficie.

El hombre luchó con violencia durante casi un minuto. Luego, su cuerpo se quedó quieto, y Harvath supo que ya estaba muerto.

Capítulo 121

121

Harvath permaneció al lado de Rick Morrell hasta que llegó una ambulancia. El agente de la CIA insistía en que no se había hecho daño, pero los enfermeros le pusieron un collar cervical, lo subieron a la camilla y se lo llevaron al hospital para examinarlo. En cuanto se marcharon, Harvath regresó a la orilla del lago.

El Polaris había atracado en el muelle del Abbey Springs. Cuando Todd Kirkland vio acercarse a Harvath, pensó que venía a por él. Pero Harvath no iba a por él. Tampoco buscaba a Meg. Intercambió un par de palabras con los agentes del Servicio Secreto y luego tomó a Jean Stevens de la mano y se marchó de allí.

Jean fue andando hasta su cabaña, recogió su coche y algo de ropa y llevó a Harvath de vuelta al hotel Abbey. Harvath, empapado todavía, pasó sin detenerse ante los recepcionistas boquiabiertos.

Llamó a los pilotos y les ordenó que se prepararan para salir en cinco minutos. Luego se puso la ropa que le había dado Jean Stevens. De camino al aeropuerto, informó a Zucker y a Burdic de que se dirigían a Washington. Su única esperanza era llegar antes de que los padres de Tracy la desconectaran del respirador.

Cuando el avión aterrizó estaba lloviendo. Tras los cristales mojados del taxi, las hojas de los árboles empezaban a cambiar de color bajo las luces de la ciudad. El verano había terminado.

Laverna, la enfermera nocturna de Tracy, lo reconoció en cuanto Harvath entró en la UCI.

—He tratado de llamarlo… ¿No escuchó los mensajes?

Harvath sacudió la cabeza.

—He estado perdido algunos días. ¿Cómo se encuentra Tracy?

La enfermera lo tomó por el antebrazo.

—Los padres la desconectaron esta tarde del respirador.

La emoción se desató en el pecho de Harvath como una marea incontenible. Estaba demasiado exhausto para tratar de mantenerla a raya. No podía creer que Bill y Barbara Hastings hubieran hecho eso. Al menos habrían podido esperar hasta su regreso. Se le saltaron las lágrimas y no hizo nada para evitarlo.

—Es una mujer fuerte —dijo la enfermera—. Una luchadora.

Harvath no alcanzaba a entender sus palabras. Estaba demasiado agotado. La miró sin decir nada.

—Está viva.

Harvath se dio la vuelta y se alejó a toda prisa del despacho de las enfermeras.

Cuando entró en la habitación, los padres de Tracy alzaron la vista. Ninguno de los dos sabía qué decir.

Harvath ignoró su presencia, caminó hasta el otro lado de la cama y cogió a Tracy de la mano. Le dio un apretón.

—Soy yo, cariño. Scot. Ya estoy aquí.

Hubo un movimiento. Por un instante, Harvath pensó que lo había imaginado. Pero luego lo sintió otra vez. Todavía estaba muy débil, pero también Tracy le había apretado la mano. Sabía que él estaba allí.

Los sentimientos se le desbordaron como una catarata. Hundió la cabeza en el pelo de Tracy y, cuando ella volvió a apretarle los dedos, empezó a llorar.

Capítulo 122

122

Jerusalén

La búsqueda del titiritero que había tirado de los hilos de Philippe Roussard empezó con una visita a Dei Glicini e Ulivella, el exclusivo hospital privado de Florencia que había recibido los pagos de la cuenta de Adara Nidal en Wegelin & Company.

Harvath no sabía qué esperar. En parte, temía encontrar a Adara aguardándolo en su cama de hospital, con sus inconfundibles ojos color de plata bajo una máscara de carne chamuscada.

Sin embargo, los pagos no habían cubierto ningún tratamiento para Adara, sino para un paciente hombre, cuyo nombre era desconocido para Harvath. El hombre había sido dado de alta hacía poco y se había marchado.

Se había equivocado en todas sus conjeturas. No era Adara quien estaba detrás de la liberación de Roussard de Guantánamo, ni de los ataques posteriores en Estados Unidos. Era otra persona. Un hombre con un nombre falso que simplemente se había desvanecido.

La primera persona en la que pensó fue Hashim, el hermano de Adara y tío de Philippe. Pero cuando el director del hospital acabó de enseñarle la habitación vacía y lo hizo pasar a su despacho, Harvath comprendió realmente lo equivocado que había estado. Ni Adara ni su hermano estaban detrás del monstruo en que se había convertido Roussard. Encima de una cajonera, junto al escritorio del director, había un objeto que incriminaba a alguien más. Un hombre mucho más complejo, mucho más retorcido, que se las había arreglado para fingir su muerte, no una, sino dos veces.

Cuando Harvath preguntó por el objeto, el director dijo que era precisamente un regalo del paciente al que buscaba. Ya no hacía falta ninguna otra prueba de identidad.

El taxi se detuvo delante de un viejo edificio de cuatro plantas en el popular distrito de Ben Yehuda, en Jerusalén. En la fachada de la tienda había dos escaparates repletos de muebles, pinturas y adornos antiguos. Por encima del umbral, un letrero dorado rezaba «Antigüedades Thames & Cherwell», junto con la traducción en hebreo y en árabe.

Una pequeña campana de cobre anunció la llegada de Harvath.

La tienda estaba en penumbra, pero dentro había aún más muebles, tapices y objetos variopintos. Todo estaba igual que en su primera visita, aunque habían pasado los años.

Se dirigió a la estrecha puerta de caoba, la abrió, y entró en el pequeño ascensor de madera. Oprimió el botón, la puerta se cerró y el ascensor comenzó a subir.

En la última planta había un largo pasillo cubierto de intrincados mosaicos orientales. Las paredes estaban pintadas de un intenso verde bosque y adornadas con grabados de cacerías de zorros, escenas de pesca y abadías en ruinas.

Harvath siguió adelante a sabiendas de que a cada tantos pasos había sensores infrarrojos. Probablemente, también hubiera placas sensibles al peso bajo sus pies. Ari Schoen se tomaba muy en serio su propia seguridad.

Al final del pasillo había una habitación grande, aún más penumbrosa que la tienda. Como el ascensor, estaba cubierta de paneles de madera oscura, desde el suelo hasta el techo raso. La chimenea, la mesa de billar, los mullidos sillones de cuero hacían pensar en un club británico, antes que en el último piso de una tienda de la orilla oeste de Jerusalén.

El hombre al que buscaba estaba allí, sentado en una cama automática de hospital, junto a las pesadas cortinas de seda que cubrían las ventanas.

—Sabía que uno de los dos vendría tarde o temprano —dijo Schoen al verlo entrar. Estaba aún más desfigurado que antes. Prácticamente no tenía labios y apenas podía modular las palabras que salían del agujero negro de su boca—. Presumo que Philippe está muerto.

Harvath asintió.

—¿Cómo supo que era yo? —preguntó Schoen.

—Por la cuenta de Adara en el Wegelin.

—Los pagos a la clínica —reflexionó Schoen. Los aparatos médicos de la cama pitaban y zumbaban a su alrededor—. Creo que está mintiendo, agente Harvath. Me registré bajo un alias completamente limpio. Nada habría podido conducirlo a mí. Nadie lo había usado antes, y nadie lo ha usado tampoco después.

—No lo descubrí por el alias, sino por el whisky. —Harvath señaló el globo del mundo que disimulaba en su interior el bar de Schoen—. Black Bowmore de 1963. Negro como la noche, me dijo usted una vez. Tiene que haberse llevado una impresión francamente buena del director del hospital para hacerle un regalo tan caro.

Schoen agitó la mano como si no fuera nada.

—Es más inteligente de lo que creí.

—Hábleme de los otros hombres que liberó de Guantánamo. ¿Qué conexión existía entre ellos y usted?

—Ninguna. —Schoen soltó una risita—. Ese era el punto. Eran apenas ruido de fondo para disimular la salida de Philippe. Los elegí al azar para que ningún agente de inteligencia pudiera empezar a investigar, a hacer conjeturas.

—¿Y el ataque contra los niños?

—Un episodio desafortunado, pero extremadamente efectivo como motivación. Cuando descubrí que tenía un nieto, fui a buscarlo, pero nuestras relaciones eran tirantes, como es de imaginar. No quería tener nada que ver conmigo, pero, en el fondo de su corazón, comprendió que solo nos teníamos el uno al otro.

»Cuando lo capturaron y se lo llevaron a Guantánamo, decidí que haría lo que fuera por conseguir su libertad.

Poco a poco, todo aquel delirio comenzaba a tener sentido.

—Quiero los nombres de todos los implicados en el secuestro del autobús y el asesinato de la conductora. Y los datos de todas las otras rutas de autobús que tenían como objetivos.

Schoen lo miró durante un momento.

—El autobús que secuestramos en Carolina del Sur era el único objetivo. Nunca tuvimos otros. Las fotografías de los otros autobuses eran apenas señuelos para persuadir a su gobierno, nada más.

El rostro de Schoen era una masa de espasmos y contracciones. No había manera de leerle el pensamiento.

—¿Cómo sé que no está mintiendo? —preguntó Harvath.

—No puede saberlo —contestó Schoen—. El tiempo lo dirá.

—¿Y los nombres de los secuestradores del autobús?

—Me los llevaré a la tumba.

No era demasiado sorprendente. Pero ya alguien más se encargaría de corroborar eso. De momento, Harvath tenía otras preguntas que hacer. Echó un vistazo a las fotos enmarcadas en plata sobre la consola que hacía las veces de mesilla de noche.

—¿Por qué yo? ¿Por qué atacó a mi familia y a todas esas personas cercanas a mí?

—Porque Philippe quería al culpable de la muerte de su madre.

—El culpable fue su tío Hashim.

—Pero estaba muerto —dijo Schoen—. La sola idea de que todo fuera culpa suya lo enloquecía de ira. Y la ira es una emoción muy poderosa. Si un hombre siente demasiada ira, pierde el control de sí mismo. Y si pierde el control de sí mismo, es más factible que acepte el control de otro.

—Así que usted me echó la culpa a mí —contestó Harvath.

—Ya se lo he dicho. No fue nada personal.

Harvath lo miró.

—¿Y qué ganaba usted con todo esto?

Schoen se enderezó en la cama y escupió la palabra:

—¡Vengarme!

Capítulo 123

123

—¿Vengarse de quién? —preguntó Harvath—. ¿De mí?

—No —siseó Schoen por entre los dientes—. De la madre de Philippe.

—¿Por qué? ¿Por la primera vez que los Nidal lo hicieron volar en pedazos? ¿Por la segunda?

—Por arrebatarme a mi hijo —contestó hundiéndose de nuevo en la cama.

—Pero Adara Nidal ya estaba muerta —replicó Harvath.

Empezaba a preguntarse si Roussard habría heredado sus retorcidas psicopatologías no de la madre sino del abuelo paterno.

—A mí me daba igual. Arrebatarle a su hijo y ganarlo para mi causa iba a ser mi venganza final.

—¿Y cómo pensaba conseguir que un árabe, que un palestino, renunciara al islam y abrazara la causa de Israel?

—Olvida que mi hijo Daniel y yo lo investigamos todo acerca de Abu Nidal, su organización y, sobre todo, su familia. Yo sabía más acerca de ellos de lo que sabían ellos mismos. Philippe necesitaba el ejemplo de una figura masculina.

—¿Y esa figura iba a ser usted? —preguntó burlón Harvath.

—La mitad de mi sangre, la sangre de Daniel, corría por sus venas. Era mitad israelí. Y creí que podría apelar a esa parte de él. Pero antes de que yo pudiera decirle eso él…

—Me quería muerto. —Harvath terminó la frase de Schoen.

—Exactamente. Pero no solo quería matarlo. Quería hacerlo sufrir. Quería que sintiera el dolor que él había sentido al perder a su madre. Yo comprendí que podía aprovechar esa ira incontenible para atraerlo hacia mí.

—¿Y las plagas en orden invertido?

Schoen estaba jadeando. Se detuvo un momento a tomar aliento.

—Las plagas eran un homenaje a su madre, que había dedicado su carrera como terrorista a encender una auténtica guerra santa contra Israel. Los ataques de Adara solían estar acompañados de símbolos judíos.

»En cuanto al orden inverso, seguramente ya habrá comprendido que Philippe era un chico sumamente perturbado. En su imaginación, la primera plaga era la más chocante y espectacular, así que decidió invertirlas. Quería ser el opuesto de Dios, el diablo, por así decirlo, y por eso reservó su plaga preferida para el final.

—¿Y usted se creía capaz de reprogramar a un monstruo así? —preguntó Harvath.

—Durante algún tiempo, así fue. Creí que si conseguía que obedeciera mis órdenes no solo le ganaría la partida a Adara, sino que, en parte, recuperaría un poco a mi hijo. Pero después empecé a darme cuenta de que no podía controlarlo. Y supe que probablemente vendría a por mí. Fue por eso por lo que abandoné el hospital en Italia y regresé aquí.

El hombre no merecía más que lástima. Harvath sacudió la cabeza y se dio la vuelta para marcharse.

—¿Adónde va? —preguntó Schoen.

—A casa —contestó Harvath.

Confiaba en no volver a ver jamás la cara grotesca de Schoen.

Schoen se echó a reír.

—Ni siquiera tiene el valor de sacar el arma y pegarme un tiro.

—¿Para qué? —Harvath se dio la vuelta y lo encaró una vez más—. Hasta donde entiendo, pegarle un tiro sería hacerle un favor. En cuanto a su propio valor, si tuviera alguno ya se habría pegado un tiro usted mismo. Lo peor que puedo hacerle es desearle una larga vida y salir por esa puerta.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

A la salida de la tienda, reparó en un todoterreno negro con cristales polarizados que había aparcado del otro lado de la calle. Parecía extrañamente fuera de lugar.

Deslizó la mano bajo la chaqueta y la detuvo en la empuñadura de la pistola.

El cristal trasero del todoterreno descendió hasta la mitad. En medio de aquel mar de negrura, apareció un rayo de color blanco. Un largo hocico blanco, con un par de ojos oscuros, y dos largas orejas blancas también.

Harvath cruzó la calle y acercó la mano para que se la oliera Argos. Estaba rascando al perro detrás de la oreja cuando el cristal de la ventanilla bajó del todo.

—¿Cómo le fue en la visita? —preguntó el Trol, sentado dentro del coche entre sus dos ovcharkas aucasianos.

—Hola, Nicholas —contestó Harvath—. No sé por qué no me sorprende encontrarlo aquí.

—Nosotros dos tenemos un negocio pendiente.

Harvath apartó la mano de la cabeza del perro.

—No, nada de eso. Yo cumplí mi promesa. Usted cooperó y no lo maté.

—Quiero de vuelta mi información y mi dinero —contestó el Trol—. Todo.

Era un tío con huevos, la verdad.

—Y yo quiero de vuelta a mi amigo Bob y a todos los demás norteamericanos que murieron en Nueva York —afirmó Harvath—. A todos.

El Trol se recostó en el asiento y se dio por vencido.

—Touché.

Sus ojos subieron luego muy despacio, hacia el último piso de la tienda de antigüedades.

—¿Qué hay de Schoen? —preguntó—. ¿Lo ha matado?

Harvath sacudió la cabeza.

—No, no lo he matado.

—Después de todo lo que le ha hecho… ¿Por qué no?

Harvath se lo pensó un momento antes de responder.

—La muerte sería un castigo demasiado benévolo para él.

—¿De verdad? —El Trol enarcó una ceja—. Me extraña que lo vea así.

—Lo entendería si viera la piltrafa a la que está reducido —dijo Harvath—. La vida es un castigo mucho más cruel para él. Ya le han puesto dos bombas.

El Trol sacó del bolsillo una cajita de color beis, extendió la antena y oprimió un botón rojo.

—Tal vez la tercera sea la vencida.

La explosión hizo estallar las ventanas del último piso y sacudió toda la manzana. Una lluvia de cristales y escombros en llamas se precipitó sobre la calle.

Cuando Harvath se levantó del suelo, el todoterreno del Trol ya se alejaba en la distancia.

Capítulo 124

124

El presidente invitó a Harvath varias veces a la Casa Blanca, pero Harvath rechazó todas las invitaciones.

Aunque los cargos de traición habían sido retirados, Rutledge quería sostener una conversación de hombre a hombre para dejar el pasado atrás y seguir adelante.

Harvath, había que reconocérselo, no se negó sin más a visitar al presidente. Después de salir del hospital, Tracy se había mudado a su casa, y él hizo saber a todo el mundo que, entre los cuidados que ella necesitaba y los del perro, no le quedaba ni un minuto libre.

El presidente sabía que era mentira. Pero lo dejó correr. Harvath había pasado por un infierno. Lo habían arrojado bajo un autobús y el presidente no solo no lo había ayudado a salir sino que le había ordenado que se quedara allí mientras las ruedas lo hacían pedazos.

Rutledge no lo culpaba por querer posponer la visita. Sin embargo, ya era suficiente. Llamó a Gary Lawlor y le indicó con toda claridad que, antes del final del día, quería a Harvath delante de su escritorio en el Despacho Oval, o el propio Lawlor tendría que pagar las consecuencias.

Como el buen soldado que era, Lawlor le indicó a su asistente que cancelara todas las citas del día y se encaminó a casa de Harvath para arrastrarlo hasta el despacho del presidente.

Cuando llegó a Bishop’s Gate, echó de menos el coche de Harvath e imaginó que había salido a comprar comida o medicinas, bien para Tracy o para Balas. Le había puesto así al perro en homenaje a Bob Balas, el amigo de ambos que había muerto durante el ataque a Nueva York.

Lawlor aparcó y caminó hacia la puerta principal. Se quedó mirando el umbral y se preguntó por enésima vez cómo se habría sentido Harvath al descubrir a Tracy tirada allí en medio de un charco de sangre. La imagen era espantosa. Se la sacudió del pensamiento, levantó la pesada aldaba de hierro y la dejó caer contra la gruesa puerta de madera.

Mientras esperaba, pensó que era toda una ironía que Harvath viviera en una antigua iglesia. Su subordinado se había convertido en un auténtico penitente, en lo relativo a las víctimas de Roussard. Visitaba a su madre con frecuencia en California y, en cuanto ella empezó a recobrar la vista, se aseguró de que tuviera los mejores cuidados al volver a casa. También fue a ver muchas veces a Carolyn Leonard y a Kate Palmer y les envió flores al hospital todos los días hasta que las dieron de alta. Todavía seguía bombardeándolas con flores y cestas de comida. No estaba dispuesto a parar, pese a lo que dijeran los demás. Se había impuesto a sí mismo esa penitencia, e iba a cumplirla hasta que la culpa abandonara su alma.

Cuando salió a la luz que Kevin McCauliff había usado los ordenadores del Departamento de Defensa para ayudar a Harvath, el joven analista se enfrentó a una sanción disciplinaria. Harvath cobró todos los favores que le debían y movió todos los hilos imaginables para que los cargos fueran retirados. La NGA le había concedido una baja honorable y Tim Finney y Ron Parker le habían ofrecido un empleo a McCauliff al día siguiente en el Programa Sargazo.

Lawlor tocó a la puerta una vez más, pero nadie contestó. Ni siquiera se oía ladrar a Balas, como ya era costumbre.

Harvath le había confiado dónde tenía escondida la llave de repuesto. Lawlor fue a buscarla y abrió la puerta.

—¿Hola? —gritó asomándose al umbral—. ¿Hay alguien en casa?

Esperó. Pero no hubo respuesta. Entró en la casa y cerró la puerta a su espalda.

Se acercó primero a la cocina y vio que todo estaba limpio y en orden. Por lo general, era un caos de ollas, sartenes, platos y copas, que daban fe de las empresas culinarias de Scot y Tracy. No, ciertamente aquello no era normal.

Lawlor abrió la nevera para beber una cerveza. Estaba completamente vacía. Ahora sí que nada tenía sentido.

Salió de la cocina y entró en el vasto espacio que Harvath usaba como salón. También allí todo estaba limpio y en su lugar.

De repente, Lawlor se percató de que había algo encima de la repisa de la chimenea. Cuando se acercó, vio la BlackBerry de Harvath y sus credenciales de identidad del Departamento de Seguridad Interior. Justo al lado, había una hoja de papel con el membrete de Tracy, doblada por la mitad.

Lawlor la abrió y leyó el sencillo mensaje escrito en la caligrafía de Harvath:

Hemos ido a pescar.