51
Aman, Jordania
Los dos hombres estaban sentados dentro del BMW serie 7 azul, en una calle tranquila cerca del centro. Casi todas las tiendas habían cerrado para la oración de la tarde.
—Con esto quedamos en paz. —El conductor cogió una pequeña bolsa de lona del asiento de atrás y se la entregó a su pasajero.
Harvath abrió la cremallera y miró dentro. Todo estaba allí.
—Cuando yo me encuentre a salvo fuera de tu país —contestó Harvath con una sonrisa—, entonces quedaremos en paz.
Ornar Faris, oficial de alto rango del Departamento General de Inteligencia de Jordania, más conocido como el DGI, asintió con su gran cabeza redonda. El jordano medía más de un metro noventa de estatura. Y estaba acostumbrado a hacer tratos. En su mundo los tratos eran de rigor, sobre todo cuando se trataba de mantener a raya la creciente marea del radicalismo islámico.
Además, siempre le había caído bien Scot Harvath, pese a que sus decisiones tácticas fueran por lo general poco ortodoxas. Sus métodos eran lo de menos: era un hombre de palabra, en el que se podía confiar.
Habían acabado trabajando juntos en la época en que Harvath se había incorporado al Proyecto Apex. Una célula jordana había asesinado a dos diplomáticos estadounidenses y tramaba un complot para derrocar al rey Abdalá II. Aunque oficialmente el DGI no tenía idea de que Harvath se encontraba en el país, Faris era su compañero y su enlace directo con el rey.
Abdalá había expresado un solo deseo: que Harvath hiciera lo posible por capturar con vida a los miembros de la célula. La misión era extremadamente peligrosa y complicada. Habría sido mucho más fácil matar a los terroristas y poner punto final. Sin embargo, corriendo enormes riesgos, Harvath había conseguido hacer realidad el deseo del rey.
No solo se había granjeado el respeto del soberano, sino que se había apuntado un par de tantos con Faris, que había sido ascendido a raíz del éxito de la misión.
—Desde luego, si alguien se entera de que estás aquí, su majestad negará todo conocimiento de tus actividades. Si los sirios, o quien sea, descubren que te hemos permitido acorralar a un agente suyo que estaba tratándose de un cáncer en nuestro país, sería catastrófico para la imagen de Jordania. Eso por no hablar del desastre diplomático —señaló el oficial del DGI.
—No me vengas con cuentos, Omar —contestó Harvath—. Sabes tan bien como yo que al-Tal también representa una amenaza para vosotros. Buena parte de las armas de las que Siria está deshaciéndose a través de él acabarán en manos de grupos como Al Qaeda. Y perfectamente pueden usarlas aquí.
—Lo sabemos, pero eso no afecta a la importancia capital de nuestra imagen como país. Nuestra credibilidad ante nuestros vecinos y aliados se vería seriamente comprometida si sale a la luz que estuvimos involucrados en tu operación.
—¿Involucrados cómo? —Harvath cerró la cremallera de la bolsa.
Faris sonrió, sacó un sobre de papel manila de debajo de su asiento y se lo entregó a su amigo.
—Este es el dosier completo que me pediste.
Harvath no se sorprendió al ver todo lo que había dentro. El DGI solía ser bastante exhaustivo.
—Imágenes de reconocimiento, fotos, un plano del edificio… Es un dosier bastante imponente para que lo hayas compilado en menos de veinticuatro horas.
—Hemos tenido a al-Tal en el radar durante algún tiempo. Desde que descubrimos que entró en el país con un nombre falso para hacerse el tratamiento, lo hemos vigilado día y noche.
—¿Tenéis micrófonos o cámaras en su piso? —preguntó Harvath.
—Por supuesto —contestó Faris—. La venta de las armas nos tenía muy inquietos. Cualquier dato podía resultar útil.
—¿Pero?
—Pero el tío ha resultado ser bastante cauto. Habla a menudo por teléfono, pero no podemos usar directamente nada de lo que dice. Sospechamos que ha puesto a alguien más al frente de sus negocios mientras está en tratamiento.
—Dijiste que no le quedaba mucho.
—Es lo que dicen los médicos. Unas cuantas semanas. Máximo, un mes.
—¿Y la familia? —preguntó Harvath.
—Está todo en el dosier.
—No quiero que quede ningún registro de mi paso por el piso. Quiero que retires todos los micrófonos y todos los aparatos de vídeo.
—Me temo que no puedo hacer eso —replicó Faris.
—¿Por qué no?
—Al principio, cuando llegó, él y su familia iban casi a diario al hospital. Ahora ya no sale de la cama. Y siempre está acompañado. No hay ninguna posibilidad de que mi gente entre a sacar los aparatos.
—Entonces los sacaré yo —afirmó Harvath—. Necesito un esquema detallado de dónde están.
Faris se llevó una mano al bolsillo.
—Supuse que me pedirías eso.
—¿Y los equipos de vigilancia? —Harvath se metió el papel en su propio bolsillo.
—Se retirarán en el momento en que entres en el edificio.
—Entonces no hay nada más de que hablar.
Faris le dio las llaves del anodino Mitsubishi gris que tenía preparado y le estrechó la mano.
—Ten cuidado, Scot. Puede que al-Tal esté muriéndose, pero cuando un animal se ve acorralado es más peligroso que nunca.
Harvath salió del coche y se volvió antes de cerrar la puerta.
—Avisa a tus hombres de que estén listos para marcharse.
Faris pareció un poco sorprendido.
—¿No quieres estudiar antes el dosier?
—Ya he visto todo lo que quería ver. Cuanto más pronto tenga en mis manos a al-Tal, más pronto podré lanzar el anzuelo para ver si pica Najib.
Faris lo vio abrir el Mitsubishi, tirar dentro la bolsa y enfilar calle abajo. Sabía que Harvath era un profesional, pero no le agradaba en lo que estaba metiéndose.
52
Cuando la esposa de al-Tal y su hijo de veinte años regresaron de la mezquita, Harvath ya estaba esperándolos. Se enfundó una fina máscara de esquí negra, se deslizó fuera del hueco de la escalera hasta el pasillo mal iluminado y apretó el silenciador de su Taurus calibre 45 24/7 OSS contra la nuca del muchacho.
Cuando la madre abrió la boca para gritar, Harvath la agarró por la garganta.
—Si hace un solo ruido los mato a ambos —le susurró en árabe.
Los esposó a los dos, los amordazó con cinta aislante, les quitó las llaves y se escurrió dentro del piso. Antes de entrar en el edificio había repasado el dosier y se había aprendido de memoria los datos relativos a la residencia de al-Tal y sus ocupantes.
Por la descripción de su guardaespaldas, era un tío extremadamente peligroso. Había trabajado interrogando prisioneros en la policía secreta siria y solía someter a sus víctimas a palizas espeluznantes, además de obligarlas a mirar mientras violaba y sodomizaba a sus mujeres y a sus hijos.
Harvath lo localizó nada más entrar en el piso. Llevaba una pistolera de cuero sujeta al hombro sobre una camiseta empapada en sudor. Estaba calentándose una chuleta de cordero grasienta en uno de los fuegos de la cocina. Alcanzó a levantar la vista justo antes de que Harvath le encajara dos tiros en la frente.
La sartén caliente cayó con estrépito al suelo y Harvath se apresuró por el pasillo al encuentro del enfermero de al-Tal.
Sin duda, el viejo zorro de al-Tal lo había elegido a causa de su tamaño. Si las cosas se ponían feas, siempre podía contar con un par de brazos más.
Harvath le asestó un culatazo en plena cara y el hombre se dobló como una cartera barata. Pasó por encima de él y entró de un salto en el dormitorio. Encontró a al-Tal sentado en la cama, conectado por vía intravenosa a una bolsa de anestésico. Sostenía en su mano descarnada un pequeño dispositivo que le permitía regular el flujo de morfina para aliviar el dolor del cáncer.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre en árabe al verlo entrar.
Antes de que pudiera responder, Harvath advirtió que el viejo deslizaba una mano bajo la manta. Disparó tres veces a la cama y al-Tal sacó la mano de inmediato.
Harvath se acercó a la cama y retiró las mantas. Encontró una pistola y un AK-47 modificado.
—¿Quién es usted? —escupió de nuevo al-Tal mientras Harvath recogía las armas. Tenía los ojos estrechos y oscuros. El tono era de arrogancia.
—No tardarás en enterarte —dijo Harvath, a sabiendas de que el otro entendía el inglés a la perfección.
Le ató las manos y las piernas a la cama, lo amordazó y salió de la habitación.
53
Harvath ató al enfermero, recuperó la bolsa que había dejado en la escalera e hizo entrar a la mujer y al hijo de al-Tal. Les dejó echarle un buen vistazo al guardaespaldas para que supieran que no andaba de broma y luego arrastró el cadáver hasta el baño. Retiró la cortina de plástico, envolvió con ella el cuerpo, lo selló con cinta aislante y lo arrojó dentro de la bañera.
Usando el esquema que le había dado Ornar, arrancó todas las cámaras y todos los micrófonos. Aunque confiaba en el agente del DGI, decidió dejarse puesta la máscara. Ahora, tenía que ordenar un poco el caos que él mismo había generado.
Harvath detestaba tomar rehenes. No eran solo una carga, sino un auténtico dolor de cabeza. Había que darles de comer, llevarlos al baño y vigilar que no se escaparan. Sin embargo, con tan poca antelación, considerando las presiones de tiempo y el hecho de que al-Tal ya no dejaba nunca el piso, era la mejor solución.
Liberó a al-Tal de sus ataduras, le arrancó la aguja intravenosa y lo arrastró hasta el baño para que viera qué había sido de su guardaespaldas. Después de obligarlo a mirar, lo llevó hasta el comedor, donde permanecían su familia y el enfermero.
Cogió una de las sillas del comedor y sentó en ella a al-Tal. Lo esposó a la silla, apretando al límite las esposas de plástico, y le quitó la mordaza de la boca.
—Morirá —escupió al-Tal—, se lo prometo.
—Es una amenaza interesante —Harvath cogió otra silla y se sentó frente a él, a un palmo de su cara— teniendo en cuenta que ya has ofrecido ciento cincuenta mil dólares por mi cabeza.
—Usted. El asesino de Asef.
—¿Te refieres a Suleiman? —preguntó Harvath—. Ese fue el alias que le asignaste, ¿no? ¿Abdel Rafiq Suleiman?
Al-Tal no contestó.
No tenía ninguna importancia. Harvath ya podía leer su rostro como un libro abierto. Al-Tal estaba furioso, y también muerto de miedo.
—Sé más sobre ti de lo que piensas, Tammam.
—¿Qué quiere? —preguntó el veterano espía sirio.
—Quiero información.
Al-Tal soltó una risa burlona.
—Nunca le diré nada.
Harvath lo odiaba con toda el alma. Matar no solía causarle ningún placer. Pero esta vez sería distinto.
—Te daré una sola oportunidad. ¿Dónde está Abdel Salam Najib?
Al-Tal dejó de reír.
Harvath lo miró fijamente.
—Podemos llamarlo Suleiman, si quieres. Después de todo, le diste el mismo alias cuando murió Khashan.
—Después de que usted lo matara.
—Ninguno de los dos tiene tiempo que perder, Tammam. Así que mejor no entremos en discusiones semánticas.
—Si deja que se marche mi familia, le diré todo lo que quiera.
Ahora fue Harvath el que soltó la carcajada.
—Al menos deje que se marche el enfermero. No tiene nada que ver con esto.
Harvath no pensaba hacerle ninguna concesión a aquel monstruo.
—¿Dónde está Najib? —repitió.
Cuando al-Tal se negó a responder, Harvath se levantó de un salto y agarró a su esposa por el brazo. No se sentía a gusto haciéndolo, pero la mujer sabía muy bien con quién estaba casada. Y no había otra alternativa.
Harvath arrastró a la mujer hasta donde estaba su marido, sin perderlo de vista ni un instante.
—¿Qué piensa hacerle?
—Depende de ti. —Harvath sacó la pistola y la pasó por el pelo y la oreja de la mujer.
—En nuestro oficio, no atacamos a la familia —le reprochó al-Tal—. Usted lo sabe.
—Ah, el viejo credo del agente de inteligencia. Qué divertido. Sobre todo teniendo en cuenta lo que tú le has hecho a mi familia.
—¿De qué está hablando?
—Mi madre, mi novia… No finjas que no sabes nada.
—¿Su madre? —dijo al-Tal—. ¿Cómo puedo haberle hecho nada a su madre? Ni siquiera sé quién es usted. Dice que es el hombre que mató a Asef, pero ni siquiera conozco su nombre.
Harvath no le creía una palabra. El hombre estaba mintiendo.
—Esta es tu última oportunidad.
—¿Y si no qué? ¿Matará a mi esposa?
—Ya has visto lo que hice con tu guardaespaldas.
—Es muy distinto matar a la esposa de un hombre, a una madre.
El sirio estaba en lo cierto. Harvath no tenía ninguna intención de matarla. Pero estaba más que dispuesto a hacerla pasar por un infierno con tal de preservar del dolor a su propia familia y a sus seres queridos.
Enfundó despacio el arma. Una sonrisa se dibujó en la cara afilada de al-Tal. El exceso de confianza del hombre era repugnante. Estaba convencido de que podía manipular a Harvath. Y estaba a punto de enterarse de la equivocación que cometía.
—Hay cosas peores que la muerte —dijo Harvath, sacándose del bolsillo de la chaqueta un pequeño bote de dispositivos de protección Guardian. La boquilla del espray remataba en un tubito de plástico, largo y transparente.
Harvath cogió a la mujer de al-Tal por el pelo, la sentó con la cabeza inmovilizada y le introdujo el tubo por el oído.
—¿Alguna vez te han rociado con espray de pimienta, Tammam? —preguntó, mientras la mujer gritaba bajo la mordaza de cinta aislante.
—Déjela en paz —exigió al-Tal.
Harvath no le hizo caso.
—¿Has sentido el picor en los ojos? ¿En la nariz? ¿En la garganta?
—¡Le he dicho que la deje en paz!
—Dentro del canal auditivo, es una experiencia completamente diferente. Cuando yo oprima este botón, una fina neblina recorrerá el tubo y tu esposa sentirá que le han llenado el cráneo con gasolina en llamas.
—¡Inmoral!
—No soy nada comparado contigo. Y el miedo que ahora mismo te ha entrado en el cuerpo no es nada, comparado con la culpa que sentirás por lo que le tengo reservado a tu familia.
Como al-Tal no respondió, Harvath acercó la silla de la mujer junto a él.
—Mira bien su cara. Lo que está a punto de pasar es culpa tuya.
La mujer tenía los ojos desorbitados, al igual que su hijo y que el enfermero de al-Tal.
Harvath obligó al hombre a abrir la mano y le cerró los dedos alrededor del bote de aerosol. Levantó el índice de al-Tal y lo forzó a apretar el botón que liberaba el espray.
La esposa de al-Tal no había parado de gritar en ningún momento. Ahora gritó todavía con más fuerzas, retorciéndose contra las ataduras. Sacudía la cabeza violentamente de un lado a otro, tratando de librarse del tubito que tenía metido en el oído.
—¡Está bien! —gritó al-Tal, que ya no podía soportar que siguieran torturando a su mujer—. Le diré cómo encontrar a Najib, hijo de puta. Solo quiero que deje a mi familia en paz.
54
—Dígale que el imán no se encuentra bien. Tiene que venir enseguida, para que puedan leer juntos el Corán por última vez.
Cuando la esposa de Tammam al-Tal acabó de transmitir el mensaje, que había sido planeado palabra por palabra, Harvath le quitó el teléfono y colgó. Ahora, solo tenían que esperar.
El teléfono sonó al cabo de un cuarto de hora. La señora al-Tal no necesitaba que le recordaran lo que ocurriría si no hacía y decía exactamente lo que habían ensayado.
Harvath levantó el auricular, se lo acercó al oído a la mujer y se inclinó a su lado para escuchar.
Abdel Salam Najib tenía una voz grave y penetrante. Hablaba en frases cortas y autoritarias, y era igual de arrogante que su mentor.
—¿Por qué no llamó el imán?
—Está demasiado débil —contestó en árabe la mujer de al-Tal. El pánico reverberaba en su voz.
—Entonces está muriéndose.
—Sí —respondió ella.
—¿Cuánto le queda? —preguntó Najib.
—Nos han dicho que tal vez no pase de esta noche.
—¿Estáis todavía en el piso?
—Sí. Los médicos querían llevárselo al hospital, pero Tammam no quiso.
—Ya deberías haber aprendido a no usar su nombre por teléfono —la reprendió Najib.
Harvath se puso tenso. ¿Estaría tratando de advertir a Najib? ¿Era un error de buena fe? No había modo de averiguarlo. Sacó del bolsillo su navaja de combate MOD, abrió la cuchilla y la apretó contra el cuello de la mujer. Estaba de acuerdo con Najib. La mujer ya tendría que haber aprendido, estaba claro.
La esposa de al-Tal reprimió un sollozo de terror.
—Quiere que lo lleven a Siria, pero los médicos dicen que el viaje apresuraría el final.
—Tienen razón —dijo Najib—. No hay que mover al imán. ¿Quién más está en la casa contigo?
La mujer respondió despacio, atenta a no decir nada que pudiera crearle problemas.
—Mi hijo, claro, y el enfermero de Najib. También está con nosotros un amigo que ha venido a visitarnos y se ocupa de que el imán esté cómodo y seguro.
Najib conocía al hijo de al-Tal y al guardaespaldas. Podía confiar en ellos. Sin embargo, no conocía al enfermero.
—¿Sabes darle la medicina a tu marido?
—¿La medicina? —se sorprendió la mujer.
—Sí, la morfina.
No sabía qué contestar. Era una pregunta imprevista. Miró a Harvath, quien le indicó con la cabeza que dijera que no.
—No, no sé nada de eso.
—Entonces tienes que aprender —replicó Najib—. Ya no queda mucho por hacer, si el imán realmente está muriéndose. Dile al enfermero que te muestre lo que hay que hacer y mándalo a casa.
El imán y yo tenemos que discutir cosas importantes antes de que se marche al encuentro del Profeta, la paz sea con Él. No quiero que el enfermero esté en el piso mientras hablamos.
Harvath asintió. A la mujer de al-Tal se le quebró la voz.
—Así lo haré.
Najib permaneció callado unos segundos. Harvath temió que pudiera sospechar algo. No podía perderlo a esas alturas. «¿Qué diablos estaba esperando?».
—Estaré allí a la hora de la oración del atardecer —dijo finalmente Najib—. ¿El imán quiere que le lleve algo especial?
La mujer miró a Harvath, que sacudió otra vez la cabeza.
—Nada. Solo dese prisa.
—Dile al imán que me espere.
—Sí —contestó la mujer con los ojos llenos de lágrimas.
Acabada la conversación, Harvath repuso el auricular en su lugar. Najib había mordido la carnada y el anzuelo estaba a punto. Ahora solo faltaba tirar del hilo y sacar el pez. Sin embargo, Harvath sabía que nunca había que celebrar hasta que el pez estaba dentro del bote.
55
Harvath preguntó a los tres prisioneros si querían ir al baño, pero solo el enfermero se atrevió a aceptar la oferta. Hizo sus necesidades justo al lado de la bañera, donde el guardaespaldas yacía envuelto en plástico.
Puesto que el enfermero ya estaba de pie, Harvath aprovechó para trasladarlo a la otra habitación. Llevó luego allí a la esposa y al hijo de al-Tal y, una vez que tuvo a todos seguros dentro, regresó al comedor.
Al-Tal había empezado a sudar. El pijama de rayas grises y azules se le adhería al cuerpo bañado en sudor. Necesitaba su dosis de morfina.
Harvath lo desató, lo cogió por la cintura y regresó con él al dormitorio. Inspeccionó de arriba abajo las almohadas y las sábanas antes de ayudarlo a acostarse y cubrirlo con las mantas. Al-Tal estaba tan frágil que era como manipular un muñeco hecho de papel maché.
Después de ponerlo en la cama, Harvath volvió a insertarle la aguja intravenosa y la cubrió con una tirita nueva sobre el dorso de su mano izquierda. El sirio empezó a salivar como el perro de Pavlov, aguardando la tibia ola de alivio que iba a recorrer su cuerpo maltrecho.
Harvath colocó el dispositivo para liberar el anestésico encima de la cama, justo fuera del alcance de al-Tal. Cuando el hombre se enderezó para cogerlo, Harvath lo empujó de vuelta a la almohada.
—No tan rápido. Aún tengo algunas preguntas para ti.
—He hecho todo lo que me pidió —dijo enfadado al-Tal.
—Y todavía vas a hacer más.
—¿Le parece poco que le haya entregado a uno de mis agentes? ¿A un hombre que confía en mí?
Harvath no le hizo caso.
—¿Quién consiguió que liberaran a Najib de Guantánamo?
—No lo sé.
—¿Y si traigo aquí a tu hijo y trabajo un buen rato con él? —Harvath sacó la navaja y la abrió con un gesto—. Primero le pelaré la piel de las yemas de los dedos. Y después seguiré pelando hasta desollarle toda la mano. Cuando ya casi no sienta el dolor, puedo hacer una limonada con los limones de la cocina y meterle la mano dentro. No volverá a sentir un dolor igual en toda su vida.
Al-Tal cerró los ojos.
—Pregunte, contestaré.
—¿Quién consiguió que liberaran a Najib?
—No lo sé, ya se lo he dicho.
—Le explicaré a tu hijo que no quisiste cooperar antes de ponerme a trabajar. —Harvath se puso de pie.
—Es la verdad —balbuceó al-Tal—. No sé exactamente quién fue.
—Pero sabes algo.
El sirio asintió y sus ojos se deslizaron hacia la bolsa de morfina.
—Ni lo sueñes. —Harvath comprendió la muda petición—. Tendrás tu dosis si me dices lo que quiero saber.
Al-Tal dejó caer los hombros, soltó un suspiro y se recostó entre las almohadas.
—Un hombre se puso en contacto conmigo y me hizo una oferta.
—¿Qué oferta?
—Dijo que, por un cierto precio, podía conseguir que los norteamericanos soltaran a Najib.
—¿Y le creíste?
—No, claro, no al comienzo. Nuestro gobierno ya había tratado de conseguir su liberación. Alegamos que habían capturado a un hombre inocente, a un padre de familia, al que los suyos esperaban en casa.
—Pero Estados Unidos no se lo creyó, ¿verdad? —preguntó Harvath.
—No, no se lo creyó. Así que probamos con otra táctica. Reconocimos que Najib era un criminal peligroso, acusado de una serie de crímenes graves en Siria. Les prometimos que lo llevaríamos a juicio, e incluso les ofrecimos que ellos supervisaran el procedimiento, pero tampoco aceptaron.
—Y entonces, apareció un hombre misterioso ofreciendo liberarlo por un cierto precio.
—Más o menos.
—¿Cuál era el precio? —preguntó Harvath.
—Que yo anulara la recompensa que había ofrecido por usted.
Harvath se quedó de una pieza.
—¿Qué estás diciendo?
—Hicimos un trato —contestó al-Tal—. Yo cancelé el contrato y los norteamericanos liberaron a Najib.
Harvath pensó que el hombre estaba tomándole el pelo.
—¿Cómo pudiste anularlo si ni siquiera sabías quién era yo?
—Todavía no sé quién es usted. —Al-Tal dibujó un círculo con el dedo alrededor de su cara, refiriéndose a la máscara de esquí de Harvath—. Por lo general, los secuestradores que toman rehenes solo ocultan su identidad cuando tienen previsto liberarlos. ¿Es por eso por lo que no nos ha mostrado su cara?
—He cumplido mi palabra. Y seguiré cumpliéndola. La situación está en tus manos. Si cooperas conmigo, dejaré libres a tu esposa y a tu hijo.
—¿Y al enfermero?
—Sí, también a él.
—¿Y a mí? —preguntó al-Tal, como si conociera de antemano la respuesta.
—Eso será decisión de Najib —contestó Harvath.
56
La Casa Blanca
El presidente Rutledge estaba furioso.
—No quiero más excusas, Jim —le dijo al director de la CIA, sujetando el teléfono contra el hombro mientras se ataba los cordones de las zapatillas de deporte—. Ya tendrías que haber atrapado a ese tío. Si no empiezas a ofrecerme resultados, pondré a otra persona en tu puesto.
—Comprendo, señor —respondió James Vaile.
Sabía que se merecía la reprimenda. El equipo que había formado para dar caza al terrorista que estaba hostigando a Scot Harvath se encontraba más que preparado para la misión. Sin embargo, la presa seguía ganándoles la partida a los cazadores. Las únicas pistas que dejaba eran las que quería que ellos encontraran. Aunque Vaile no tenía intención de darse por vencido, no mientras corrieran peligro vidas norteamericanas, todo el mundo, incluido el presidente, sabía ya que se hallaban ante un adversario formidable.
—Por cierto, ¿qué hay de la alerta? —Rutledge volvió a pensar en los sujetos que se escondían detrás del asesino, en las amenazas que habían lanzado contra su país.
—No creo que haga falta —repuso el director de la CIA—. Todavía no.
—Explícamelo.
—Incluso si los terroristas pueden identificar a Harvath basándose en la filmación de circuito cerrado del aeropuerto en México, todavía podemos negarlo todo. Diremos que se ha salido de su territorio y estamos tratando de pescarlo. Y a fin de cuentas, son ellos los que lo han provocado.
—Y nosotros los que no hemos podido controlarlo. —El presidente se ajustó un tensiómetro digital a la muñeca—. Francamente, yo no le veo ninguna pega. Mandamos una alerta discreta a las agencias estatales y municipales y les pedimos que mantengan los ojos abiertos. No hace falta decir que tenemos indicios de un ataque terrorista inminente, porque no lo tenemos. Tampoco hace falta elevar el nivel de alerta nacional. Lo dejamos tal cual.
El director de la CIA meditaba en silencio la respuesta.
—Si ponemos sobre aviso a toda la policía y a todas las tropas estatales, puede que tengamos suerte y abortemos el ataque —añadió Rutledge.
—Puede que sí —admitió Vaile—. Pero también puede que mucha gente empiece a hacerse preguntas y alguien relacione la alerta con lo que pasó en Charleston.
—No hay manera de saber eso.
—Señor presidente, los policías hablan entre sí y se les da bastante bien rellenar la línea punteada. Muchos van a llegar a la misma conclusión. Y la prensa no tardará en olerse el asunto. En cuanto se sepa que hemos enviado una alerta, no podremos meter al genio de vuelta en la botella.
—¿Cuál es tu plan entonces? ¿No hacer nada?
—Exactamente. Entre otras razones porque, si los terroristas se enteran de la alerta, pueden interpretar que estamos declarándonos culpables. Si ven que nos preparamos justamente para el tipo de ataque que anunciaron, pensarán que estamos detrás de la muerte de Palmera.
Rutledge no había tenido en cuenta ese punto de vista.
—¿Y si atacan sin que hayamos hecho nada para impedirlo? ¿Podrías seguir viviendo con las consecuencias? ¿En este caso, sobre todo? Yo no.
—Probablemente yo tampoco —contestó Vaile—. Pero todavía no estamos en esa situación. Palmera solo era uno de los cinco. Y un hombre que, dicho sea de paso, tenía un montón de enemigos y habría acabado muerto tarde o temprano.
El razonamiento de Vaile era lógico. Aunque el instinto le decía que no debía hacerle caso al director de la CIA, el presidente decidió confiar en su intelecto.
—¿Y qué vamos a hacer con Harvath? Es una carta tapada y puede convertir todo esto en un caos.
—Esas son las buenas noticias —tranquilizó Vaile al presidente—. Ya tenemos una idea de dónde está. Si no se entrega antes del plazo que usted le dio, no tardaremos en arrestarlo.
—Bien —dijo Rutledge, que ya estaba listo para salir a correr—. Solo confío en que lo atrapemos antes de que siga poniendo en peligro al país.
57
Aman, Jordania
Harvath dedicó la siguiente hora y media a interrogar a Tammam al-Tal, concediéndole alguna que otra pequeña dosis de morfina a su cuerpo devastado por el cáncer.
Pese a todas las habilidades de Harvath, al-Tal era un hueso duro de roer. Sin duda, tenía bastante experiencia en interrogatorios, y Harvath tenía que poner en duda todo lo que conseguía sacarle.
Formulaba las preguntas sin pausa, dos y tres veces, para tratar de pillarlo en una mentira, pero sin éxito. Al parecer, al-Tal estaba diciendo la verdad. No tenía idea de quién había atacado a Tracy, a su madre o al equipo nacional de esquí.
Harvath se disponía a interrogarlo una vez más cuando al-Tal cayó inconsciente, destrozado por la fatiga y aturdido por un dolor que ni siquiera la morfina conseguía mitigar.
Ya había dejado de ser de utilidad.
Ahora, Harvath tenía que concentrarse en Najib.
De Damasco a Amán había ciento ochenta kilómetros en línea recta. Suponiendo que hubiera poco tráfico y el paso de la frontera estuviera despejado, Harvath tenía todavía una hora antes de que Najib llegara al piso. Era tiempo más que suficiente para prepararse.
Harvath recurrió a la esposa de al-Tal para contestar al telefonillo. Cuando Abdel Salam Najib entró en el piso, le recibió con un culatazo de su Taurus 24/7 OSS en el puente de la nariz.
El hombre estaba absolutamente desorientado. Cayó de rodillas, sangrando por las fosas nasales. Harvath cogió impulso y descargó otro golpe con todas sus fuerzas. La mandíbula de Najib soltó un gemido estremecedor. El terrorista echó la cabeza hacia atrás y acabó de desmayarse.
Harvath lo despojó de sus armas, que incluían una Beretta de 9 milímetros, un estilete y una cuchilla disimulada en el zapato izquierdo.
Lo desnudó hasta dejarlo en calzoncillos y lo ató con cinta aislante a una de las sillas del comedor. No pensaba caer otra vez en el error que había cometido con Palmera.
Después de atisbar por entre las cortinas para asegurarse de que nadie esperaba fuera a Najib, se dirigió a la cocina, buscó un cubo y lo llenó de agua fría.
Volvió al comedor y se lo lanzó a la cara a Najib. El hombre volvió en sí casi al instante.
Empezó a toser y a sacudir la cabeza huyendo del agua. Abrió los ojos, sin que su cerebro hubiera procesado lo ocurrido. No tardó en comprenderlo todo.
Movió la mandíbula para comprobar si la tenía rota. Luego miró al hombre enmascarado que tenía delante y lanzó a sus pies un esputo sanguinolento.
Harvath sonrió. Escupir en Oriente Próximo equivalía a hacer un corte de mangas en Occidente. Era la clásica bravuconada del macho que no le teme a nada.
Harvath no movió un solo músculo. Permaneció impasible como una estatua, contando en silencio, mientras Najib recorría con la mirada la habitación. «Mil uno, mil dos…». Entonces, Najib lo vio.
El cadáver del guardaespaldas de Najib yacía encima de la mesa del comedor, justo a la derecha de Najib. Harvath lo había dispuesto como si fuera el plato principal de un banquete horrendo. Le había hecho cosas terroríficas. Tenía los brazos y las piernas desollados, la cavidad del pecho abierta de par en par, una serie de agujeros negros por donde asomaban apenas restos de los órganos vitales.
Najib era un tío duro, pero claramente estaba tocado.
—Hablemos de tu liberación de Guantánamo —dijo Harvath, rompiendo el silencio.
Najib escupió otra vez y lo maldijo en árabe:
—Khara beek!
Al-Tal le había dicho a Harvath que Najib era uno de los mejores agentes que había tenido a sus órdenes, aún mejor que Asef Khashan. Le había asegurado que las pasaría canutas para hacerlo cantar. Según al-Tal, su subordinado no le tenía miedo a nada ni a nadie. Lo habían mandado a Iraq a ayudar a coordinar la insurgencia. Su reputación lo precedía en todas partes. Si alguien desobedecía sus órdenes o, peor aún, fracasaba en una misión, Najib en persona le infligía castigos indecibles.
Era uno de los hombres más temidos de Iraq. Su destreza en el campo de batalla solo podía compararse con su maestría en la cámara de tortura. Se decía que era suya la idea de usar cuchillos cortos, deliberadamente romos, para decapitar occidentales frente a una cámara de vídeo. La cimitarra le parecía un instrumento demasiado eficiente. Tenía que quedar claro que a las víctimas se las sacrificaba como si fueran ganado. Un par de tajos con una espada larga no eran suficientes. Tenían que padecer una auténtica agonía a manos de los valientes guerreros del Profeta, y Najib era un maestro de la agonía.
Harvath conocía bastante bien a esa clase de hombres. La única manera de sacarles ventaja en el plano psicológico era someterlos a un shock tan brutal que perdieran por completo el equilibrio. El cadáver sobre la mesa era un buen comienzo, pero no sería suficiente.
No obstante, Harvath volvió a repetir la pregunta, esta vez en árabe.
—La noche que te liberaron de Guantánamo subiste a un avión. Cuéntame qué pasó a bordo.
—Vete a la mierda —contestó en inglés Najib—. No pienso contarte nada.
Su voz resultaba aún más inquietante en persona.
Era un hombre de cerca de un metro noventa, el doble de ancho que Harvath. Tenía los brazos enormes y parecía una de esas personas musculosas por naturaleza que no necesitan ir al gimnasio. Tenía el pelo oscuro, los ojos negros y una fina cicatriz bajo la barbilla, de un lado al otro del cuello. Harvath sospechaba que no se debía a que usara la corbata demasiado ajustada.
En resumen, un personaje siniestro. Harvath se alegró de haber tomado la delantera. No era la clase de tío con el que uno quisiera medirse de igual a igual, por muy buen luchador que fuera.
Harvath se acercó a la mesa y sacó un taladro inalámbrico de la bolsa de lona. Insertó una broca gruesa de punta de carburo, especial para mampostería, y tiró del gatillo del taladro para comprobar que rotaba bien.
Cogió luego una almohadilla de gasa que había encontrado en el botiquín del enfermero y la empapó en solución antiséptica. Los preparativos de una inyección solían asustar más a la gente que la propia inyección. Harvath se inclinó sobre la rodilla de Najib y la limpió a conciencia con la gasa.
No necesitaba tomarle el pulso para saber que Najib tenía el corazón desbocado. La carótida le palpitaba en el cuello y tenía la frente y el labio superior perlados de sudor: estaba cagado de miedo.
Pero que estuviera cagado de miedo no significaba que fuera a cooperar. Harvath decidió darle una última oportunidad.
—Cuéntame acerca del avión. ¿Quién iba a bordo además de ti?
Najib enfocó la mirada en un objeto al otro extremo de la habitación y empezó a recitar versos del Corán. Harvath dejó de esperar la respuesta.
Le embutió una mordaza en la boca para que los gritos no se oyeran fuera del piso. Encajó la silla de Najib contra la pared, para que no diera el bote hacia atrás cuando empezara el dolor.
Agarró por el muslo a Najib, apoyó la broca de mampostería a un lado de la rótula y apretó el gatillo.
El terrorista se puso completamente rígido. Los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a gritar bajo la mordaza a medida que la broca acanalada se abría paso en su carne.
Se revolvía tratando de soltarse, pero la cinta aislante y el peso del cuerpo de Harvath lo tenían acorralado contra la pared. Apenas podía moverse, no digamos ya escapar del extraordinario dolor que sentía.
Harvath siguió con su labor sin darse prisa. Cuando la broca llegó al hueso, un humillo nauseabundo empezó a salir por el orificio de entrada cubierto de sangre. Najib se estremeció, luchando con cada fibra de su cuerpo para escapar de aquel desquiciado que estaba a punto de destrozarle la rodilla.
De repente, se oyó un plop. La rótula estalló en una masa de huesos rotos y el hombre finalmente se desmayó de dolor.
58
Harvath abrió el bote de inhalador de amoníaco y agitó la almohadilla bajo la nariz de Najib. Al cabo de unos segundos, el terrorista empezó a toser y levantó la cabeza.
Harvath sostuvo en alto la jeringa, delante de sus ojos.
—Es morfina —dijo—. Si respondes a mis preguntas, te daré toda la que quieras.
Aturdido, Najib bajó la mirada y se detuvo en su rodilla, hinchada hasta el doble del tamaño normal. Eludió los ojos de Harvath y vio entonces su otra rodilla, que ya estaba embadurnada con antiséptico. Fue demasiado. La cabeza empezó a darle vueltas, otra vez a punto del desmayo.
—No te me vayas —le ordenó Harvath cogiéndolo por la cara y obligándole a inhalar de nuevo el amoníaco.
El hombre echó otra vez la cabeza hacia atrás, sacudiéndola de arriba abajo para sustraerse a los vapores que le quemaban las fosas nasales y los pulmones.
Los vapores activaban también un reflejo que aceleraba los músculos que controlaban la respiración. Harvath esperó a que el terrorista recobrara el aliento.
Sostuvo otra vez la jeringa en alto.
—Tú mismo.
Najib lo miró con la cara desfigurada por la ira y el dolor. Asintió despacio con la cabeza.
Harvath le clavó la aguja en el muslo. Apretó el émbolo, pero se detuvo antes de vaciar el contenido de la jeringa.
—El resto te lo daré cuando me cuentes todo lo que quiero saber.
Alargó la mano hacia la mordaza.
—Si me haces perder el tiempo o tratas de pedir ayuda, me pondré a la labor con la otra rodilla. Luego me ocuparé de los codos, y después seguiré vértebra por vértebra desde la espalda hasta el cuello. ¿Nos entendemos?
Najib asintió y Harvath le quitó la mordaza.
Esperaba otra declaración de tío duro: una promesa de que los perseguiría a él y a su familia hasta el fin del mundo o algo por el estilo. Sin embargo, el terrorista lo sorprendió.
—¿Al-Tal está vivo? —preguntó tartamudeando.
Era una pregunta demasiado humana. No le hizo gracia a Harvath. Ninguna gracia. Las cosas podían volverse difíciles. Más complicadas.
Era mucho más sencillo cuando un crápula como Najib proclamaba su odio contra Estados Unidos y la firme convicción de que la victoria era solo cuestión de tiempo y tarde o temprano Harvath y todos los no creyentes verían a los musulmanes bailando sobre las ruinas de la Casa Blanca.
Eso deshumanizaba al enemigo. No obstante, Harvath aún era capaz de hacer lo que había venido a hacer. Solo tenía que concentrarse en las atrocidades que Najib había cometido en Iraq contra los soldados y los marines de su país, para recordar que era una bestia sin ninguna humanidad.
Y la idea de que quizá no pudiera abrazar otra vez a Tracy, de que quizá ella nunca pudiera volver a abrazarlo, lo llenaba de ira.
—El destino de al-Tal está en tus manos.
—¿Entonces está vivo? —preguntó Najib—. Quiero pruebas. Déjeme verlo.
—Eso no forma parte de nuestro trato.
—Si no me deja ver a al-Tal no diré nada.
Qué más da nuestro trato, pensó Harvath, mientras salía del comedor rumbo a la cocina. Regresó al cabo de un momento con un bol lleno de limones, sacó la navaja del bolsillo y cortó un limón por la mitad.
Se agachó al lado de Najib, acercó el limón a la herida en su rodilla y exprimió la fruta. El terrorista lanzó un bramido en cuanto el ácido cítrico le abrasó la carne desgarrada. Harvath apenas tuvo tiempo de taparle la boca con la mordaza.
Cuando el dolor empezó a menguar y Najib recuperó la calma, Harvath volvió a quitársela.
—Esa fue la última advertencia. Ahora háblame del avión.
Najib no parecía tener intenciones de obedecer. Pero cuando Harvath cogió el taladro, apoyó la broca contra su rodilla izquierda y apretó el gatillo, empezó a hablar.
—Era un avión comercial. Un 737.
—¿Quién más iba a bordo? —Harvath soltó el gatillo.
—Dos pilotos y un equipo de médicos, disfrazados de auxiliares de vuelo.
—¿Habías visto antes a alguno de ellos?
Najib negó con la cabeza.
—Nunca.
—¿En qué idioma hablaban?
—Casi todo el tiempo en inglés.
—¿Casi todo el tiempo? —preguntó Harvath.
—Y un poco en árabe.
—¿Para qué estaba allí el equipo médico?
—Nos dijeron que teníamos la sangre contaminada. Que nos habían inyectado no sé qué material radiactivo para que Estados Unidos pudiera rastrearnos. Cuando el avión alcanzó cierta altura, nos hicieron transfusiones.
—¿Quién te dijo que tenías la sangre contaminada? —preguntó Harvath, sosteniendo con pulso firme el taladro.
—No tengo ni idea —contestó Najib—. Acababan de liberarnos. Eso era todo lo que me importaba.
—¿Y los dejasteis hacer sin más? ¿No pensasteis que podía ser una treta?
—Lo pensamos. Tenían dos aparatos que parecían detectores de radiación. Cuando nos los pasaron por el cuerpo, los indicadores registraron la presencia de radiaciones. Luego se los pasaron por el cuerpo a los miembros de la tripulación. No había ningún registro. Los últimos dos días en Guantánamo todos habíamos sentido náuseas. Pensábamos que nos habían dado comida envenenada, pero los médicos nos dijeron que era un efecto secundario de la radiación que nos habían metido en el cuerpo.
Harvath lo miró en busca de algún indicio de que estaba mintiendo. No encontró ninguno.
—¿Quién consiguió que te liberaran?
—Al-Tal.
—Alguien más llamó a al-Tal y le ofreció ponerte en libertad —aclaró Harvath—. ¿Quién era esa persona?
—Nunca lo supe. Y al-Tal tampoco.
—¿Quién quería verte libre?
—No lo sé.
—¿Quién tenía suficiente poder como para hacer eso por ti? —inquirió Harvath.
—No lo sé.
—De todos los detenidos de Guantánamo, ¿por qué te escogió a ti ese benefactor mágico?
Najib sintió la presión de la broca contra la rótula. La punta de la broca penetró en su carne.
—¡Lo juro, no lo sé! —gritó—. No lo sé. ¡No lo sé!
Harvath hizo retroceder la broca.
—Háblame de los otros hombres a los que soltaron contigo esa noche. ¿Habías visto a alguno de ellos antes?
—No —respondió Najib—. Me habían tenido en aislamiento. Solo me dejaban salir a hacer ejercicio en un área cerrada. Nunca vi a los otros prisioneros.
—Estuviste en Iraq —prosiguió Harvath. Por un instante, sintió la tentación de clavarle el taladro en la garganta en venganza por todos los efectivos estadounidenses a los que Najib había dado muerte—. ¿Estaban relacionados los otros liberados con alguien que conociste en Iraq?
—Todos pensábamos que el avión debía de tener micrófonos. No hablamos de nuestras relaciones, ni de nada de lo que habíamos hecho antes de que nos encerraran en Guantánamo.
—¿De qué hablasteis entonces?
—¿Aparte de nuestro odio por Estados Unidos?
Una vez más, Harvath se vio tentado a taladrarle la garganta pero consiguió dominar su ira.
—No me presiones.
Najib le lanzó una mirada. Finalmente dijo:
—De volver a casa.
—¿A casa?
—A nuestros países. Los lugares donde vivíamos. A Siria, a Marruecos, a Australia, a México, a Francia…
—Para un segundo —lo interrumpió Harvath—. ¿Siria, Marruecos, Australia, México y Francia?
Najib asintió.
Harvath no podía creérselo.
—Creí que erais solo cuatro a bordo del vuelo que salió esa noche de Guantánamo. ¿Estás diciéndome que había un quinto detenido?
Una vez más, Najib asintió despacio.
59
Harvath se sintió sacudido por una tormenta de emociones. En lugar de estar saliendo de las tinieblas, el pozo parecía hacerse más profundo.
No habían sido cuatro los hombres liberados esa noche en Guantánamo. Habían sido cinco. ¿Podía ser que el Trol ignorase la existencia del quinto prisionero? Harvath lo dudaba mucho. Nadie podía igualar al Trol en el arte de apoderarse de información confidencial. No, Harvath estaba seguro de que sabía de la existencia del quinto pasajero.
Harvath le sonsacó a Najib todos los datos que pudo sobre el vuelo. Y procedió a poner punto final a su plan.
Arrastró a Najib hasta el cuarto de huéspedes para que viera al enfermero y a la mujer y al hijo de al-Tal, los tres atados, pero desde luego vivos. Luego lo arrastró hasta el dormitorio de al-Tal y apartó las mantas, para mostrarle que su superior dormía tranquilamente y no había sufrido ningún daño.
—Tengo una pregunta más —declaró Harvath.
Najib se quedó mirándolo.
—¿Cuál?
—El ataque al complejo de los Marines en Beirut, en 1983. Asef Khashan era uno de los agentes de al-Tal en esa época. Sabemos que Khashan estuvo involucrado en la planificación y la ejecución del ataque.
—Eso fue hace muchos años —replicó Najib, que acababa de confirmar sus sospechas de que el hombre enmascarado que lo tenía prisionero era un agente estadounidense.
Harvath ignoró el comentario.
—¿Al-Tal sabía de antemano del ataque? ¿Ayudó a Khashan a planearlo y a llevarlo a cabo?
Najib no tenía ningún deseo de echarle la soga al cuello a su mentor. Después de veinte años de pesquisas, los norteamericanos aún no habían encontrado pruebas contra al-Tal. De haberlas tenido, lo habrían despachado igual que a Asef.
—Quiero una respuesta —insistió Harvath, que empezaba a hartarse de verle la cara a aquel monstruo que había degollado a tantos soldados estadounidenses.
—No —repuso Najib—. Asef tenía plena libertad para planear y coordinar las acciones de Hezbolá en Líbano.
Entonces, Harvath lo percibió: un aviso, un indicio fugaz de que Najib no estaba diciendo la verdad.
—Te lo preguntaré una vez más —señaló—. Piénsatelo muy bien antes de contestar. ¿Estaba al-Tal al tanto o involucrado en el ataque de 1983 contra el complejo de los Marines en Beirut?
Najib guardó silencio durante varios segundos. Luego sonrió. Sabía que el norteamericano se daba cuenta de que estaba mintiendo. Y que iba a morir.
—No —respondió—. Tammam al-Tal no estaba involucrado, ni tuvo ningún conocimiento previo del glorioso ataque que acabó con la vida de doscientos veinte de vuestros dichosos marines.
Ahí estaba una vez más. La clave que lo delataba. A Harvath ya no le cabía duda. Najib estaba mintiendo descaradamente.
Harvath sacó su pistola Taurus con silenciador y le disparó a quemarropa en la frente.
—Olvidaste mencionar a los dieciocho miembros de la Marina y los tres soldados del Ejército que también fallecieron ese día, capullo.
Se volvió entonces hacia al-Tal y le encajó un tiro en la cabeza y otros cuatro en el pecho. Era tirar las balas, pero le hacía sentirse mejor.
Recogió la bolsa de lona, bajó por la escalera hasta el vestíbulo, se quitó la máscara y abandonó el edificio.
60
McLean, Virginia
Los agentes del Servicio Secreto tenían la consigna de evitar rutinas predecibles. Sin embargo, en sus horas libres Kate Palmer y Carolyn Leonard eran criaturas de hábitos.
Dado que vivían en el mismo vecindario del norte de Virginia y estaban entre las pocas mujeres que pertenecían a la escolta del presidente Jack Rutledge, se habían hecho amigas desde el comienzo. En sentido estricto, Carolyn era la jefa de Kate, pero su relación profesional perdía toda relevancia fuera del trabajo.
Salvo cuando el presidente estaba de viaje, el sábado era su día libre. Los hijos de Carolyn iban todos los sábados a visitar a su abuela, y las dos mujeres se reservaban el día para sus cosas.
La jornada empezaba con una sesión de bicicleta en el club de deporte y salud Regency, en la calle Old Meadow, y luego fortalecían sus músculos en el gimnasio. Quedaban agotadas. Pero, después de un rato largo en la sauna y una ducha rápida, estaban listas para su actividad preferida de los sábados: ir de compras.
En el mundo profesional, Carolyn y Kate tenían que competir con los varones a nivel físico y su desempeño se valoraba por los mismos patrones que el de sus colegas hombres. Así que aprovechaban el fin de semana para reafirmar su feminidad. Les tenía sin cuidado que ir de compras fuera un tópico femenino. Era todo un alivio salir con una amiga, en vez de tener que comportarse todo el día como un tío más.
Carolyn no había acabado de pagar las deudas de su marido, pero era muy ahorradora y sobre todo sabía invertir. Como no todo en la vida podía ser trabajo, se cuidaba de apartar algún dinero para salir con Kate.
Sus recorridos por la galería Tysons eran iguales siempre. Se daban una vuelta por Salvatore Ferragamo, Chanel y Versace en busca de ofertas y rebajas, y luego recalaban en Nicole Miller, Ralph Lauren y Burberry, de donde rara vez salían sin una bolsa de compras por cabeza.
A mediodía, iban a uno de tres restaurantes: Legal Seafoods de Boston, R F. Chang o Cheesecake Factory. Ese día, habían ido a R F. Chang.
Comieron rollitos de lechuga, wonton de cangrejo, vieiras al limón y pato a la cantonesa, pagaron la cuenta, vaciaron las copas de vino y se encaminaron hacia el parking.
Cuando pasaban por Macy’s, las abordó uno de los hombres más guapos que habían visto en sus vidas. Medía más de un metro ochenta, tenía el pelo negro y unos intensos ojos azules. Tenía aspecto de italiano y llevaba puesto un impecable traje gris.
Aunque era un francotirador consumado, Philippe Roussard disfrutaba también del contacto cercano con sus víctimas. Le gustaba tomarse su tiempo, oírlas suplicar y verlas morir. Sin embargo, no siempre conseguía hacer las cosas a su manera. Por ejemplo, tendría que enterarse de la muerte de aquellas dos mujeres por el periódico, si es que alguna vez se publicaba la noticia.
—Che belle donne —dijo al abordarlas, y lo decía en serio. Las dos eran muy atractivas. Mucho más que en las fotos que había visto de ellas.
«Italiano», se dijo Carolyn Leonard. «Lo sabía».
Aunque no solía hablar con desconocidos, había bebido un par de copas a mediodía y, después de todo, estaba en su día libre. Por lo demás, ¿por qué iba a traerles problemas aquel chico? Trabajaba para Macy’s. Allí mismo en la mano tenía un frasco de perfume y las tiras de papel de las muestras. Obviamente quería venderles algo, pero era guapísimo. Vendiera lo que vendiera, Carolyn estaba dispuesta a comprárselo.
La agente del Servicio Secreto y jefe de la escolta presidencial esbozó una sonrisa. Era una mujer alta, de un metro setenta, en perfecta forma y sumamente esbelta. Tenía el pelo rojizo y lo llevaba atado en una cola de caballo.
Roussard inclinó la cabeza y les sonrió a las dos. La otra agente, Kate Palmer, era algo más baja, de un metro sesenta y cinco, pero igualmente atractiva. Tenía un cuerpo firme y ligero, el pelo marrón largo, unos ojos verdes y profundos.
—Desde luego sois las chicas más guapas que han entrado aquí hoy —dijo en un inglés con fuerte acento extranjero.
Carolyn soltó una risita.
—Será que no han entrado muchas.
Roussard sonrió.
—Lo digo en serio.
—¿De dónde eres? —preguntó Kate Palmer.
—De Italia.
—No me digas —dijo burlona—. ¿De dónde en Italia?
—De San Benedetto del Tronto. En la región de Le Marche, sobre el Adriático. ¿Habéis ido alguna vez?
—No —dijo Carolyn Leonard—. Pero me gustaría ir.
Roussard sostuvo en alto el frasco de perfume, como si estuviera enseñando la última maravilla de la tecnología.
—Tengo que hacer ver que estoy vendiéndoos el perfume. El supervisor me tiene vigilado. Dice que me dedico a ligar.
Carolyn volvió a reír.
—Por favor…, es parte del oficio, ¿no?
—No cuando uno va en serio —contestó Roussard.
—Este tío se da maña —dijo Palmer con una sonrisa—. Vaya que sí.
—Lamento tener que decírtelo —aseveró Carolyn al vendedor—, pero creo que ninguna de las dos está interesada en cambiar de perfume, ¿o sí?
Kate Palmer sacudió la cabeza.
—Tal vez en otra ocasión.
Una sonrisa infantil asomó a los labios de Roussard.
—Por favor, probadlo por lo menos. Es bastante bueno. Y así el supervisor no podrá decir que no hago mi trabajo.
Carolyne miró a Kate y se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
Roussard les tendió el frasco y retrocedió con toda cortesía. Las chicas se pusieron perfume en las muñecas y en el cuello y Kate Palmer incluso se echó un poco en el pelo.
—No huele mucho que digamos —comentó Carolyn Leonard.
—Es porque opera con la química del propio cuerpo. Dadle un poco de tiempo y ya veréis. Es bastante notable.
Carolyn Leonard le devolvió el frasco y Roussard le dio a cada una, una tarjeta de muestra, con el nombre del producto y una frase que parecía estar escrita en italiano.
Las dos mujeres prosiguieron su camino hacia el parking, sin la menor idea del horror al que le habían abierto las puertas.
61
Piso franco de la CIA
Coltons Point, Maryland
La anodina casita asomaba entre los árboles al final de Graves Road, en St. Patrick’s Creek, una pequeña ensenada sobre el Potomac, a menos de cincuenta kilómetros de donde el río desembocaba en la bahía de Chesapeake.
Los coches aparcados delante del porche eran igualmente anodinos: un puñado de furgonetas y todoterrenos, el tipo de coches que cabía esperar en la residencia de fin de semana de un constructor de Baltimore.
Si los vecinos hubieran visto bajar a los hombres de los vehículos camino de la casa, apenas habrían reparado en ellos. Había unos más altos y otros más bajos, estaban todos en buena forma y todos tenían la cara tostada por el sol, signos inequívocos de que eran constructores como el dueño de la casa. Si alguien se hubiera fijado en ellos un momento, habría dado por sentado que estaban allí para un día de pesca.
La pesca era uno de los motivos por los que el área alrededor de Coltons Point se publicitaba como uno de los secretos mejor guardados del sur de Maryland. El eslogan, obra de la cámara de comercio local, solía ser motivo de bromas y guiños entre los elegidos que conocían la existencia del piso franco de Coltons Point. Si algo les hacía gracia a los espías de Langley, el cuartel general de la CIA, ese algo era la ironía.
Los seis hábiles profesionales reunidos ese día en la casa formaban lo que en la jerga de la CIA se conocía como un equipo Omega. La agencia había tomado el nombre del griego, porque hacía referencia a la última letra del alfabeto en dicha lengua. La palabra «omega» también denotaba el «final» de algo, en términos literales. Y no era una casualidad que los equipos Omega se llamaran así. Hacían trabajo sucio, extremadamente sucio. En ocasiones la misión era oficial, pero la mayoría de las veces llevaban a cabo operaciones clandestinas, tan delicadas como una cirugía.
El jefe del equipo abrió su maletín de cuero y lanzó cinco carpetas sobre la mesa del comedor. No había hecho copia para él mismo. Había memorizado los contenidos.
—Sé que varios de vosotros estáis participando en otras operaciones —dijo—. A partir de este momento, esta misión es vuestra única prioridad.
Como la mayoría de los grupos de tareas de la CIA, los equipos Omega estaban formados por fervientes patriotas, que además eran excepcionalmente inteligentes. Uno de los presentes levantó la vista de la carpeta.
—¿Esto está confirmado?
—No tenéis permiso para repetirlo, pero es una orden directa del director de la agencia.
—Pero si este tío es prácticamente un héroe nacional —dijo otro agente—. Joder, es como ordenarnos que matemos a Lassie.
Al jefe del equipo no le agradaban los comentarios.
—¿Dónde creéis que estáis, en una reunión de un club de libros? Nadie os ha pedido vuestra opinión. Este hombre representa ahora mismo una amenaza para nuestra seguridad nacional.
»El presidente le pidió una y otra vez que se mantuviera al margen, y él se negó. Luego le dieron un plazo para que se entregara, y volvió a negarse.
—Espera un segundo. ¿Qué tiene que ver con esto el presidente? Y en realidad, ¿de qué está acusado este tío? —preguntó otro.
—Eso no es asunto tuyo. Lo único que tienes que saber es que desobedeció una orden del presidente y, al desobedecerla, ha puesto en peligro muchas vidas estadounidenses.
—Qué gilipollez —interrumpió alguien más—. Todos conocemos su historial. El tío es un elemento de mucho cuidado. Creo que si vamos a ir a por alguien tan peligroso y tan experimentado, tenemos derecho a saber la verdad. ¿Por qué no obedeció la orden del presidente?
El jefe del equipo no estaba de humor para explicarles las motivaciones de Harvath, ni las del director de la CIA, ni mucho menos las del presidente de Estados Unidos.
—Voy a decir esto una sola vez. Así que oídlo bien. Lo único que necesitáis saber es que el director Vaile y el presidente de Estados Unidos nos han dado luz verde para dar de baja a este objetivo. Nuestro trabajo consiste en detener a Scot Harvath, sea como sea. Punto final.
62
Harvath estaba física y emocionalmente destrozado. Tenía los nervios hechos trizas, y ya tendría que haber abandonado la partida. Sin embargo, no podía dejar de pensar en el Trol. El enano le había mentido. Los terroristas liberados de Guantánamo no eran cuatro, sino cinco. Harvath no veía el momento de ponerle las manos encima.
Había llamado a Finney y a Parker por el teléfono del avión y los había puesto al tanto. De inmediato, sus amigos habían empezado a replantear la estrategia. Confiaban en poder ofrecerle varias opciones para cuando estuviera de regreso.
Harvath pasó las horas siguientes repasando su propio abanico de posibilidades. Prácticamente había agotado las pocas energías que le quedaban. Después de que el avión repostara combustible en Islandia, la fatiga acabó por vencerlo y cayó dormido como una piedra. Y con el descanso, vinieron los sueños.
Era la misma pesadilla que tenía con Tracy, solo que peor. Soñó que estaba en lo alto de un puente de cuerda, entre dos grupos de personas a las que quería mucho. Todas corrían un peligro inminente. Pero solo podía salvar a una. No obstante, en vez de elegir, se quedaba paralizado de miedo.
La indecisión le costaba caro. Impotente, presenciaba una muerte tras otra, a medida que sus seres queridos caían en manos de un demonio sádico que se deleitaba en arrancarles hasta el último gramo de dolor. Él no podía hacer nada aparte de mirar. No se sentía capaz de hacer nada para detener la carnicería que tenía lugar ante sus ojos.
Finalmente, el timbre de la campanilla de la cabina lo despertó. Abrió los ojos, miró por la ventanilla y vio que sobrevolaban tierra firme, pero no pudo discernir dónde estaban. Levantó el teléfono y oprimió el botón que comunicaba con la cabina.
—¿Qué pasa? —preguntó cuando el copiloto contestó.
—Tenemos un problema mecánico.
—¿Qué tipo de problema?
El copiloto ignoró la pregunta.
—Estamos a unos setenta kilómetros del aeropuerto. Quédese sentado y abróchese el cinturón.
Luego cerró la línea.
Desde el frente de la cabina, Harvath le oyó echar el cerrojo de la puerta. Tal vez fuera una medida de precaución justificada, pero no le hizo ninguna gracia.
Miró el reloj y trató de calcular dónde estaban. Tal vez había dormido más de la cuenta.
El protocolo estipulaba que los aviones privados debían aterrizar en la primera ciudad grande que encontraran después de entrar en el espacio aéreo estadounidense para pasar la aduana y el control de pasaportes. Sin embargo, Tom Morgan había conseguido mover algunos hilos para que pudieran omitir ese requisito tanto en el viaje a México como en el viaje a Jordania.
Tendrían que estar sobrevolando Canadá o los Grandes Lagos. Sin embargo, el paisaje se parecía más al de la costa Este de Estados Unidos. Evidentemente algo iba mal.
El Citation X hizo un viraje abrupto y enfiló en picado hacia tierra, con la consecuente pérdida de altitud. Fuera lo que fuera, a Harvath no le gustaba nada.
Sintió el chasquido del tren de aterrizaje y se apretó aún más el cinturón de seguridad.
Cuando miró por la ventanilla y comprendió dónde estaban, se le formó una pelota de miedo en la boca del estómago.
No iban a aterrizar en Colorado, ni en los alrededores. El jet efectuaba el acercamiento final al Aeropuerto Nacional Ronald Reagan de Washington.
Ahora sabía por qué los pilotos habían cerrado la puerta de la cabina. No había ningún problema mecánico. Alguien había pillado a Tim Finney. Alguien sabía que Harvath iba en el avión y había dado orden de que aterrizaran en Washington.
Tenía que pensar muy bien el siguiente movimiento.
En buena medida, dependería del tipo de efectivos que enviaran a recibir el avión.
Permaneció pegado a la ventanilla, mientras el Citation X planeó por encima de la pista y tocó tierra con un suave bote de las ruedas. Afuera, habían movilizado varios camiones de bomberos y dos ambulancias. Todos siguieron al jet hasta el final de la pista.
No era el recibimiento que Harvath se esperaba. No había patrullas de policía, ningún sedán con matrícula del gobierno. Sin embargo, había que estar en guardia.
El avión carreteó fuera de la pista hasta un área despejada. En cuanto se detuvo, los vehículos lo rodearon y el personal de emergencias puso manos a la obra.
Harvath se soltó el cinturón y se pasó al otro lado del jet para mirar.
Al momento, la puerta principal se abrió y el agudo zumbido de los motores Rolls-Royce del Citation llenó el interior del avión.
Varios bomberos subieron por la escalerilla y entraron en la cabina. Los radioteléfonos escupían de ida y vuelta las órdenes del personal de emergencia. Sin embargo, era apenas ruido de fondo para Harvath. Tenía que concentrarse en los hombres mismos.
Enfundados en sus trajes de fibra Nomex, no parecían demasiado distintos de todos los bomberos que Harvath había visto en su vida. Eran hombres delgados y atléticos y la expresión de sus rostros ponía de manifiesto que estaban trabajando.
El problema era que Harvath había visto esa misma expresión en muchos otros soldados y agentes del gobierno con los que había trabajado durante años tanto en los SEAL como en el Servicio Secreto.
Se levantó y empezó a avanzar hacia la salida. Y entonces lo vio. El segundo «bombero» escondía algo tras la espalda del primero.
En el reflejo nítido de los maleteros del jet, Harvath reconoció la forma y el color inconfundibles de una pistola de corriente eléctrica Taser X26. Era exactamente el mismo aparato que había empleado hacía unos días con Ronaldo Palmera.
No había escapatoria.
63
Años atrás, como parte de su entrenamiento, Harvath se había sometido a una descarga de la Taser para conocer la sensación. Era una experiencia intensa, más intensa que ninguna otra. No tenía deseos de montarse en el búfalo otra vez, así que se puso de rodillas y cruzó las manos detrás de la nuca. Sus veinticuatro horas de ventaja se habían evaporado bastante pronto.
Un agente le apoyó la rodilla en la nuca y le aplastó la cara contra la alfombra. Le esposaron las manos detrás de la espalda, estrechando las esposas hasta hacerle arder la piel.
Lo estaban tratando a patadas, y el mensaje era claro: «Como intentes fastidiarnos las cosas se van a poner peor».
Un Yukon Denali de color negro aguardaba aparcado al pie de la escalerilla. Harvath no llegó a tocar el suelo con los pies.
Lo arrojaron en el asiento de atrás, flanqueado por dos hombres que cerraron las puertas al unísono. Uno de ellos le puso el cinturón de seguridad y el otro ordenó al conductor que se pusiera en marcha.
Harvath no llegó a ver la capucha: se la encajaron en la cabeza y todo se volvió negro.
El viaje fue largo. Cada minuto de privación sensorial, dentro de esa oscuridad impenetrable, parecía una hora. Cuando el vehículo se detuvo por fin, uno de sus guardianes abrió la puerta y lo arrastró fuera del Denali.
Harvath oyó el canto de unos pájaros y el ronroneo de un motor en la distancia. Podía tratarse de un cortacésped, pero a juzgar por el efecto Doppler que producía el sonido debía de ser una embarcación. Estaban cerca del agua.
Unas manos ásperas lo cogieron por las solapas y lo sacaron del coche. El asfalto dio paso a un tramo de hierba y luego a unos escalones de madera.
Le ordenaron que subiera los escalones y se detuvieron mientras se abría una puerta. En el aire encerrado de la casa, flotaba un tenue rastro de detergente Pine-Sol.
Recorrieron un pasillo largo y pararon delante de otra puerta. Le quitaron la capucha, lo empujaron dentro de una habitación y cerraron la puerta con llave.
En un primer momento, lo vio todo blanco. Poco a poco, sus ojos se adaptaron a la luz y empezó a distinguir varios tonos de azul y el marrón oscuro del viejo suelo de madera. Consiguió enfocar una serie de boyas para pescar cangrejos pintadas a mano. Luego fue viendo el resto de la habitación.
La decoración parecía sacada de una revista sobre la vida en la costa: tabiques de madera, modelos de barcos, cojines forrados con banderines náuticos. El presidente podía querer encerrarlo en más de una celda, pero Harvath nunca había previsto una así.
Rodeó la pequeña cama individual y se acercó a las ventanas. No le extrañó que no pudiera abrirlas. Pero sí que tuvieran cristales antibalas, de unos cuatro centímetros de grosor. Estaba claro que no se hallaba en un cuarto común y corriente.
Concluyó que estaba en una especie de piso franco. Se le ocurrió que debía de ser propiedad de la CIA, aunque podía pertenecer a varias otras agencias.
En otra época, Harvath había visitado un buen número de pisos francos y, aunque eran todos más o menos iguales, la calidad de la decoración sugería la intervención de la CIA, antes que la de cualquier otra organización.
El armario estaba vacío. Y también el escritorio arrimado contra la pared. En la mesita de noche había una Biblia con un sello que ponía que el libro era un regalo de la familia Gideon. Obviamente, alguien había pensado que era una broma muy ingeniosa.
Harvath reparó en que los modelos de los barcos habían sido bautizados con los nombres de las universidades más prestigiosas del país. Sin duda alguna, era un piso franco de la CIA. Pero ¿por qué? ¿Por qué lo habían llevado allí?
La habitación tenía dos puertas. Una conducía al cuarto de baño, que carecía visiblemente del tubo de ducha, espejo y todo otro objeto que pudiera ser empleado como un arma. Harvath abrió el grifo y se sirvió agua varias veces en un vaso de papel antes de regresar a la habitación.
La otra puerta debía de comunicar con el interior de la casa, pero estaba cerrada con llave. Tampoco eso era para sorprenderse. Harvath suponía que del otro lado debía de haber apostados dos guardias. Conociendo la propensión de la CIA a la monitorización electrónica, también daba por hecho que podían verlo y escucharlo.
Sin saber qué más hacer, cogió la Biblia de la mesa de noche y se sentó en la cama. De niño, había estudiado en una de las escuelas del Sagrado Corazón; no dejó de sentir cierta vergüenza al constatar desde cuándo no tenía en las manos una Biblia, por no hablar de hacía cuánto que no leía una.
Pasó las páginas respetuosamente hasta llegar al segundo libro del Viejo Testamento. El Éxodo.
Estaba dividido en secciones, que ya le resultaban familiares. Leyó los fragmentos sobre el cautiverio de los israelitas y la salida de Egipto. Las diez plagas habían adquirido para él un significado especialmente doloroso.
Suponiendo que el ataque contra el equipo de esquí y las instalaciones de Park City correspondía al granizo y el fuego, tendría que enfrentarse todavía a seis plagas más. Las leyó una vez más invirtiendo el orden: las pústulas, la pestilencia, las bestias y las moscas, las pulgas y los piojos, las ranas y, finalmente, el río de sangre.
Algunas sonaban bastante inocuas para los estándares modernos, pero Harvath sabía que el autor de los ataques anteriores, a quien ahora identificaba con el quinto terrorista liberado de Guantánamo, se ocuparía de adaptarlas en una versión excepcionalmente retorcida y horripilante.
La idea de que los ataques iban a seguir hacía aún más amarga su situación. Tenía que encontrar algún modo de salir de allí y poner fin a las correrías del culpable.
Depositó la Biblia en la mesita y se levantó de la cama para echar otra mirada a la habitación. Algo tenía que servirle para escapar. Qué más daba si lo estaban filmando. No podía quedarse allí sentado.
Revisó hasta el último rincón del armario. Se encaminaba hacia el cuarto de baño cuando oyó voces detrás de la otra puerta. Su mirada se detuvo en el picaporte, que había empezado a girar. El tiempo se agotaba.
64
Cuando la puerta se abrió, le sorprendió ver al hombre que franqueó el umbral.
Antes de que pudiera decir palabra, el recién llegado le apuntó al pecho con la Taser y le lanzó un juego de esposas por los aires.
—Espósate la muñeca derecha a la cabecera de la cama. Ahora mismo.
Harvath vaciló un momento.
—¡Ahora mismo! —gritó el hombre.
Harvath hizo lo que se le decía.
Una vez que estuvo esposado, el hombre se enfundó el arma, se volvió hacia el guardia y asintió con la cabeza.
El guardia cerró la puerta. El visitante aguardó hasta oír el chasquido de la cerradura y le lanzó a Harvath la llave de las esposas.
—Solo tenemos un cuarto de hora para hablar mientras vuelven a encender el ordenador del circuito cerrado.
—¿Qué coño está pasando aquí? —Harvath se quitó las esposas y le lanzó la llave de vuelta a Rick Morrell.
Morrell era un agente paramilitar de la CIA con el que había trabajado en varias ocasiones en el pasado. Después de un mal comienzo, habían llegado a respetarse como profesionales e incluso se habían hecho amigos. Harvath no sabía si su presencia allí era una noticia buena o una mala. En la comunidad de inteligencia, las amistades solían sacrificarse por cuestiones de seguridad nacional. Harvath aún no había olvidado que el presidente Rutledge lo había acusado de traición. Tenía que andarse con pies de plomo.
—Estás metido en un pozo de mierda. ¿Lo sabías? —replicó Morrell.
Vaya si lo sabía. Y no necesitaba que se lo recordara Rick Morrell, ni nadie.
—Tú habrías hecho lo mismo en mi lugar.
Morrell asintió.
—Pero eso tampoco facilita mi trabajo.
Lo cual a Harvath no le sonó nada bien.
—¿En qué consiste exactamente tu trabajo?
—Por orden del presidente, tengo que impedir que tomes nuevas iniciativas relacionadas con los ataques contra Tracy Hastings, tu madre y el equipo nacional de esquí.
—¿Así que el presidente sí cree que el equipo fue atacado por el mismo hombre?
—Sí, lo cree —contestó Morrell—. Encontraron una nota en el lugar de los hechos, igual a la de los otros dos ataques.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que el presidente quiere que permanezcas al margen.
—Tengo todo el derecho a… —empezó a decir Harvath, pero Morrell lo interrumpió.
—Ya no tienes ningún derecho. Jack Rutledge es el presidente de Estados Unidos. Si él te dice que hagas algo, tienes que hacerlo.
—Eso no es razón suficiente.
—Va a tener que ser —dijo Morrell.
Harvath lo miró con incredulidad.
—Joder. Eres un capullo, ¿lo sabías? Hace un minuto dijiste que habrías hecho lo mismo en mi situación.
—Lo decía en serio.
—Entonces, ¿qué te pasa, mierda?
—Me pasa que tanto yo como los cinco hombres que hay detrás de esa puerta somos parte de un equipo Omega y tenemos orden de darte de baja si te niegas a cooperar.
La respuesta cogió a Harvath desprevenido.
—Vivo o muerto —dijo Morrell, interpretando la expresión de su cara.
Harvath se había sentido traicionado cuando el presidente se había puesto en su contra. Pero ahora no había palabras para describir sus sentimientos.
—Y te eligió a ti como jefe del equipo, para hurgar en la herida… ¿Cómo quieres que te llame? ¿Brutus? ¿O mejor, Judas?
—No me eligió Rutledge, sino el director Vaile.
—¿Cuál es la diferencia? Aceptaste la misión.
—Sí, la acepté. El director Vaile me dio argumentos sumamente convincentes.
—No lo dudo —respondió Harvath, con evidente desdén—. Vaile siempre me cayó bien. Pero parece que no es mutuo. Menudo jugador de póquer. Todo este tiempo me tuvo engañado.
—Para que quede constancia —dijo Morrell—, Vaile es un pésimo jugador de cartas. Y para que lo sepas, es un tío decente. Probablemente, uno de los mejores directores que ha tenido la agencia. Es un patriota que antepone su país a todo lo demás, incluidos sus propios intereses.
—¿De qué estás hablando?
Morrell señaló con la mano la habitación.
—Es obra suya que tú estés aquí y no en una prisión federal. Y que yo esté al frente del equipo Omega.
—No comprendo —contestó Harvath.
—Vaile te tiene gran respeto. Puede que piense que enfrentarse a cabezazos con el presidente de Estados Unidos no es un gran acierto profesional, pero entiende tus motivos. Al mismo tiempo, entiende los motivos del presidente. En dos palabras, Vaile sabe que no eres ningún traidor.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —preguntó Harvath—. ¿Por qué estamos teniendo esta conversación?
Aunque el circuito cerrado seguía apagado, Morrell se inclinó sobre Harvath y le habló en un susurro, sin que su voz perdiera un ápice de intensidad.
—Porque el director Vaile, en parte, se siente responsable por lo que pasó: lo de Tracy, lo de tu madre, lo del equipo, todo. Y quiere que sepas por qué están dejándolo correr.
65
Morrell siguió hablando a toda prisa. Apenas quedaba tiempo.
—El gobierno de Estados Unidos tiene la política explícita de no negociar nunca con terroristas. Todos sabemos que ese es el primer mandamiento de la guerra contra el terror, y el más fundamental: «No negociarás con terroristas».
Harvath conocía muy bien ese primer mandamiento.
—Pero ahora alguien lo ha violado —adivinó, recordando la liberación de los cinco prisioneros de Guantánamo.
Morrell asintió.
—Toda regla tiene su excepción.
—¿El presidente estuvo directamente involucrado en la liberación de los prisioneros?
Morrell echó un vistazo a la puerta y se volvió hacia Harvath.
—Sí.
Harvath lo había sospechado desde un comienzo, pero solo ahora lo sabía con certeza.
—Lo que voy a decirte —siguió Morrell— no puede salir de esta habitación. Aunque oficialmente ahora eres un fugitivo, todavía estás sujeto a tu juramento y al acuerdo de confidencialidad sobre seguridad nacional que firmaste antes de entrar en la Casa Blanca y el Departamento de Seguridad Interior. ¿Está claro?
—Como el cristal —contestó Harvath.
Morrell respiró hondo.
—Existe una sola instancia en la que Estados Unidos está dispuesto a violar su propia norma de no negociar con terroristas.
Harvath no recordaba ni una sola ocasión en la que se hubiera violado el Primer Mandamiento. Ni siquiera podía imaginar qué podía considerarse una excepción.
Como agente antiterrorista, había visto cosas espantosas a lo largo de su carrera. En parte, no estaba seguro de querer saber cuál podía ser la excepción a la norma, pero necesitaba averiguar por qué el presidente quería impedirle que protegiera a sus seres queridos. Necesitaba averiguar por qué le había concedido inmunidad a un terrorista desquiciado para que les hiciera lo que le viniera en gana a unos ciudadanos norteamericanos inocentes.
—La excepción —prosiguió Morrell— es cuando un terrorista o una organización terrorista amenaza a nuestros niños.
—¿Estás diciéndome que el autor de estos crímenes también ha atacado a un grupo de niños?
—No. Los cinco hombres que soltamos en Guantánamo aún estaban allí cuando el ataque en cuestión tuvo lugar. El grupo que negoció la liberación lo usó para presionarnos. Sé que has pasado por un infierno, pero si te sirve de consuelo el presidente no tenía otra alternativa.
Harvath no estaba dispuesto a absolver todavía a Rutledge. Necesitaba oír más y le hizo señas a Morrell para que siguiera adelante.
—Dos días antes de la liberación de los cinco presos, un autobús escolar repleto de niños que tenían de cinco años en adelante fue secuestrado en Charleston, Carolina del Sur. Los terroristas nos amenazaron con matar a un niño cada media hora si no cumplíamos sus condiciones.
»Se decretó un apagón informativo y las autoridades federales pusieron la superdirecta para encontrar el autobús. Reprogramaron los satélites, activaron el equipo de rescate del FBI y trajeron elementos de la Fuerza Delta, el Equipo Seis de los SEAL, el Equipo Ocho de los SEAL e inclusive la CIA. Se trataba de un ataque directo a nuestro país. El impacto psicológico podía ser brutal. El presidente no se detuvo ante nada.
»Para demostrar que hablaban en serio, los terroristas mataron a la conductora del autobús y abandonaron el vehículo. Cuando llegó la noticia de que estaba muerta y supimos que ya no estábamos buscando un autobús de color amarillo brillante, la preocupación fue a peor. Los terroristas podían haber llevado a todos los niños a un solo escondite, pero también podían haber dividido el grupo para esconderlos en distintos lugares.
»Las imágenes de la masacre de la escuela de Beslán, en Rusia, no paraban de darnos vueltas en la cabeza. Todos sabíamos que rescatar a los niños por la fuerza sería un error horrendo, letal. Si se veían atacados, los terroristas no vacilarían en convertirse en mártires, llevándose a los niños por delante.
No cabía ninguna duda: la única opción que le quedaba al país era negociar.
»En un principio, nos exigieron que soltáramos a todos los presos de Guantánamo. Poco a poco, los negociadores consiguieron reducir la exigencia a cinco prisioneros, a cambio de que el presidente firmara una carta prometiendo, entre otras cosas, que Estados Unidos iba a cerrar todas sus instalaciones de detención clandestinas en otros países, que los presos de Guantánamo recibirían mejor comida, mejor atención médica y visitas más frecuentes de la Cruz Roja, que todos los prisioneros serían llevados a juicio por sus supuestos crímenes y que estos juicios serían transparentes y contarían con la presencia de observadores internacionales que dieran fe de su legalidad.
—¿Y el presidente firmó esa carta?
—No tenía alternativa. Los terroristas le habían puesto un arma en la sien y estaban preparándose para matar al primer niño. El líder del grupo le dio a Rutledge la dirección de una página web donde habían colgado una foto de móvil del niño que habían decidido matar primero. Según me han dicho, la foto era para romperle el corazón a cualquiera. Habían escogido al más pequeño, al más mono de todos. Si llegaba a salir en las noticias, las cosas se habrían puesto muy, muy feas.
»La Agencia de Seguridad Nacional empezó a investigar el sitio web junto con otros organismos, mientras el presidente permanecía reunido con sus asesores en la Sala de Reuniones. Tenía que tomar una decisión muy difícil, una decisión seguramente histórica.
—Y todos sabemos ya lo que pasó —concluyó Harvath.
Morrell levantó la palma de la mano.
—No. No lo sabes. La historia no había terminado en absoluto. Para Estados Unidos, los problemas acababan de comenzar.
66
Harvath no sabía qué pensar. Tampoco qué sentir. Comprendía que el presidente había procurado hacer lo mejor para el país y ciertamente había hecho lo correcto en esa espantosa situación, pero eso aún no explicaba por qué se había empeñado en mantenerlo a él al margen.
No sabía si Rick Morrell conocía la respuesta que estaba buscando. Pero sí que con cada dato que pudiera conseguir estaría más cerca de resolver el rompecabezas. El tiempo estaba en su contra. Decidió guardarse las preguntas, para que Morrell pudiera concluir.
Evidentemente, también a Morrell le preocupaba el tiempo. Miró su reloj por tercera vez.
—El secretario de Defensa le sugirió al presidente que usaran un programa clasificado de rastreo para localizar a los cinco hombres después de que dejaran Guantánamo.
—Usando un isótopo radiactivo —apuntó Harvath, adivinando lo que estaba por venir—. Conozco el asunto.
—Estados Unidos no sabía con quién trataba. Y desconocía la relación que existía entre los cinco hombres que iba a liberar. Creímos que, si podíamos rastrearlos, nos conducirían a la organización que había secuestrado el autobús y podríamos llevar a los responsables ante la justicia o al menos cobrarnos alguna clase de venganza.
»Lo malo fue que, no sabemos cómo, el otro bando se enteró de que habíamos marcado la sangre de los cinco detenidos y los sometió a transfusiones completas durante el vuelo. Luego, usaron la sangre que les habían extraído para hacerle perder el tiempo a la CIA. La envasaron en una serie de contenedores y acabó desperdigada en botes de basura y maleteros de coche.
El Departamento de Defensa responsabilizó a la CIA de la desaparición de los hombres, y la CIA acusó al Departamento de haberse llenado la boca con un programa que no era ni mucho menos tan ultrasecreto como pensaban.
—Y les perdieron la pista. Esa parte la conozco —dijo Harvath.
—Lo que no sabes es que los terroristas pusieron algunas condiciones en el acuerdo que hicieron con el presidente.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, que nunca perseguiríamos a los presos liberados, ni les haríamos daño, ni volveríamos a encarcelarlos —respondió Morrell—. Como póliza de seguro, nos enviaron imágenes de reconocimiento de más de cien autobuses escolares de todo el país. El mensaje estaba claro. Si no jugábamos limpio, volverían, y la próxima vez la cosa iría mucho peor. Llevarían a cabo un ataque atroz contra nuestros niños, y ya no habría ninguna negociación.
—Por eso el presidente quería mantenerme al margen.
Morrell le puso la mano en el hombro.
—No quería mantenerte al margen. No tuvo alternativa. Lo pusiste en una situación muy difícil.
—¿Y qué? Ni siquiera quiso decirme quién estaba a cargo de encontrar a ese tío.
—¿Y qué habría cambiado eso? ¿Acaso una decisión personal del presidente te habría persuadido de quedarte en casa mientras un demente iba por ahí atacando a tus amigos y a tu familia?
Harvath no sabía qué decir.
—Seguramente no —convino por fin.
—El presidente sabe que estabas en México cuando murió Palmera, Scot.
—¿Cómo puede saberlo?
—La CIA tiene las filmaciones de circuito cerrado del aeropuerto de Querétaro. Y tú apareces en ellas. También han localizado el avión. Y saben quién es su propietario. Fue así como nos enteramos de que venías de regreso de Amán.
A Harvath se le cayó el alma a los pies. Si estaba a punto de irse al fondo, no quería arrastrar con él a otra gente, sobre todo no a dos patriotas decentes como Tim Finney y Ron Parker.
—Los tíos de Elk Mountain no están al tanto de nada.
—Tú y yo sabemos que eso es mentira —contestó Morrell—. Aparecen contigo en la filmación. Lo único que tienes a tu favor es que varios testigos dicen que Palmera salió corriendo a la calle y lo atropello un taxi. Hasta donde saben, fue un asunto entre los cárteles. Pero de ahí a que se lo crean los terroristas que lo sacaron de Guantánamo hay bastante trecho.
—¿Y eso dónde nos deja?
—Necesitamos saber qué pasó en Amán. ¿A qué fuiste? ¿Con quién te encontraste?
Harvath negó con la cabeza.
—Scot, escúchame. Podemos arreglar lo de Palmera para que parezca que se metió con gente indeseable de su pasado. Es una sola muerte y, aunque despierte sospechas, nada está claro. Pero si llega a haber dos muertes tendremos problemas, y la mierda va a salir volando hasta el techo.
»No tenemos ni idea de cuántos autobuses pueden atacar. Nuestra única oportunidad de impedir un ataque es manejar las cosas desde nuestro lado. Y no podremos hacerlo hasta que tú nos digas lo que necesitamos. ¿Qué pasó en Amán?
—Si el presidente hubiera sido claro conmigo desde un principio, yo podría…
—¿Qué pasó, Scot?
—Abdel Salam Najib está muerto. Y su controlador también.
—Mierda —maldijo Morrell.
—¿Qué esperabas? ¿Quién podía esperar algo distinto? Está en juego la vida de la gente que quiero. No podía quedarme sentado sin hacer nada.
Rick Morrell se levantó camino de la puerta.
—¡Espera un segundo! —dijo Harvath—. ¿Eso es todo? Pensé que ibas a ayudarme.
—Ya te he ayudado. —Morrell siguió andando—. El presidente me dijo «vivo o muerto». Estás vivo.
Podía estar vivo, pero también se daba cuenta de que lo habían embaucado para que revelara lo ocurrido en Jordania. Con dos de los prisioneros muertos, no existía ninguna posibilidad de que lo dejaran libre.
Lo que hizo a continuación fue torpe, irreflexivo y abiertamente estúpido, pero teniendo en cuenta las circunstancias no podía haber hecho nada mejor.
67
Morrell casi estaba en la puerta cuando Harvath le descargó el puñetazo en la base del cráneo.
Las rodillas de Morrell se doblaron, el agente perdió el sentido y Harvath lo depositó con delicadeza en el suelo. Miró entonces su reloj.
«¿Sería cierto que el ordenador del circuito cerrado iba a estar apagado quince minutos?». En caso contrario, los otros miembros del equipo Omega estarían allí en cualquier momento. Harvath contó hasta cinco. No pasó nada.
Por lo menos había dicho la verdad con respecto a las cámaras. Eso significaba que Harvath tenía menos de dos minutos para salir de la casa sin ser visto.
Le quitó las llaves a quien ahora era su examigo, sacó la Taser de la funda y tocó a la puerta dos veces. Oyó pasos pesados del otro lado, luego el chirrido del cerrojo cuando el guardia abrió la puerta. Sostuvo la Taser en alto, listo para disparar.
El guardia abrió de par en par y quedó indefenso en el umbral. Harvath apretó el gatillo. Los aguijones del arma se le clavaron en el pecho y la descarga lo montó en el búfalo durante cinco segundos. Se desplomó dentro de la habitación. Harvath le dio media vuelta y le asestó una serie de puñetazos brutales en la cara y en la cabeza que lo dejaron inconsciente.
Le quitó la Glock calibre 45, el radioteléfono y la navaja de combate Benchmade.
A diferencia de la Taser que había usado en México, esta tenía el cartucho adicional en el mango. Harvath recargó el arma de inmediato. Aunque tuvieran autorización para matarlo, aquellos hombres eran ante todo ciudadanos estadounidenses que habían ido allí a hacer lo que tenían que hacer. No quería matar a ninguno de ellos, salvo que no hubiera más remedio.
Se asomó con cautela al pasillo. Desde el área central de la casa llegaban voces y no le costó nada decidir encaminarse en la dirección contraria.
Cuando se acercaba al final del pasillo oyó el ruido de un televisor. De cuando en cuando se oía un extraño chirrido, seguido de un golpe sordo. Harvath no comprendió de qué se trataba hasta que llegó al umbral y oyó un grito.
Cuando atisbo de refilón por el hueco de la puerta, sus esperanzas de escapar se esfumaron sin más. Dos miembros del equipo Omega estaban jugando en una de las mesas de futbolín más desvencijadas que Harvath había visto en su vida. Del otro lado, a unos pasos apenas, se encontraba la puerta que conducía al exterior, y más allá la libertad. El único problema era que solo le quedaba un cartucho en la Taser.
Tenía que pensar en algo de inmediato. Prácticamente se había agotado el tiempo. Atisbo una vez más de refilón, absorbió la habitación con la mirada y se grabó a fuego la imagen en la mente.
Los dos hombres estaban armados, pero tenía de su lado el factor sorpresa. Podía irrumpir en el cuarto empuñando la Glock y ordenarles que se tiraran al suelo, pero no sabía si iban a obedecer. Si adivinaban que era un farol, se vería en una posición muy comprometida. No quería disparar sobre ellos, ni siquiera para alcanzar la libertad, pero lo haría si no tenía alternativa. Podía apuntarles a ambos a la rodilla, pero las detonaciones atraerían a los otros miembros del equipo y entonces sí que estaría en un buen lío. Por haber disparado primero, se convertía en una amenaza que había que neutralizar. Podía estar firmando su certificado de defunción.
La clave era salir de allí sin hacer ningún ruido y llamando lo menos posible la atención.
Uno de los jugadores lanzó otro grito y Harvath arriesgó un tercer vistazo. El hombre había metido un nuevo gol y se preparaba para poner la pelota en movimiento. Su adversario se aferraba a las barras con ambas manos, listo a entrar en acción. Fue entonces cuando Harvath se percató de que a casi todas las barras de la vieja mesa les faltaban los manubrios. Los dos miembros del equipo Omega estaban tocando el metal desnudo de las barras con las manos.
Esperó a que la bola empezara a correr. Cuando el primer jugador cogió la barra, apuntó la Taser de costado, entró de un salto en el cuarto y tiró del gatillo.
Consiguió clavarle un aguijón a cada uno y los cincuenta mil voltios estremecieron a los dos hombres que tenían las manos sudorosas en las barras. Fue una descarga feroz e inesperada, que los cogió completamente por sorpresa. Harvath se apresuró a aturdidos disparándoles a quemarropa con la Taser y se libró así del último obstáculo que se interponía entre él y la libertad.
Ni siquiera se molestó en dejarlos inconscientes. Salió disparado hacia la puerta y estuvo fuera al cabo de un instante.
Echó a correr sin levantar la cabeza para que no pudieran verlo por las ventanas. Al llegar al frente de la casa, se sacó del bolsillo las llaves de Rick Morrell. Oprimió el botón del mando a distancia de un coche y vio parpadear los intermitentes de un Chevy Tahoe plateado. Habría sido un vehículo perfecto para escapar, pero estaba encajonado entre la casa y el otro coche aparcado detrás.
Se sacó del bolsillo el otro juego de llaves e hizo un nuevo intento. Las luces del coche que había detrás parpadearon, y Harvath sacó la navaja Benchmade que le había arrebatado al guardia del pasillo.
Perforó las ruedas de todos los otros coches, subió a la furgoneta del guardia, puso la llave en el encendido y la hizo girar. Nada. Ni siquiera el clic clic clic del interruptor eléctrico, ni el gemido de una batería descargada.
No tenía sentido tratar de escapar corriendo. La mayoríade esos tíos tenían entrenamiento en operaciones especiales y no les costaría nada dar con su rastro. Su única esperanza era el río. Salvo que tuvieran una embarcación, podía dejarlos atrás a nado. Solo necesitaba sacarles suficiente ventaja antes de volver a la orilla y hacer autoestop o robar otro coche.
Estaba a punto de saltar fuera de la furgoneta y salir despedido hacia el agua cuando descubrió el botón del dispositivo antirrobo que desconectaba el motor.
Al cabo de unos segundos echó marcha atrás por el camino y enfiló la furgoneta rumbo a Washington. El hombre al que se disponía a visitar tendría que responder a sus preguntas.
68
Virginia del Norte
Philippe Roussard detestaba Estados Unidos y a los estadounidenses por un cúmulo de razones. Los despreciaba por glotones, por perezosos y por arrogantes. La mayoría de ellos nunca habían salido de su país y sin embargo se creían el centro del mundo y pensaban que no existía ninguna otra manera de vivir.
También aborrecía sus ínfulas imperiales, ese hábito de entrometerse en los asuntos de otros países. No solo odiaba el hecho sino el propio concepto de la globalización. Si nadie le paraba los pies a Estados Unidos, el veneno seguiría supurando y acabaría por contagiar a todas las naciones del planeta, hasta que el capitalismo y la democracia brotaran en todas partes como quistes purulentos. El peor fallo de los norteamericanos era su creencia de que solo existían dos tipos de personas en el mundo: ellos mismos y los que querían ser como ellos.
Sin embargo, a pesar de todo su odio hacia Estados Unidos, la geografía física del país seguía pareciéndole encantadora. Mientras conducía con las ventanillas bajadas por los campos de Virginia, no podía dejar de admirar la belleza del paisaje.
A menudo, Roussard se preguntaba por qué Alá había bendecido a los infieles, y sobre todo a Estados Unidos y a sus aliados, con tierras prósperas, abundantes y hermosas, mientras que los verdaderos creyentes, los fieles del islam, languidecían en condiciones miserables en los parajes más desolados del planeta.
Sabía que no estaba bien tratar de discernir la mente de Alá, pero la pregunta volvía una y otra vez a sus pensamientos. Alá era grande, era misericordioso. En Su sabiduría, le asignaba a cada uno un lugar en la vida para que pudiera luchar en Su nombre y hacerse digno de Su benevolencia. La hora de los musulmanes estaba cerca. Muy pronto, la larga lucha, la laboriosa yihad, daría sus frutos: maduros, redondos, grandes frutos que rezumarían el dulce néctar de haber vencido a sus enemigos, desalojando a los infieles de la Tierra.
Recordó la proclama que solía hacer uno de sus camaradas muyahidines: los seguidores del Profeta, la paz fuera con Él, no descansarían hasta el día en que bailaran en el tejado de la Casa Blanca. Era una imagen que siempre le hacía sonreír.
Se preguntaba si él mismo llegaría a ver ese día glorioso cuando el teléfono móvil que había comprado la víspera vibró dentro de su bolsillo. Solo una persona tenía el número.
—Sí. —Roussard se llevó el aparato al oído.
—He leído el informe que me dejaste.
—¿Y?
Aunque cambiaban de móviles después de cada conversación, a su controlador no le gustaba comunicarse por esa vía. No había que subestimar los programas de escucha de los norteamericanos.
—Me llevó bastante tiempo organizar el itinerario de tu visita. Los cambios que has hecho son…
—¿Qué? —dijo enfadado Roussard. No le agradaba que su interlocutor le corrigiera sin cesar. Ya no era un niño. Conocía los riesgos a la perfección.
Hubo una pausa. Roussard adivinó lo que pensaba el otro hombre. No había cometido ningún error en California. Pero sí en el porche de la casa de Harvath. Tracy Hastings tendría que haber muerto. Tendría que estar muerta ahora, no intubada en una cama de hospital. Sin embargo, se había dado la vuelta en el último momento. El maldito cachorro había ladrado, o se había movido, quién sabe qué había hecho, y la mujer había movido la cabeza apenas unos milímetros: el tiro había dado en el blanco, pero no en el lugar adonde había apuntado Roussard.
Tal vez fuera mejor así. Tal vez Harvath padecería así un dolor aún más intenso. Había diez plagas en total, y cada una de ellas recaería sobre una o varias personas cercanas a él. Tendría que sufrir todos sus padecimientos y, luego, finalmente, Roussard le quitaría la vida. Era el precio final que debía pagar por lo que había hecho.
—Los cambios que has hecho me tienen preocupado.
—¿Todos o algunos en particular? —preguntó Roussard todavía furibundo.
—Por favor. Esto no es…
—Contesta a mi pregunta.
El controlador permaneció impasible.
—Lo del centro comercial fue particularmente peligroso. Había demasiadas cámaras, pueden haber registrado tu imagen de mil maneras. Tendrías que haberlo hecho en el gimnasio.
Roussard no contestó.
—Pero lo hecho, hecho está —continuó su interlocutor—. Tú y yo estamos cortados por el mismo patrón.
Roussard dio un respingo ante la sola insinuación.
—No pienso mentirte —prosiguió el controlador—. Cada vez que das rienda suelta a tus impulsos y te apartas del itinerario, por muy productivos que parezcan los desvíos, corres gran peligro. Con cada desvío entras en territorio desconocido. Si no dejas que te guíe, no solo te pones en riesgo a ti, sino también a mí.
—Si mi trabajo no resulta satisfactorio, tal vez lo mejor sea que abandone todo el plan y termine el asunto a mi manera.
—No —contestó el controlador—. No debe haber más cambios. Tienes que terminar el trabajo según lo que acordamos. Pero primero tenemos que resolver un problema que se ha presentado… Nos han traicionado.
—¿Quién nos ha traicionado?
—El hombrecillo al que tu abuelo empleó en otra época para conseguir información.
—¿El Trol?
El controlador, absorto en sus pensamientos, respondió con un gruñido.
Roussard se preocupó.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Tengo mis contactos y mis fuentes de información. ¿Crees que fue una coincidencia que fueras a casa de Harvath el mismo día que el Trol le mandó ese regalo?
—Desde luego no lo fue —admitió Roussard.
—Entonces no dudes más de mí. Ese enano está enterado de tu liberación. Y anda buscando información sobre ti.
—¿Los norteamericanos están al tanto de nuestros planes?
—No lo creo —dijo el controlador—, al menos de momento.
—¿Quieres que me encargue de él?
—No me agrada la idea de que salgas del país antes de llevar a término esta visita. Pero tenemos que ocuparnos del problema antes de que se vuelva más grande. Y no puedo confiar en nadie más para que lo haga como debe ser.
—Es un esmirriado y un débil. Será un placer.
—No lo subestimes —le advirtió el controlador—. Es un oponente formidable.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—Estoy tratando de encontrarlo.
—¿No está en Escocia?
—No. Ya he hecho registrar la casa y la propiedad. Lleva algún tiempo sin pasar por allí.
—Déjame que te ayude a buscar.
—No —sentenció el controlador—. Tú concéntrate en el siguiente objetivo. Yo lo encontraré por mi cuenta.
—¿Y luego?
—Luego decidiré de qué manera debemos librarnos de él. Y tú obedecerás mis órdenes con puntos y comas. ¿Está claro? Ya estamos muy cerca. No quiero ninguna otra sorpresa.
Roussard logró dominar la ira, pese a que tenía la bilis atorada en la garganta. Cuando hubiera terminado todo, él y su interlocutor se verían las caras.
Respondió con un susurro apenas audible:
—Sí, está claro.
69
Philippe Roussard salió del camino de grava y dejó rodar el todoterreno hasta detenerse. Desde allí, estaría fuera de la vista de los coches que pasaban por la carretera principal. Tampoco nadie podía verlo desde la pequeña granja de piedra situada a medio kilómetro.
Sacó del maletero los artículos que necesitaba y procedió a recorrer a pie el resto del camino.
Realmente hacía un día precioso. El sol estaba radiante y apenas unas pocas nubes se deshilvanaban en las alturas. Un olor a hierba recién cortada le llegaba a la nariz desde una propiedad cercana.
Se adentró en el bosque, oyendo el canto de los pájaros en las copas de los árboles. No se oía nada más, aparte de sus propias pisadas.
En el lindero del bosque, sacó de la mochila los binoculares y decidió ponerse cómodo. No había ningún motivo para darse prisa.
Al cabo de veinte minutos, la mujer salió con el perro pisándole los talones. Roussard se sorprendió de que no lo llevara atado. Harvath se lo había dejado hacía apenas unas semanas. Pero el dichoso perro era joven todavía, apenas un cachorro, y por lo visto estaba dispuesto a seguir a cualquiera que le prestara atención.
La mujer tenía ciertos años, pero no parecía en absoluto una mujer mayor. Debía de andar cerca de los setenta, era alta y atractiva, y tenía la cara bronceada por el sol. Llevaba el pelo gris acero hasta los hombros y se movía por la pequeña granja con un aire de confianza y altivez. Ese debía de ser uno de los prerrequisitos para trabajar en la Oficina Federal de Investigaciones.
Estaba ocupándose de los quehaceres del día a día: recoger los huevos del pequeño gallinero, dar de comer a las gallinas, abrir la paca de heno y dejarlo en el corral para los dos caballos.
Había también un par de cerdos gordos y atroces, a los que solo un norteamericano podía tratar como mascotas, y un puñado de gatos que se entretenían reafirmando su dominio sobre el pequeño perro.
Roussard miró fijamente a la mujer. Y se sorprendió pensando en su madre. Era un pensamiento completamente inadecuado, para nada profesional. Estaba allí para hacer un trabajo y el parecido de aquella mujer norteamericana con su madre, si es que había alguno, no tenía ninguna relevancia.
La distracción indeseada lo instigó a entrar en acción. No quería seguir sentado en el bosque, a solas con sus pensamientos. El momento había llegado.
Llevaría a la mujer al granero. El único problema era el perro, pero Roussard creía tenerlo resuelto ya.
En cuanto la mujer desapareció tras uno de los cobertizos, Roussard recogió la mochila y echó a correr.
Pragmático como siempre, se detuvo junto a la casita de piedra y pinchó las ruedas de la furgoneta de la mujer. Aun si cometía un error, ella no tendría cómo escapar.
Se deslizó desde la vieja furgoneta Volvo hasta la casa. Se pegó de espaldas contra la fachada. Aunque el sol empezaba a calentar, las piedras de la pared seguían frías.
Esperó vigilando desde la esquina de la casa hasta que la mujer apareció. Cuando la vio desenrollar la larga manguera del jardín para limpiar el comedero de los caballos, entró en acción.
Decidió no correr para no espantar a los caballos. Se acercó caminando, con prisa y determinación, empuñando la pistola con silenciador que había sacado de la mochila. Si la mujer advertía su presencia o intentaba gritar, o huir, a esa distancia podía acabar con ella de un solo tiro.
Una vez dentro de la granja, escondió la mochila y se preparó para atacar. Había una rendija entre los tablones, desde donde tenía un punto de mira excelente. La mujer no podría acercarse sin que la viera.
El corazón empezó a palpitarle en el pecho. Le encantaba la sensación. No había nada tan excitante como aguardar al acecho de la presa. La adrenalina inundaba el torrente sanguíneo. Todo lo demás, todas las otras experiencias de la vida, eran apenas un sueño borroso e incompleto de la realidad. Poseer el poder de matar, emplear ese poder: ese era el verdadero sentido de la vida.
El sudor empezó a correrle por la frente. Permaneció inhumanamente quieto, mientras las gotitas le escurrían muy despacio por la cara y por el cuello. «Ya casi», se dijo en silencio. «Ya casi».
Cuando la mujer rodeó la esquina del corral, el cuerpo de Roussard entró en un estado completamente diferente. Empezó a respirar más despacio. Su ritmo cardíaco se hizo más lento. Su campo de visión se estrechó, hasta que lo único que vio fue a la mujer con el cachorro a sus pies. Permaneció inmóvil, como una estatua de granito, con las fibras musculares enroscadas como cables a punto de soltarse y salir disparados.
Cuando la mujer estuvo a unos pasos, el asesino dejó de respirar. Ya no importaba nada más. Estaba a punto de entrar por la puerta abierta de par en par. Antes de un segundo, vería su sombra en el suelo del granero.
Finalmente, la mujer cruzó el umbral. Y Roussard se lanzó sobre ella.
70
Washington, D. C.
Harvath se deshizo muy pronto de la furgoneta Ford del integrante del equipo Omega. En cuanto estuvo a cierta distancia de la casa, empezó a recorrer las propiedades a la orilla del río, al norte de Coltons Point. No tardó en encontrar lo que buscaba.
La casa era grande y cara y a Harvath le asombró que no hubiera sistema de alarma. Una vez fuera de la gran ciudad, la despreocupación de la gente por su seguridad resultaba casi cómica.
Las llaves del Chris Craft Corsair de doce metros de eslora colgaban de un clavo a la vista de cualquiera. A Harvath no le gustaba tomar los bienes ajenos, pero dadas las circunstancias no tenía alternativa.
La batería del Corsair estaba cargada y el tanque de combustible lleno, así que el motor arrancó a la primera. Estaba «tomando prestada» una magnífica embarcación de trescientos cincuenta mil dólares. Pero se la devolvería a sus dueños tal cual, en perfecto estado.
Enfiló hacia el Potomac, puso rumbo norte y empujó hasta el tope la palanca del acelerador de la rutilante nave de recreo.
Los motores gemelos Volvo Penta de 420 caballos ronronearon como leones liberados de una jaula. La embarcación se proyectó fuera de la superficie y salió disparada a ras del agua.
Harvath mantuvo los ojos abiertos mientras se arremangaba la camisa y la lancha levantaba ráfagas de agua por los costados. Había escondido la furgoneta en el garaje de la casa antes de subir a bordo del Corsair, pero ignoraba lo cerca que podían estar sus perseguidores.
Lo único que sabía a ciencia cierta era que, incluso con Rick Morrell al mando, el equipo Omega ya no se detendría hasta quitarlo de en medio, aunque tuvieran que matarlo.
En el puerto deportivo de Washington, atracó a medio gas fingiendo que tenía problemas con los motores. El personal del puerto lo dejó tranquilo para que llamara al concesionario de Chris Craft en Maryland pero, en vez de eso, Harvath marcó el número de una compañía local de taxis y, al cabo de diez minutos, ya recorría el corto trayecto hasta la ampliación del parking del Aeropuerto Nacional Ronald Reagan.
Puesto que el viaje a Jordania era personal, y sumamente delicado, Harvath le había dado a guardar a Ron Parker su carné del Departamento de Seguridad, su BlackBerry oficial y su arma de dotación.
Le pidió al taxista que esperara y localizó su Chevy Trailblazer negro. Abrió la caja de seguridad en miniatura disimulada bajo el guardabarros trasero y sacó el duplicado de las llaves, el fajo de billetes de diez y veinte con la goma alrededor, la tarjeta de débito previamente cargada y un duplicado de su carné de conducir, para reemplazar los efectos personales que Rick Morrell le había quitado después de bajarlo del avión de Tim Finney.
Salió del parking, le pagó al taxista y enfiló a bordo del Chevy hacia la ciudad. Por el camino, sacó uno de los móviles desechables que tenía en su bolso de emergencia y marcó el número de su jefe, Gary Lawlor.
—Llevo dos días buscándote —le dijo Lawlor nada más contestar—. ¿Dónde te has metido?
—Eso no es asunto tuyo —contestó Harvath—. Ahora, presta atención.
Durante los minutos siguientes, Lawlor escuchó en silencio mientras Harvath le detallaba todo lo que había ocurrido y todo lo que había averiguado desde su último encuentro.
—Por Dios, Scot —exclamó Lawlor, una vez que terminó—, si todo esto es verdad, ¡has matado precisamente a los tíos que el presidente prometió proteger! Has comprometido nuestra palabra y lo has dejado como un mentiroso. Es solo cuestión de tiempo antes de que esta gente concluya que los hemos traicionado y cumpla la amenaza de atacar a otros niños.
No era exactamente la voz de aliento que Harvath había esperado oír después de poner al día a su jefe.
—Mira —replicó—, uno de esos hombres que soltamos en Guantánamo se ha dedicado a matar a estadounidenses inocentes. El presidente prometió que no los perseguiría por sus actividades del pasado, no por las del presente. ¿Nadie se paró a pensar que esto era precisamente lo que los terroristas buscaban con el trato? ¿Un paraguas de inmunidad para cometer nuevos actos de terrorismo?
»Perdona, Gary, pero ese trato fue un error. Yo no creé este embrollo, pero me parece que soy yo el que va a tener que arreglarlo.
—Vale —dijo Lawlor—. Quiero que crucifiques a ese hijo de puta.
Harvath comprendió que lo había malinterpretado, nada más por el tono de voz. Había pasado algo más.
—¿Qué ha sucedido?
—Emily.
No le hacía falta el apellido para saber a quién se refería Gary. Emily Hawkins había sido su asistente y su mano derecha en el FBI. También había sido una segunda madre para Harvath, después de que él se hubiera mudado a Washington. Era a ella a quien le había dejado el cachorro tras los disparos contra Tracy.
—¿Qué pasó?
—Fue a por ella. A por ella y a por el perro.
Lawlor no era un hombre demasiado emotivo, pero era evidente que estaba haciendo un esfuerzo enorme para no perder los papeles. Se le quebraba la voz.
—Cuéntame cómo fue —le instó Harvath.
—La sorprendió en su granja, cerca de Haymarket. Les dio una paliza, a ella y al cachorro. Ambos tienen fracturas y contusiones múltiples. Realmente fue una salvajada. Pero eso era solo el aperitivo. El puto cabrón había llevado dos sacos para cadáveres, uno de adulto y uno de niño. Puso a Emily en el grande y al perro en el otro, pero antes de cerrar la cremallera dejó algo más dentro para que no se sintieran solos.
A Harvath se le retorció el estómago. Los sacos para cadáveres estaban hechos de material no poroso. Era una forma espantosa de morir. Sin lugar a dudas, iba a matar a ese tío… Aparcó al costado de la calle.
—¿Qué dejó dentro de los sacos?
—El de Emily estaba repleto de tábanos. La picaron más de doscientas veces.
¿Tábanos? Eso no sonaba lógico. Se suponía que la plaga siguiente era la de las pústulas.
—¿Estás seguro de que no había nada más en los sacos, Gary, aparte de los tábanos?
—Los del servicio de emergencias dicen que en el saco del perro había más de mil pulgas.
—¿Pulgas y tábanos? ¿Nada más?
—Sí, hay algo más. Los colgó a ambos cabeza abajo de una de las vigas. Si el vecino de Emily no se hubiera dado una vuelta por allí ahora estarían muertos.
—Aguarda un segundo —le interrumpió Harvath—. ¿Están vivos? ¿Emily y el perro?
—A duras penas, pero sí. Ahora mismo voy camino del hospital de Manassas.
—Cuando llegues asegúrate de que el médico y el veterinario revisen si tienen alguna clase de pústulas o una enfermedad parecida a la peste. De hecho, recomiéndales que empiecen a darles antibióticos de inmediato. Este tío está montando los ataques siguiendo como pauta las diez plagas de Egipto. Las moscas y las pulgas corresponden a la tercera y a la cuarta plaga, o en el orden que sigue él, a la séptima y a la octava. Tú diles que estén alerta.
—Scot —dijo Lawlor—, tengo algo más que contarte.
Harvath sintió pánico.
—¿Quién más? —consiguió balbucear.
—Carolyn Leonard y Kate Palmer. Las infectó con un híbrido de estafilococo áureo y peste bubónica.
Cuando había encontrado a Tracy tendida en un charco de sangre en su puerta, Harvath había sentido que le clavaban un cuchillo en el corazón. Ahora, era como si por la hoja del cuchillo corriera ácido. La noticia de Emily y el perro ya se lo había retorcido en la herida, pero, si añadía a Kate y a Carolyn, el dolor era casi insoportable.
—¿Dónde? —preguntó.
—En la galería Tysons —repuso Lawlor.
—¿El centro comercial? ¿Delante de todo el mundo?
—Según dicen ellas, conocieron a un tío que ofrecía muestras de perfumes. Nuestra teoría es que la bacteria estaba dentro del aerosol. Kate le dio una descripción del tío al FBI. Macy’s envió fotos de todos sus empleados, fijos y temporales, pero la descripción no coincide con ninguno.
—¿Hay imágenes de las cámaras de seguridad?
—Están examinando las filmaciones. Y Kate y Carolyn están ayudando a elaborar el retrato robot.
—¿Se recuperarán? —preguntó Harvath.
—Es una bacteria que actúa muy rápido. Los primeros síntomas aparecieron en menos de doce horas, lo cual es inédito en casos de estafilococo áureo o peste bubónica.
—Si no recuerdo mal, en el entrenamiento médico nos enseñaron que el estafilococo áureo produce pústulas horribles.
—También resulta muy difícil de tratar, porque es resistente a casi todos los antibióticos —dijo Lawlor—. La mejor baza que tienen es que lo detectaron pronto. Pero de todos modos los médicos están preocupados por la rapidez de la infección. Las han puesto en cuarentena.
—Estoy seguro de que se trata del mismo tío —afirmó Harvath.
—Todo el mundo está seguro. Encontraron una tarjeta en el bolso de Carolyn Leonard, de esas en las que vienen las muestras de perfume. Traía impreso el nombre de un perfume inventado y una frase en italiano.
—Déjame adivinar —dijo Harvath—. «¿Lo que se ha tomado con sangre solo puede cobrarse con sangre?».
—Exactamente —afirmó Lawlor.
—¿El presidente está al tanto?
—Sí, ya lo sabe.
—¿Y? —preguntó Harvath.
—No cambia nada. Aún espera que te entregues.
—Tendrá que esperar hasta que acabe mi trabajo.
71
La Casa Blanca
Jack Rutledge se enorgullecía de su habilidad para leer el pensamiento de sus subordinados. Cuando Charles Anderson entró en su residencia, el presidente supo que no traía buenas noticias.
—Señor, tenemos un problema —comenzó Anderson, confirmando sus sospechas.
Rutledge cerró el informe que había estado hojeando y lo invitó a sentarse.
—¿De qué se trata?
—Acabo de hablar con el director Vaile. Su equipo consiguió poner a Harvath bajo custodia.
—Parece una buena noticia. ¿Cuál es el problema?
—Se les escapó.
—¿Qué dices? —preguntó Rutledge—. ¿Cómo demonios pudo pasar eso?
—Vaile se lo explicará en persona —respondió Anderson—. Pero eso no es todo.
—¿Qué más pasó?
El jefe de gabinete bajó la voz.
—Antes de que Harvath escapara, se le interrogó sobre su reciente viaje a Jordania. Por lo visto, consiguió engañar a Abdel Salam Najib para que saliera de Siria y fuera a Amán.
El presidente sintió una opresión en el pecho.
—Y lo mató, ¿verdad?
—Sí, señor. Eso mismo.
—¡Maldita sea! —bramó el presidente—. Primero Palmera y ahora Najib. Cuando esta gente se dé por enterada nos lo van a hacer pagar. Hay que reunir al Consejo de Seguridad Nacional.
El presidente tenía por delante un desafío enorme. Sabía que no había manera de garantizar protección constante para todos los autobuses escolares de Estados Unidos. No solo era una pesadilla logística: también desataría un pánico generalizado. Sus conciudadanos, con toda la razón, empezarían a preguntarse: si los autobuses escolares no son seguros, ¿qué es seguro? ¿Correrían peligro en el cine? ¿En el centro comercial? ¿Y el transporte público? ¿Debían seguir mandando a sus hijos al colegio? ¿Debían seguir yendo al trabajo?
El espectro del terrorismo tenía un efecto tremendamente corrosivo en la sociedad, sobre todo si el gobierno le otorgaba peso y legitimidad. El presidente conocía bien los informes clasificados sobre el impacto del francotirador de Washington y había estudiado las extrapolaciones acerca del rápido deterioro que sufriría la economía en caso de una amenaza semejante a nivel nacional. En cuanto las consecuencias económicas se hicieran sentir, los problemas sociales harían erupción. Si los agentes de la ley no podían llevar a juicio a los culpables, la gente empezaría a tomarse la justicia por su mano. Se desataría una ola de crímenes motivados por el prejuicio y los grupos perseguidos intentarían vengarse. Si la situación no se manejaba con eficiencia y rapidez, habría disturbios. En una palabra, el país caería en la anarquía. Los efectos psicológicos del terrorismo eran absolutamente insidiosos.
El jefe de gabinete interrumpió sus pensamientos:
—Hay algo más que debemos discutir.
Rutledge sacudió la cabeza, como diciendo: «¿Cómo puede haber algo más?».
—Un reportero de The Baltimore Sun llamó a la oficina de Geoff Mitchell para pedir una declaración oficial respecto a una historia que está a punto de publicar. Como secretario de prensa de la Casa Blanca, Geoff está acostumbrado a oír preguntas sobre conspiraciones absurdas, pero lo de este reportero no es un delirio. Geoff tiene miedo de que se convierta en una bola de nieve si usted no lo desmiente de inmediato.
—¿De qué va la historia?
—El reportero piensa decir que usted autorizó la retirada de un John Doe del depósito de cadáveres de Maryland para hacerle creer a la gente de Charleston, Carolina del Sur, que el secuestrador del autobús escolar había muerto en un tiroteo con la policía.
Rutledge apretó los dientes y clavó los dedos en los brazos de la silla.
—¿Cómo diablos se le ocurrió eso?
—A estas alturas no importa, señor. Lo que importa es que podría ser bastante perjudicial. El reportero también piensa acusar a la Casa Blanca de complicidad en un homicidio.
—¿En un homicidio? ¿De quién?
—Según Sheppard, el reportero, dos hombres que se hacían pasar por agentes del FBI abordaron a un médico forense de Maryland y a una colaboradora suya y les advirtieron que dejaran de investigar el caso. Poco después, el forense y la mujer murieron en un accidente de tráfico.
El presidente estaba lívido.
—¿Por qué demonios no estoy informado de esto?
Anderson se encogió de hombros.
—Supongo que tendrá que preguntárselo al director Vaile.
—Que venga ahora mismo —ordenó Rutledge—. Y cuando llegue con él al fondo de todo esto, quiero hablar con Geoff.
No podemos permitir que esa historia salga a la luz, de ninguna manera.
—¿Todavía quiere que convoque al Consejo de Seguridad Nacional?
El presidente se lo pensó un segundo antes de responder.
—Quiero que el propio Vaile me confirme lo de Najib. Luego decidiré cuál será el siguiente paso.
El jefe de gabinete asintió y se marchó.
Una vez a solas, Rutledge se apretó los pulgares contra las sienes. Sentía ya el anuncio de una migraña monstruosa. Los acontecimientos se estaban precipitando de tal manera que empezaban a descarrilarse. No quería ni ponerse a pensar en lo que podía pasar ahora. Pero, en el fondo, sabía que todo iría a bastante peor antes de que apareciera una luz al final del túnel.
72
En la calle Doce, pasando la rotonda de Logan Circle, Harvath volvió sobre sus pasos para cerciorarse de que no lo seguía nadie. Luego cruzó la calle y entró en el banco.
La empleada del banco era amable y profesional. Comprobó el carné y la firma de Harvath y le indicó que la acompañara a la cámara acorazada donde se hallaban las cajas de seguridad.
Harvath sacó su llave. Con un movimiento sincronizado, sin duda concebido para impresionar, la empleada lo imitó, introdujo la llave en la ranura y le dio la vuelta exactamente en el mismo instante, como si los dos estuvieran activando un arma nuclear.
Después de que sacaran la caja, lo condujo a una pequeña habitación y cerró la puerta para dejarlo a solas.
Harvath quitó la tapa de la caja y retiró las cosas más previsibles: acciones, bonos, papeles legales. Debajo de todo, estaba lo que había venido a buscar.
Mientras repasaba los artículos, se felicitó casi a regañadientes por su previsión. Pero, en realidad, ¿a quién engañaba? No era previsión. Apenas sentido práctico. Su propio gobierno le había dado la espalda en repetidas ocasiones. Y él había escondido allí esas cosas por puro instinto de supervivencia, nada más.
La primera vez había sido durante el secuestro del presidente, luego había venido la historia en Iraq con Al Yazira, y ahora esto. En cada ocasión, sus jefes lo habían dejado a la intemperie, mirando hacia dentro por la ventana. Lo habían acusado de cometer crímenes, y ahora lo acusaban de traición.
Desde siempre, había sabido que era prescindible. Eran gajes del oficio. Pero incluir a su familia y a sus amigos en la misma categoría resultaba inaceptable.
Todas las veces que lo habían dejado afuera, había tenido que volver forzando la entrada. Había tenido que hacerle ver a sus jefes que él estaba en lo cierto y ellos estaban equivocados. Sin embargo, esta vez no estaba seguro de que todo fuera blanco o negro. No podía quedarse sentado mientras un asesino hostigaba a las personas más importantes de su vida. Pero, por primera vez, pensaba que podía acabar en la hoguera por sus actos.
Siempre había tratado de hacer lo correcto. Lo había intentado una y otra vez a lo largo de su carrera, a menudo poniendo en peligro su vida, pero con el convencimiento de que mientras lo hiciera podría mirarse a la cara en el espejo, y eso era lo único que importaba.
Ahora, tenía que vérselas con algo nuevo, con dos versiones de lo que era correcto, la del presidente y la suya. Sin embargo, la decisión que tenía que tomar iba mucho más allá de lo que estaba bien y lo que no. Se trataba de proteger a sus seres queridos, que en estos momentos estaban expuestos al peligro exclusivamente a causa del amor y la amistad que sentían por él.
En su mente, no existía una traición más grande, una deslealtad más grave que permitir que alguien les hiciera daño a esas personas inocentes. Sin importar el precio que tuviera que pagar, tenía que ponerle fin a aquella historia.
73
Harvath tomó las cosas que necesitaba de la caja de seguridad y salió del banco.
En la puerta, repasó la calle entera con la mirada: los tejados, los coches aparcados, la gente que pasaba por la acera. El presidente había puesto tras su rastro a un equipo Omega, y no repararían en medios hasta detenerlo.
A esas alturas el equipo podía hallarse en cualquier parte, y tenía que estar preparado para actuar cuando lo encontraran.
Regresó al coche sin incidentes y se dirigió hacia el noroeste, fuera de la ciudad. Mientras conducía, sacó un nuevo teléfono móvil del bolso del asiento de atrás y marcó un número.
Quería tener noticias de Tracy y de su madre, pero era demasiado arriesgado. Si la CIA andaba buscándolo, monitorizarían todas las llamadas entrantes en los dos hospitales.
Decidió llamar al número de acceso externo del buzón de mensajes de su BlackBerry.
Había varios mensajes de Gary Lawlor. Harvath los borró, puesto que acababa de hablar con él. El único otro mensaje era de Ron Parker. Quería que lo llamara cuanto antes y había dejado un número distinto del habitual.
Harvath marcó el número y esperó. El tono de llamada cambió al cabo de un momento, como si estuvieran transfiriendo la llamada. Harvath empezó a inquietarse. La CIA había utilizado ya a los pilotos de Tim Finney, luego a Rick Morrell… ¿quién sería el próximo?
Recordó que no había manera de detectar si la línea estaba pinchada por la CIA. Decidió no colgar. Parker respondió al cabo de un momento.
—¿Estás en un lugar seguro? —preguntó.
—De momento —contestó Harvath—. ¿Es seguro este número?
—Lo instaló nuestro amigo el pescador. Creo que funcionará bien, mientras no entremos en los detalles.
Harvath comprendió enseguida. Tom Morgan había montado la línea telefónica pero no había que entrar en detalles porque, aunque Morgan hacía muy bien su trabajo, la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional hacían el suyo todavía mejor. Si estaban desesperados por encontrarlo, como parecía ser el caso, podían programar el sistema de escuchas Echelon para que monitorizara todas las llamadas en busca de ciertas palabras clave, relacionadas con el lío en que andaba metido Harvath.
Así pues, tenía que elegir lo que decía con suma prudencia.
—¿Estabas al tanto del cambio de planes en mi viaje de regreso?
—No me enteré hasta después de que aterrizara el avión.
Harvath conocía bien a Parker y supo que decía la verdad.
—¿Cómo lo descubrieron?
—Se enteraron del paseo que dimos por el sur de la frontera. Pero solo cuando tú ya venías sobrevolando el mar. ¿Cómo salió todo?
—Fue muy iluminador. Por lo visto, nuestro pequeño amigo no nos lo había dicho todo.
—¿Sobre qué? —preguntó Parker.
—Faltaba un nombre en la lista.
—¿Crees que fue sin querer?
Harvath se echó a reír.
—Para nada. Sabía lo que hacía. Ahora tenemos que averiguar por qué lo hizo.
Parker se tomó una larga pausa antes de responder.
—Tenemos que hablar.
Eran tres palabras que nunca traían nada bueno cuando las decía una mujer. Harvath no tenía motivos para pensar que ahora fueran el preludio de nada distinto.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nos han cancelado todos los contratos —respondió Parker.
—¿Os los han cancelado? Pero ¿qué dices?
—Nos llamaron de la costa Este. Y todos se acogieron a la cláusula de cancelación. Sin discusiones ni explicaciones.
Harvath no sabía qué decir. Los contratos gubernamentales con el Campo Seis y el Programa Sargazo eran el pan diario de sus amigos. También representaban una enorme cantidad de dinero.
—Supongo que es una manera sutil de haceros saber que soy persona non grata.
—De hecho —replicó Parker— no fue muy sutil. Uno de los perrazos de la casa de cinco paredes nos llamó y nos dijo que estaban dispuestos a darnos de vuelta todos los contratos.
—Si cortabais toda relación conmigo.
—Digamos que sí.
Harvath no deseaba poner a sus amigos en esa posición. Ya habían hecho por él más que suficiente. Si los habían llamado del Pentágono ofreciéndoles una salida, él tenía que facilitar las cosas.
—Dale las gracias a tu jefe. Podéis dar por terminado todo contacto conmigo.
—Se las puedes dar tú mismo. Les dijo que se fueran al diablo.
Eso encajaba muy bien con Finney. Después de todas las traiciones de los últimos días, era grato saber que aún tenía amigos de verdad. Pero precisamente por eso no podía permitir que Finney se arruinara, después de haber trabajado tanto por su proyecto, con todo lo que le gustaba trabajar en él.
—Es un seductor —dijo—. Conseguirá que vuelvan. ¿Y tú?
—Tengo que terminar lo que esta gente empezó —contestó Harvath.
—Tal vez puedan cancelarnos los contratos —aseveró Parker—, pero no pueden impedir que te ayudemos.
—Sí, sí pueden. Los contratos son la punta del iceberg. La presión se volverá cada vez más intensa cuando tengáis la cabeza debajo del agua. No queréis que pase eso. Ya me habéis ayudado mucho y estoy muy agradecido.
A Parker no le gustaba que lo dejaran al margen. Igual que a Harvath.
—Vale, no haremos nada por nuestra cuenta a menos que tú nos lo pidas. Pero las canguros seguirán yendo a trabajar. Eso no es negociable.
Harvath sonrió.
—Te lo agradezco.
Era un alivio que los hombres de Finney siguieran cuidando de Tracy y de su madre.
—Si cambias de opinión y necesitas más ayuda tienes mi número —prosiguió Parker—. Entretanto, tengo un par de cosas para ti. No es mucho, pero puede que te sirva para ver más claro. Pasaré a dejártelas enseguida.
—Gracias —respondió Harvath, sabiendo que se refería a la cuenta de Internet que habían abierto en caso de que Harvath necesitara ponerse en contacto antes de volver a Elk Mountain. En vista de los últimos acontecimientos, era una suerte tenerla disponible.
—¿Qué más podemos hacer por ti? —preguntó Parker.
—Una sola cosa —contestó Harvath.
—Basta con decirlo.
—Necesito que me consigas un turno para jugar al golf.
74
Bethesda, Maryland
El Country Club del Congreso era uno de los más exclusivos de la nación. Los dos campos de golf, conocidos como Azul y Dorado, habían sido inaugurados en 1924 y rediseñados más tarde por Rees Jones, y el Azul se clasificaba año tras año entre los cien mejores del país.
El campo era un retablo desafiante de altos árboles y colinas verdes. Reunía las características de los mejores campos del mundo y era lo suficientemente exigente como para que James Vaile pudiera olvidar toda la mierda que acarreaba su trabajo como director de la Agencia Central de Inteligencia.
Todos los domingos Vaile tenía una cita con el tee y acudía a ella con más devoción que al servicio religioso de la iglesia de la Trinidad, en el barrio de Georgetown. Usaba el golf como terapia y estaba convencido de que gracias a él seguía siendo un hombre cuerdo y civilizado, en un mundo incivilizado y demencial.
El club era el lugar de reunión de la aristocracia de elegidos de Washington, y a Vaile lo llenaba de estímulo saber que recorría los mismos hoyos que habían recorrido William Howard Taft, Woodrow Wilson, Warren G. Harding, Calvin Coolidge, Herbert Hoover y Dwight D. Eisenhower.
El hoyo dieciocho del campo Azul solía ser su preferido. Desde el tee, la vista era increíble: daba a la parte de atrás de la casa del club, que estaba entre las más imponentes y majestuosas del planeta.
Ya el mismo drive de salida requería absoluta concentración. Desde el punto de elevación, la bola tenía que volar 180 metros por encima del agua. Si uno tenía suerte, aterrizaba en la península del green y seguía deslizándose hacia el área de la bandera, o, todavía mejor, entraba de una vez.
Ese día, el director de la Agencia Central de Inteligencia no estaba de suerte. Alterado por la reprimenda del presidente, dudando seriamente de que sus hombres pudieran capturar a Harvath otra vez, lanzó la bola por correo aéreo, mucho más allá del green. Todavía no podía creer que Rutledge hubiera pensado que él estaba relacionado con las muertes del forense de Maryland y su novia investigadora. Ciertamente, el accidente había sido oportuno, pero ni Vaile ni sus agentes habían tenido nada que ver. El imbécil del forense simplemente se había saltado un semáforo en rojo.
Y, sin embargo, el presidente quería que se encargara de aquel reportero de The Baltimore Sun. ¿Cómo podía encargarse de él cuando el propio Rutledge había dejado meridianamente claro que no se le podía tocar ni un pelo?
Con dos de los cinco terroristas de Guantánamo muertos, el presidente y el director de la CIA no acababan de ponerse de acuerdo sobre el camino a seguir. Rutledge prácticamente estaba convencido de que la Agencia de Seguridad Nacional debía enviar un mensaje muy bien redactado a todos los representantes de la ley, alertando sobre la posibilidad de un ataque contra los autobuses escolares. Vaile, no obstante, tenía sus reservas y había vuelto a plantearle los mismos argumentos.
Lo que estaba claro era que no podían mandar la alerta con el artículo de The Baltimore Sun en el horizonte. Una vez publicado, pondría en tela de juicio cada uno de los actos del presidente. Su credibilidad se vería gravemente minada y toda directiva antiterrorista que saliera de Washington daría pie a mil suspicacias.
Vaile ya había empezado a fraguar un plan y estaba encantado de poder disfrutar de un rato de calma entre un hoyo y otro. Casi todas sus mejores ideas se le habían ocurrido mientras se concentraba en el golf y acallaba su mente.
Aunque se disponía a hacer eso mismo con toda valentía, el siguiente drive se fue directamente a la mierda. Le salió demasiado alto, fatal, y resbaló por la pendiente de la orilla hasta morir en el agua.
—Qué golpe más bueno —se burló su compañero de partida—, salvo por la distancia y la dirección.
Vaile no estaba de humor. Colocó otra bola en el tee, solo para demostrar que podía llegar al green. Lo consiguió. Sin embargo, el putt selló luego su desgracia.
Bastaba con tocar la bola, pero acabó peinando el área en cuatro golpes. Dado su temperamento, tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no romper el palo en dos mitades. Su acompañante no acababa de decidir qué le hacía más gracia: si los tres intentos para llegar al green, o los cuatro putts para meter la bola en el hoyo.
Cuando se disponía a tomarle el pelo una vez más, Vaile miró su reloj y le informó de que tenía que marcharse. Se estrecharon la mano y, aunque todavía estaba furioso, el director de inteligencia le prometió que la semana siguiente podían comer juntos después de jugar. Enfiló luego hacia las instalaciones del club, seguido de sus escoltas.
Llegó a los vestuarios y decidió meterse en la sauna antes de volver a su despacho en Langley. Pidió al cielo que nadie lo reconociera y que, si alguien lo reconocía, al menos tuviera la buena educación de dejarlo en paz.
Se quitó la ropa, cogió una toalla y se encaminó hacia la puerta del baño turco. Sus escoltas conocían sus rutinas y sabían que no estaría de regreso en los vestuarios antes de media hora.
A Vaile no le gustaba demasiado la idea de que los escoltas lo vieran desnudo. Pero el motivo por el que les pedía que esperaran fuera era que necesitaba estar un rato a solas. El trabajo del director de la CIA ya era duro de por sí. Y vivir rodeado de guardaespaldas porque había mil pirados que querían verlo muerto lo hacía más duro todavía. A veces, aun cuando fuera durante esa media hora de los domingos, James Vaile simplemente quería olvidarse de quién era y sumirse en el anonimato. En vista del día que traía a cuestas, la ocasión de evadirse iba a sentarle mejor que nunca.
Abrió la puerta del baño y se internó en una espesa niebla cargada de olor a eucalipto. Se sentó en la parte más baja de los bancos de azulejos blancos y aguardó el dulce chasquido de la puerta.
En cuanto se cerró, su cuerpo se relajó. Durante unos minutos, iba a permanecer completamente aislado del mundo, deleitándose en el silencio.
Echó la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos. Por fin estaba solo.
Su mente empezó a saltar de una cosa a otra. Pero casi enseguida una voz interrumpió sus pensamientos.
—Ha sido una de las peores partidas de golf que he visto en mi vida —dijo el hombre, sentado en uno de los bancos superiores.
Vaile era un personaje conocido en el club y no le extrañó que el otro se hubiera fijado en la partida. Sin embargo, tuvo que morderse la lengua para no decirle por dónde podía meterse su opinión. Lo único que quería era desconectar.
—No ha sido mi día de suerte… —Dejó que su voz se fuera apagando, para que el otro entendiera que no quería hablar.
—Eso se lo aseguro —respondió el hombre.
Se inclinó sobre él y amartilló la pistola.
75
A pesar del calor intenso que hacía en la habitación, a Vaile se le heló la sangre.
—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Qué quiere?
—Tendrá que disculparme, señor director —dijo la voz—. Los dos ahorraremos tiempo si yo me ocupo de las preguntas.
—Mis escoltas están…
—Ni siquiera están en los vestuarios. Y no esperan verlo salir hasta dentro de un rato.
Vaile había reconocido la voz, pero aún no conseguía situar a su dueño. Todavía no.
—Le conozco.
Harvath descendió del banco y se sentó a su lado.
Cuando la niebla se disipó, Vaile lo miró sin acabar de creérselo.
—Harvath. ¿Te has vuelto loco? ¿No tienes bastante con el lío en que estás metido, como para encañonar con un arma al director de la CIA?
—Primero —contestó Harvath—, no me parece que la cosa pueda ponerse mucho peor. Y segundo, no lo encañoné, solamente amartillé el arma apuntando en otra dirección.
—Haré hincapié en ese sutil detalle cuando le informe de nuestro encuentro al presidente.
—Ya sé que estamos en una sauna…, pero no nos hagamos la puñeta, ¿vale?
—Escucha —replicó Vaile—, ambos sabemos de qué se trata todo esto. El presidente se vio obligado a hacer un pacto con el diablo y…
—Y toda la gente que me quiere tiene que pagar las consecuencias.
—No teníamos ni idea de que los acontecimientos tomarían este giro.
Harvath sintió deseos de darle un puñetazo.
—Pero ahora que lo han tomado, nadie está haciendo gran cosa para remediarlo.
—Ni siquiera te imaginas cuánto estamos haciendo —le cortó Vaile.
—¿Estamos? ¿Quiénes?
—El presidente me pidió que asignara el caso a un equipo encubierto.
—¿Un equipo de la CIA dentro de Estados Unidos? —preguntó Harvath—. ¿Además del del FBI?
Vaile levantó las manos al cielo.
—El presidente quería gente curtida en antiterrorismo. Y eso fue lo que le di.
—Pero no han hecho grandes progresos, ¿verdad?
Vaile no se tomó el trabajo de responder. Era dolorosamente obvio que sus agentes no habían hecho grandes progresos.
—¿Quiénes estaban a cargo? ¿Morrell y los de su equipo Omega?
El director de inteligencia sacudió la cabeza.
—No. Formamos un equipo aparte. Yo mismo escogí a los miembros. Son todos agentes sólidos, con experiencia en operaciones especiales. Simplemente no cuentan con suficientes pistas.
Ahora fue Harvath quien negó con la cabeza.
—Y se guardó a Rick Morrell para el trabajo sucio de verdad, para poder usar nuestra amistad contra mí, ¿verdad?
—Necesitábamos obtener información por la vía más rápida.
—Tendría que habérmelo imaginado.
El director de inteligencia respiró hondo.
—Scot, negociar con esos terroristas fue mala idea, pero el presidente no tenía alternativa. No podíamos permitir que esos animales mataran a nuestros niños. Y tampoco ahora lo permitiremos. Es por eso por lo que tienes que entregarte.
No era una elección fácil. Harvath no quería provocar un ataque terrorista contra los niños de su país. Sin embargo, el hecho de que el equipo de Vaile estuviera tan lejos de atrapar al criminal que estaba acosando a sus seres queridos lo reafirmaba en su decisión.
—No pienso parar hasta encontrar a ese hijo de puta.
—¿Incluso si eso pone en peligro un gran número de vidas norteamericanas?
Harvath sintió la tentación de revelarle lo que le había dicho Tammam al-Tal en Jordania: que su agente, Najib, había sido liberado a cambio de que al-Tal renunciara a la cabeza del propio Harvath. No obstante, a esas alturas no estaba dispuesto a compartir información con nadie, y mucho menos con el director de la CIA.
—Sea quien sea ese tío, él vino a por mí. Yo no fui el que comenzó.
—Da igual —contestó Vaile—. El presidente dio su palabra de que no perseguiríamos a esos hombres después de soltarlos de Guantánamo.
—Uno de ellos ha atacado a ciudadanos estadounidenses en suelo estadounidense. Eso tendría que bastar para anular cualquier acuerdo que haya hecho el presidente. En mi opinión, nadie tendría que haberles dado a esos cinco un pasaporte para estar fuera de la cárcel el resto de sus vidas.
—Estoy de acuerdo —dijo el director de la CIA—. Fue un error. Pero ahora solo nos queda uno de los cinco.
Harvath no comprendió.
—¿Uno?
—A Palmera y a Najib los mataste tú. Y tenemos localizados a otros dos.
—¿A cuáles dos? —preguntó Harvath—. ¿Dónde están?
—En Marruecos y en Australia —repuso Vaile—. Estamos siguiendo sus movimientos. No tardarán en ser arrestados por realizar actos terroristas después de salir de Guantánamo. Lo cual solo deja…
—Al quinto prisionero que salió libre esa noche. Al francés.
76
El director de inteligencia asintió.
—Se llama Philippe Roussard. Fue entrenado como francotirador; también se le conoce como Juba. Antes de que lo atrapáramos, se hizo bastante famoso en Iraq. Mató a más de cien efectivos norteamericanos.
—¿Ese es el tío que está matando a mis amigos y a mi familia? —Harvath repasó los archivos de su memoria en busca del nombre y no encontró nada.
Vaile volvió a asentir.
Harvath empezó a enfadarse otra vez.
—No puedo creerlo, joder. Saben quién coño es el tío y siguen sin hacer nada para pescarlo.
Vaile no quería entrar a discutir con Harvath. Cambió de tema.
—¿Sabías que a un sobrino mío lo mataron en Iraq?
—No, no lo sabía. —Harvath trató de dominarse—. Lo siento.
—Obviamente, tanto la familia como los Marines mantuvieron en secreto que era pariente mío. Según parece, fue Roussard quien lo mató. Sin tener ni idea, desde luego. Era apenas otro cruzado infiel para ese pedazo de basura. La muesca de otro estadounidense en la culata de su rifle.
Incluso después de que muriera, seguimos guardando el secreto de que era mi sobrino. Lo último que queríamos era darle una victoria de alto perfil a la insurgencia, especialmente dado que Juba, o Roussard, se había convertido prácticamente en un mito: era intocable y podía matar a quien le diera la gana.
—Por supuesto —dijo Harvath, y sintió pena por el director—. Pero, a riesgo de sonar insensible… ¿dónde encajamos en todo esto mis seres queridos y yo?
—El apellido Roussard no te dice nada, ¿verdad? —preguntó Vaile.
Harvath negó con la cabeza.
—Supongo que eso tampoco cambia nada. Mientras el presidente siga resuelto a cumplir su parte del pacto, no tengo más remedio que ponerte bajo custodia.
—¿Y si consigo atrapar a la gente que está detrás de esto antes que vosotros?
—Personalmente —dijo Vaile—, creo que en realidad esto no tiene que ver con niños norteamericanos, ni autobuses escolares, ni con las condiciones de reclusión en Guantánamo. Creo que, de algún modo, todo está relacionado contigo, y me haría muy feliz que encontraras y liquidaras hasta el último de los responsables.
Hubo una pausa larga. Harvath esperó con la sensación de que el director de la CIA quería decir algo más.
—Pero, en este caso —prosiguió Vaile—, mis opiniones personales no tienen demasiada importancia. Profesionalmente, estoy obligado a ejecutar las órdenes del presidente de Estados Unidos. Te recomendaría que empieces a hacer lo mismo, pero algo me dice que hemos llegado a un punto de no retorno y no vas a hacerme caso.
—Así es —contestó Harvath.
Vaile se encaminó hacia la puerta, se detuvo con la mano en el picaporte y se volvió hacia Harvath.
—Entonces, es necesario que veas algo.
77
En algún lugar por encima del Caribe
El vuelo a Río era una ocasión para descansar pero Harvath no había pegado ojo. Vaile había prometido enviarle el dosier sobre Roussard, pero Harvath no creía que incluyera nada de utilidad.
Todavía tenía que sacarse una pequeña piedra asquerosa del zapato.
Se encontró pensando en el pasado, en general, y en una persona en particular. Meg Cassidy era la última chica con la que había tenido una relación antes de conocer a Tracy.
Brasil era uno de esos lugares mágicos a los que Meg quería ir con él, pero Harvath nunca había encontrado el momento, o no había querido encontrarlo. Mientras el avión enfilaba hacia el sur, pensó en la idiotez que había cometido perdiendo a Meg. Y en la suerte que había tenido de encontrar a Tracy. Si Tracy moría, podían etiquetarlo como producto defectuoso para siempre. Las segundas oportunidades eran escasas en la vida. Y él se las había apañado para que su segunda oportunidad estuviera intubada en el hospital. Era una metáfora irónica: su vida amorosa había permanecido desde siempre en estado crítico.
Harvath intentó sacudirse en vano esos pensamientos perniciosos. Del otro lado del pasillo del avión había una pareja de recién casados. Se tomaban de la mano, se besaban, a cada tanto pedían más champán: evidentemente, iban a pasar la luna de miel en Brasil, o tal vez más lejos.
Cayó en la cuenta de que no sabía qué fecha era. Y echó un vistazo a su cronógrafo Kobold. Apenas faltaban unos días para la boda de Meg. Tomó nota mentalmente de que tenía que hablar con Gary para que le pusieran en el acto una escolta de seguridad. Aunque el romance entre los dos había terminado, Harvath aún sentía un afecto profundo por ella y no podía permitir que le pasara nada, sobre todo por su culpa.
Lawlor había llegado a conocer muy bien a Meg. Y le caía de maravilla. El presidente también le había tomado afecto y solía visitarla en su cabaña de las montañas cuando iba de vacaciones a Lake Geneva, en Wisconsin.
Hacía unos años, Meg había ayudado a Harvath a localizar a los herederos de la organización terrorista de Abu Nidal y había prestado un servicio valiosísimo al país. Lawlor no tendría dificultad en conseguir que Rutledge le asignara una escolta durante unos días.
Eran esos días los que más preocupaban a Harvath. A pesar del ataque a Nueva York, el presidente, hasta donde él sabía, todavía tenía previsto asistir a la boda de Meg. Llegado el momento, todo estaría herméticamente vigilado. Pero no en los días anteriores.
Al igual que Tracy, Meg era una mujer maravillosa. Lo había invitado a la boda, pese a que debía haberle costado más de un disgusto con su novio.
Cuando la encontró en el buzón, la tarjeta, impresa con gusto exquisito, le había golpeado como un martillazo en el pecho. Solo entonces había comprendido que, en el fondo, seguía enamorado de Meg y albergaba el deseo secreto de que las cosas funcionaran entre los dos un día. La invitación con los nombres de los novios anulaba la posibilidad de una reconciliación espontánea caída del cielo.
No había sabido qué responder a la invitación. La había dejado a un lado y, la única vez que el presidente le habló del asunto, Harvath cambió de tema.
Ahora, a medida que se acercaba a Brasil, adonde Meg había insistido tanto en llevarlo, no podía evitar pensar en ella y en él mismo. Por Dios, ¿qué sucedía con él? Todo lo que tocaba se convertía en polvo.
Por un momento se preguntó si, una vez en tierra, no debía aprovechar la oportunidad para desaparecer en las selvas de Brasil y no volver a salir.
78
Río de Janeiro, Brasil
La temperatura rondaba los veinte grados cuando bajó del avión en el Aeropuerto Internacional Antonio Carlos Jobim.
Había vuelto a recordar por qué estaba allí, y la fantasía de desaparecer en las selvas de Brasil se había desvanecido. Estaba ansioso por entrar en acción.
Sorteó los trámites de aduana e inmigración con el pasaporte falso que había recuperado de la caja de seguridad en Washington a nombre del ciudadano alemán Hans Brauner. El documento no tenía precio. No solo le permitía viajar sin que pudieran rastrearlo las agencias de inteligencia de su país, sino que, como ciudadano de la Unión Europea, no necesitaba visado para entrar en Brasil, lo cual no habría ocurrido en caso de que presentara su pasaporte estadounidense.
Pasó de largo ante la ventanilla de taxis RDE, se acercó al mostrador de Turismo Estatal de Río de Janeiro y pidió un vale para un taxi prepagado. Lo último que le hacía falta ahora mismo era tener que vérselas con uno de los muchos taxistas sin escrúpulos de la ciudad.
Subió a bordo del coche, dio la dirección al conductor y luego echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Durante las últimas once horas no había hecho más que estar metido dentro de un avión. Estaba deseando llegar al hotel y darse una ducha, además de dormir un rato, pero antes tenía un asunto que atender.
El conductor tomó la carretera de Linha Vermelha hacia la ciudad. Aceleraba y cambiaba de carril al compás de la música funky carioca que sacudía la grabadora adherida al salpicadero repleto de adornos.
La oficina de American Express se hallaba en los bajos del hotel Copacabana Palace, sobre la avenida Atlántica, justo enfrente de la famosa playa de Copacabana.
Harvath bajó del taxi, ignoró las aguas verdiazules y los bronceados cuerpos semidesnudos de la playa y entró en el hotel. Llamó desde un teléfono a la oficina de American Express y preguntó si habían recibido un paquete de FedEx a su nombre. Le dijeron que sí.
Después de registrarse en la recepción y coger su llave, bajó a la oficina de Amex a retirar el paquete. Cambió unos cuantos miles de dólares en reales y, de vuelta en el vestíbulo, le pidió al recepcionista que le organizara un tour en helicóptero.
Ya en la habitación, Harvath lanzó sobre la cama el paquete y dejó caer la maleta junto al escritorio. Se acercó a la ventana y, después de apartar las cortinas, las abrió de par en par. Apoyó las manos en el alféizar y sacó la cabeza.
El panorama era espectacular. La playa, de unos cuatro kilómetros de longitud, estaba abarrotada de gente. El olor salino del océano irrumpió en la habitación. Harvath contempló las olas que rompían contra la playa y casi lamentó no haber traído el bañador.
Volvió a meter la cabeza, entró en el cuarto de baño y abrió el grifo. Colgó su ropa en el armario, se metió en la ducha y perdió toda noción del tiempo mientras el chorro caliente retumbaba contra su cuerpo.
Por lo general, remataba el baño con un chorro de agua helada que lo espabilaba mucho más que una taza de café. Sin embargo, hoy necesitaba descansar.
Se secó de pie sobre la alfombrilla y se encaminó a la gran cama doble. Llamó por teléfono para pedir que no lo molestaran, apartó las sábanas y se acostó.
Cerró los ojos, escuchando el sonido de los coches y los bañistas de la playa. Y se quedó dormido.
79
Despertó sobresaltado y tardó un momento en recordar dónde estaba. Una vez más había tenido la pesadilla.
El corazón le latía a toda velocidad y su cuerpo estaba bañado en sudor. Había dormido varias horas, pero, en realidad, se sentía peor que antes.
No tenía ninguna importancia. Ahora ya estaba despierto y no podría volver a dormirse hasta más tarde.
Se metió de nuevo en la ducha y esta vez giró hasta el extremo el mando del agua fría.
Se afeitó y se puso la única muda de ropa limpia que había traído. Luego llamó a la recepción. El tour en helicóptero estaba programado para la mañana siguiente, y la empresa de helicópteros enviaría un coche a recogerlo. Harvath dio las gracias al recepcionista, preguntó dónde estaba la farmacia más cercana y colgó el teléfono.
La farmacia no quedaba lejos. Después de comprar lo que necesitaba para el día siguiente, volvió a la habitación, abrió el pequeño ordenador portátil que había comprado antes de salir de Washington y se conectó a Internet. Tardó más de una hora en instalar los filtros de seguridad para que no lo detectaran. Entre ellos había numerosos servidores remotos y varios programas de codificación que eran bastante buenos. Si la CIA, o alguien más, estaba tratando de localizarlo, iba a tenerlo difícil. Entró en la cuenta de correo que le había dado a Vaile y abrió el buzón de entrada. El director había esterilizado buena parte del archivo, pero lo principal estaba allí. Lo primero que Harvath miró fueron las fotos de Philippe Roussard.
Tenía buena memoria para los nombres. Y casi nunca olvidaba una cara. El sujeto le resultaba vagamente familiar, pero estaba convencido de que nunca antes lo había visto en su vida.
Si Roussard mismo no tenía motivos para atacarlo, debía de tenerlos la gente que estaba detrás de él. La gente que lo había sacado de Guantánamo. Siguió leyendo el dosier durante una hora entera, pero no encontró nada. Hasta donde sabía, no había ni una sola pista útil, aparte de las fotos con la cara del tío.
Según decía Vaile en su correo, Carolyn Leonard y Kate Palmer, que permanecían en estado grave, habían identificado a Roussard como el hombre que les había dado el perfume infectado el sábado en la galería Tysons. Por desgracia, Emily Hawkins no estaba en condiciones de responder a ninguna pregunta, pero Harvath estaba seguro de que lo identificaría también. Y también lo haría su madre, pensó con una punzada de dolor, si es que recobraba la vista. En resumen, las fotos eran un comienzo, pero un comienzo demasiado lento.
Harvath entró entonces en la cuenta de Gmail que había abierto con Ron Parker y Tim Finney y abrió el mensaje que lo aguardaba en la carpeta de borradores. Parker empezaba con un breve resumen de lo que ya habían hablado y le advertía de que no tratara de comunicarse con ellos a través del móvil, porque tanto él como Tim tenían la impresión de que había escuchas. Tampoco debía mandarles mensajes de texto, ni escribirles a sus direcciones de correo habituales.
Luego, había un informe de Tom Morgan, que corroboraba que el terrorista australiano y el marroquí estaban siendo vigilados en sus países de origen, tal como le había contado Vaile. Mirando las fechas, no podían estar involucrados en los ataques cometidos en Estados Unidos.
Harvath adjuntó a su mensaje las fotos de Roussard y los detalles más significativos del dosier y pidió a Parker que enviara copias a los hombres que custodiaban a Tracy y a su madre.
El propio Parker le había mandado los números de sus móviles, adivinando que Harvath podía querer ponerse en contacto con ellos. Así podría estar al tanto de las últimas noticias sin correr riesgos.
Harvath terminó de leer el mensaje, lo borró y salió del servidor. Se dirigió a una de sus cuentas de voz sobre IP, descargó el programa indicado en el ordenador, enchufó los audífonos de su BlackBerry y llamó a los escoltas de su madre en el sur de California.
El hombre que contestó le aseguró que no había moros en la costa. Luego, cerró la puerta y le pasó el teléfono a la madre de Harvath.
Conversaron durante diez minutos y luego Harvath le explicó que tenía que colgar. Prometió llamarla en cuanto pudiera.
Luego, llamó a los escoltas de Tracy. El jefe del grupo explicó que los padres de Tracy los trataban con cortesía pero evidentemente no los querían allí. Harvath le dio las gracias a él y a sus colegas por su trabajo. A los padres de Tracy podía no gustarles el despliegue de fuerza en la puerta de la UCI, pero, si algo llegaba a pasar, estarían más que agradecidos de contar con ellos.
Harvath le dio al jefe de grupo una descripción física de Roussard y un resumen de sus antecedentes y le dijo que Finney y Parker no tardarían en mandarle fotografías. Había hecho lo mismo con el escolta que había contestado en California.
El guardaespaldas pasó luego el teléfono a Bill Hastings, el padre de Tracy. Fue una conversación incómoda. No había ninguna novedad. Los médicos habían hecho varias pruebas más, pero, salvo que retiraran el respirador, no había manera de realizar una resonancia magnética. De momento, el encefalograma registraba una actividad cerebral reducida, y el equipo de neurología sospechaba que el daño cerebral era irreparable.
Harvath no estaba sorprendido con la falta de progresos. Con todo, no era lo que esperaba oír. Habló un momento con Barbara, la madre de Tracy, y le pidió que sostuviera el auricular contra el oído de Tracy durante un par de minutos.
Cuando estuvo seguro de que el aparato estaba en su lugar, empezó a hablar. Olvidó por completo el cansancio que se había apoderado de todos los rincones de su cuerpo. Solo debía pensar en Tracy. Tenía que ser fuerte por ella. Le dijo que la amaba y que estaba deseando que saliera del hospital, para retomarlo todo donde lo habían dejado.
Y le habló de todas las cosas que harían juntos: la excursión de pesca a Jackson Hole, un paseo para ver los colores del otoño en Nueva Inglaterra, que era uno de sus pasatiempos preferidos, también un viaje a Grecia, donde Harvath la llevaría a Paros y a Antiparos y le presentaría a sus amigos.
Finalmente, se calló y no dijo más. Otras personas se habrían sentido incómodas, pero, desde muy pronto, Tracy y él habían comprendido que era una señal de que eran compatibles. Podían disfrutar el uno del otro sin necesidad de decir palabra.
Luego, volvió a decirle que la amaba y le recordó que era una de las mejores combatientes que había conocido en su vida. Tenía que mantenerse firme. Estaba luchando por su vida y saldría al otro lado, mientras se concentrara en recuperarse por completo.
Harvath no tenía idea de si Tracy podía escucharlo o no. Le gustaba pensar que sí. Había leído suficientes artículos sobre pacientes en coma como para creer que podían oír y entender lo que se les decía. Por lo menos, era una señal de cuánto la amaba y la respetaba. Mientras Tracy siguiera respirando, así fuera con ayuda de una máquina, iba a tratarla como la había tratado siempre.
Cuando la madre de Tracy volvió a ponerse, Harvath se despidió y colgó el teléfono.
Llamó al servicio de habitaciones y pidió que le subieran la cena. El día siguiente iba a ser un día duro, e iba a necesitar hasta el último gramo de energía.
80
El flamante Mercedes lo dejó en el helipuerto, donde el helicóptero Colibrí EC 120B lo aguardaba listo para despegar.
Después de echar una mirada a los mapas y aclarar qué buscaba Harvath, el piloto asintió, le hizo una señal afirmativa con el pulgar y lo ayudó a subir sus cosas a bordo.
Se abrocharon los cinturones, se colocaron los cascos y el piloto puso en marcha los rotores. Al cabo de un par de minutos ya estaban en el aire.
Sobrevolaron el monte Corcovado y la imponente estatua de Cristo Redentor con los enormes brazos en cruz. Por algún motivo, a Harvath le hacía pensar en Atlas sosteniendo la Tierra.
Debían de existir paralelismos entre Cristo y Atlas. Los valores judeocristianos eran una de las pocas cosas que defendían al mundo civilizado de las bárbaras hordas de los extremistas musulmanes.
Harvath se rió para sus adentros. Estaba empezando a hartarse del término «extremistas musulmanes». Era pura corrección política, una costumbre que encontraba aborrecible en otros y en su propio caso absolutamente despreciable. Se suponía que el término trazaba la línea divisoria entre los buenos musulmanes y los malos, pero hasta donde a él le constaba, los buenos no movían un dedo para impedir las atrocidades que se cometían en su nombre, y esa línea divisoria era cada vez más difusa.
La apatía de la gente de bien traía consigo el triunfo del mal. Harvath lo veía todos los días, y estaba resuelto a impedir que el islam avasallara a su país. Los franceses ya habían perdido la partida y otras naciones seguían sus pasos, al admitir que en sus territorios operara la ley musulmana y prohibir sus propios símbolos e iconos históricos, e incluso cosas tan inocentes como las piscinas mixtas, para apaciguar a sus minorías musulmanas, cada vez más numerosas y beligerantes. El multiculturalismo era una mentira de mierda. Era la corrección política llevada hasta el delirio y le daba asco. Si toda esa gente quería seguir viviendo como en sus países de origen, ¿por qué se habían marchado?
Las opiniones de Harvath podían parecer xenófobas, pero se había ganado el derecho a tenerlas. Había estado en la vanguardia de la guerra contra el terror y sabía lo que eran capaces de hacer los extremistas. El islam radical solo se interesaba en las ideas y la creatividad en la medida en que se aplicaran a bombas y proyectiles.
Dentro de Estados Unidos, toda una serie de células minuciosamente organizadas de «musulmanes moderados» libraban una yihad ideológica que buscaba minar los fundamentos mismos de la nación. Eran enemigos pacientes, obstinados, decididos a convertir su país en los Estados Unidos del islam. Y mucha de la gente encargada de protegerlo no prestaba atención.
Entre la marejada de inmigrantes ilegales y la agenda radical de los islamistas, había veces que sentía ganas de llorar por Estados Unidos.
Volaron por encima de la bahía de Guanabara y el Pan de Azúcar. El piloto pasó zumbando por Copacabana e Ipanema y enfiló por fin hacia su destino final, la bahía de Angra dos Reis, a cuarenta y cinco minutos al sur de Río por aire.
En el trayecto había paisajes increíbles, grandes selvas exuberantes salpicadas de aldeas de pescadores. El océano centelleaba como una miríada de vidrios rotos y los enormes yates araban las olas, dejando estelas de espuma blanca y fosforescente.
Era absolutamente hermoso. Harvath empezaba a comprender por qué tanta gente se enamoraba de Brasil.
Ya cerca de Angra dos Reis, pasados unos cuarenta minutos, el piloto empezó a volar tan bajo que las crestas de las olas casi tocaban los patines de aterrizaje. Harvath lo miró detenidamente para comprobar que no era el conductor del taxi que lo había llevado al hotel el día anterior.
Seguramente era una estrategia para ganarse a los clientes, al igual que el tour vertiginoso por los sitios clave de Río del día anterior, con el fin de obtener una buena propina. Sin embargo, a Harvath no le hacían gracia las piruetas y le paró los pies. Ya el solo helicóptero atraía suficientemente la atención.
El piloto, cohibido, se elevó a mayor altitud y siguió sus instrucciones.
Por las imágenes del satélite, Harvath sabía que la isla que había alquilado el Trol era especialmente pequeña. No obstante, quería acercarse lo más posible para echar una mirada.
Como no podían quedarse revoloteando sobre la isla, la opción era pasar por encima en línea recta a una velocidad razonable. Tendría que procesar bastante información en un período de tiempo muy corto, pero solo así podría verla con sus propios ojos sin despertar las sospechas de su inquilino actual.
En la bahía de Angra había trescientas sesenta y cinco islas diferentes. El piloto señaló un punto de tierra diminuto cerca del horizonte. Mientras se acercaban, Harvath estudió el mapa, fijándose en el tamaño y la silueta de las que rodeaban la del Trol, y comprobó que estaba en lo correcto.
El piloto se aproximó a la isla exactamente como le había indicado. Harvath se apoyó en la portezuela, tratando de grabarse la isla en la memoria: la casa principal y las cabañas, el helipuerto, la lancha rápida anclada en el muelle, la distribución y la silueta de la propia isla, todo.
Volvería esa misma noche. Pero para entonces estaría muy oscuro. Y la oscuridad solo contribuiría a hacer más arriesgado su plan.
81
Washington, D. C.
Durante su gestión al frente de la CIA, James Vaile no había tenido las mejores relaciones con la prensa. Las historias devastadoras acerca de las cárceles secretas de la agencia en el extranjero y los métodos para rastrear a los terroristas a través de sus hábitos bancarios habían hecho mella en él. Las habían filtrado algunos de sus propios agentes, unos imbéciles que anteponían a la lealtad a la patria su propia opinión sobre las políticas del presidente. A pesar de todos sus esfuerzos, Vaile no había podido evitar que salieran a la luz.
No había tardado en comprender que muchos periódicos valoraban sus propias ventas muy por encima del patriotismo. Les daba completamente igual si con eso debilitaban a Estados Unidos y fortalecían a sus enemigos terroristas. No era de extrañar que depositara tan pocas esperanzas en que Mark Sheppard reaccionara como un buen norteamericano.
En ocasiones, la promesa de una exclusiva sobre una historia más importante podía seducir a los periodistas faltos de patriotismo. Sin embargo, como había ocurrido ya con las cárceles secretas y el rastreo bancario, Vaile no tenía nada más importante que ofrecer. Tenía que encontrar otra estrategia, y tenía que hacerlo de tal modo que el reportero de The Baltimore Sun no averiguase que la CIA estaba involucrada.
Entre las primeras cosas que solía hacer siempre Vaile, estaba revisar los antecedentes del sujeto. Había conocido a muy poca gente que no tuviera algo que esconder. Por desgracia, Sheppard parecía estar limpio. De hecho, más que limpio. Prácticamente el hombre era un santo. Aparte de un par de multas por exceso de velocidad en la época de la universidad, no había llegado a saltarse un semáforo, ni siquiera a pasar de largo ante una caseta de peaje vacía.
En cuanto a sus actividades extracurriculares, la decepción era todavía peor: Sheppard dedicaba buena parte de su tiempo libre a ayudar a los niños necesitados del área metropolitana de Baltimore. Incluso era miembro de la junta directiva de una ONG.
Aunque se resistía a hacerlo, Vaile comprendió muy pronto que lo único que podría disuadir a Sheppard era la amenaza de lanzarle una bomba nuclear en la cabeza. Si no cooperaba, su vida entera quedaría reducida a cenizas.
Al cabo de unas horas, después de confirmar que todo estaba a punto, el director de inteligencia tomó el teléfono e hizo la llamada.
El reportero descolgó al primer timbrazo.
—Mark Sheppard —contestó.
Sonaba casi ansioso. Vaile se preguntó si ya le habría reservado un espacio en el escritorio al Premio Pulitzer.
Cualquier reportero digno de su oficio tenía un dispositivo para grabar sus propias llamadas. Además de asegurarse de que no podrían rastrear el número, Vaile estaba empleando una nueva tecnología que haría que la grabación fuera inaudible. También había pedido un modulador para disfrazar la voz. Toda precaución era poca y, por lo demás, su voz digitalizada adquiría una gravedad que solía inquietar a sus interlocutores.
—Señor Sheppard, tenemos que hablar —dijo.
Hubo una pausa mientras el reportero buscaba el botón de grabar.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Eso no importa. Lo importante es lo que tengo que decirle.
—¿Cómo puedo saber que es real?
—Usted llamó a la oficina de prensa de la Casa Blanca pidiendo comentarios sobre una historia que pretende publicar —señaló Vaile en su grave voz digitalizada.
—Y por lo que veo —replicó Sheppard—, usted ha llamado con la intención de intimidarme para que no la publique.
—He llamado para darle la oportunidad de hacer lo correcto.
—No me diga. ¿Y eso qué sería?
—Nuestra seguridad nacional está seriamente comprometida. Hay cosas que usted no puede entender.
—Y por lo tanto tendría que enterrar el artículo como un buen patriota estadounidense, ¿verdad? Olvídelo. No me lo creo.
Vaile decidió darle otra oportunidad.
—Señor Sheppard, los habitantes de Charleston necesitaban dar por cerrado el secuestro del autobús. Y lo dimos por cerrado.
El reportero ahogó una risita.
—¿De modo que ahora el gobierno de Estados Unidos se ocupa de hacer sentir mejor a las víctimas de los crímenes y a sus familias? Cada año hay decenas de miles de crímenes que se quedan sin resolver. ¿Por qué este resulta tan especial?
—Fue un crimen especialmente atroz, cometido contra unos niños… —empezó a decir Vaile.
—Y con consecuencias para nuestra seguridad nacional —interrumpió Sheppard, que empezaba a juntar el puzzle en la cabeza—. Por Dios, ese secuestro no fue obra de un pirado solitario. Fue un ataque terrorista.
82
—Y después de esto ¿espera que me quede callado? —preguntó Sheppard.
—Sí —contestó Vaile—. La historia tendría consecuencias devastadoras para la confianza del público. Esta vez, Sheppard no pudo reprimir la risa. —Bien, podría habérselo pensado mejor antes de montar todo este lío.
Al director de inteligencia se le agotaba la paciencia. Sheppard prosiguió antes de que pudiera responder.
—¿Qué piensa, planear que yo tenga un accidente como el que tuvieron Frank Aposhian y Sally Rutherford?
—Para que conste, señor Sheppard, fue un accidente. El gobierno de Estados Unidos no se dedica a matar a sus propios ciudadanos.
—Entonces no tengo nada de qué preocuparme, ¿no?
—Eso depende de si coopera.
El reportero había recibido tantas amenazas a lo largo de los años que ya no era fácil asustarlo.
—¿Ah, sí? ¿Y si no coopero?
—El título provisional de su artículo es «La invasión de los secuestradores de cuerpos» —empezó a decir Vaile.
—¿Cómo diablos sabe eso?
—Cállese y escuche —ordenó el director de inteligencia—. Tiene el artículo dentro de un archivo protegido con contraseña. La contraseña es «Romero». Ábralo.
Sheppard hizo lo que se le decía. Dentro del archivo, descubrió una subcarpeta desconocida titulada «Caramelos». La abrió por instinto y se encontró con una página repleta de imágenes en miniatura. Eligió una al azar, la amplió y se quedó sin aliento.
—Capullos de mierda —dijo el reportero al comprender lo que planeaban hacerle—. No se lo creerá nadie.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Vaile—. Culpable o no, el estigma de la pedofilia es prácticamente imposible de borrar.
—Entonces es una suerte que yo haya grabado esta conversación —graznó Sheppard.
Vaile se echó a reír.
—Le sugiero que intente oír la grabación antes de poner en juego su carrera y el resto de su vida.
El detector de mentiras antibalas del reportero le dijo que su interlocutor no estaba de broma.
—Hace que me dé vergüenza ser estadounidense.
—No se atreva a envolverse ahora en la bandera —lo cortó el director de inteligencia—. Le di una oportunidad. Estamos en guerra y en las guerras hay secretos. Se trataba de actuar por el bien del país, pero usted no quiso. A pesar de todo, ahora voy a darle una nueva oportunidad.
—¿Quién va a impedir que simplemente borre los archivos? —preguntó Sheppard tratando de preservar su integridad como periodista, pero ya con menos decisión.
—No pueden borrarse. Incluso si lo consigue, hay otros en su portátil y en su ordenador de casa. También hay varios pedófilos condenados dispuestos a dar testimonio sobre sus desagradables tendencias. Es un hoyo tan hondo que nunca podrá salir de él.
»Sus jefes en el periódico serán los primeros en tomar distancia. Su artículo sobre los secuestradores de cuerpos no verá la luz jamás. Quedará completamente desacreditado. Primero lo abandonarán sus amigos y luego incluso su familia empezará a desaparecer. Por otra parte, están todos esos niños que ha apadrinado. ¿Cree que todo lo que hizo por ellos y todos los consejos que les dio les importarán un rábano cuando se enteren de que lo único que le interesaba era follárselos? Yo no lo creo. Pero sus problemas tampoco acabarán ahí.
»En cuanto se descubra que guarda pornografía infantil en sus ordenadores y en su casa va a ser un mate espectacular. Irá a la cárcel. Como es reportero criminal, no necesito decirle cómo tratan a los tíos en su situación. Apenas sepan que es pedófilo y que aceptó el cargo de posesión de pornografía infantil para que le redujeran la sentencia, y en caso de que no lo maten antes de dos días, su vida se convertirá en un infierno tal que preferirá estar muerto.
Sheppard había escuchado atónito toda la diatriba. Lo tenían. Era repugnante, pero no le quedaba ninguna alternativa. Su mente seguía buscándola, pero no había ninguna aparte de rendirse.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó finalmente.
Vaile le indicó que reuniera todo el material que había empleado para escribir el artículo, incluidas notas, fotos y grabaciones, y lo depositara dentro de una bolsa pequeña en una nave abandonada a las afueras de la ciudad.
Tres horas más tarde, el director de inteligencia llamó al presidente para darle la buena noticia. Después de profundizar en el caso, el reportero de The Baltimore Sun había descubierto que sus fuentes no eran tan fidedignas. Por lo tanto, había decidido no publicar el artículo.
A Jack Rutledge se le quitó un peso de encima. Era un problema menos. Ahora, tenían que concentrar todos sus recursos en detener a Harvath.
83
Angra dos Reis, Brasil
Bajo la escasa luz de la luna, la pequeña lancha parecía suspendida por encima del agua casi transparente de la bahía.
Harvath dejó escurrir el ancla bajo la superficie y soltó poco a poco la cuerda. Después de asegurar la lancha, revisó por última vez su equipo y se sumergió en el mar.
Había vivido toda la vida junto al océano. Con brazadas firmes, confiadas, se deslizó a través de las aguas tibias de la bahía de Angra dos Reis.
Las gafas de visión nocturna y la brújula fluorescente le permitían orientarse en la oscuridad y no tardó en llegar a la isla privada de Algodão.
Avanzó agazapado por el lado de sotavento y se soltó del cinturón la cuerda con la que había arrastrado por entre el agua la bolsa impermeable.
Dentro de la bolsa estaba la Beretta 9 milímetros que Harvath se había enviado a sí mismo por el servicio internacional urgente de FedEx.
Harvath revisó el arma, sacó la muda de ropa y se vistió. Luego sacó la linterna, su navaja Benchmade Auto Axis, unas esposas de plástico y un par de artículos más y se lo metió todo en los bolsillos. Escondió las gafas de agua y las aletas bajo una piedra grande que había en la playa y pasó revista al resto de su equipaje.
Los perros del Trol eran una de sus principales preocupaciones. Después de salvarle la vida a uno de ellos en Gibraltar, había hecho algunas averiguaciones sobre los ovcharkas caucasianos. Eran animales asombrosos: rápidos, ágiles, feroces si hacía falta y también ferozmente leales. Estaba claro por qué habían sido la raza predilecta del Ejército ruso y las patrullas fronterizas de Alemania Oriental. Y también era obvio por qué los había elegido el Trol.
Harvath se acordó de su propio ovcharka caucasiano. O más bien, del pobre perrito que había dejado al cuidado de Emily Hawkins mientras él mismo decidía qué quería hacer.
No estaba seguro de querer conservar un «regalo» de un hombre que era cómplice de la muerte de incontables norteamericanos, incluido uno de sus mejores amigos.
Para ser francos, con Tracy en el hospital y todo lo que había pasado, no había vuelto a pensar en el cachorro hasta que Gary le contó del tormento horrendo que había padecido. Harvath apartó la espantosa imagen de su mente. Necesitaba concentrarse.
Después de prestar oído un rato, se echó la bolsa al hombro y se adentró en la isla. Tras las franjas de arena de la playa, no había más que árboles y vegetación exuberante. En el extremo del islote, la madriguera del Trol se alzaba sobre unos pilotes que se hundían en el agua.
Había meditado a conciencia qué hacer para controlar a los perros. La solución más fácil era dispararles con un arma de tranquilizantes, pero no tenía una a mano. Todos sus recursos para el viaje procedían de la caja de seguridad, así como de un pequeño casillero que mantenía en Alexandria. No había mucho de donde escoger.
Tenía la Beretta, pero no el silenciador, de modo que tampoco cabía la opción de matar a los perros. Haría demasiado ruido. Había que buscar otra alternativa para neutralizarlos. Sin embargo, para conseguirlo, también tenía que alejarlos de su dueño sin despertar sospechas. Y del dicho al hecho había mucho trecho.
Los perros eran la guardia de seguridad personal del Trol. Nunca se apartaban de su lado, excepto cuando salían a hacer sus necesidades. En ese momento, eran vulnerables. Y era en ese momento cuando Harvath planeaba atacar.
En las imágenes del satélite había observado que el Trol dejaba salir por última vez a los animales alrededor de las diez de la noche. Eran las nueve y cuarto, lo cual le daba menos de cuarenta y cinco minutos para tender la trampa y tomar posiciones.
Todos los perros, y en particular los ovcharkas, tenían habilidades superiores para ver de noche y detectar el movimiento. Era imperativo que Harvath no estuviera cerca de la carnada cuando salieran de la casa.
Abrió la bolsa y sacó un envoltorio de papel del tamaño de una pelota de fútbol americano. Todo estaba preparado especialmente para la ocasión. Dentro había diez kilos de carne fresca picada a la que el carnicero de Angra dos Reis, por indicación suya, había añadido un kilo de beicon fresco para hacer más irresistible la tentación.
Después de ponerse a cubierto lejos de la playa, Harvath había añadido su propio ingrediente especial: un potente laxante que había conseguido en una farmacia de Río.
Eligió un recodo del sendero que llevaba al refugio del Trol, separó la carne en dos porciones y las depositó lo bastante cerca una de otra como para que los perros pudieran oler las dos, pero también lo bastante lejos como para que el primero en llegar no se tragara las dos raciones.
Una vez dispuesta la carnada, se internó en la espesura y empezó a acercarse a la casa, asegurándose de que el viento soplaba en dirección contraria.
Encontró un mirador ideal entre unos peñascos cerca de la playa. Las luces bajas de la casa brillaban en la oscuridad y las ventanas abiertas de par en par dejaban entrar el frescor de la noche. Dentro sonaba una pieza de música clásica. La reconoció enseguida: era el canon de Pachelbel, una de las composiciones preferidas de Tracy. La tenía guardada en el iPod y solía ponerla en el equipo que Harvath tenía en la cocina mientras preparaba el desayuno.
Se preguntó si Tracy habría escuchado el canon la mañana que le habían disparado.
Sacó la pistola, comprobó que estaba cargada y susurró en el aire tibio de la noche:
—Esta va por ti, cariño.
84
Harvath no había economizado con el laxante y sus mágicos efectos no tardaron en hacerse sentir. Los perros empezaron a aullar al unísono. Los retortijones tenían que ser espantosos.
El estéreo se apagó y Harvath avistó por primera vez al Trol. A su mente acudieron mil recuerdos de su primer encuentro en Gibraltar.
Los blancos perros de raza del Trol, que medían al menos un metro hasta la cruz, parecían imponentes al lado del hombrecillo. Debían de pesar unos cien kilos por cabeza, y el propio Trol no podía pesar más de cuarenta. Tampoco llegaba al metro de estatura. Por otra parte, su tamaño no era en absoluto un indicio de su astucia.
El Trol abrió las puertas de la villa y los perros lo derribaron en su carrera por salir de la casa. El hombrecillo no parecía saber qué mosca les había picado, o al menos no lo demostraba. Harvath estaba seguro de que no tenía ni idea de qué pasaba. A sus ojos, los perros se comportaban de manera extraña, poco habitual.
Harvath lo vio salir de la casa siguiendo a los perros. El momento había llegado.
Saltó fuera de su escondite y caminó a buen paso. Ya cerca de Ja casa, tomó un atajo por atrás y saltó por encima de una cerca de madera que rodeaba un jacuzzi al aire libre desbordado de vegetación.
Atravesó el patio fragante, subió un tramo de escaleras de piedra y se coló en el interior a través de las puertas dobles.
Al pasar por la cocina, sacó una pila de paquetes en forma de hueso y los depositó en la encimera y dentro de los armarios.
En el salón, descubrió un rincón que servía de salita de lectura. Había dos sillones forrados en cuero, una lámpara y una pequeña mesa. Dejó la bolsa en el suelo, sacó la pistola y se sentó a esperar.
Decir que el Trol se sorprendió sería muy poco. Se detuvo en seco con tal violencia que perdió el equilibrio. Harvath se habría echado a reír, pero se lo impidió el intenso odio que sentía por el personaje.
El Trol, había que admitirlo, tenía una mente ágil. En cuanto lo vio pistola en mano comprendió la situación.
—¿Qué les ha hecho a mis perros? —preguntó.
—Estarán bien —contestó Harvath—. Solo es algo temporal.
—Cabrón de mierda —rugió el enano—. ¿Cómo se atreve a hacerles daño? ¡No le han hecho nada!
—Y mi intención es que siga siendo así.
El Trol le clavó la mirada.
—Más le vale. Si llega a pasarles algo, me encargaré de que lo pague con su último aliento, aunque me lleve toda la vida.
Por un momento había estado alterado, casi presa del pánico. Ahora su voz era fría como el hielo. No cabía duda de que hablaba en serio y creía que podía cumplir la amenaza.
—He dejado dos paquetes en la cocina —dijo Harvath.
Se refería al producto conocido como K9-Quencher, que había comprado junto con el portátil en un centro comercial antes de salir de Washington.
—¿Qué contienen? —preguntó el Trol, delatando de nuevo cierta aprehensión.
—No se preocupe. Si hubiera querido matar a los perros ya estarían muertos. Los paquetes contienen unos polvos especialmente diseñados para rehidratarlos.
—¿Qué les ha hecho?
—Les di un laxante, nada más. Estarán perfectamente dentro de unas horas. Vierta cada paquete dentro de un bol de agua y deje los boles fuera, donde los perros puedan encontrarlos. Y no se le ocurra tratar de escapar —añadió Harvath, cuando el Trol lo miró furioso.
Después de dejar los boles en el umbral, el hombrecillo cerró la puerta, se acercó a la salita de lectura y trepó al sillón junto al de Harvath.
—Sabía que vendría a por mí —comentó—. Pero no me imaginé que viniera tan pronto. Ha llegado la hora, entonces.
—Tal vez —contestó Harvath—. Depende de si todavía puede resultarme de utilidad.
—No es un hombre de palabra, después de todo.
Harvath entendió la alusión, pero no respondió.
—Prometió que no me mataría —prosiguió el Trol, con su extraño acento británico. Llevaba el pelo muy corto y una barba muy bien arreglada.
Harvath sonrió con una mueca.
—Se lo prometí porque pensé que estaba cooperando conmigo.
El Trol apartó los ojos. Era una señal tremendamente sutil. Pero Harvath comprendió que lo había pescado.
—En la lista que me dio faltaba un nombre. Cinco hombres fueron liberados esa noche en Guantánamo. No cuatro.
El Trol sonrió.
—Agente Harvath, si hay algo de lo que me precio es de poder adivinarle el pensamiento a la gente. Y he adivinado que usted sabe quién era ese quinto hombre.
Harvath se inclinó hacia delante, con la cara convertida en una máscara mortal.
—Si sabe leer el pensamiento, también sabrá que si no coopera lo mataré aquí mismo con mis propias manos. ¿Nos entendemos?
Si el Trol se sentía intimidado, no lo demostró.
—Ha sido un día largo —dijo—. ¿Qué le parece si vamos al salón y tomamos una copa?
Harvath vaciló.
—Si tiene miedo de que lo envenene puede no beber —añadió el Trol—. Estoy más que acostumbrado a beber solo.
En cualquier caso, Harvath no estaba dispuesto a bajar la guardia. Señaló el bar con el cañón de la pistola.
—Siéntase en su casa.
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—Así pues, agente Harvath —el Trol se arrellanó en el sofá con una enorme copa de Germain-Robin XO—, ¿qué puedo hacer por usted?
El gatillo empezó a hacerle cosquillas a Harvath en cuanto se vio allí sentado con ese enano hijo de puta. Sopesó seriamente las ventajas de matarlo. Si el Trol no le daba información valiosa, iba a meterle una bala en el cuerpo y lo iba a arrojar a la bahía.
—¿Por qué sacó de la lista a Philippe Roussard? —preguntó Harvath.
El Trol no sabía qué decir. Estaba enfadado consigo mismo por haber subestimado a Harvath. También estaba enfadado con Roussard. Su estupidez lo había puesto en una posición muy difícil.
El hombrecillo parecía estar a millones de kilómetros de distancia. Harvath apuntó al cojín en el que tenía apoyado el brazo y disparó.
—Tictac.
El estruendo sobresaltó al Trol. No solo era un gesto agresivo, era brutal.
Aunque no debía sorprenderle nada que hiciera Harvath, creía que de alguna manera eran socios, o al menos aliados. El agente norteamericano merecía su respeto como profesional. Obviamente el sentimiento no era mutuo.
El Trol se llenó la boca de aire y soltó un suspiro.
—No he visto a Roussard hace años. Tampoco he hablado con él.
—Lo conoce, entonces.
—Sí —dijo el Trol.
De nada servía mentir. Y lo sabía. Harvath tenía todos los naipes en la mano: su fortuna, sus medios de subsistencia, incluso su vida.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Hace unos cinco años. Puede que diez. No lo recuerdo con exactitud.
—Pero sabía que era uno de los cinco liberados de Guantánamo —afirmó Harvath.
—Sí, lo sabía.
—Sin embargo, dejó su nombre fuera de la lista a propósito. ¿Por qué? ¿Era que los dos aspiraban a matarme antes de que pudiera detenerlos? ¿Era eso? —Harvath levantó la pistola para enfatizar las palabras.
Era la conclusión más lógica. Pero también era absurda.
—La última vez que vi a Philippe no era más que un joven atormentado.
—Curioso lo rápido que cambian las cosas.
El Trol pensó en soltar la carcajada. Pero la pistola que le apuntaba al pecho no era nada divertida.
—No he tenido contacto con él desde entonces.
—¿Por qué dejó el nombre fuera de la lista?
—En mi trabajo uno hace enemigos muy pronto. Es bastante más difícil hacer amigos.
—¿Roussard es amigo suyo? —preguntó Harvath.
—Podría decirse.
Harvath disparó otro tiro al sofá, cansado de sus vaguedades. La bala pasó a milímetros del muslo izquierdo del Trol.
—Se me está acabando la paciencia.
—Es mi ahijado —tartamudeó el Trol—. Philippe Roussard es mi ahijado.
—¿A quién se le pudo ocurrir elegirlo a usted como padrino de un niño?
—Era más bien un título honorífico que me concedió la familia.
—¿Qué familia? —preguntó Harvath, apuntando para apretar de nuevo el gatillo.
Una sonrisa se dibujó muy despacio en la cara del Trol.
—¿Qué es lo que le parece tan divertido?
—A veces —contestó el Trol— resulta increíble lo pequeño que es el mundo.
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La Casa Blanca
Era ya tarde, pero el presidente le había dicho al director de inteligencia que lo aguardaría para conocer su parecer sobre el asunto. En cuanto James Vaile llegó, lo condujeron a la residencia presidencial.
Jack Rutledge estaba en su estudio privado, viendo un partido entre los White Sox de Chicago y los City Royals de Kansas. Había sido un partido fantástico, que se había ido a tiempo suplementario.
El director de inteligencia tocó a la puerta aunque estaba abierta. Rutledge dejó su copa en la mesa, apagó la tele y lo hizo pasar.
—¿Tienes hambre? —preguntó después de que el director de la CIA cerrara la puerta a su espalda y se sentara en un sillón de cuero.
—No, gracias, señor.
—¿Qué tal una copa?
Vaile sacudió la cabeza y rehusó la copa con cortesía.
—Muy bien —dijo Rutledge, que deseaba entrar en materia—. Ya has tenido ocasión de mirarte el material. Dime qué piensas.
El director de la CIA sacó una carpeta de su portafolios y la abrió.
—Como escritor, Mark Sheppard no le llega a los talones a Woodward y Bernstein, pero la profundidad de su investigación lo compensa de sobra. —Vaile le dio una copia del artículo de Sheppard antes de proseguir—. Este artículo habría catapultado hasta el cielo la circulación de The Baltimore Sun. Según las notas de Sheppard, estaban buscando fórmulas para estirarlo y convertirlo en un especial por entregas. Ya tenían previsto recrear el accidente de coche y el tiroteo con el cadáver anónimo del secuestrador en Charleston, agentes del FBI incluidos.
»Ha sido una suerte enorme que a Sheppard se le ocurriera pedir un comentario oficial una semana antes de imprimir el artículo. Si lo hubiera hecho la víspera, ni Geoff Mitchell ni la oficina de prensa habrían podido darle largas con la excusa de que la Casa Blanca estaba estudiando el caso.
—Y tú tampoco habrías podido pescarlo a tiempo —apuntó el presidente, después de leer por encima el artículo.
—No del modo que hacía falta —contestó Vaile.
—Hemos logrado esquivar la bala, entonces.
El director de inteligencia sacudió la cabeza.
—Ahora mismo, los editores del periódico deben de estar echando chispas. Era el mejor artículo que le había llegado al periódico en años. Y se lo hemos torpedeado.
Rutledge presintió hacia dónde iban las cosas.
—¿Crees que si mandamos una alerta sobre los autobuses escolares el Sun puede acabar publicando el artículo de todos modos?
—Es posible. Tenemos todo el material original, pero ellos tienen las notas que tomaron en las reuniones editoriales. Si intuyen que Sheppard se echó atrás bajo presión, pueden oler sangre, lanzarse a entrevistar otra vez a las fuentes y publicarlo todo sin su nombre.
—Más vale que haya sido sumamente convincente, entonces.
Vaile asintió.
—Desde luego tenía buenos motivos.
—¿Todavía te opones a que mandemos una alerta del Departamento de Seguridad Interior?
—Sí, señor.
El presidente dejó el artículo sobre la mesa.
—¿Y si el ataque efectivamente tiene lugar? ¿No crees que el Sun se las arreglará para reciclar el artículo y hacernos más daño que antes?
—¿Cómo podrían hacer eso? Nadie conoce toda la historia, aparte de nosotros. Solo tienen una pequeña pieza del rompecabezas, y podemos darle la vuelta. Podemos demostrar que estábamos haciendo un esfuerzo concertado para llevar a los terroristas ante la justicia, antes de los hechos. Harvath ya ha matado a dos de ellos, dos más están a punto de ir a la cárcel en sus países, y tenemos a miles de agentes buscando al quinto y último. Creo que deberíamos dejar que la cosa se resuelva por sí sola.
Rutledge admiraba el optimismo del director, pero desgraciadamente no estaba convencido.
—Si hemos aprendido alguna lección del 11-S, es que en retrospectiva todo se ve a la perfección. La gente va a preguntar por qué no enviamos una alerta si sabíamos que los autobuses escolares estaban amenazados.
—Porque enviar una alerta equivale a admitir que somos culpables —respondió con vehemencia Vaile—. Será como decirles a nuestros enemigos que hemos faltado a nuestra palabra y nos merecemos un ataque, lo cual no podría estar más lejos de la verdad.
El presidente trató de contestar, pero Vaile levantó la palma abierta para que lo dejara terminar.
—Haya sido un error o no, nuestro acuerdo con los terroristas partía del supuesto de que esos cinco hombres que soltamos en Guantánamo no aprovecharían la libertad para atacar en nuestro territorio.
—Por supuesto —dijo Rutledge—. Nos comprometimos a no ir a por ellos.
—Eso es lo que me tiene inquieto. Cuanto más lo pienso, más claro me parece que ellos tenían otros planes desde el principio.
87
—¿Qué clase de planes? —preguntó Rutledge.
Vaile lo miró antes de responder.
—Esos cinco hombres tienen que haber sido muy valiosos para que sus organizaciones corrieran tantos riesgos para liberarlos. —El presidente se mostró de acuerdo—. De hecho, lo que nos preocupa es que sigan siendo igual de importantes y dichas organizaciones cumplan su promesa y venguen sus muertes.
—No veo adónde pretendes llegar.
—Palmera y Najib están muertos, y de momento no ha pasado nada. Nada.
—Vale, pero a uno lo mataron en México y al otro en Jordania. Tal vez las organizaciones no se han enterado todavía.
El director de la CIA sacudió la cabeza.
—Todo el mundo conocía a Palmera en su barrio. Y murió en un lugar público. Najib era un operativo de la inteligencia siria. No sé qué habrán hecho los jordanos con el cadáver, pero Harvath dejó ir a la esposa y al hijo de al-Tal, y está claro que no se quedarán con la boca cerrada. Este tipo de cosas se saben enseguida. La organización terrorista lo sabe. Y sin embargo, ya le digo, no ha pasado nada.
El presidente se lo pensó un momento.
—Por lo que sabemos, podrían estar desplegando a sus operativos sobre el terreno.
—Ah, ya han hecho mucho más que eso —respondió Vaile—. Ya han desplegado a un operativo sobre el terreno desde el comienzo.
—¿Roussard? —preguntó Rutledge.
El director de inteligencia asintió.
—Si mantenemos el supuesto de que estos hombres eran muy importantes, y por eso sus organizaciones corrieron tantos riesgos, y por lo tanto deben estar enfurecidas por la muerte de dos de ellos y están a punto de cobrárnoslas, ¿cómo es posible que no sepan que Roussard está en Estados Unidos, ni estén enteradas de lo que está haciendo?
—Tal vez esté actuando por su cuenta. Obviamente tiene cuentas pendientes con Harvath.
—Puede que lleve a cabo los ataques solo. Pero cuenta con un apoyo notable. Este tipo de operaciones requieren dinero, inteligencia, armas, documentos de identidad falsificados. No es posible que pueda montar algo así solo, seis meses después de salir de Guantánamo. Su gente sabe qué está haciendo, y creo que ese era el plan desde el comienzo.
El presidente sopesó en silencio la cuestión, desde todos los ángulos posibles.
—Es una teoría interesante —dijo al fin—, pero ¿puedes demostrarlo? Porque estás pidiéndome que arriesgue la vida de decenas, cientos, incluso miles de niños estadounidenses, por una teoría.
—No, señor —contestó Vaile—. No puedo probarlo.
Rutledge se frotó la fina cicatriz que tenía en el dedo índice. Era allí donde el cirujano había vuelto a pegarle el dedo, y nunca dejaba de recordarle el atroz secuestro que había padecido hacía unos años.
—Pues bien, hay algo que yo sí puedo demostrar. Puedo demostrar que estos individuos secuestraron un autobús escolar y que mataron a la conductora. Las víctimas y sus familias vivieron un horror y sufrieron un trauma sin parangón. Salió en las primeras planas de todo el país y, como presidente, haré cuanto esté en mis manos para impedir que eso vuelva a pasar.
»Así pues, voy a dar luz verde al Departamento de Seguridad Interior para que envíe una alerta. Ya me ocuparé de The Baltimore Sun o de quien sea que tenga que ocuparme cuando surja el problema, si llega a surgir. Entretanto, te ordeno que encuentres y detengas a Scot Harvath. No quiero más excusas. Dile a tu gente que haga lo que haga falta. Y recuérdales que cuando dije vivo o muerto quise decir vivo o muerto, maldita sea.
88
Angra dos Reis, Brasil
El Trol había dejado caer una bomba y el impacto era intenso. El asesino, en realidad, no se llamaba Philippe Roussard. Le habían puesto ese nombre de niño para protegerlo de los enemigos de la familia. Su verdadero nombre era Sabri Khalil al-Banna.
El Trol empezó a explicar a quién le debía ese nombre, pero Harvath lo detuvo con un gesto de la mano.
—Le pusieron así por su abuelo.
El Trol asintió.
A Harvath se le clavó una punzada ácida en el fondo del estómago. Antes de la llegada de Osama Bin Laden, Sabri Khalil al-Banna había sido el terrorista más letal y temido del mundo. Era sanguinario, sin escrúpulos y había hecho leyenda tanto en el mundo del terrorismo como en el del antiterrorismo.
Como era frecuente entre los islamistas radicales, tenía un buen número de alias, el más famoso de los cuales era Abu Nidal. Philippe Roussard era prácticamente un doble del abuelo. Por eso, las fotos que Vaile le había enviado a Harvath le resultaban tan familiares.
Ahora sabía también por qué él mismo, sus seres queridos, estaban en la mira de Roussard.
Era una venganza por la Operación Phantom, una misión que había llevado a cabo hacía unos años. El objetivo era decapitar la organización terrorista de Abu Nidal, que estaba resurgiendo de sus cenizas. La hija y el hijo de Nidal habían tomado las riendas. Eran gemelos y los habían criado escondiendo su existencia de las agencias de inteligencia occidentales. A juzgar por lo que Harvath acababa de oír, era una especie de tradición familiar.
—Que sepamos, Abu Nidal solo tuvo dos hijos.
—Así es —confirmó el Trol—. Su hijo Hashim y su hija Adara.
A Harvath le daba escalofríos solo oír sus nombres. Eran dos de los terroristas más peligrosos que había encontrado en su camino y Adara, la hermana, era aún peor que Hashim.
Harvath la recordaba a la perfección. El odio que sentía hacia Israel y Occidente había envenenado sus rasgos, que en otras circunstancias habrían sido cautivadores. Era alta, de pómulos pronunciados, y llevaba una larga melena negra. Lo más impactante eran los ojos. Eran grises, casi plateados, del color del mercurio. Pero cuando se enfurecía, o se encontraba bajo presión, experimentaban una transformación sorprendente y se volvían negros como la tinta.
Harvath había conocido a Meg Cassidy mientras se ocupaba de un secuestro orquestado por Adara Nidal y su hermano. Juntos, Meg y él habían rastreado a los gemelos hasta una viña en las afueras de Roma, pero un exagente del Mosad, llamado Ari Schoen, que tenía sus propias cuentas pendientes con los Nidal, les había ganado por un palmo.
Las cosas habían acabado sumamente mal. El recuerdo había perseguido a Harvath durante años. Y ahora no quería revivirlo.
Hashim había salido de la viña como un espectro, con una granada en cada mano. Harvath se había preparado para el ataque, pero el terrorista había pasado de largo. Había cogido a Schoen y a los suyos completamente desprevenidos. Con un grito desgarrador, se había lanzado dentro de la furgoneta donde estaban antes de que pudieran cerrar la puerta.
Harvath se había lanzado sobre Meg. Las granadas explotaron y la furgoneta se convirtió en una bola de fuego, llevándose por delante a Schoen, Hashim y Adara.
Harvath nunca podría olvidar el olor a gasolina y a carne carbonizada.
Ahora, un retoño del árbol familiar de los Nidal andaba en busca de sangre. La única duda era a qué rama de la familia pertenecía.
—¿De quién es hijo? ¿De Hashim o de Adara?
—De Adara —contestó el Trol.
—¿Quién es el padre?
—Un agente de inteligencia israelí que murió antes de que naciera el niño.
—¿Daniel Schoen? —preguntó Harvath, atónito ante la manera en que la retorcida operación regresaba del pasado—. Era hijo de Ari Schoen.
Harvath era bueno en su oficio.
—¿Quién le contó eso?
—Nadie me lo contó.
—Pero entonces…
—La noche que murió Adara —aclaró Harvath— Schoen confesó que él había destruido la relación entre ella y Daniel. La trató de puta y dijo que Daniel nunca habría tenido hijos con ella. Pero ya en ese momento pensé que había algo más… Algo que Adara ocultaba.
—Desde luego que ocultaba algo. Tuvo un hijo de Daniel poco después de marcharse de Oxford, donde se habían conocido. Dado que Schoen padre había conseguido dar la impresión de que Daniel ya no la quería, Adara crió al niño en secreto. Lo ubicó en una familia francesa con la que tenía conexiones, y lo educaron como si fuera hijo suyo. Nunca le faltó nada y fue a los mejores colegios de Occidente. Pero siempre supo quién era y de dónde venía en realidad.
—Exactamente como su madre —señaló Harvath.
El Trol volvió a asentir.
—Todavía no me ha explicado dónde entra usted en la historia. ¿Estaba relacionado con los Nidal? ¿O con los padres adoptivos, los Roussard?
—Con los Nidal —repuso el Trol—. Abu Nidal fue uno de mis primeros clientes.
Harvath miró con desprecio al enano.
—Hay que ver qué amigos tiene. Dios los cría y ellos se juntan.
El Trol le dio un trago largo al brandi.
—Como dije, en mi trabajo uno hace enemigos muy rápido. Y cuesta bastante más hacer amigos. Abu Nidal fue uno de mis mejores amigos y uno de los más leales. Y su hija Adara era igual de especial. Por lo general, un hombre como yo tiene que pagar por las atenciones de una mujer. Con Adara era distinto.
Harvath había oído a más de un hombre echarse un farol. Pero aquello era una mentira de mierda.
—¿Usted y Adara Nidal? —preguntó.
—Un caballero no hace esas preguntas. —El Trol bebió otro sorbo de brandi.
Hasta donde le constaba a Harvath, Adara Nidal era una psicópata de atar con una sed de sangre insaciable. Tenía apetitos bastante extraños. De hecho, cuanto más lo pensaba, más le parecía que ella y el Trol podían haber hecho la pareja perfecta.
Sin embargo, nada de eso tenía interés ahora. Harvath debía atrapar a un asesino.
—¿Así que el hijo de Adara está atacando a mi gente porque cree que yo maté a su madre?
—Es la única opción lógica que se me ocurre —contestó el Trol.
—¿Y de dónde ha sacado lo de las diez plagas de Egipto? La sangre de cordero en mi puerta, el ataque a Tracy, el de mi madre, el del equipo de esquí, el del perro, todos están relacionados con las diez plagas, pero en el orden inverso, desde la décima hasta la primera, no desde la primera hasta la décima.
—Un segundo —le interrumpió el Trol—, ¿habla del perro que le mandé?
Harvath asintió.
—¿Qué le hizo al perro?
Harvath comprendió que había tocado un nervio sensible.
—Roussard se lo pasó en grande torturándolo. Le dio una paliza y después lo encerró en una bolsa hermética repleta de pulgas. Lo colgó cabeza abajo de una viga, para que lo picaran hasta matarlo.
El rostro del Trol enrojeció de ira.
89
—¡Ese perro era inocente, absolutamente inocente! —gruñó el Trol.
Se dejó caer del sillón y fue al bar a servirse otro trago.
Harvath atribuyó su nueva locuacidad al alcohol. No tenía ninguna intención de callarlo.
—Por eso no he tenido contacto con Philippe —prosiguió el Trol, sirviéndose el trago—. Siempre ha sido un joven perturbado.
—¿Cómo de perturbado? —preguntó Harvath.
—Extremadamente perturbado. —El Trol regresó y se encaramó de nuevo en el sofá—. Hasta el punto de que, en un momento dado, los Roussard se negaron a seguir ocupándose de él. Adara tuvo que enviarlo a un internado carísimo. Pero después los problemas fueron a peor.
—¿Qué problemas?
—Al comienzo parecía que no tenía conciencia de sus actos, o no manifestaba en ellos ninguna empatía. No sabía controlar sus impulsos y era un manipulador consumado. El psicólogo al que acudieron los Roussard no llegó a un diagnóstico específico. Al parecer, el chico tenía fuertes tendencias antisociales, y a la vez desórdenes de personalidad de corte narcisista. Y ni unas ni otras tenían buena pinta.
»Para parafrasear al doctor Robert D. Haré, el famoso psiquiatra criminal, Philippe era un predador que recurría a su encanto personal, a la manipulación, a la intimidación y a la violencia para controlar a los demás y satisfacer sus necesidades egoístas. Como no tenía consideración ni compasión por los demás, tomaba a sangre fría lo que quería, y hacía lo que le daba la gana, violando las normas y las convenciones sociales sin ningún sentimiento de culpa o arrepentimiento.
La descripción de Philippe encajaba exactamente con la de su madre. Harvath se preguntó si sus abominables desórdenes psicológicos serían hereditarios.
—Los Roussard trataron de medicarlo —continuó el Trol, escrutando el brandi dentro de la copa—, pero él no se tomaba las pastillas. Un día, atacó con un cuchillo a la hija menor de la familia. Y los Roussard le dieron a Adara un ultimátum.
—¿En qué consistía?
—Si ella no venía a recogerlo antes de veinticuatro horas, lo pondrían en un avión rumbo a Palestina. Fue el primero de una serie de abandonos que indudablemente agravaron su condición mental, ya precaria de por sí. El hecho de ser palestino-israelí le causaba muchos conflictos. Tal vez lo de las plagas, y el orden inverso, sea una alusión retorcida al hecho de que su padre era judío.
Harvath había confirmado ya sus peores temores acerca del hombre que estaba acosando a sus seres cercanos. Ahora tenía que concentrarse en detenerlo.
—¿Tiene alguna manera de ponerse en contacto con él?
El Trol sacudió la cabeza y tomó otro trago.
—Philippe y yo tuvimos un incidente. No nos hablamos.
—¿Qué clase de incidente?
—Preferiría no hablar del tema.
Harvath entrecerró los ojos, apuntó la pistola y tocó el gatillo. El Trol entendió el mensaje.
—Tuvimos una discusión. Sobre un asunto sin importancia. Una persona normal ya habría dejado atrás el tema, pero Philippe no es normal. Es un enfermo.
»Me secuestró y me mantuvo como rehén durante dos días. Y durante esos dos días me torturó. Fue Adara quien me encontró y vino a rescatarme. Me cuidó hasta que recuperé la salud.
—¿Cómo demonios puede guardarle lealtad después de eso? —preguntó Harvath.
—No le soy leal a él —repuso el Trol con una sonrisa triste—, sino a su madre.
—Hay algo que tengo que saber —dijo Harvath—. Yo estuve allí la noche que murió.
—Sí.
—¿Cree que yo soy responsable de su muerte?
El Trol guardó silencio.
—¿Tiene alguna importancia, en realidad? —preguntó.
—Sí, la tiene.
—No sé quién tuvo la culpa. Hashim decidió convertirse en mártir e hizo estallar la furgoneta. Pero lo hizo para salvarla de lo que le tenía reservado Schoen.
—Sí, pero ¿y yo?
—Usted estaba allí. ¿Cómo no voy a echarle la culpa? —preguntó el Trol—. Yo la amaba. Y ahora ella ya no está. Usted participó en el asunto, así que, sí, en parte lo culpo de lo que pasó.
Harvath lo miró detenidamente, buscando alguna señal de que no decía la verdad.
—¿Lo suficiente como para querer verme muerto?
Hubo una larga pausa.
—En un momento dado fue así —dijo finalmente el Trol—. Quería ver muertos a todos los involucrados. Pero más tarde comprendí que en realidad todo había sido obra de Adara. Ella era la principal culpable. Ella, y el loco de su hermano, Hashim. Toda la familia estaba destinada a la tragedia.
—¿Incluido Philippe? —arriesgó Harvath.
El Trol volvió la vista hacia el mar. Un sonido extraño reverberaba en la bahía, como si una lancha rápida estuviera batiendo rítmicamente las olas. El problema era que el agua estaba en calma. No había olas.
Harvath se percató del ruido. Alzó la vista justo cuando el Bell JetRanger con las luces apagadas apareció en el cielo y empezó a disparar contra el salón abierto de par en par.
90
El rugido del helicóptero se vio eclipsado por el trueno ensordecedor de las ametralladoras que acribillaban la casa.
Harvath cogió al Trol por el cuello y lo tiró al suelo mientras las balas reducían a escombros las paredes, los revoques y los muebles.
El suelo estaba cubierto de cristales rotos. Un incendio se había desatado en la cocina. La casa era de madera y el techo de paja, e iba a arder como una caja de cerillas.
Harvath empuñó la pistola, ubicó mentalmente dónde se hallaba el helicóptero y se preparó para responder a los disparos. Pero no tuvo ocasión de hacerlo.
El traqueteo de las ametralladoras cesó por un momento. Harvath se levantó con la Beretta en alto y alcanzó a ver los patines del helicóptero, que ahora había cambiado de rumbo.
A pesar del zumbido en los oídos, oyó pasar el aparato por encima del techo y tuvo un mal presentimiento: se dirigía al helipuerto.
En un JetRanger cabían entre cinco y siete pasajeros, así que no había modo de saber cuántos hombres venían a bordo. Harvath ya había gastado dos cartuchos y solo tenía un cargador de repuesto. No tenía ninguna posibilidad en un tiroteo prolongado. La única esperanza era coger desprevenido a quien viniera en el helicóptero.
Harvath se agachó para ayudar al Trol a levantarse. Pero el Trol ya no estaba allí. Había salido corriendo en busca de la puerta. Harvath lo pescó cuando estaba a punto de salir.
—Tenemos que largarnos —le gritó agarrándolo por el cuello de la camisa.
—¡Sin los perros no! —contestó el Trol.
—No tenemos tiempo. Hay que irse ahora mismo.
—¡No pienso dejarlos!
Harvath no podía creer que estuviera dispuesto a jugarse la vida por los perros.
—Ahora mismo —dijo, y lo empujó hacia el comedor.
Al pasar por el sofá, recogió su bolsa impermeable y se la echó al hombro.
El Trol volvió a parar en la mesa del comedor. Tenía que recoger el portátil. Empezó a arrancar como un loco los cables de los puertos.
—Nos va a venir bien —dijo antes de que Harvath pudiera decir palabra—. Confíe en mí.
Harvath no quiso discutir. Agarró la manija del portátil y lo separó de un tirón de los cables restantes, que salieron culebreando en todas direcciones.
Con la otra mano, cogió al Trol por el brazo y lo obligó a ir delante. Corrieron hasta el frente de la casa, donde el comedor colindaba con el salón. Debajo estaba el suelo de cristal. La mayoría de los cristales estaban rotos. Otros se habían astillado o tenían agujeros de bala por las ráfagas de la ametralladora.
Cuando Harvath enfiló hacia las ventanas que daban al mar, el Trol no quiso dar ni un paso más.
—¿Qué cree que está haciendo?
—Salir de este infierno. Muévase.
El Trol se zafó de la mano de Harvath para volver al interior de la casa.
—Nos van a matar por su culpa. ¿Adónde diablos va?
El Trol contempló el incendio de la cocina, donde las llamas ya lamían el techo. Se volvió en busca de Harvath y dijo:
—No sé nadar.
Harvath estaba a punto de decirle que no había alternativa cuando todas las luces se apagaron. El tío que había empezado el trabajo con el helicóptero iba a tomar la casa por asalto para terminarlo.
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Harvath tomó al Trol en brazos y saltó por la ventana, confiando en que el ruido del helicóptero disimulara el chapuzón.
Nadaron bajo el agua hasta que Harvath no aguantó más sin aire. El Trol estaba aterrorizado. Empezó a hiperventilar en cuanto salieron a la superficie. Harvath se lo puso a la espalda para que pudiera mantener la cabeza fuera del agua mientras lo cargaba a nado a través de la bahía.
Nadaron en paralelo a la orilla, con el Trol aferrándose con ambas manos al portátil. Era notablemente fuerte para su tamaño. Si hubiera opuesto más resistencia, Harvath habría tenido que dejarlo inconsciente para impedir que los ahogara a ambos.
Cuando estuvieron a una distancia prudente de la casa, Harvath cambió de rumbo y volvió a la orilla. En cuanto pisaron la playa, el Trol cayó a cuatro patas y empezó a vomitar el agua de mar que se había tragado durante el recorrido.
Harvath se despreocupó de él. Abrió la bolsa impermeable, sacó las gafas de visión nocturna y las encendió.
Cuando acabó de resoplar, el Trol se limpió la boca con la manga empapada de la camisa.
—¿Adónde va?
Harvath verificó que la pistola estaba a punto.
—De vuelta a la casa.
—Pero si tengo una lancha de alta velocidad en el muelle, al otro lado de la isla…
—Y ellos tienen un helicóptero. Nunca podríamos ganarles.
Desde el momento en que habían escapado, Harvath no paraba de preguntarse quién podía estar detrás del ataque. ¿Habían venido a por él? ¿A por el Trol?
No parecía muy probable que Morrell y el equipo Omega lo hubieran rastreado hasta Brasil. Pero, aun si así era, el asalto resultaba completamente excesivo, incluso para los parámetros de Morrell.
Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que, fueran quienes fueran, habían venido a por el Trol. El enano tenía una larga lista de enemigos distinguidos. Había un buen número de gobiernos que estarían encantados de verlo muerto, empezando por el de Estados Unidos. Para completar, el Trol había trabajado al servicio de algunos de los individuos y organizaciones más poderosos del mundo, y en contra de los mismos.
Harvath solo podía contar con que el atacante lo subestimara y cayera por su propio pie.
—Tenemos que dividirlos y golpearlos por separado —dijo.
—¿Cómo? —preguntó el Trol.
—¿Dónde están las llaves de la lancha?
—En el posavasos del asiento de al lado del conductor.
Harvath le explicó en pocas palabras lo que tenía que hacer. Cuando el Trol asintió, se volvió hacia la casa.
Mientras avanzaba, rogó a Dios que funcionara el plan.
92
Corrió playa arriba, hasta el punto donde la casa del Trol se alzaba por encima del agua. Estaba demasiado cerca, pero no había más alternativa.
Se deslizó dentro del agua, echó un vistazo al Kobold y tomó nota del tiempo que tenía.
Se caló las gafas en los ojos y nadó bajo el agua hasta el suelo de cristal del salón. Arriba varias voces gritaban órdenes. Ninguna hablaba en inglés, todas en árabe.
No, esos tíos no habían ido allí a por él. Iban en busca del Trol. Por desgracia, habían llegado en un mal día.
Se posicionó a fin de tener una línea de tiro por entre los paneles de cristal rotos. Levantó la Beretta y esperó. Cuando el primer hombre entró en su campo de visión, tuvo que hacer memoria de todos sus entrenamientos para no tirar del gatillo. Pero, en cuanto se le unió un camarada, disparó dos tiros, uno tras otro, y los dos cayeron muertos.
No aguardó a ver la reacción de los demás. Se sumergió bajo el agua, nadó el doble de lejos que con el Trol y no salió a tomar aire hasta que se le abrasaron los pulmones.
Sacó la cabeza despacio, a una distancia prudente, y respiró hondo varias veces. La casa incendiada se iluminó aún más cuando los colegas de los tíos muertos descargaron sus ametralladoras por entre los paneles de cristal rotos, en busca de un enemigo que ya había huido.
Nadó hasta la playa del otro lado de la casa. Se dejó caer en la arena, se retorció la ropa para escurrir el agua y se dirigió a la edificación. Las botas Blackhawk Warrior Wear que traía puestas habían sido diseñadas por un veterano de los SEAL y se secaron al cabo de unos pasos. Era una suerte, porque tendría que moverse a toda prisa y lo último que necesitaba era arrastrar un cubo de agua en cada pie.
Atravesó la playa y llegó hasta la estrecha franja de árboles que flanqueaba la entrada de la casa. Se tiró al suelo y empezó a avanzar apoyándose en los codos. Lo primero que advirtió al acercarse a la casa fue que los perros estaban allí.
Se habían refugiado en una alcantarilla, debajo de una caseta elevada sobre el suelo. A juzgar por la puerta rota, dentro de la caseta estaba el generador eléctrico de la residencia principal.
Harvath siguió arrastrándose hacia delante. Oyó gruñir a los perros. Sabía que no estaban en condiciones de atacar, pero el solo gruñido bastó para ponerle los pelos de punta.
Calculó la distancia hasta la casa, que en menos de una hora iba a estar reducida a cenizas, y decidió que los perros estaban a salvo. Cerca de allí había un enorme tanque de agua con una manguera.
Abandonó el amparo de la vegetación, fue corriendo hasta la manguera y la desenrolló a toda velocidad. Luego, abrió un poco el grifo y acercó la boca de la manguera a los perros, para que pudieran beber agua en caso de necesidad.
Por un momento pensó en encender el generador para causar una distracción, pero lo único que habría conseguido habría sido delatar su posición. Habría perdido enseguida toda ventaja psicológica, y además tampoco tenía tiempo.
Se dio la vuelta, rodeó la casa y se apostó en el sendero del helipuerto.
Miró su reloj y vio correr los últimos segundos.
Cuando se agotó el último, un rugido se oyó al otro lado de la isla. El Trol había arrancado la lancha, alejándose del muelle.
Dos hombres salieron de inmediato de la casa incendiada. Echaron a correr por el sendero y cuando llegaron a la curva ciega, a dos metros de su posición, Harvath tomó aliento y disparó dos tiros seguidos.
Las detonaciones de la Beretta retumbaron en el sendero. Los dos hombres cayeron muertos, cada uno con una bala en la cabeza.
Harvath se escurrió fuera de su escondite y ocultó los cadáveres entre los arbustos. Cada hombre llevaba una subametralladora Goblin de 9 milímetros con silenciador.
Harvath tomó una de las Goblin y dos cargadores de repuesto y corrió de regreso a la casa. No sabía si los otros habían oído los disparos en medio del rugido del fuego. Sin embargo, el helicóptero no había despegado, y ya debían de sospechar algo.
Se apostó delante de la puerta de enfrente y esperó. Siguió esperando. La casa ya estaba prácticamente toda en llamas. «¿Y si era un equipo de asalto de cuatro hombres y los había matado a todos?». No parecía muy probable, pero tampoco era probable que alguien permaneciera dentro del incendio. El calor era insoportable. Además, tampoco había tantas habitaciones que revisar.
Se mantuvo en posición, con la Goblin a punto y listo para disparar. Pasaron varios minutos.
Iba ya a acercarse a la casa y echar un vistazo cuando percibió un movimiento a su espalda. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver dos cañones frente a sus ojos.
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—Así que es usted —dijo uno de los dos hombres en perfecto inglés.
Bajó el arma. Harvath consiguió enfocar algo más que el cañón. Era como tener delante a Abu Nidal, rejuvenecido, con los mismos ojos oscuros llenos de odio. Reconoció al instante a Philippe Roussard.
Hubo un silencio incómodo mientras el asesino comprendía qué estaba ocurriendo. Harvath casi podía oír los engranajes retorcidos de su cerebro rechinando unos contra otros.
—¿Dónde está el enano? —preguntó finalmente Roussard. Su acompañante registró a Harvath, lo desarmó y dio un paso atrás—. Sabemos que no está a bordo de la lancha. La dejó dando círculos en la bahía.
—Vete a tomar por culo —dijo Harvath, temblando de ira. Tenía allí mismo al hombre al que quería capturar. Y no podía hacer nada. Nunca se había sentido tan impotente.
—Así que sabe quién soy… —Roussard sonrió antes de asestarle un culatazo en la mandíbula—. Se lo preguntaré otra vez. ¿Dónde está?
Harvath volvió a mirarlo cara a cara.
—Ya te lo he dicho. Yete a tomar por culo.
La sonrisa enigmática se dibujó una vez más en la cara de Roussard. Luego vino de nuevo el culatazo.
—Su tolerancia al dolor nunca podrá igualar mis deseos ni mi habilidad para golpearlo. Así pues, ¿dónde está el Trol?
Harvath sentía mil pinchos al rojo vivo clavándosele en la cabeza.
—Eh… —respondió, con la vista un poco nublada—. Ah, sí, ya recuerdo, vete a tomar por culo.
Roussard levantó el arma para darle otro golpe pero de repente se arrepintió. Le apretó el cañón contra la frente.
—Solo me interesa el Trol —susurró—. Dígame dónde está y lo dejaré ir.
—No está en condiciones de negociar nada.
—Qué curioso —dijo Roussard—. Me parecía que era yo el que tenía el arma.
—Por todos los marines que mataste en Iraq —replicó Harvath— y por todo lo que le has hecho a la gente que quiero, voy a verte morir.
Roussard sonrió otra vez.
—Sí, la venganza es una causa noble. Es una lástima que esté fuera de su alcance. —Roussard se acomodó el arma contra el hombro para disparar—. Verá, de nosotros dos, el único que va a morir hoy es usted.
Harvath lanzó una mirada a su alrededor en busca de una piedra, una rama, cualquier cosa que pudiera emplear contra sus captores. No había nada. Para completar, ninguno de los hombres estaba lo suficientemente cerca como para intentar hacerles una llave. No tenía salida.
Harvath miró a Roussard a los ojos. Estaba a punto de hablar cuando el asesino acercó el dedo al gatillo y un fogonazo lo dejó ciego.
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La baliza de fósforo blanco se había alojado en el pecho del cómplice de Roussard y el hombre se había encendido como un faro.
Cuando Harvath recobró la vista, el Trol corría a su encuentro, con el lanzabalizas en la mano.
El cómplice estaba muerto. Yacía tendido a unos pasos, echando humo. Harvath buscó a Roussard con la mirada. No estaba allí.
Se levantó y sintió que le temblaban las rodillas. Lo habían golpeado más fuerte de lo que creía.
—Despacio, despacio —le advirtió el Trol, ayudándolo a mantenerse en pie.
—¿Dónde está Roussard?
—Salió corriendo hacia el helipuerto.
—¿Por qué no lo detuvo? —preguntó Harvath, lanzándose a recoger la subametralladora del muerto y los dos cargadores.
—¿Detenerlo? Claro que lo detuve…, evité que lo matara, capullo desagradecido.
Antes de que el Trol terminara la frase Harvath ya había salido despedido hacia el helipuerto. El ruido de los rotores se había hecho más intenso. El aparato ya había despegado.
Para cuando llegó a la plataforma de despegue, el aparato había dejado atrás los árboles y enfilaba hacia la bahía. Harvath atravesó el bosque hasta la playa al otro lado de la isla.
Una vez allí, levantó la subametralladora y abrió fuego. Dos disparos alcanzaron el rotor de cola, pero no bastaron para derribar el helicóptero ni para obligar a Roussard a aterrizar. Harvath disparó el resto de los cartuchos aunque el aparato ya casi estaba fuera de su alcance, demasiado lejos.
La casa del Trol ardía ahora en una llamarada, y no tardaría en aparecer otra gente. Tenían que marcharse enseguida.
Harvath dejó la playa y regresó al bosque. Cuando llegó al cadáver chamuscado del sicario de Roussard, el Trol había desaparecido, y se había llevado el resto de las armas, incluida la Beretta de Harvath.
Oyó un ruido dentro de la caseta del generador. Se aproximó para investigar.
El Trol estaba agazapado en la caseta, con la pila de armas y la bolsa impermeable de Harvath.
—¿Lo mató? —le preguntó sin darse la vuelta.
—No —contestó Harvath, y lo encañonó con la ametralladora.
—Yo solo tenía un disparo —comentó el Trol—. Le apunté al hombre que tenía más cerca. Y ni siquiera estaba seguro de darle.
—Quiero que dé tres pasos a su izquierda y se aparte de esas armas.
—¿Esto? —El Trol señaló la pila de armas y se levantó para encararlo—. Las recogí para usted. Digamos que es mi manera de darle las gracias por acercar la manguera a los perros.
—Aléjese de las armas.
El Trol obedeció.
Harvath se acercó y las recogió. El enano le lanzó una mirada.
—No confía en mí, ¿verdad?
Harvath estuvo a punto de echarse a reír mientras se cercioraba de que la Beretta estaba cargada. Puso las demás armas en la bolsa impermeable.
—No es culpa mía que no le disparara a Roussard. Todos los tíos grandes sois iguales de espaldas.
—Una razón de más para no darle la espalda nunca —contestó Harvath, echándose la bolsa al hombro.
—¿Por qué le mintió a Roussard? —dijo el Trol, cambiando de tema—. Podría haberle dicho dónde estaba yo. Habría salvado la vida.
—Iba a matarme de todos modos. No le dije nada porque no me gusta ayudar a los tíos como él a salirse con la suya.
—Touché.
—Por cierto —preguntó Harvath—, ¿por qué volvió? Se suponía que tenía que atar el timón de la lancha, ponerla en marcha hacia la bahía y esperarme allí.
—Cuando no oí despegar el helicóptero, supuse que había tenido éxito en la primera parte del plan. Pero no estaba seguro de que pudiera llevar a cabo el resto.
—Supongo que eso debería hacerme feliz.
—No —contestó el Trol—, basta con que se sienta agradecido. Al menos un poco.
A Harvath no acababa de gustarle que un personaje así le hubiera salvado la vida. No quería pensar mucho al respecto, así que cambió de tema.
—¿Por qué cogió el lanzabalizas?
El Trol lo miró antes de responder.
—En esta vida, es preferible contar con la más pequeña de las ventajas antes que no contar con ninguna.
95
En vez de enfilar al norte hacia Río, se dirigieron hacia el sur por la costa hasta Paraty, una pequeña villa de pescadores fundada por los portugueses en el siglo XVIII. Situada entre las pendientes selváticas de la Serra do Mar, Paraty dominaba una bahía con cientos de islas deshabitadas. La bahía se parecía a Angra dos Reis, pero era de un nivel muy inferior.
Los residentes y los visitantes eran más discretos, y preferían poseer o alquilar una cabaña de pescadores adecentada o una de las diminutas casas de terracota del pueblo. No tenían nada que ver con la jet set de Angra y eso a Harvath le gustaba aún más todavía.
Nadó de vuelta a su lancha y regresó a la isla para recoger al Trol y a sus dos perros. Daban una lata colosal, pero el Trol se había negado a dejarlos.
Fondearon la lancha a un kilómetro y medio del pueblo y Harvath fue andando a buscar un transporte. Había bastantes coches para escoger: estaban en los dos parkings públicos reservados a los residentes e inquilinos de las islas, que no precisarían de ellos hasta que tuvieran que regresar a Río.
Harvath eligió el primero que vio. Un Toyota Sequoia blanco de doble tracción con cristales polarizados.
Cuando llegaron a Paraty, todavía era de noche. En una gasolinera veinticuatro horas, compraron algo de comida y más agua para los perros. Luego aparcaron en un camino rural, para comer y descansar. Sin embargo, a Harvath le quedaba una pregunta por hacer.
—¿Por qué intentó matarlo Roussard?
—Yo mismo he estado preguntándomelo. —El Trol hundió una cuchara en una taza de porexpán llena de un guiso de judías negras con chorizo, conocido en Brasil como feijoada—. Por algún motivo, ha estado vigilándome todo el tiempo. Me usó para encontrarlo a usted. Y ahora que sabe que estoy ayudándolo a atraparlo, quiere matarme. Es lo único que tiene lógica.
El enano tenía razón. No había ninguna otra explicación razonable. El Trol sabía cubrirse la espalda, pero tampoco era un maestro. De haberlo sido, Tom Morgan y los tíos del Programa Sargazo nunca lo habrían encontrado.
—Mis amigos me llaman Nicholas —dijo el Trol, después de un silencio largo.
Harvath no estaba de humor para hacer amiguetes. Desenvolvió su sándwich sin prestarle atención.
El Trol no se dejó arredrar.
—Es una especie de apodo. Soy muy niñero y el santo patrón de los niños es san Nicolás.
—También es el santo patrón de las prostitutas, los asaltantes y los rateros.
El Trol sonrió.
—¿No le parece curiosamente apropiado para un chico que creció en un burdel?
«El tío es una cotorra», pensó Harvath, concentrándose en comer.
—¿Y usted qué me cuenta? —preguntó el Trol—. ¿Por qué escribe Scot con una sola te?
Harvath bebió un trago de agua. Iba a tener que decir algo.
—Mi madre decidió escribirlo así —contestó, y dejó la botella de agua en su sitio—. Mi segundo nombre es Thomas y le pareció que esas tres tes seguidas quedaban mal. Así que tachó una.
—Lamento lo que Roussard le hizo a su madre.
—Si no le importa —replicó Harvath—, preferiría no hablar de mi vida personal con usted.
El Trol levantó las manos impotente.
—Por supuesto. Lo comprendo. Quién podría reprochárselo. Sus seres queridos han sufrido mucho.
—Por decirlo suavemente —rezongó Harvath.
—No le caigo bien, ¿verdad, señor Harvath?
Harvath estampó la botella de agua contra el salpicadero. Su acompañante se asustó y, en la parte de atrás, los perros se enfurecieron y empezaron a gruñir.
Harvath los miró por el retrovisor y les ordenó que se callaran. Obedecieron al instante. Entonces, se volvió hacia el Trol.
—A uno de mis mejores amigos lo mataron por culpa suya en Nueva York. Que haya espantado a Roussard con esa baliza no significa que estemos en paz.
El Trol permaneció callado varios segundos. Harvath estaba taladrándolo con la mirada. Finalmente, el enano habló.
—Entiendo que nada de lo que diga o haga podrá traer a su amigo de vuelta a la vida. Si le sirve de consuelo, Al Qaeda iba a atacar Manhattan de todos modos, con o sin la información que yo les di.
—Nunca habrían llevado a cabo ese ataque sin su información —lo cortó Harvath.
—Eso no es verdad. El funcionario de su gobierno que me vendió la información la había ofrecido al mejor postor. Se dio el caso de que yo firmé el talón antes que los demás. Si no hubiera sido yo, la habría comprado otro intermediario, y también habría acabado en poder de Al Qaeda.
—¿Y piensa que eso lo exime de toda culpa?
—No —dijo el Trol—. No lo hace. Y quiero que sepa que es un peso que llevo a cuestas.
Harvath le lanzó una mirada.
—Fue un ataque peor que el del 11-S y murieron miles de estadounidenses. Y usted tiene dificultades para vivir con el recuerdo. Bien, me alegra que al menos sienta ese tenue remordimiento.
—No esperará que crea que usted no tiene nada de qué avergonzarse, ¿no?
—Piense lo que quiera —contestó Harvath—. Tengo la conciencia limpia.
—¿Está diciéndome que todas las veces que apretó el gatillo sabía que la víctima se merecía morir? Ah, lo hizo por Estados Unidos. Por mamá y el pastel de manzana, por así decirlo. ¿No es verdad? Nunca se preguntó si estaba haciendo lo correcto. Si sus superiores podían haber cometido un error. Simplemente cumplía órdenes.
Harvath apretó el volante entre los dedos.
—Vamos a aclarar algo. El único motivo por el que está aquí sentado y sigue respirando es porque creo que todavía puede serme útil.
No volvieron a decir palabra. Harvath estaba absorto en cómo detener a Roussard, y el Trol en la idea de que, de ahora en adelante, su suerte estaba inexorablemente ligada a la de Harvath. Roussard seguiría buscándolos hasta que estuvieran muertos, o hasta que el terrorista fuera eliminado. Le gustara o no, Harvath y él compartían ahora un enemigo sumamente peligroso. Y Harvath era su mejor opción para neutralizar permanentemente a Roussard.
Ya no se trataba solo de recuperar su dinero y sus archivos. De distintas maneras, su vida estaba en manos de Harvath.
Cuando las tiendas y las oficinas finalmente abrieron al día siguiente, Harvath recurrió a Brauner, su alias, y alquiló una pequeña casa en las afueras, rodeada de una tapia y con vistas al océano. Cuanto menos llamaran la atención, mejor.
Cuando regresó de comprar provisiones, el Trol estaba en el césped jugando a lanzarle un palo a los perros.
Uno de los perros empezó a gruñir cuando vio a Harvath. El otro se le acercó al trote y dejó caer el palo a sus pies. Luego se sentó muy obediente y aguardó la reacción de Harvath.
—Creo que Argos se acuerda de usted. —El Trol cruzó el césped en su dirección. Señaló la caja que traía Harvath—. ¿Le ayudo a bajar algo?
—Sí. —Harvath señaló con la cabeza hacia la carretera—. Quedan un montón de cosas en la furgoneta.
El Trol se encaminó hacia el vehículo, seguido de Draco. Pero Argos permaneció en su lugar.
Cuando se perdieron de vista, Harvath suspiró, agarró la caja en equilibrio con la mano izquierda y se agachó para recoger el palo.
96
La casa que había elegido contaba con todas las comodidades: Internet de alta velocidad, televisor de plasma con satélite, un estéreo impresionante y una cocina digna de un chef de primera.
El Trol se detuvo portátil en mano junto al estéreo mientras Harvath terminaba de guardar los víveres.
—¿Le molesta? —preguntó—. Me gusta oír música mientras cocino.
Harvath se encogió de hombros y siguió vaciando las bolsas y las cajas. El Trol conectó el portátil al estéreo y descargó una de sus listas de música digitalizada.
—Dado que usted hizo la compra —anunció, empujando a Harvath al entrar en la cocina—, lo menos que puedo hacer es preparar la comida.
—No tiene por qué hacerlo —contestó Harvath.
—Sí. —El Trol sacó una escalerilla del armario de las escobas, la arrastró hasta el fregadero y se lavó las manos—. Si uno logra concentrarse, cocinar es casi una experiencia zen. Yo he descubierto que me relaja. Y no tengo muchas oportunidades de cocinar para otra gente.
Sacó una cerveza Brahma del paquete de seis y se la tendió como un ofrecimiento de paz.
Harvath necesitaba la cerveza más de lo que imaginaba el enano. Estiró la mano y cogió la botella. Buscó el abridor, hizo saltar la tapa y se sentó en un taburete junto a la mesa de la cocina. Su mente trabajaba a toda velocidad. Tenía que llamar para preguntar por Tracy y por su madre. También por Kate Palmer y por Carolyn Leonard, y por Emily Hawkins y el perro. «Santo Dios», pensó. No era tan sorprendente que necesitara un trago antes de ponerse a la faena.
Bebió un trago largo. Tenía buen sabor. Fría, como debía beberse la cerveza. Era un placer menor, pero uno de los pocos que se había permitido en bastante tiempo. No le sentaba bien la vida monástica.
En cuanto la música empezó a sonar, el Trol se sacó del bolsillo el diminuto mando del estéreo y subió el volumen.
—La cocina es cuestión de ingredientes —comentó—. Incluso la música cuenta.
Harvath sacudió la cabeza. «Vaya excéntrico», se dijo mientras bebía otro sorbo de cerveza. No había acabado de tragar cuando se percató de lo que estaba oyendo.
—¿Es Bootsy Collins?
—Sí. La canción se llama Rubber Duckie. ¿Por qué?
—Por curiosidad —contestó Harvath.
Tenía en casa el álbum donde estaba Rubber Duckie. Era «Ahh… The name is Bootsy, baby!». Lo tenía en vinilo y en CD.
—¿Qué? —preguntó el Trol, con un trapo de cocina sobre el hombro izquierdo y un cuchillo de picar en la mano derecha—. ¿Piensa que a un tío como yo no pueden gustarle los clásicos del funk norteamericano?
Harvath levantó las manos fingiendo defenderse.
—No he conocido a mucha gente a la que le guste Pachelbel y el funk norteamericano.
—La música es buena cuando es buena, y en materia de funk Bootsy está entre los mejores. De hecho, si no fuera por Bootsy y su hermano Catfish, el funk ni siquiera existiría. Por lo menos no como lo conocemos. James Brown nunca se habría convertido en el Padrino del Soul si los Pacesetters no le hubieran moldeado el sonido. Y eso por no hablar de lo que hicieron por George Clinton y Funkadelic.
Harvath estaba impresionado.
—Esta va por lo que ha dicho —dijo levantando la cerveza.
El Trol escondía mucho más de lo que mostraban las apariencias.
Era como ver actuar a un mago. Harvath se consideraba un buen cocinero, pero estaba muy lejos del nivel del Trol. El enano había tomado unos trocitos de pescado, algo de pan y un puñado de otros ingredientes y había creado una maravillosa sopa de pescado con pan a la provenzal.
Después de recoger la mesa, Harvath buscó el mando y apagó la música.
—Hay algo que no acabo de entender —dijo—. En todo el tiempo que compartió con Adara Nidal, ¿nunca le preguntó en qué andaba metido su hijo?
El Trol se apartó de la mesa y se limpió la boca con una servilleta.
—Por supuesto que se lo preguntaba. Por cortesía. Pero a ella no le gustaba mucho hablar de Philippe. Creo que estaba muy decepcionada con él. Decía cosas como: «Está trabajando para la causa», o «Puede llegar a ser uno de los soldados más nobles de Alá».
—Lo cual era todo mentira, ¿no? —señaló Harvath dejando los platos en el fregadero—. Quiero decir que nunca tuve la impresión de que fuera una musulmana muy devota. Bebía y hacía un montón de cosas que creo que a Alá no le habrían gustado nada.
El Trol se rió.
—A pesar de los hábitos que había desarrollado para pasar desapercibida en la sociedad occidental, creo que en el fondo de su corazón era una auténtica muyahidín.
Harvath sacó otra cerveza de la nevera y se sentó a la mesa con el abridor.
—Entonces, ¿quién controla ahora a Roussard? No se liberó a sí mismo de Guantánamo. Con Hashim y Adara muertos, la organización de Abu Nidal quedó hecha polvo. No era una hidra de mil cabezas como Al Qaeda. Bastó con cortarle dos cabezas y el monstruo murió.
—O eso fue lo que le dijeron sus organismos de inteligencia.
—¿Usted tiene otra versión?
—No. —El Trol se levantó a hacerse un café—. Hasta donde sé su evaluación es correcta.
—Así pues, Roussard empezó a ir por libre. Pero alguien tiene que haberlo contratado. La pregunta es: ¿quién?
El Trol acercó la escalerilla a la cocina y subió los peldaños.
—Si supiéramos con qué amenazaron a su gobierno para que liberara a Philippe y a sus compañeros de Guantánamo, podríamos deducir para quién trabajaba. Pero no lo sabemos, y sin ese dato realmente no tenemos muchas pistas.
Harvath odiaba tener que darle la razón.
Y también odiaba admitir que, para salir del callejón sin salida, lo único que podía hacer era compartir un secreto de enorme importancia nacional con un enemigo declarado de Estados Unidos.
97
Esta vez, Harvath había cometido traición. Sin duda alguna. El único atenuante sería que a cambio obtuviera algo más valioso.
No podía ser algo más valioso para sí mismo sino para su país. En caso contrario, acababa de traicionar todo lo que había defendido en su vida.
Examinó el rostro del Trol. Pero no encontró nada.
—¿No le suena familiar para nada? ¿Ni Adara ni nadie en la organización de Abu Nidal le mencionó nunca un plan así?
—Suena parecido a lo que pasó en Beslán, porque los rehenes eran niños. De hecho, yo diría que secuestrar un autobús escolar supone una mejora. Es mucho más fácil que tomar una escuela.
—Vale, pero ¿y Adara? ¿Nunca le habló de algo así?
—No entrábamos en cuestiones tácticas —respondió el Trol—. Al menos no a menudo. Mi reino es la información. De eso vivo. Si Adara o la organización de su difunto padre hubieran estado planeando un ataque así, no me lo habrían comentado. Y ella habría dado por hecho que yo estaría en contra.
—Ah, sí, se me olvidaba —dijo Harvath—. Usted es san Nicolás.
—En este mundo pasan muchas cosas malas. Muchos inocentes mueren todos los días. A veces se trata de niños. Creo que ustedes los estadounidenses lo llaman daños colaterales. Pero que el objetivo específico sean niños me parece inaceptable. Al que haya planeado ese ataque tendrían que colgarlo por los huevos.
Harvath no tenía nada que discutir. Pero compartir la posición del Trol no le ayudaría a descubrir quién estaba detrás de Philippe Roussard y todo aquel plan.
Se quedó callado un buen rato. Finalmente el Trol dijo:
—He estado tratando de buscar una conexión, aparte de la ideología, entre Philippe y los otros hombres que liberaron con él. Tal vez ese sea el error.
—¿En qué sentido?
—Tal vez no existe ninguna conexión. Tal vez los otros cuatro eran solo una distracción. Como cuando ustedes hacen despegar varios helicópteros en los que se supone que va el presidente. Y todos salen en distintas direcciones.
A Harvath no se le había ocurrido.
—Yo empecé buscando a Ronaldo Palmera porque era el que estaba más cerca.
—Ya no importa por quién empezó. Hemos estado buscando una conexión entre los cinco liberados de Guantánamo y creo que no existe ninguna. Creo que, desde el comienzo, el propósito era liberar a Philippe, y los otros cuatro eran una cortina de humo.
Hasta ahí, Harvath podía estar de acuerdo con el razonamiento.
—Vale, digamos que los otros cuatro no tienen importancia de momento. Seguimos sin saber quién está detrás de Roussard.
—Al menos, no todavía.
—Ya no le sigo.
El Trol sonrió a Harvath.
—Lo que sabemos es que alguien está ayudando a Philippe. Sea quien sea, esa persona…
—O esa organización —añadió Harvath.
—Esa persona, o esa organización, obviamente tiene algo contra usted y enviaron a Philippe a matarme para que yo no pudiera echarle una mano.
—De acuerdo.
—Bien, vamos a desmenuzar eso hasta donde los trocitos todavía tengan sentido —dijo el Trol. Era un maestro de los rompecabezas y ahora se sentía en su elemento—. Lo más probable es que Philippe no tuviera ni los contactos ni los recursos para montar ese ataque contra mí. Alguien actuó como intermediario y pagó la factura.
—Y contrató jóvenes talentos que hablaban árabe —añadió Harvath.
—Lo cual limita considerablemente los candidatos en Sudamérica.
—Salvo que hayan viajado específicamente a hacer el trabajo.
El Trol asintió.
—Es posible. Pero esto fue un asunto grande. Alguien tuvo que conseguir las armas, el helicóptero y un piloto dispuesto a correr riesgos. Es casi seguro que hubo trabajo de reconocimiento. Incluso si esos tíos musculosos venían de fuera, tienen que haber contado con alguien sobre el terreno, y tiene que haber sido alguien en el que la gente de Philippe podía confiar.
Harvath lo miró atento a sus palabras.
—Hay algo más —dijo el Trol—. Lo más importante de todo.
—¿Qué?
—El dinero. Esto tiene que haber salido muy caro. No es posible que hayan entrado en el país con tanta pasta encima. Los brasileños son muy estrictos en cuanto al lavado de activos y las actividades ilícitas. Tienen que haberlo hecho a través…
—De algún banco —lo interrumpió Harvath.
El Trol volvió a asentir.
—¿Cree que podría encontrar el rastro siguiendo las transferencias de dinero?
El Trol juntó los dedos formando un campanario. Estaba pensando.
—Si averiguamos quién o quiénes dieron apoyo a Philippe aquí en Brasil, creo que sí.
—¿Qué necesita? —preguntó Harvath, poniendo cuidado en disimular el entusiasmo.
—Dos cosas. Primero, para encontrar el dinero se necesita dinero. Lo necesitaría en metálico. Y bastante. Usted tendría que descongelar una suma considerable. Voy a tener que pagar por el nombre del intermediario y sus antecedentes. Habrá que pagar un plus para obtener rápidamente la información. A los vendedores se les dispararán las antenas. Van a oler sangre y se preguntarán si pueden sacar más dinero por la información. Tendremos que hacer una primera oferta contundente para que no nos tomen el pelo y no pongan los datos a la venta.
—¿Cuál es la segunda cosa?
—En cuanto nos pongamos en camino tendremos que movernos rápido. Voy a necesitar un ordenador bastante más potente.
—¿Cómo de potente?
El Trol lo miró.
—¿Tiene algún amigo que le deba un favor en la CIA o la NSA?
98
Harvath tenía amigos tanto en la CIA como en la Agencia de Seguridad Nacional. De hecho, hacía poco había ido a la sauna con el director de la CIA en su propio club. Pero algo le decía que pedirle ayuda ahora mismo a alguien en cualquiera de las dos agencias solo empeoraría sus problemas.
Cuando el Trol definió un poco mejor sus necesidades informáticas, Harvath se percató de que la CIA y la NSA no eran las únicas agencias gubernamentales que contaban con la capacidad necesaria. Había otras, entre ellas la Agencia Nacional de Inteligencia Geoespacial, más conocida como la NGA.
Llamada en otra época Agencia Nacional de Mapas e Imágenes, la NGA prestaba un apoyo fundamental en las operaciones de combate y espionaje del Departamento de Estado. Tenían a su servicio una capacidad informática significativa y, por casualidad, entre sus empleados figuraba un amigo de Harvath llamado Kevin McCauliff.
McCauliff y Harvath pertenecían a un grupo informal de funcionarios federales que se entrenaban juntos para el maratón anual de los Marines en Washington.
McCauliff le había echado a Harvath una mano crucial durante el ataque terrorista del 4 de julio contra Manhattan y había recibido una felicitación especial del presidente. Estaba sumamente orgulloso de la felicitación. Aunque, en el proceso, los dos habían violado varias normas internas de la NGA y otras tantas leyes, McCauliff volvería a hacerlo sin pestañear, y sin preguntas.
Dado que lo había ayudado en el pasado con otras misiones delicadas, Harvath confiaba en poder contar con él otra vez.
Conseguir la información le llevó al Trol dos días y el doble del dinero que había previsto gastar. Pero, al final, valió la pena. Brasil era un país relativamente pequeño, y no solo descubrió a los cómplices locales de Roussard, sino que ya tenía cierta idea de cómo habían trasladado y lavado los fondos.
Ahora era el turno de Harvath. Decidió llamar a Kevin.
—Joder, ¿te has vuelto loco? —le preguntó McCauliff por el teléfono—. De ninguna manera.
—No te lo pediría si no fuera importante, Kevin —dijo Harvath.
—No, claro. No me importaría que me echen del trabajo por ayudarte. Pero que me condenen a muerte por alta traición es otra historia. Lo siento, esta conversación ha terminado.
Harvath intentó calmarlo.
—Trata de comprender, Kevin.
—No, trata tú de comprender —contestó—. Estás pidiéndome que le ceda el control de los ordenadores del Departamento de Defensa a un personaje conocido por robar inteligencia de nuestras organizaciones gubernamentales.
—Pon muros de seguridad para proteger las áreas delicadas.
—Qué pasa, ¿estoy hablando solo? Son los ordenadores del Departamento de Defensa. Todas las áreas son delicadas. Una cosa es que me pidas que te baje imágenes de satélite. Pero otra muy distinta es que te dé un pase de entrada libre…
—No estoy pidiéndote un pase de entrada libre. Solo necesito suficiente capacidad informática…
—Para lanzar un ataque de servicio denegado contra los ordenadores del gobierno de Estados Unidos y varias redes bancarias, de modo que podáis infiltraros en ellas con más facilidad.
Ese era el quid de la cuestión. Y Harvath no podía culpar a McCauliff por negarse. Todo lo que le había pedido en el pasado palidecía en comparación. El funcionario de la NGA iba a necesitar un motivo más poderoso que su amistad para arriesgar su carrera, y tal vez mucho más.
Harvath decidió contarle todo lo ocurrido.
Cuando terminó, hubo un silencio largo del otro lado de la línea. McCauliff no tenía idea de todo lo que Harvath había tenido que aguantar después del ataque a Nueva York.
—Si los bancos descubren de dónde viene el ataque, será una bomba nuclear para el prestigio de Estados Unidos.
Harvath se esperaba esa respuesta. El Trol había puesto sus notas por escrito, indicándole en detalle lo que tenía que hacer.
—¿Y si hubiera una manera de hacerlo sin que el rastro señale hacia Estados Unidos?
—¿Qué tienes en mente?
Harvath le explicó el plan y McCauliff escuchó con atención.
—A primera vista tiene sentido —contestó el funcionario—. Tal vez incluso pueda llevarse a cabo, pero sigue habiendo un factor incontrolable que hace imposible el trato.
—El Trol —adivinó Harvath con desánimo.
—Exactamente —contestó McCauliff—. No digo que tú quieras hacerle daño al país a propósito. Pero esta podría ser la madre de todos los virus troyanos del mundo y no quiero que me recuerden como el capullo que abrió las puertas de par en par.
Harvath no podía objetar el razonamiento. Darle acceso al Trol a esos ordenadores era como confiarle un arma cargada a un asaltante profesional y mandarlo a un parking mal iluminado repleto de damas de sociedad cargadas de joyas. Era dudoso que sacara a relucir lo mejor de su persona.
McCauliff comprendía que Harvath estaba en apuros. Quería ayudarlo. Pero lanzar a un enemigo de Estados Unidos por encima del muro de seguridad era impensable.
Sin embargo, la imagen le dio a Harvath una idea.
—¿Y si dejamos fuera al Trol? —preguntó.
McCauliff soltó una carcajada.
—¿Y yo alego que soy idiota cuando vengan a interrogarme? Sé que está contigo ahora mismo. Si te abro siquiera una rendija, será como si estuviera abriéndosela a él.
—Pero ¿y si no nos abres nada a ninguno de los dos? —insistió Harvath.
—¿A quién entonces? ¿Quién va a infiltrarse en los sistemas, si no lo hacéis ni tú ni el Trol?
Harvath hizo una pausa antes de responder.
—Tú.
—¿Yo? —dijo McCauliff—. Está claro, te has vuelto loco.
La idea de lanzar un ataque contra una legión de instituciones financieras le desagradaba tanto o más que permitir que el Trol y Harvath llevaran a cabo esa misma operación desde los ordenadores del Departamento de Defensa. Lo mirara por donde lo mirara, el asunto no tenía lado bueno.
La lista de cosas que podían pasar si lo pescaban era demasiado larga. Sí, quería ayudar a Harvath, pero no había modo de hacerlo sin ponerse él mismo en un peligro muy serio.
Harvath debía de haberle leído el pensamiento.
—Estoy enviándote un correo ahora mismo —dijo.
Al cabo de un momento, una campanita avisó a McCauliff de que tenía un mensaje nuevo.
Harvath le había enviado el mensaje desde su cuenta oficial del Departamento de Seguridad Interior. Y el mensaje le daba al funcionario lo único que necesitaba para dejar sus reticencias y acudir en auxilio de Harvath: una coartada plausible.
En el correo, Harvath le explicaba que tenía órdenes directas del presidente Jack Rutledge. Al igual que en el ataque contra Nueva York, un asunto urgente de seguridad nacional requería la colaboración de McCauliff.
Harvath se había cuidado de subrayar que McCauliff debía guardar absoluta discreción: no podía informar a sus superiores ni a nadie de lo que estaba a punto de hacer. El mensaje aseguraba que el presidente estaba al tanto de su intervención y le agradecía de antemano que llevara a cabo todas las tareas que le indicara Harvath.
En dos palabras, era una póliza de seguro. En cuanto acabó de leerla, McCauliff imprimió dos copias. Guardó una con llave en el cajón de arriba de su escritorio y la otra en un sobre que se envió por correo a casa más tarde.
El mensaje era una sarta de mentiras, y Kevin McCauliff lo sabía, pero realmente apreciaba a Harvath y quería echarle una mano. La última vez que había violado las reglas por su culpa, y también la ley, el presidente lo había condecorado por sus esfuerzos.
McCauliff calculaba que, si se le caía la carne al fuego, un abogado eficiente podría usar el mensaje para impedir que él mismo acabara chamuscado.
Eso, por supuesto, en el caso de que lo pescaran, lo cual no entraba en absoluto dentro de sus planes.
—¿Qué dices, entras en la partida?
—Ahora que me han informado de que se trata de una orden directa del presidente de Estados Unidos —contestó McCauliff—, ¿cómo negarme?
99
El Cubo de Sangre
Virginia Beach, Virginia
Esa misma noche
En sentido estricto, el bar en las afueras de Virginia Beach, Virginia, no tenía nombre: al menos, no un nombre que pudiera leerse desde el exterior de la estructura destartalada, en un anuncio de neón encima del parking polvoriento. Al igual que sus clientes, no era el tipo de establecimiento que desea llamar la atención.
Los iniciados, sin embargo, lo conocían como El Cubo de Sangre o, simplemente, El Cubo. Nadie sabía quién le había puesto ese apodo. El local cultivaba un perfil bajo para mantener alejados a los intrusos, ya fueran turistas o residentes de la ciudad. El Cubo era un bar para guerreros, y para nadie más.
En principio, ofrecía sus servicios a los efectivos de operaciones especiales de la Marina de Estados Unidos. Pero las puertas también estaban abiertas para otros agentes de operaciones especiales, sin importar a qué arma pertenecieran.
El Cubo era también uno de los bares preferidos de otro grupo de guerreros igual de combativos: los agentes de la policía de Virginia Beach.
Estaba abierto todas las noches, y realmente no había ninguna noche mala. El criterio de admisión era algo restrictivo, pero estaba repleto de clientes a todas horas.
Los propietarios, gerentes y camareros del bar eran Andre Dall’au y Kevin Dockery, dos antiguos miembros del Equipo Dos de los SEAL. Por lo tanto, El Cubo se había convertido en el segundo hogar de facto del equipo.
En cuanto a la decoración, abundaban los anuncios de cerveza con letras de neón y los adornos de cortesía de las licoreras, comunes a tantas otras tabernas. Pero lo que hacía de El Cubo un lugar único eran los objetos que donaban los clientes.
Como los dogos venecianos que solían encargar tesoros para la basílica a los mercaderes de Venecia, Dall’au y Dockery habían dejado muy claro que esperaban que sus clientes trajeran recuerdos de sus misiones, para mayor gloria de El Cubo.
Los interesados se habían tomado tan a pecho el desafío que el bar se había convertido en un pequeño museo, donde se exponían suvenires de operaciones realizadas en todo el mundo. Desde la radio que había estado oyendo Sadam Husein el día de su captura hasta el cuchillo que Neil Roberts, miembro de los SEAL, había empleado en Afganistán después de agotar las municiones y las granadas de mano. La colección de El Cubo era extraordinaria.
De hecho, los dueños habían contratado al director del propio museo de los SEAL para que registrara y catalogara todas las piezas. El minimuseo gozaba de bastante fama y era la envidia de las escuelas de guerra más prestigiosas de la nación.
Puesto que el local pertenecía a los SEAL, muchas de las piezas tenían un marcado sesgo en esta dirección. En una de las paredes, había un mural de Pete el Pirata Carolan, hombre rana del equipo de demoliciones submarinas, que representaba a los SEAL en todas sus misiones desde Vietnam, llevando la libertad hasta los últimos confines del planeta.
En un rincón al que se profesaba el más profundo respeto había un chaleco del equipo de demoliciones, una máscara de buzo y un cuchillo MK3 colgado de un cinturón, detrás de una pequeña mesa redonda con un plato puesto, una silla vacía y un gorro de marinero, en homenaje a los compañeros caídos. La pared estaba tapizada con fotos de los SEAL muertos en acción desde el comienzo de la guerra contra el terrorismo.
En otros rincones, había una bayoneta iraquí, un AK-47 afgano y varios carteles de las películas Navy Seals y La Roca, que le hacían compañía a uno de tamaño natural de la película La criatura de la laguna negra y una foto en colores de Zarqawi después de que la bomba le cayera en la cabeza.
También había una colección de billetes: de las Filipinas, Oriente Próximo, África, Sudamérica y todos los lugares adonde los SEAL habían ido en misión.
Junto a la colección, otras fotos del Programa Espacial Apolo, con los hombres rana del equipo de demoliciones que solían rescatar a los astronautas cuando caían en el océano.
Los servicios, tanto el de hombres como el de mujeres, estaban decorados con carteles de reclutamiento de la Marina, y encima de la puerta principal, un emblema que solo podía verse cuando se marchaban los clientes: «El único día fácil fue ayer».
La última adquisición de El Cubo había traído recuerdos agridulces a Dockery y a Dall’au. Había llegado por DHL desde Colorado y habían tenido que leer la carta de Scot Harvath para entender lo que tenían delante.
Dos de los hombres que Ronaldo Palmera había torturado hasta la muerte habían sido clientes de El Cubo. Los propietarios habrían preferido exhibir su cabeza decapitada, pero la foto del terrorista muerto en mitad de la calle, junto con la Taser que había contribuido a llevarlo hasta allí y sus horrendas botas eran los siguientes mejores artículos para exponer en el local.
Como exmiembro del Equipo Dos de los SEAL, Harvath llevaba años haciendo aportaciones al bar. Las piezas con las que había contribuido al museo eran legendarias. A menudo, Dockery y Dall’au decían que, como siguiera a ese paso, tendrían que añadirle un ala nueva al establecimiento y bautizarla en su honor.
Afuera, en el parking, Philippe Roussard respiró hondo y cerró los ojos. La sensación familiar empezaba a irradiarse hasta los últimos rincones de su cuerpo. Era esa excitación indescriptible que alguna vez había definido como «el acelerón».
Sin embargo, el ensueño duró poco. El olor del Vicks VapoRub que se había untado bajo la nariz era casi tan malo como el de las bolsas de fertilizante que traía en la caravana. Dio gracias a Alá porque tampoco tendría que seguir oliendo los vapores de los bidones de diesel de doscientos litros y se recordó que todo estaba a punto de concluir.
Bajó de la furgoneta y cerró la puerta con llave. Se dio una vuelta por la parte de atrás y sonrió al releer la pegatina del guardabarros: «Ahorra agua, dúchate con un SEAL». Otra pegatina recordaba a los soldados desaparecidos en acción, y otra más ponía: «A mi caravana le gusta el petróleo de Iraq». Si a alguien se le ocurría que el vehículo no encajaba con el parking de El Cubo, bastaría con que leyera las pegatinas para cambiar de opinión.
Y tampoco tenía demasiada importancia. No planeaba quedarse mucho rato. De hecho, estaba bajando la moto recién comprada de la plataforma enganchada a la parte trasera de la caravana cuando se le acercaron dos agentes de policía de Virginia Beach. No estaban de guardia y no traían uniforme, pero sus gestos y su manera de comportarse ponían en evidencia que eran agentes de la ley.
—Oiga, no puede aparcar eso aquí —dijo el más alto de los dos.
Por reflejo, Roussard se llevó la mano a la Glock 9 milímetros que traía bajo la chaqueta, pero se detuvo a tiempo.
—Sobre todo no con ese pestazo —añadió su compañera—. ¿Cuándo fue la última vez que vació el tanque de reserva?
—Hace algún tiempo. —Roussard se obligó a sonreír.
—Era una broma, nada más —dijo el agente y señaló la moto—. Nada mal, la Kawasaki.
—Gracias.
—Es el sueño hecho realidad, ¿eh? La moto y la carretera. Ja, si los instructores pudieran verlo ahora, ¿no?
Roussard asintió educadamente y acabó de bajar la moto de la plataforma.
—¿No habrá estado bebiendo, verdad? —preguntó la oficial al verlo sacarse las llaves del bolsillo.
—Para nada —contestó Roussard—. Tengo que hacer algunas cosas. Volveré dentro de un rato.
El tío no acababa de gustarle. Desde luego, era guapo y estaba en forma, pero eso no bastaba para que fuera un SEAL.
—Doc es bastante generoso cuando se trata de vosotros. Por eso os deja aparcar aquí.
—Sí que lo es. —Roussard empezó a presentir que podía haber problemas.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—¿Qué importa? —preguntó el oficial—. ¿Estás interesada en él o algo así?
—Puede —respondió la oficial. Se volvió hacia Roussard—: ¿Vas a estar por aquí un par de días?
—No —contestó Roussard—. Me marcho mañana.
La oficial pareció decepcionada.
—Qué lástima.
—No le hagas caso —contestó su compañero—. Búscanos dentro cuando vuelvas. Te invitaremos a una cerveza.
Roussard se subió a la motocicleta.
—Eso suena muy bien.
Encendió la moto, se puso el casco y estaba a punto de arrancar cuando la mujer le puso una mano en el manubrio.
—¿Qué método usas para purgarla?
—¿Perdón? —Roussard ya quería marcharse.
—Con qué método la purgas — dijo la oficial.
Roussard buscó a toda velocidad la respuesta en su mente. No tenía idea de qué estaba hablando la mujer. A juzgar por la manera en que tocaba el manubrio, debía de ser algo relacionado con la moto. Como le habían enseñado que las mejores mentiras eran las más simples, confesó su ignorancia.
—La compré hace menos de una semana. Todavía no he aprendido a usarla.
La oficial de policía de Virginia Beach se apartó de la moto con una sonrisa.
Su compañero esperó a que Roussard se alejara para preguntar:
—¿De qué iba todo eso? ¿Con qué método la purgas? En realidad tú no sabes nada de motocicletas, ¿o sí?
—No, pero sé bastante acerca de los SEAL. Y ese tío no era un SEAL. En caso de serlo, habría entendido de qué estaba hablando.
—Venga ya —contestó el otro policía—. Estás en tus horas libres. Relájate un poco.
La mujer lo miró.
—¿No te pareció un tío un poco raro?
—Yo estuve en el Ejército. Y a juzgar por las pegatinas del guardabarros, ese tío es de la Marina. Así que sí, me parece un poco raro. Pero como residente de Virginia Beach, ya estoy acostumbrado a convivir con ellos.
La mujer sacudió la cabeza.
—¿Y por qué dejó la caravana aparcada aquí? A Dockery no le hacen ninguna gracia. Ni él ni Dall’au permiten que nadie deje el coche aquí toda la noche. Si eres tonto y te pasas de copas, más vale que se te ocurra un plan para salir de aquí y llevarte tu coche.
—¿Y qué?
—Que algo no encaja aquí.
El oficial sacudió entonces la cabeza.
—Yo voy a entrar a beber una cerveza.
—Pues ya que vas a entrar, busca a Doc y dile que salga un momento. Quiero hablar con él.
—¿Y qué vas a hacer mientras tanto?
La oficial sacó una ganzúa del bolsillo de la chaqueta.
—Voy a echar una miradita.
100
Aunque el mensaje de Harvath lo había envalentonado, Kevin McCauliff todavía se resistía a infiltrarse en el sistema a plena luz del día. Decidió aguardar hasta la noche, cuando había menos tráfico en los servidores y menos funcionarios que pudieran tropezar con él y empezar a hacerse preguntas.
El Trol había hecho la parte más dura del trabajo, que era localizar a los cómplices de la operación en Brasil. Incluso había elaborado una lista de bancos, un cálculo de fechas y la cantidad aproximada de dinero que McCauliff tenía que buscar.
No era fácil, desde luego, pero el agente de la NGA acabó por encontrar el rastro. Habían fraccionado el dinero y habían hecho las transferencias a través de varios bancos intermediarios en Malta, las islas Caimán y la isla de Man, pero todos los movimientos tenían algo en común: procedían de una cuenta de Wegelin & Company, el banco privado más antiguo de Suiza.
No había podido llegar más allá. Wegelin & Company debía guardar sus registros en alguna parte, pero no estaban en sus servidores, al menos no en aquellos a los que se podía acceder desde fuera. McCauliff había probado con todos los trucos que conocía, pero sin éxito. La gente que andaba buscando Harvath, fueran quienes fueran, habían sido sumamente cuidadosos con los rastros. Sumamente cuidadosos, pero no perfectos. Era casi imposible mover grandes cantidades de dinero sin dejar ninguna pista.
El único problema era que las pistas conducían al callejón sin salida de Wegelin & Company, el arquetipo de la discreción bancaria suiza. Si quería más respuestas, tendría que dirigirse directamente a Wegelin & Company.
Harvath le dio las gracias por la información y desconectó el programa de llamadas. Se quitó los audífonos, se volvió hacia el Trol y le transmitió la noticia de que los fondos habían sido rastreados hasta un banco en las afueras de Zúrich llamado Wegelin & Company.
En cuanto escuchó el nombre, el Trol se puso pálido y levantó el dedo índice.
Sus dedos regordetes empezaron a teclear en el ordenador. Cuando encontró lo que estaba buscando, recitó una serie de números. Coincidían del primero al último con la cuenta que McCauliff acababa de identificar.
—¿Cómo lo supo? —preguntó Harvath.
El Trol se pasó la mano por su corto pelo negro.
—Yo abrí esa cuenta.
—¿Usted?
—Sí, yo. Pero es peor. Para decirlo clara y llanamente, Abu Nidal no era más que un terrorista. Su padre tuvo éxito en los negocios, pero él no sabía nada acerca del sistema bancario ni de cómo proteger su dinero.
—¿Y usted se lo manejaba?
—No. No el de la organización. Tenía gente contratada para eso. Lo que Nidal me pidió fue distinto. Quería poner cierto dinero fuera de la contabilidad, por así decirlo. No quería que lo vincularan a su grupo, el FRC. Quería crear esa red de protección, por si le pasaba algo.
—¿Para proteger a quién?
—A su hija Adara —dijo el Trol, mirando a Harvath—. Era una cuenta privada para ella. Una cuenta personal.
A más de seis mil kilómetros de distancia, un analista de la Agencia de Seguridad Nacional acababa de etiquetar y comprimir el archivo de audio en el que había estado trabajando.
Levantó el teléfono y marcó un número de móvil. Era la segunda vez que llamaba a su interlocutor anónimo en veinticuatro horas.
El analista empezó a hablar en cuanto su contacto contestó.
—Usted quería saber si Scot Harvath había intentado comunicarse con Kevin McCauliff, el analista de la NGA, ¿verdad?
—Prosiga —respondió la voz.
—Ha hablado con él hace tres minutos.
—¿Logró establecer dónde se encuentra Harvath?
—No —dijo el agente de la NSA—, pero, basándome en la conversación, creo que sé a dónde se dirige.