1
Campo Delta
Estación Naval de Estados Unidos
Bahía de Guantánamo, Cuba
Con el calor y la humedad la vida en Cuba oscilaba entre la desgracia absoluta y «ya hay agua, ¿alguien tiene cuchillas?». Pero cuando llovía y hacía frío, Cuba se volvía francamente insoportable. Era una de esas noches.
Los guardias se acercaron a las celdas de aislamiento de Delta 5, donde estaban los detenidos más peligrosos y más valiosos para los servicios de inteligencia. Traían un humor de perros, y no era solo por el clima. Algo no andaba bien. Se les notaba en la cara cuando sacaron a los prisioneros de las celdas y les ordenaron a punta de pistola que se vistieran.
Philippe Roussard no era el preso más antiguo de Guantánamo, pero sí el que había padecido los peores interrogatorios. Era un europeo de origen árabe, un francotirador extraordinariamente hábil cuyas hazañas habían hecho leyenda. Los sitios web de los yihadistas reproducían sin descanso los vídeos de sus asesinatos. Para sus hermanos musulmanes, era poco menos que un superhéroe del panteón del islam. Para Estados Unidos, era una máquina de matar terrorífica que se había cargado a más de cien soldados norteamericanos.
Pero esa noche en los ojos de sus carceleros había algo más que el odio de costumbre. Esa noche estaban realmente cabreados. Quién sabe qué clase de interrogatorio nocturno les tenía reservada la Fuerza Conjunta de Tareas de Guantánamo. Sin duda, sería algo inédito. Los guardias parecían a punto de perder el control.
¿Se había producido otro ataque contra Estados Unidos? ¿Qué más podía poner a los guardias en ese estado?
Si era así, Roussard estaba seguro de que la pagarían con ellos. Tal vez habían diseñado una nueva forma de humillación, concebida para herir su sensibilidad musulmana. En secreto, Roussard deseó que la atractiva soldado rubia estuviera involucrada en el tormento: que se desnudara hasta quedarse en bragas negras de encaje y se restregara contra su cuerpo. Sabía que no estaba bien, pero las fantasías que tenía con la mujer llenaban sus largas horas solitarias en la celda de aislamiento.
Especulaba todavía sobre su destino cuando oyó un portazo al otro extremo del bloque de celdas. Levantó la vista buscando a la rubia, pero no era la rubia. Otro soldado había entrado con cinco bolsas de la compra. Al pasar, le lanzó una bolsa a cada preso.
—¡Vístanse! —ordenó chapurreando en árabe.
Confundidos, los prisioneros sacaron la ropa de civil que había en las bolsas y empezaron a vestirse. Se lanzaban miradas furtivas, tratando de adivinar qué iba a pasar. Roussard recordó las historias de los campos de concentración, en las que a los judíos les decían que los llevaban a ducharse cuando en realidad iban camino de las cámaras de gas.
No creía que los norteamericanos les dieran ropa nueva solo para ejecutarlos, pero la incertidumbre acerca de lo que iban a hacerles era más que un motivo de inquietud.
—¿Por qué no tratan de evadirse? —le susurró un guardia a otro acariciando el seguro de su M16—. Cómo me gustaría que uno de estos hijos de puta nos diera la espalda.
—Vaya mierda —contestó el otro—. ¿Qué coño estamos haciendo?
—¡Vosotros dos, a callar! —ladró el jefe de la unidad, y luego dio una serie de órdenes por la radio.
Ciertamente algo no encajaba.
Una vez que estuvieron vestidos, les esposaron las muñecas y los tobillos y los pusieron en fila contra la pared.
«Llegó la hora», pensó Roussard cuando sus ojos se cruzaron con los del soldado que quería que alguno de los presos echara a correr.
El soldado había pasado el dedo del seguro del arma al gatillo. Estaba a punto de decir algo cuando varios vehículos frenaron en seco en el exterior.
—Ya han llegado por nosotros —gritó el jefe de la unidad—. Vamos allá.
Los soldados empujaron a los presos hacia la puerta. Roussard confió en que una vez fuera les dejaran ver adónde iban para entender mejor las cosas.
La esperanza se truncó cuando les cubrieron la cabeza con las capuchas negras, delante de la columna de Humvees verdes.
El convoy hizo un alto al cabo de diez minutos. Antes de que le retiraran la capucha, Roussard ya había reconocido el agudo gemido de los motores de un avión.
Mientras les quitaban los grilletes, los prisioneros contemplaron el enorme Boeing 727 que aguardaba en el asfalto reluciente por la lluvia. Había una escalerilla de metal al pie del avión y la puerta estaba abierta de par en par.
Nadie decía una palabra, pero, a juzgar por su comportamiento, los soldados tenían orden de no acercarse al avión, y Roussard llegó asombrado a una conclusión. Dio un paso al frente, aunque no le habían dado ninguna orden. Vio que ninguno de los soldados trataba de detenerlo y siguió andando, paso a paso, hasta llegar al primer escalón de metal. Empezó a subir los escalones de dos en dos. ¡La salvación estaba al alcance de la mano! Siempre había sabido que tarde o temprano sería así.
Se deslizó con cautela dentro de la cabina, con las pisadas de los otros prisioneros retumbando a su espalda en la escalera. El primer oficial del avión lo interceptó, comparó su cara con una foto y sacó un pesado sobre negro:
—Esto es para usted.
Roussard había recibido antes otros sobres parecidos. Sabía ya quién era el remitente, sin necesidad de abrirlo.
—Si no le importa, siéntese —prosiguió el primer oficial—. El capitán quiere despegar cuanto antes.
Roussard buscó un asiento junto a la ventanilla y se puso el cinturón. Cuando se cerró la puerta principal, varios miembros de la tripulación se escabulleron hacia la parte de atrás y regresaron con cinco aparatos médicos de aspecto extraño y cinco bidones de plástico muy grandes.
Roussard seguía sin entender, pero luego abrió el sobre y leyó el contenido del mensaje. Una sonrisa se dibujó poco a poco en su cara. No solo estaba libre: los norteamericanos ya no podían darle caza. La venganza estaba en sus manos… y mucho más pronto de lo que había pensado.
Levantó la persiana de la ventanilla y vio a los soldados subiéndose a los Humvees y alejándose de la pista. Varios soldados sacaron la mano por la ventana con el dedo medio en ristre, a modo de despedida.
Los motores del avión bramaron llenos de vida y la enorme bestia empezó a rodar por la pista. La parte delantera de la cabina prorrumpió en gritos de júbilo: «Allahu Akbar», «Dios es grande».
En efecto, Alá era grande, pero Roussard ya sabía que no había sido Él quien había negociado su liberación. Lanzó una mirada al sobre negro. No, le debían su libertad a alguien mucho menos benevolente que Alá.
Se volvió hacia la ventanilla cuando ya los soldados se perdían de vista. Dispuso el pulgar y el índice como si sujetara un arma imaginaria, apuntó y tiró del gatillo. Ahora que estaba libre, era solo cuestión de tiempo antes de que su controlador lo soltara en medio de Estados Unidos en busca de venganza.
2
Condado de Fairfax, Virginia
Seis meses después
El trueno sacudió las paredes y las ventanas estallaron en una granizada de cristales rotos. Por instinto, Scot Harvath lanzó un manotazo hacia donde debía estar su novia Tracy y saltó fuera de la cama.
Cayó encima del hombro malo. Cambió de postura, estiró la mano y sacó de un tirón el cajón de la mesilla. El cajón aterrizó en el suelo con un estruendo. Monedas extranjeras, un frasco de analgésicos, las llaves de los candados que todavía no había puesto en la casa, bolis, un bloc del Ritz de París, todo se desperdigó por el parqué.
Todo, excepto lo que más necesitaba: la pistola.
Rodó sobre sí mismo y empezó a manotear frenéticamente bajo la cama. Lo único que encontró fue una caja de balas con la punta hueca y la funda vacía de la pistola.
El instinto le gritaba que encontrara un arma y la conciencia le gritaba por haberse ido a dormir sin ella. Sin embargo, se había ido a dormir con la pistola. Nunca se iba a dormir sin ella. La había puesto a su lado en el cajón. Estaba seguro.
Tal vez Tracy la había cogido primero. Se volvió hacia ella pero Tracy no estaba allí. De hecho, en medio de la caída y el aturdimiento, ya ni siquiera estaba seguro de que Tracy hubiera estado en la cama con él. Nada tenía lógica.
Se incorporó sin alzar la cabeza y se escurrió hacia el pasillo y las escaleras. Con cada paso el corazón le latía más fuerte. Su instinto estaba tratando de decirle algo y, en el último descansillo, vio la sangre. El suelo, las paredes, el techo…, había sangre por todas partes.
Era demasiada sangre… ¿De dónde había salido? ¿De quién?
La adrenalina seguía retumbando por su cuerpo pero las piernas se le volvieron de granito. Tuvo que juntar toda su fuerza de voluntad para avanzar hasta la entrada y abrir la puerta de la casa.
La escena asaltó sus ojos a fogonazos: los brochazos sangrientos por encima de la puerta, la cesta de picnic volcada y, tendido bajo el umbral, junto a un cachorrito blanco, el cuerpo de la mujer de la que estaba enamorado.
Harvath creyó ver a alguien entre los árboles del lindero de la finca. Todavía miraba a su alrededor en busca de un arma cuando vio el largo cuchillo negro por encima de su hombro y sintió el filo del metal contra la garganta.
3
Hospital de Fairfax
Falls Church, Virginia
Harvath echó la cabeza hacia atrás con tal violencia que se despertó. Pasaron varios segundos antes de que su corazón empezara a latir más despacio y reconociera dónde estaba.
Lanzó un vistazo al cuarto de hospital. Todo seguía tal como lo había dejado al caer dormido. La baranda de la cama donde había apoyado la cabeza seguía allí, y también la persona que ocupaba la cama: Tracy Hastings.
Recorrió el cuerpo de Tracy con la mirada, tratando de descubrir si se había movido durante la cabezada. Tracy seguía en coma. Cinco días antes la había alcanzado una bala anónima, y desde entonces no se había movido. Ni un milímetro.
El ventilador seguía girando con su rítmico compás: jiss, pop…, jiss, pop. Harvath no soportaba verla así. Tracy ya había pasado por demasiados traumas. Pero lo peor era saber que, esta vez, él era el culpable de sus sufrimientos.
A pesar de todos los sinsabores de su vida (y sobre todo de la mina casera que le había explotado en la cara en Iraq, privándola de un ojo y de su carrera como experta en desactivación de explosivos de la Marina), Tracy se las había arreglado para conservar un notable sentido del humor. A Harvath le había costado algún tiempo aceptarlo, pero se había enamorado de ella desde el primer momento.
Habían acabado trabajando juntos por casualidad un mes antes en Manhattan. Harvath había ido a la Gran Manzana a pasar el fin de semana del 4 de julio con su buen amigo Robert Herrington. Robert, o Bob Balas, como le decían, era un curtido agente de la Fuerza Delta que hacía poco había recibido la baja médica a causa de una herida mientras estaba en Afganistán.
Harvath y Herrington tenían planeado un fin de semana repleto de alcohol y diversión, pero la ciudad de Nueva York había sido blanco de un atentado terrorista pavoroso. Ninguno podía imaginar que el propio Bob moriría asesinado esa noche.
Con la isla de Manhattan cerrada con candado y la policía, los bomberos y los servicios de emergencia desbordados, Bob había ayudado a Scot a montar un equipo para cazar a los culpables.
Habían formado el combo en la oficina de veteranos de Manhattan con varios agentes de operaciones especiales que, al igual que Bob, habían sido dados de baja recientemente por heridas de combate. Harvath estaba encaramado en lo alto del edificio, a orillas del East River, cuando Tracy y otros dos colegas de Bob habían subido al techo.
Tracy tenía veintiséis años, diez menos que Harvath, pero transmitía una sabiduría y un dominio del mundo que hacían irrelevante la diferencia de edad. Cuando Harvath se lo comentó más tarde, Tracy contestó en broma que desactivar explosivos para ganarse la vida podía hacerlo envejecer a uno bastante rápido.
Aunque se comportaba como si fuera mayor, ciertamente no parecía de más de veintiséis. Era la viva estampa del buen estado físico. De hecho, era la chica más escultural que Harvath había visto nunca. Tracy solía decir que tenía un cuerpo irresistible y una cara que cuidaba de él. Se refería con eso a las cicatrices que le había dejado la mina casera iraquí. Los cirujanos plásticos habían hecho un trabajo fabuloso y el ojo de repuesto era idéntico al otro ojo azul pálido, pero, por mucho que se maquillara, no lograba esconder las finas cicatrices en su rostro.
A Harvath le traían sin cuidado. La encontraba guapísima. Sobre todo, le encantaba que se peinara su cabello rubio en dos coletas. Las coletas eran para las niñas pequeñas, pero cuando se las hacía una mujer adulta le resultaban muy sexis.
Esa era Tracy, en dos palabras. Para nada una chica común y corriente. Harvath admiraba profundamente su ingenio, su compasión, su perseverancia frente a la adversidad, pero no era por eso por lo que estaba enamorado. Sus motivos eran mucho más egoístas.
La razón por la que Harvath amaba a Tracy era que, por primera vez en la vida, había encontrado a alguien que lo comprendía de verdad. Alguien que no se quedaba en sus andanadas de comentarios mordaces, ni en el torrente inagotable de chistes, ni delante del muro de roca que Harvath había levantado entre él y el resto del mundo. Con Tracy no necesitaba fingir. Y ella tampoco necesitaba fingir con él. Desde el primer momento, habían sido ellos mismos. Era una sensación que nunca había creído que fuera a experimentar.
Miró a Tracy tendida en la cama y supo que nunca volvería a palpar otra vez esa sensación.
Con delicadeza, le soltó la mano y se puso de pie.
4
En el cuarto de baño había un cepillo de dientes, dentífrico, desodorante, cuchillas y crema de afeitar. Laverna, la enfermera de la noche, los había dejado allí poco después de que Harvath llegara, la mañana que le habían disparado a Tracy. Era bastante evidente que él no tenía intención de irse. Estaba dispuesto a quedarse todo el tiempo que hiciera falta, hasta que Tracy estuviera mejor.
Harvath cerró la puerta, se desvistió y abrió el grifo de la ducha. Esperó a que el agua estuviera caliente, se metió dentro y dejó que el chorro restallara contra su cuerpo. Cerró los ojos y los jirones de la pesadilla volvieron a asaltarlo. Se esforzó por empujarlos hacia los rincones más profundos de su psique. Empezó a restregarse con el jaboncito y trató de pensar en otra cosa.
El truco funcionaba, pero sabía que los demonios no tardarían en volver. Día y noche habían revoloteado a su alrededor, desde el momento del disparo.
En una ocasión había despertado de una versión especialmente mala de la pesadilla y había encontrado a varios médicos en la habitación. Uno de ellos le sugirió que se buscara un terapeuta, pero Harvath se echó a reír. Evidentemente, el médico no sabía con quién estaba hablando. En su campo de trabajo la gente no iba al terapeuta. ¿Quién podía empezar siquiera a entender la vida que llevaba, para no hablar del increíble desgaste que traía a cuestas al cabo de los años?
Giró el selector de la temperatura hasta el otro extremo para que lo espabilara el agua helada y salió de la ducha.
Se envolvió una toalla alrededor de la cintura, se apoyó en el lavabo y pasó la mano por la niebla del espejo. Por primera vez en la vida, su aspecto coincidía con sus sentimientos: se encontraba fatal. Sus ojos azules, casi siempre radiantes, estaban apagados e inyectados en sangre, y tenía el rostro tenso y demacrado. No llevaba el pelo largo en absoluto, pero le pareció que necesitaba cortárselo. Muchos chicos de dieciocho habrían envidiado su metro ochenta de puro músculo, pero en los últimos cinco días apenas había probado bocado y se veía demasiado flaco.
Solo una vez en la vida se había sentido igual de inseguro y se había odiado tanto.
Dieciocho años antes Harvath se había enfrentado a su padre, un instructor de los SEAL[1] que trabajaba en la Escuela Especial de Guerra de la Marina, cerca de su casa en Coronado, California. Se había presentado con éxito a las pruebas para ingresar en el equipo nacional de esquí en estilo libre. Su padre sabía que Harvath era un esquiador de primer nivel, pero quería que al salir del instituto fuera a la universidad, no que se convirtiera en un atleta profesional. Los dos eran igual de obstinados y, después del episodio, habían pasado mucho tiempo sin hablarse. Maureen, la madre de Scot, se las arregló para mantener unida a la familia. Pero, aunque sus dos hombres se comunicaban de vez en cuando, las cosas habían cambiado para siempre. Padre e hijo eran más parecidos de lo que podían admitir, y eso hizo que la trágica muerte del padre resultara aún más insoportable.
Después de que Michael Harvath muriera en un accidente durante los entrenamientos, Scot nunca volvió a ser el mismo. Por más que lo intentó, ya no tenía cabeza para competir como esquiador. Todavía le encantaba esquiar, pero el deporte había perdido toda importancia para él.
Con el dinero de sus premios, que no era poco, se compró una mochila, viajó por Europa y al cabo de un tiempo recaló en Grecia, en una pequeña isla llamada Paros. Encontró trabajo como barman a las órdenes de una pareja mal avenida de emigrantes británicos. Uno había sido chófer de una familia del crimen del sur de Londres, y el otro era un amargado veterano de las Fuerzas Especiales británicas. Al cabo de un año Harvath había comprendido lo que quería hacer.
Volvió a casa, se matriculó en la Universidad del Sur de California y estudió ciencia política e historia militar. Tres años más tarde se graduó cum laude, se unió a la Marina y, luego, se presentó y fue aceptado para el curso de Demolición Submarina Básica de los SEAL y en un programa especializado conocido como SQT, o SEAL Qualification Training. El proceso de entrenamiento y selección era absolutamente demoledor, pero Harvath era un atleta de categoría mundial. Su condición física y mental, el hecho de que jamás se daba por vencido y la certeza de que finalmente había encontrado su vocación le dieron el empujón definitivo y le granjearon el honor de pertenecer a uno de los mejores cuerpos de élite del mundo: los SEAL de la Marina de Estados Unidos.
Por sus excepcionales habilidades como esquiador, fue asignado al Equipo Dos de los SEAL, especializado en lugares de clima frío. No tardó en destacar pese a que una de sus primeras misiones terminó en tragedia.
Con el tiempo, Harvath atrajo la atención de los miembros del famoso Equipo Seis, donde no solo refino sus habilidades como combatiente sino también en el dominio de las lenguas: pulió sus rudimentarias nociones de francés y aprendió a hablar el árabe.
Durante su estancia en el Equipo Seis se incorporó en una ocasión a la unidad que escoltaba en Maine al presidente y el Servicio Secreto se fijó en él. La Casa Blanca andaba buscando efectivos especializados en la guerra contra el terrorismo y consiguió robárselo a la Marina y llevarlo a Washington. Harvath no tardó en destacar una vez más y, después de un breve período, lo recomendaron para un programa ultrasecreto del Departamento de Seguridad Interior comandado por Gary Lawlor, un viejo amigo de la familia que había sido subdirector del FBI.
El programa era conocido como Proyecto Apex. Funcionaba en los sótanos de la Oficina de Apoyo a la Investigación Internacional, una de las dependencias menos conocidas del Departamento de Seguridad Interior. La función manifiesta de la oficina era apoyar a los cuerpos de policía, los ejércitos y las agencias de inteligencia extranjeras en la prevención de ataques contra Estados Unidos y sus intereses en el exterior. El trabajo de Harvath encajaba en parte con esta descripción oficial. En realidad, era un perro de presa que trabajaba en la más absoluta confidencialidad. Lo habían reclutado a raíz del 11-S y el presidente lo lanzaba contra los enemigos de Estados Unidos para prevenir nuevos ataques terroristas.
El argumento era que si los terroristas no respetaban ninguna regla tampoco Estados Unidos respetaría ninguna. Sin embargo, dados los escrúpulos de corrección política del país, según los cuales Estados Unidos sí tenía que acatar las reglas, el presidente había comprendido que muy pocas personas podían estar al tanto de la verdadera misión de Harvath, a saber, solamente su jefe, Gary Lawlor, y el propio presidente.
Harvath contaba con el pleno respaldo del Despacho Oval, con el poderío colectivo del Ejército de Estados Unidos y con los recursos combinados de todas las agencias de inteligencia de su país. Sobre el papel el programa sonaba fantástico pero, a menudo, y sobre todo en el laberinto burocrático de Washington, la realidad era completamente diferente.
Harvath no quería pensar ahora mismo en su empleo. Era a causa de su empleo, por su culpa, que le habían disparado a Tracy. No necesitaba esperar los resultados de la investigación. Lo sabía con absoluta certeza, y sabía igualmente que aquella chica tendida en la cama del hospital no se merecía en absoluto lo que le estaba pasando.
El FBI había conseguido reconstruir en parte lo ocurrido. Habían descubierto el escondite del francotirador en los bosques que rodeaban la casa. Su conclusión era que, fuera quien fuera el asesino, se había ocultado allí durante la noche, probablemente varias horas antes del amanecer.
El asesino había dejado de recuerdo un casquillo de bala con un mensaje: «Lo que se ha tomado con sangre solo puede cobrarse con sangre».
Además, había tenido el detalle macabro de pintar con sangre la puerta de su casa. Los primeros análisis habían descartado que la sangre fuera de Tracy. La puerta había sido pintada durante la noche, porque la sangre ya estaba seca en el momento de los disparos.
Para completar, estaba el cachorro abandonado ante el umbral dentro de una cesta de picnic. A Harvath le había bastado echar un vistazo a la nota de agradecimiento que venía en la cesta para saber de quién era el regalo. Pero, si alguien los tenía en el punto de mira a él o a Tracy, ¿para qué dejar una tarjeta de visita tan obvia?
Hacía algunas semanas, durante una operación encubierta en Gibraltar, Harvath le había salvado la vida a un perro enorme, un ovcharka del Cáucaso, de la misma raza del cachorro. El dueño del perro de Gibraltar era un hombrecillo despreciable: un enano, de hecho, que se dedicaba a comprar y vender información clasificada. También había ayudado a planear el ataque contra Nueva York. Le decían el Trol.
Pero ¿cómo había dado el Trol con él? Apenas un puñado de personas sabían de la existencia de la vieja iglesia conocida como Bishop’s Gate, donde Harvath había establecido su hogar. Se negaba a creer que el Trol hubiera sido tan descuidado o tan estúpido como para proclamar que era él quien estaba detrás del atentado a Tracy. Sin embargo, la cosa olía muy mal y Harvath no creía en las coincidencias. Tenía que existir una conexión, y estaba decidido a encontrarla.
5
Cuando regresó al cuarto del hospital, Bill y Barbara Hastings, los padres de Tracy, estaban sentados cada uno a un lado de la cama.
Bill Hastings era un hombre corpulento, de un metro noventa y unos cien kilos de peso. Había sido jugador de fútbol americano en la Universidad de Yale y todavía parecía en condiciones de jugar. Tenía el pelo gris y Harvath le calculaba unos sesenta y tantos. Levantó la mirada al ver entrar a Harvath.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
—No, señor —contestó Harvath.
Barbara le sonrió.
—Te has quedado otra vez toda la noche, ¿verdad?
Harvath asintió con la cabeza. Pero no dijo nada. Quizá lo más difícil de velar junto al lecho de Tracy era relacionarse con sus padres. Se sentía el único responsable de lo ocurrido. Casi no podía creer que fueran tan amables. Si lo culpaban por lo que le había pasado a su hija, no lo demostraban.
—¿Qué tal el hotel? —consiguió decir.
Los silencios podían hacerse insoportables. Harvath sabía que tenía que arrimar el hombro y contribuir a la conversación.
—Muy bien —repuso Barbara.
Cogió la mano de Tracy y empezó a acariciarle el antebrazo. Era una mujer de una elegancia extraordinaria. Llevaba el pelo impecablemente teñido de rojo oscuro y las uñas presentaban una perfecta manicura. Traía puesta una blusa de seda, una falda de Armani por encima de la rodilla, medias y zapatos caros.
Harvath nunca se habría atrevido a pronunciar una frase tan manida, pero era evidente que Tracy había heredado la belleza de su madre.
Juntos, los Hastings formaban una pareja muy atractiva. Si a eso se añadía la fortuna que Bill había amasado en el cuadrilátero de los fondos de inversión, no resultaba sorprendente que figuraran un día sí y el otro también en las páginas sociales de Manhattan.
Después del ataque del 3 de julio a Nueva York, los Hastings habían contemplado acortar sus vacaciones de verano en el sur de Francia, pero Tracy los había persuadido de que se quedaran. El regreso a Manhattan sería una pesadilla y la circulación tardaría algún tiempo en volver a la normalidad, así que cuanto más tardaran en volver, mejor. El plan había cambiado en el minuto mismo en que habían disparado a Tracy. Habían contratado un avión privado y habían volado directamente a Washington para acompañar a su hija.
Harvath estaba tratando de inventar qué más decir cuando una enfermera asomó la cabeza por la puerta.
—¿Agente Harvath? —preguntó—. Un caballero ha venido a verlo. Está en la sala de espera.
—Voy enseguida —contestó Harvath. Era un alivio poder dejar a los Hastings un rato a solas con su hija.
Se deslizó por detrás de Bill, se inclinó sobre Tracy y le susurró al oído que volvería en un momento. Le dio un apretoncito en la mano y se volvió hacia la puerta.
Cuando ya tenía la mano en el picaporte, Bill Hastings le dijo:
—Si es otra vez el tipo del FBI, acuérdate de decirle que no hemos encontrado el permiso de conducir de Tracy entre sus efectos personales.
Harvath asintió y salió del cuarto. Una vez fuera, se sacó del bolsillo el permiso y miró la foto. «Dios, qué guapa era». No había tenido corazón para confesarle a Bill Hastings que era él quien tenía el permiso. Tracy y él llevaban muy poco tiempo juntos, y no habían llegado a hacerse fotos.
Aunque se sentía culpable por engañar a los padres, Harvath no tenía ninguna intención de entregarles el permiso. Era uno de los pocos recuerdos que tenía de cómo era Tracy, de cómo eran los dos, antes de que los destrozara el ataque.
Su viejo amigo Gary Lawlor, que ahora era su jefe, lo aguardaba en la sala de espera.
—¿Cómo está Tracy? —preguntó.
—Sigue igual —contestó Harvath—. ¿Algún progreso en la investigación?
Gary le indicó que tomara asiento. Estaban en una habitación sin ventanas con un televisor sobre un soporte adosado a la pared en una esquina. Harvath se sentó y esperó a que Lawlor, que se había convertido en un segundo padre para él, cerrara la puerta y tomara también asiento.
La expresión de Lawlor era estrictamente profesional.
—Puede que tengamos una pista.
Harvath se inclinó hacia delante en la silla.
—¿Qué clase de pista?
—Está relacionada con la sangre que había en tu puerta.
—¿Qué pasa con ella?
—Los peritos han confirmado que no es sangre humana.
—¿Qué es entonces?
—Sangre de cordero.
Harvath lo miró confundido.
—¿Sangre de cordero? Eso no suena lógico.
—No —replicó Gary—, pero lo interesante es lo que encontraron mezclado con la sangre. De eso quiero hablarte.
Harvath esperó. No dijo nada.
Lawlor se inclinó también en la silla y bajó la voz:
—Después del funeral de Bob Herrington el secretario de Defensa te llevó a dar un paseo y te preguntó si te sentías con ánimos para cazar al asesino. ¿Te acuerdas? Te dijo que querían dejarlo escapar para seguirle el rastro hasta que se pusiera en contacto con la gente para la que trabajaba.
—Sí. ¿Y?
—¿Te acuerdas de cómo planeaban seguirle el rastro? —preguntó Lawlor.
Harvath se detuvo a pensar.
—Pretendían inocularle una especie de radioisótopo que emite una señal para seguirlo por satélite.
Lawlor volvió a arrellanarse en la silla. Se quedó mirándolo mientras Harvath procesaba la información.
—El radioisótopo estaba presente en la sangre de cordero —dijo Harvath.
Lawlor asintió.
—Es imposible. Yo mismo despaché al asesino de Bill.
Harvath estuvo a punto de añadir: «Yo lo vi morir». Pero cayó en la cuenta de que, de hecho, no había visto estirar la pata al terrorista.
No creía que nadie pudiera sobrevivir a lo que le había hecho a Mohammed bin Mohammed. Sin embargo, no había tenido el cuidado de confirmar si el tío realmente había muerto.
—No creen que sea obra de Mohammed —dijo Lawlor—. Hasta donde entendí, se trata de un radioisótopo completamente diferente.
—¿Que alguien puso a propósito en la sangre de cordero antes de pintar la puerta de mi casa? —preguntó Harvath.
Lawlor asintió una vez más.
—¿Por qué?
—Ese alguien quiere enviarte un mensaje.
—Obviamente. Pero ¿quién es? Incluso si es un radioisótopo completamente diferente del que usamos con Mohammed, no debe costar demasiado trabajo averiguar de dónde salió. Empecemos por ahí.
—No será fácil —dijo Lawlor.
—¿Por qué no? Los radioisótopos son un programa del Departamento de Defensa. Y ellos llevan registros como todo el mundo. Ponte en contacto con la oficina del secretario de Defensa y hazle saber que necesitamos consultarlos.
—Ya lo he intentado.
—¿Y? —preguntó impaciente Harvath.
—Acceso denegado.
—¿Acceso denegado? Tiene que ser una broma.
Lawlor dijo que no con la cabeza.
—Desgraciadamente no.
—Entonces se lo pediremos al presidente. Incluso el secretario de Defensa cumple órdenes. Si el presidente Rutledge ordena que nos muestren los registros, no te quepa duda de que lo hará —aseveró Harvath.
—Ya he hablado con el presidente Rutledge. No hay acceso.
Harvath no podía creer lo que estaba oyendo.
—Quiero hablar yo mismo con el presidente.
—Eso fue lo que él pensó que dirías —replicó Lawlor—. Y considera que estás en todo tu derecho. El coche está esperándonos abajo.
6
La Casa Blanca
Cuando Harvath y Lawlor entraron en el Despacho Oval, el presidente Rutledge se puso de pie y se adelantó para recibirlos.
Le dio la mano a Gary y luego le estrechó ambas manos a Harvath.
—¿Cómo está ella? —preguntó.
—Sigue estable, señor —respondió Harvath.
El presidente los invitó a sentarse en uno de los sofás que flanqueaban la chimenea del Despacho Oval. En cuanto se sentaron, fue directo al grano.
—Lamento mucho lo que le ha ocurrido a Tracy, Scot. Y cuando lo digo hablo en nombre de todos los estadounidenses. El país tiene una gran deuda contigo y con todo tu equipo por lo que hicisteis en Nueva York.
A Harvath lo incomodaban los halagos, sobre todo cuando venían del presidente. Pero ahora mismo se sentía mucho más que incómodo. En esencia, la operación de Nueva York había sido un fracaso. Había muerto demasiada gente, incluido uno de sus mejores amigos. Harvath y su equipo habían conseguido abatir a la mayoría de los terroristas involucrados en el ataque, pero en ningún momento habían llevado la delantera. No era algo de lo que se sintiera orgulloso.
—Gracias —murmuró por lo bajo, y esperó a que el presidente siguiera adelante.
—Scot, eres uno de los activos más importantes de la nación en la guerra contra el terror. No quiero que ni por un instante pongas en duda cuánto agradezco tus servicios. Sé que haces un trabajo que más de una vez resulta ingrato, y por eso quiero darte las gracias otra vez.
Harvath empezaba a intuir por dónde iban los tiros. El otro zapato estaba a punto de caer. Ya no faltaba nada.
Jack Rutledge lo miró a los ojos y dijo:
—Nos conocemos desde hace varios años. Y siempre he sido franco contigo.
—Así es, señor —asintió Harvath.
—Más de una vez te he confiado información en contra de los consejos de mis asesores para que comprendieras tu papel dentro de la situación general y el motivo por el que te pedía que hicieras ciertas cosas. Sobre todo, he actuado así porque sabía que podía fiarme de ti. Hoy quiero pedirte que tú confíes en mí.
El presidente hizo una pausa y se quedó mirando a Harvath. El rostro del agente antiterrorista permaneció inescrutable y Rutledge se vio obligado a preguntar:
—¿Estás dispuesto a confiar en mí? ¿Lo harás?
Harvath conocía la respuesta correcta: «Por supuesto, señor presidente, estoy dispuesto a confiar en usted». Sin embargo, esas no fueron las palabras que salieron de su boca.
—¿En relación con qué, señor? —preguntó.
No era la respuesta que el presidente quería oír. Pero tampoco parecía sorprendido. Scot no había llegado a ser tan bueno en su oficio por casualidad. No era un incauto en absoluto.
—Tengo que pedirte algo. Sé que no te va a gustar, pero por eso mismo necesito que confíes en mí.
Las alarmas de Harvath se encendieron todas a la vez. Asintió despacio, animando a Rutledge a proseguir.
—Quiero pedirte que nos dejes cazar al hombre que le disparó a Tracy.
No era una petición para responder sí o no. Pero, aun así, Harvath no estaba dispuesto a que lo dejaran fuera de juego. Eligió con cuidado las palabras y el tono de voz:
—Disculpe, señor presidente, me parece que no le entiendo.
Rutledge no se andaba con medias tintas.
—Sí me entiendes. Estoy pidiéndote que por esta vez esperes sentado.
El fino arte de la diplomacia solía eludir a Harvath. Le sostuvo la mirada a Rutledge y preguntó:
—¿Por qué?
Como presidente de Estados Unidos, Jack Rutledge no tenía por qué darle explicaciones a nadie, mucho menos a Scot Harvath. Ni siquiera habría tenido que sostener aquella conversación pero, como él mismo había dicho, sentía que el país tenía una deuda con Harvath, no solo por lo que Harvath había hecho en Nueva York y más tarde en Gibraltar, sino por muchas otras cosas.
De hecho, en una ocasión Harvath les había salvado la vida a él y a sus hijas. Se merecía una explicación mejor. Rutledge lo sabía. Pero no podía dársela.
—Hay factores en juego que no puedo discutir —dijo—, ni siquiera contigo.
—Puedo comprenderlo, señor presidente. Pero no fue una casualidad que atacaran a Tracy. El que lo hizo actuó por motivos personales. La sangre encima de la puerta, el casquillo de bala, la nota… Alguien está reclamando mi presencia.
—Y hemos montado un equipo que se hará cargo de la situación.
Harvath trató de mantener la calma.
—Señor presidente, sé que tiene al FBI haciendo horas extras, pero pese a lo buenos que son este no es un trabajo para ellos.
—Escucha, Scot… —empezó a decir Rutledge.
—No quiero faltarle al respeto, pero por lo que hemos visto este tío es un asesino profesional que probablemente está vinculado a una gran organización terrorista. Si queremos atraparlo, la gente que está buscándolo tiene que entender su manera de actuar. Tienen que poder pensar como él, y el FBI no puede.
—Las personas que he puesto a cargo de ello sí. Lo encontrarán, te lo prometo.
—Ese tío le disparó a Tracy en la cabeza, señor presidente. Los médicos dicen que sobrevivió de milagro. Está en coma, puede que nunca vuelva en sí y es culpa mía. Todo es culpa mía. Lo menos que puedo hacer por ella es encontrar al asesino. Tiene que dejarme subir a bordo.
Rutledge había temido que las cosas fueran como iban.
—Scot, no puedo insistir lo suficiente en lo importante que es que confíes en mí.
—Y yo necesito que usted confíe en mí, señor presidente. No me deje fuera. No sé quién está en el equipo que ha montado, pero puedo ayudarles.
—No, no puedes. —Rutledge se levantó de su sillón. Estaba claro que la entrevista había terminado.
Harvath se vio obligado a ponerse de pie.
—No me excluya de esto, señor.
—Lo siento —dijo Rutledge, tendiéndole la mano. Harvath le estrechó la mano por reflejo. Rutledge cubrió su mano con la otra y añadió—: Lo mejor que puedes hacer por Tracy ahora mismo es estar a su lado. Llegaremos hasta el fondo de este asunto, te lo prometo.
En la mente de Harvath, el shock empezaba a ceder el paso a un arranque de rabia. Antes de que pudiera abrir la boca, Gary Lawlor le dio las gracias al presidente y encaminó a su subordinado fuera del Despacho Oval.
En cuanto se cerró la puerta de visitantes, un hombre alto, de pelo entrecano y unos cincuenta y tantos años entró en el Despacho Oval desde el estudio del presidente. Era James Vaile, el director de la CIA.
Rutledge lo miró.
—¿Qué opinas? ¿Cooperará?
Vaile se quedó mirando la puerta por la que Scot Harvath acababa de salir. Sopesó la pregunta del presidente.
—Si no coopera —dijo finalmente— tendremos un problema importante entre manos.
—Acabo de prometerle que tu equipo se encargará de resolverlo todo.
—Y lo harán. Tienen experiencia en este tipo de operaciones en el extranjero. Saben lo que hacen.
—Más les vale —replicó el presidente, ya de camino a la Sala de Reuniones—. No podemos permitirnos que Harvath se involucre en el asunto. Maldita sea, lo que está en juego es grave.
7
Harvath y Lawlor regresaron en silencio al hospital. A Harvath no le hacía ninguna gracia que le cortaran las alas, sobre todo cuando sabía que estaba más que capacitado para la misión.
Lawlor no quiso incitarlo a hablar. Había previsto cómo discurriría la entrevista desde antes de que llegaran a la Casa Blanca. El presidente le había dejado claro que no quería a Harvath, ni a nadie, metiendo las narices en la investigación. Lo único que no le había explicado era por qué.
Aunque tampoco le hacía feliz la decisión del presidente, tenía que reconocer que Rutledge se la había comunicado a Scot en persona. El presidente estaba en lo cierto: era lo mínimo que podía hacer.
El chófer se detuvo delante del hospital y Harvath salió del coche. Lawlor tenía un millón de cosas que quería decirle, pero ninguna de ellas parecía apropiada en ese momento. Fue Harvath quien rompió el silencio.
—¿Han montado un equipo para cazar al francotirador pero yo no puedo tener nada que ver? Eso no tiene sentido. Está ocultándonos algo, Gary. Y eso me cabrea.
Lawlor sabía que tenía razón, pero ninguno de los dos podía hacer nada. El presidente había dado una orden explícita. Aunque estaba igual de perplejo que Harvath, Gary Lawlor se limitó a responder:
—Llámame si hay novedades de Tracy.
Harvath cerró la puerta asqueado y entró en el hospital.
Encontró a los padres de Tracy comiendo en la habitación.
—¿Alguna noticia de la investigación? —preguntó Bill Hastings.
Harvath no quería agobiarlos con sus problemas. Contestó con una media verdad.
—Están trabajando en todos los frentes. El presidente tiene un interés personal en el caso y está haciendo todo lo que puede.
El ventilador seguía girando rítmicamente: jiss, pop, jiss, pop. Harvath acercó una silla a la cama, tomó la mano de Tracy y le susurró que ya estaba de vuelta.
Si Rutledge pudiera verla así no lo habría excluido tan pronto de la investigación. Harvath no había dejado de preguntarse por qué lo excluían después de salir de la Casa Blanca. Lo mirara por donde lo mirase, no le parecía lógico.
El presidente sabía que él podía desempeñar un papel valioso en un caso así. Por un momento, Harvath había llegado a pensar que quizá Rutledge tenía miedo de que se dejara llevar por las emociones. Sin embargo, Harvath le había dado pruebas de sobra de que sabía separar las emociones del trabajo.
De hecho, estaba claro que la razón por la que Harvath hacía tan bien su trabajo era porque se lo tomaba todo como un asunto personal.
No, el hecho de que él tuviera un interés sentimental en el resultado de la investigación no estaba detrás de la decisión. Había algo más.
Acarició con delicadeza el brazo de Tracy mientras su mente seguía barajando posibilidades. Cuantas más hipótesis formulaba, más lejos se sentía de la verdad. Había pensado que conocía bien al presidente, pero esta vez no conseguía entender sus actos.
Harvath repasó mentalmente la entrevista. En el Servicio Secreto lo habían entrenado una y otra vez para detectar esas expresiones mínimas, esas sutiles claves inconscientes que salían a la luz cuando alguien mentía o se preparaba para hacer algo desleal. Ni siquiera el político más taimado de Washington podía esconder sus verdaderas intenciones a un agente del Servicio Secreto que sabía estar atento. Y Scot Harvath sabía estar atento.
Jack Rutledge le había mentido, por el motivo que fuera. A Harvath no le cabía duda.
Estaba todavía debatiéndose cuando sonó la BlackBerry. Dejó que respondiera el buzón de voz. Ahora mismo, lo único importante era estar con Tracy.
Cuando el teléfono sonó por tercera vez, Harvath supuso que podía ser urgente y se sacó el aparato de la funda enganchada en el cinturón. En el identificador de llamadas apareció un código de área de Colorado.
Apretó el botón para responder y se llevó el teléfono al oído.
—Harvath —contestó.
—¿Estás solo? —dijo la voz del otro lado.
Harvath miró de reojo a Bill Hastings, que comía leyendo The New York Times. Volvió a concentrarse en el teléfono.
—Sí, dime.
—¿Sigues interesado en las peleas de enanos?
Harvath se enderezó en la silla.
—¿Tienes alguna noticia?
—Afirmativo —dijo la voz.
—¿De qué se trata?
—No puedo decírtelo por teléfono. He mandado un avión a recogerte. No te entretengas haciendo la maleta. Tienes que venir de inmediato.
Harvath miró a Tracy. Se quedó callado.
—De inmediato —repitió la voz.
Por un instante, le pareció que Tracy le apretaba la mano. Pero seguramente lo había imaginado.
—¿Estás ahí? —preguntó la voz al cabo de unos segundos.
Harvath se obligó a volver en sí.
—Sí, aquí estoy.
—Vete ahora mismo al Aeropuerto Nacional Ronald Reagan —le ordenó la voz.
Colgaron.
8
Baltimore, Maryland
Mark Sheppard era muy aficionado a las películas de zombis. El amanecer de los muertos, 28 días después, era cuestión de decir el título y lo más probable era que Sheppard hubiera visto la peli y además tuviera una copia. La muerte le producía franca fascinación.
Era un interés un poco excéntrico, pero el joven reportero, alto, rubio y de veintisiete años, había sabido sacarle partido. Había empezado su carrera escribiendo obituarios en The Baltimore Sun. Era una tarea que el jefe de redacción asignaba a los novatos para ver cómo se las arreglaban escribiendo y editando. La mayoría de los redactores vivían como una condena su período al frente de los obituarios, pero Sheppard se lo había pasado genial.
De ahí lo transfirieron a la sección de crímenes. En una ocasión, la legendaria reportera Edna Buchanan había dicho que la sección de crímenes lo tenía todo: ambición, sexo, violencia, comedia y tragedia. Estaba en lo cierto. Aunque había que producir sin pausa, y el puesto era una prueba de fuego a la que los editores sometían a sus redactores antes de promoverlos a otras secciones más glamurosas, Sheppard se enamoró del trabajo e hizo saber que no le interesaba hacer ninguna otra clase de reportajes.
Era un reportero especializado en crímenes excepcional, eso había que reconocérselo. Tenía ojo para los detalles, buena mano con los confidentes y contaba unas historias de cojones.
Con el paso de los años fue tejiendo una amplia red de contactos a ambos lados de la ley. Los capitanes de la policía y los lugartenientes de la mafia le respetaban por igual por su integridad. Sus fuentes sabían que nunca publicaba una palabra sin verificar los hechos antes.
Gracias a su reputación de tío legal que protegía el anonimato de sus fuentes, Sheppard recibía soplos con regularidad. Era raro que un soplo se convirtiera en noticia. La clave estaba en saber cuáles valía la pena rastrear. Como había dicho Hemingway, un escritor necesitaba un «detector de mierda a prueba de balas». Sheppard había descubierto que, cuanto más veraz era una fuente, más tiempo consumía la investigación. Pero, por supuesto, toda regla tenía su excepción.
En lo referente a él mismo, cuanto más escandalosa parecía una historia más le interesaba. Y ahora mismo su interés alcanzaba cotas bastante elevadas.
Mientras conducía hacia la funeraria Thomas J. Gosse, en las afueras de la ciudad, los titulares ya habían empezado a desfilar ante sus ojos. Sin duda estaba ensillando el caballo antes de traerlo, pero su instinto le decía que si aquella historia tenía éxito, el éxito sería enorme.
El titular, por lo tanto, tenía que ser enorme también. Sensacional. El caso tenía suficiente potencial como para llegar a la primera plana. Joder, incluso podía dar para una explosiva serie por entregas.
Cuando entró en el aparcamiento de la funeraria, Sheppard ya había encontrado su titular. Era un poco afectado pero en cuanto los lectores empezaran a leer el reportaje descubrirían que tenía un significado oculto. Quedarían espantados, no solo por el propio crimen, sino por la identidad de sus presuntos culpables.
Cerró el coche con llave y repasó otra vez en su mente el titular. La invasión de los secuestradores de cuerpos.
Eso sí que llamaba la atención, joder. Solo esperaba que el tío que le había pasado el soplo no estuviera haciéndole perder el tiempo.
9
Montrose, Colorado
El otoño no había llegado, pero el aire de la noche refrescaba cuando Harvath salió del solitario edificio del aeropuerto.
Afuera, recostado contra un Hummer H2 con el emblema del hotel Elk Mountain, estaba uno de los tíos más duros y más corpulentos que había conocido en su vida. Se llamaba Tim Finney y lo apodaban el Señor de la Guerra desde la época en que había sido campeón de shootfighting de la División del Pacífico. Era un maestro en el arte de aniquilar a otros hombres usando las manos, la cabeza, los codos y las rodillas, y uno de los pocos individuos a los que Harvath probablemente no podría doblegar en una pelea callejera.
Finney le sacaba una cabeza, era el doble de ancho y paraba la báscula en 115 kilos de puro músculo: nada mal para haber cumplido los cincuenta. Tenía los ojos de un color verde intenso y llevaba el cráneo rapado al cero. Pese a su tamaño y a su fama de luchador sin escrúpulos ni contemplaciones, también era un tío alegre y despreocupado. Y tenía motivos para ser feliz.
En la familia Finney nada era gratis. El viejo Finney, el patriarca de la prole, era un cabrón duro de roer, y todos sus hijos habían tenido que pagarse la universidad. Tim había trabajado como portero en varios clubes nocturnos de Los Ángeles antes de que alguien reconociera su talento y un entrenador personal enderezara sus pasos hacia el campeonato de shootfighting de la División del Pacífico. De esta variante de la lucha mixta nacería después la célebre serie Ultimate Fighting.
Tim Finney siempre tenía la mirada puesta en la siguiente cumbre, y si el ascenso se ponía difícil contaba con un plan B y otra estrategia para llegar hasta arriba. Era el boy scout consumado, siempre listo.
Durante varios años había trabajado en la cadena hotelera de su familia y luego se había lanzado a conquistar su sueño: abrir un exclusivo albergue de cinco estrellas en una reserva privada de doscientas hectáreas en las montañas de San Juan, en Colorado, a una media hora de Telluride. Sin embargo, el sueño no acababa ahí.
En el hotel, Finney había construido un campo de entrenamiento con tecnología de vanguardia que no tenía igual en todo el mundo. Lo había bautizado Valhalla, en homenaje al cielo de los guerreros de la mitología escandinava.
Finney había llevado allí a los mejores escenógrafos y técnicos de Hollywood para recrear los escenarios de peligro más realistas del planeta. Y había hecho algo revolucionario: además de los miembros de élite del Ejército y las fuerzas de la ley, había permitido el ingreso de civiles. Incluso había puesto un anuncio en el Robb Report, que, junto con el boca a boca de sus clientes, le había hecho ganar una fortuna. El libro de huéspedes del hotel, que permanecía bajo llave, era un Quién es quién de las altas esferas empresariales, el mundo de los deportes y el estrellato del espectáculo.
Gracias al éxito de Valhalla, Finney había llevado el proyecto a otro nivel: a un nivel completamente diferente, del que solo se hablaba en voz baja en las salas de reuniones más seguras de la CIA, el complejo de la Fuerza Delta en Fort Bragg y otras unidades de inteligencia que no figuraban en los registros y operaban en secreto en el norte de Virginia y otros lugares más remotos.
Quienes estaban al tanto se referían al retoño de Valhalla como «la cara oculta de la luna». Más allá de las fronteras de Elk Mountain y el propio Valhalla, recibía el nombre más benigno de «Campo Seis».
Algún bromista lo había bautizado también como el Callejón de Hogan, aludiendo a la ciudad de atrezo que el FBI poseía en su escuela de entrenamiento en Quantico, donde se escenificaban desde asaltos a bancos hasta tomas de rehenes.
Finney mantenía en nómina un pequeño ejército de ingenieros y carpinteros. Muchos eran gente de Hollywood que quería dejar el cine y poner sus habilidades al servicio de otras causas. Según la leyenda, si uno le daba a Tim Finney una foto de satélite de su objetivo, antes de cuarenta y ocho horas podía ir a entrenar en un escenario virtualmente idéntico. Si el factor tiempo era crucial y a nadie le fastidiaba la pintura fresca, podía tenerlo listo antes de catorce.
En su valle escondido en las montañas, el equipo del Campo Seis había reconstruido desde aldeas iraquíes hasta aeropuertos en el extranjero, pasando por embajadas y campos de entrenamiento para terroristas. La magnitud y el nivel de detalle dependían del presupuesto del cliente y la información disponible sobre el objetivo. Pero, aunque no cuadraran las cuentas, Finney jamás privaba a sus clientes de un entrenamiento adecuado, lo cual hablaba muy bien de él. Era un auténtico patriota y hacía cuanto estaba en sus manos para que los miembros del Ejército y el personal de inteligencia de Estados Unidos tuvieran una experiencia lo más realista y detallada posible antes de dirigirse a la misión real.
Al fin y al cabo, Finney no había montado todo aquel tinglado para ganar dinero. Ya tenía dinero suficiente. Su único propósito era que sus clientes tuvieran la mejor experiencia posible, ya fueran huéspedes del Elk Mountain, tiradores que iban a afinar la puntería en Valhalla, o combatientes que acudían al Campo Seis y simulaban tomar por asalto un objetivo de atrezo antes de viajar fuera del país y tomar por asalto el objetivo real.
Harvath había conocido el Campo Seis en esta última circunstancia y se había hecho amigo de Timothy Finney.
Basándose en tomas aéreas realizadas por un Predator y algún material de vídeo grabado clandestinamente sobre el terreno, Finney y su equipo habían reconstruido una planta química afgana a la que Harvath se dirigía con su equipo.
Todos los miembros habían coincidido después en que la visita a Valhalla y al Campo Seis les había dado una ventaja decisiva para el éxito de la misión.
El entrenamiento y el irreverente sentido del humor de Finney habían cimentado la amistad entre los dos y, a la despedida, Finney lo había invitado a incorporarse cuando quisiera al equipo de instructores de Valhalla/Campo Seis y a hospedarse en el hotel cuando necesitara descansar de Washington y de su agitada vida como agente antiterrorista del gobierno de Estados Unidos.
Harvath necesitaba ahora mismo unas vacaciones de cinco estrellas, pero ese no era el motivo por el que se hallaba cruzando la calle del aeropuerto de Montrose, Colorado. Estaba allí porque, en su infatigable afán por ofrecerles una experiencia realista a los combatientes que visitaban sus instalaciones, Finney había desarrollado un nuevo programa del que una vez más hablaba por lo bajo toda la comunidad de inteligencia del país.
10
Desde el puesto del conductor, Finney estiró la mano hacia atrás, sacó una cerveza fría de una neverita y se la ofreció a su invitado.
Harvath dijo que no con la cabeza.
—Supongo que también tendré que cancelar las bailarinas de striptease —dijo Finney reponiendo la cerveza en su lugar.
Harvath no contestó. Sacó la BlackBerry de la funda y revisó una vez más si había mensajes, con la mente a miles de kilómetros de allí. Había dado el número al padre de Tracy y a las enfermeras por si había alguna novedad. También le había explicado a Bill Hastings, hasta donde había podido, por qué tenía que irse.
Recordó que la cobertura de móvil era notablemente irregular en el hotel. Empezaba a preguntarse si no tendría que haberles dado el número fijo cuando Finney interrumpió sus pensamientos:
—¿Quieres cenar cuando lleguemos o prefieres que vayamos directos al grano?
—Mejor cenemos después. —Harvath metió otra vez la BlackBerry en la funda—. Así nadie tendrá que trasnochar por culpa mía.
Finney se rió entre dientes. Era una risa a tono con la enormidad de su cuerpo, al igual que la voz de bajo profundo.
—En Sargazo tenemos tres turnos de personal, las veinticuatro horas.
—El negocio va bien, ¿eh?
Finney volvió a reírse.
—Todos los días le pido al cielo que no estalle la paz.
—No te preocupes —replicó Harvath mirándose en el reflejo de la ventanilla, contra el cielo cada vez más oscuro—. Eso no va a pasar.
Hablaron de cosas sin importancia el resto del trayecto hasta el hotel. Finney conocía a Harvath bastante bien y sabía que si hubiera querido hablar de Tracy habría sacado él mismo el tema.
Puesto que no había sido así, hablaron de todo menos de lo ocurrido.
A la vista del portón principal de Elk Mountain, Finney avisó por la radio que estaba a punto de entrar «con un acompañante».
Aunque los guardias tenían que haberlo reconocido, pararon el Hummer, anotaron la hora de llegada y lo revisaron de arriba abajo antes de dejarlos pasar. Los niveles de seguridad de Elk Mountain nunca habían dejado de impresionar a Harvath.
Finney se detuvo ante el edificio principal y recogió a Ron Parker. Su jefe de operaciones era un hombre delgado, de unos treinta y ocho años, un metro setenta, con una barbita de candado. Se subió al asiento de atrás, sacó una cerveza Coors de la neverita y saludó a Harvath dándole un puñetazo en el brazo izquierdo.
—Me alegro de verte —dijo.
Finney lo miró enarcando las cejas a través del espejo retrovisor.
—¿Qué pasa? —preguntó Parker.
—¿Eso te parece un comportamiento apropiado?
Parker se asomó entre los dos asientos delanteros y abrió la lata de cerveza.
—El hombro que tienes malo es el otro, ¿no es así?
Harvath asintió.
—El izquierdo está en plena forma. No te preocupes.
Parker sonrió, se arrellanó contra el respaldo y dio un trago largo a la cerveza.
—Sabes que no me refería a eso —dijo Finney—. ¿Verdad?
—Escucha —replicó Parker—, mi turno terminó hace exactamente diez minutos. Lo que haga con mi tiempo libre es asunto mío.
—En ese caso estás despedido. Encontrarás la carta mañana por la mañana en tu escritorio.
Parker tomó otro trago de cerveza.
—Genial, la ensartaré en un clavo con todas las anteriores.
Finney y Parker eran famosos por su profesionalidad, pero después de intimar con ellos Harvath se había dado cuenta de que hacían una distinción importante: se tomaban absolutamente en serio sus carreras y su trabajo en Elk Mountain, pero no se tomaban demasiado en serio a sí mismos, sobre todo cuando se relajaban en compañía de buenos amigos.
Finney le miró de reojo y le vio sonreír.
—Me alegro de tenerte aquí otra vez.
—No han cambiado mucho las cosas, ¿verdad? —dijo Harvath.
Finney alargó su grueso brazo hacia el asiento trasero para que Parker le diera una cerveza.
—Pusimos doble candado en la bodega después de tu última visita. Pero por lo demás todo sigue igual.
Parker y Finney se limitaron a una cerveza cada uno. Finney acabó con la suya en dos sorbos, justo antes de llegar al siguiente puesto de vigilancia. Esta vez, los guardias les pidieron sus identificaciones. Iban vestidos con uniformes de camuflaje Blackhawk, como los del portón, pero traían encima chalecos antibalas y llevaban las armas a la vista.
Harvath sabía que los guardias del portón también estaban armados, pero mantenían las armas escondidas. Los del puesto de vigilancia, en cambio, eran una evidente demostración de fuerza. Dos de ellos cargaban unos H&K 416 y el tercero una escopeta Benelli calibre 12 modificada. No les quitó los ojos de encima ni un instante. Harvath se preguntó dónde podía haberlos reclutado Finney. Eran unos guardias de cojones.
Se alejaron del puesto de vigilancia rumbo a las instalaciones del Programa Sargazo.
—¿Qué son, expolicías de élite? —preguntó Harvath.
—De hecho, son antiguos miembros de las Fuerzas Especiales —respondió Parker.
Harvath rió incrédulo.
—Venga, hombre.
—Lo dice completamente en serio —dijo Finney.
—¿Montando guardia en un puesto de vigilancia?
—Es solo una de sus tareas —contestó Parker—. Van rotando, así que todos tienen que montar guardia una vez al mes.
—Sé cuánto cobran esos tíos en la empresa privada. Tener guardias como esos, cuesta dinero.
—Y lo valen hasta el último centavo —sonrió Finney.
—Pero no te equivoques —añadió Parker—. Están encantados aquí. Los bonos y el paquete de compensación que reciben superan de lejos lo que podrían ganar en cualquier otra parte.
Harvath miró a Finney y su amigo añadió:
—Ya ni siquiera ponemos anuncios. Vienen ellos a buscarnos.
EL SUV de Finney se detuvo delante de una entrada mal iluminada que parecía dar a una vieja mina.
Harvath iba a preguntar dónde se encontraban cuando vio el letrero descolorido en la boca de la mina: «Compañía Minera Sargazo». Estaban ante el modesto umbral del último proyecto trepidante de Finney.
11
Después de andar treinta metros por el túnel descendente que remataba en el ascensor, Harvath casi se esperaba ver aparecer un guía turístico con una linterna de minero de verdad o un actor barbado, polvoriento y vestido con tirantes, que acudiría a deleitarlos con las historias de la Vieja Mina de los Siete Magníficos. Sin embargo, al poco rato cambió de opinión.
Finney tenía mérito, había que reconocérselo. No, no se hallaban ante una puerta de acero inoxidable y cierre neumático de alta tecnología estilo James Bond. En su lugar, había un viejo portón de tablones vetustos y trancas astilladas, que parecía a punto de caerse de las bisagras. Tenía clavado un cartel apenas visible que ponía: «Peligro. No pasar».
Finney sacó un juego de llaves y abrió el candado oxidado que mantenía cerrada la pesada cadena de hierro. Siguió andando cuesta abajo por un pasadizo excavado en la roca. Iban siguiendo unos rieles que, en otra época, probablemente habían servido para sacar vagones cargados de oro.
El túnel grande se prolongaba en una suave pendiente hacia abajo. Al cabo de otros treinta metros se ensanchó y Harvath divisó luces más adelante.
Bajo las luces había otro equipo de guardias. Tenían el mismo aspecto grave de los anteriores, pero se contentaron con indicarles que siguieran adelante.
—Los metes sesenta metros bajo tierra y ya empiezan a relajarse, ¿no? —bromeó Harvath.
Finney y Parker sonrieron.
—No puedes imaginar por cuántos controles de seguridad has pasado mientras bajábamos —replicó Parker—. Desde que entraste hemos estado monitorizando la temperatura de tu cuerpo y tu frecuencia cardíaca, y además hemos verificado si llevas encima armas, explosivos, polvos, líquidos o geles.
—Lo sabéis todo menos el color de mis calzoncillos —dijo Harvath.
—También lo hemos verificado —contestó Finney y fingió que preguntaba algo por el pinganillo—. Por lo visto, se trata de un tanga azul con las palabras «Ven a la Marina» bordadas en lentejuelas.
Harvath sonrió y le enseñó el dedo medio. Siguieron andando hasta el típico ascensor de mina. Finney levantó la puerta metálica y los invitó a entrar. Sacó del bolsillo una tarjeta plastificada, la pasó por un lector magnético y, acto seguido, apoyó el pulgar y acercó la pupila a un identificador biométrico. En cuanto el aparato le dio luz verde el ascensor empezó a bajar.
En el fondo del conducto aguardaba una furgoneta Dodge Ram especialmente diseñada para conducir bajo tierra.
Mientras el chófer los llevaba hacia las profundidades de la mina, Finney le explicó a Harvath el objetivo del Programa Sargazo.
—Los equipos de Fort Bragg suelen venir a visitarnos, y también los que trabajan en Camp Perry para la CIA, y los SEAL de Fort Story. A todos les encanta entrenar aquí, pero llegado el momento crucial, por muy buenos que sean, el éxito o el fracaso de sus misiones depende de un componente crítico: la información.
»Eso me dio una idea, y empecé a hacer llamadas a alguna gente de la costa Este. Todos sabemos que un alto porcentaje de personal se marcha del Ejército, sobre todo de operaciones especiales, para ir a trabajar a grupos como Blackwater o Triple Canopy, donde les pagan un pastón. Pero nunca se habla del porcentaje que abandona los organismos de inteligencia.
»A mí nunca me ha interesado montar una compañía de seguridad privada como tal. Pero una agencia de inteligencia privada es otra historia. Y me pareció que encajaba bastante bien con el trabajo que ya hacemos aquí.
Harvath se aferró al reposacabezas que tenía enfrente mientras el vehículo sorteaba una serie de baches. Esperó a que el suelo volviera a ser liso.
—Entiendo en qué consiste el negocio en Valhalla y en el Campo Seis —dijo—, pero ¿cómo puede producir dinero una agencia de inteligencia privada?
—De dos maneras —respondió Finney—. Primero, no tengo que prestar atención a todo el planeta. Solo me concentro en los lugares clave donde están pasando cosas. Toda la información sobre actividades terroristas que recogemos y analizamos procede de áreas donde el gobierno de Estados Unidos está desbordado y desactualizado.
»Segundo, no estamos sometidos a la vigilancia del Congreso. Tenemos mucho más margen en nuestras operaciones. Las agencias oficiales están dispuestas a pagarnos muy bien para que hagamos inteligencia en su lugar. En cuanto al volumen de operaciones, ya hemos doblado la previsión que Ron y yo habíamos hecho para estas fechas. Cada día que pasa necesitamos convencer a más tíos de la CIA, la NSA, el FBI y demás para que vengan a trabajar para nosotros.
Harvath sacudió la cabeza. Finney era increíble.
La furgoneta se detuvo ante un último puesto de vigilancia, delante de unas puertas herméticas bastante contundentes. Después de pasar el control, Finney encabezó la marcha hacia el corazón del Centro de Operaciones del Programa Sargazo.
El centro no era en absoluto como Harvath lo había imaginado. Una vez dentro, la sensación de estar en una mina a cientos de metros bajo la superficie desapareció. Si Harvath no hubiera recorrido él mismo el camino, habría jurado que se encontraba en un laboratorio de última tecnología del campus de Microsoft.
Las bombillas colgando del cable y los toscos muros de roca habían quedado atrás. En su lugar había sofisticadas lámparas escondidas en los pliegues del cielo raso, que reproducían el brillo de la luz natural. Los suelos eran de granito pulido, las oficinas estaban separadas entre sí por láminas de cristal antisonoro y las láminas podían hacerse más o menos opacas, dependiendo del nivel de privacidad que precisara el ocupante de cada despacho.
De las paredes de cristal colgaban monitores de alta definición inconcebiblemente delgados que hacían las veces de ventanas al mundo exterior. Mientras pasaban por delante de paisajes de los Alpes, la selva boliviana y los ásperos recodos de la costa de Maine, Finney le explicó a Harvath que cada empleado podía escoger sus propias «vistas» en un banco de imágenes digitales procedentes del mundo entero. Ese era apenas uno de los muchos detalles con los que Finney procuraba que su gente disfrutara de las horas que pasaba bajo tierra.
Al final del pasillo siguiente doblaron a la izquierda y entraron en una oficina donde la ventana virtual daba a un río flanqueado por montañas escarpadas. A un costado del río había un hombre pescando con mosca, enfundado en unas botas de agua. Un altavoz escondido en la habitación reproducía el delicado susurro del río.
—Tom debe de estar a punto de volver —dijo Finney al ver la oficina vacía—. Lo esperaremos aquí mismo.
Encima del reluciente escritorio cromado había una pila de carpetas perfectamente alineadas, un solitario bolígrafo de plata y un bloc de notitas autoadhesivas. Harvath pensó que, o bien Tom no tenía demasiado trabajo, o era extremadamente ordenado. Por lo que Finney le había contado, era más probable lo segundo.
Harvath se volvió hacia la ventana virtual. Estaba admirando la escena cuando Tom Morgan entró en la habitación.
—Es el río Snake. —Morgan depositó un vaso desechable de café y su ordenador portátil sobre el escritorio—. Uno de los mejores lugares para pescar con mosca del mundo.
—Y ese recodo en concreto está justo a las afueras de Jackson Hole, Wyoming —dijo Harvath—. Es una foto de Island Park, ¿verdad?
—Parece que conoce la pesca en el Snake.
Harvath asintió.
—He estado en el meandro de Henry, y también en el brazo Sur. De hecho, creo que alguna vez estuve pescando exactamente en ese lugar —añadió señalando la pantalla por encima de su hombro. Había reconocido el escenario al instante.
Tenía planeado llevar allí a Tracy ese otoño para enseñarle a pescar. Las masas de veraneantes se habrían ido, las hojas estarían cambiando de color, las montañas estarían preciosas. Incluso había reservado una cabaña en un lugar llamado Dornans, dentro del parque nacional Grand Tetón. Se preguntó si alguna vez volverían a ir juntos a algún lado.
—El río Snake es estupendo, pero aquí en Colorado también hay lugares bastante buenos para pescar. Fue uno de los motivos por los que acepté este trabajo —concluyó Morgan, y trajo con eso a Harvath de vuelta a la realidad.
Harvath asintió con una sonrisa mientras Finney los presentaba formalmente. Tom Morgan tenía unos sesenta y tantos años y era un exagente de la NSA. Usaba gafas, tenía bigote y cojeaba de una pierna a causa de una operación malograda en el campo de batalla, de la que no le gustaba hablar.
Después de pasarse toda la vida usando traje y corbata en el cuartel general de la NSA en Fort Meade, Maryland, Morgan había abrazado el atuendo informal que solía ser la norma en Elk Mountain. Esa noche llevaba unos vaqueros, una camisa de cuadros y una chaqueta de tweed. Parecía en muy buena forma para su edad. Hablaba con un ligero acento de Nueva Inglaterra y Harvath llegó a la conclusión de que debía de ser oriundo de Rhode Island o de New Hampshire.
—Te he hecho venir hasta aquí por Tom —dijo Finney cuando todos tomaron asiento.
Era el momento que Harvath estaba esperando.
—¿Habéis descubierto algo?
Morgan no se andaba con rodeos.
—Hemos localizado la caja fuerte del Trol.
Harvath enarcó las cejas.
—¿Lo habéis encontrado todo? —preguntó.
Morgan le miró a los ojos.
—Las cuentas bancarias, los archivos de información, todo.
12
—Así están, pues, las cosas —dijo Finney cuando Tom Morgan concluyó su exposición y cerró el ordenador—. Tenemos a ese enano cogido por los huevos. La pregunta es: ¿cuánto quieres que apretemos?
Harvath estaba impresionado. Finney y su Programa Sargazo habían conseguido lo que el gobierno de Estados Unidos no quería o no podía hacer. Habían localizado los activos del Trol y su banco de información clasificada.
No era una decisión demasiado difícil. El Trol había ayudado a Al Qaeda a llevar a cabo el ataque contra Nueva York.
Y además estaba lo de Tracy.
Harvath miró a Finney a los ojos:
—Quiero que aprietes hasta que los putos ojos se le queden mirando para adentro.
Finney le hizo una seña a Morgan, y el exagente de la NSA cogió el teléfono y marcó un número. El Trol estaba a punto de quedar atado de pies y manos.
13
Angra dos Reis, Brasil
Situada al suroeste de Río de Janeiro, a tres horas en coche o cuarenta y cinco minutos en helicóptero privado, la bahía de Angra dos Reis era el refugio más codiciado de Brasil.
Con sus aguas templadas, sus playas de arena blanca y la más exuberante vegetación, Angra, como la llamaban los íntimos, comprendía 365 islas: una para cada día del año. Era un lugar místico, donde la brisa embriagaba a los visitantes con el perfume de las flores tropicales.
Uno de los oficiales portugueses que habían descubierto la bahía en 1502 escribió a casa anunciando que habían encontrado el «paraíso».
Y en efecto, era un paraíso. Un paraíso donde resultaba sencillo desaparecer. Eso era exactamente lo que quería hacer el Trol, aunque desde luego sin privarse de ciertas comodidades.
La isla privada que había alquilado medía un kilómetro de largo por medio de ancho. Se llamaba Algodão. Incluía un helicóptero, una lancha de carreras y una casa a la altura de los mejores hoteles de lujo del mundo, donde dieciocho personas podían dormir con comodidad. De momento, no había más que tres almas: el Trol y sus dos ovcharkas caucasianos, Argos y Draco.
Con cien kilos de peso y un metro de altura hasta la cruz, los enormes ovcharkas habían sido los perros predilectos del Ejército ruso y los guardias fronterizos de la antigua Alemania Oriental. Eran notablemente ágiles y defendían su territorio con la más absoluta ferocidad: los guardaespaldas ideales para un hombrecillo que no llegaba al metro de estatura y tenía poderosos enemigos, entre ellos la mayoría de sus clientes.
El Trol no había vivido según el lema de que la información es poder: creía que era el uso minucioso de la información lo que hacía poderoso a un hombre. Y había aprendido muy pronto que además podía volverlo millonario.
Con esta consigna, el Trol había amasado una fortuna considerable comprando y vendiendo información clasificada. Cada dato tenía valor en sí mismo, pero la habilidad, el arte del asunto, consistía en saber juntar las piezas más diminutas y hacer con ellas una obra maestra. En este sentido, el Trol era un genio de su oficio. No dejaba de resultar asombroso, teniendo en cuenta que, cuando era niño, su futuro parecía tan lúgubre que hasta sus padres lo habían dado por perdido.
Cuando constataron que el Trol no iba a crecer más, los padres, dos georgianos ateos, no le buscaron un hogar lleno de amor, ni siquiera un orfanato más o menos decente: se lo vendieron como esclavo al dueño de un burdel en los alrededores del puerto turístico de Sochi en el mar Negro. En el burdel el niño se acostumbró al hambre y a las palizas y lo obligaron a ejecutar actos sexuales innombrables que habrían hecho sonrojar de vergüenza al propio marqués de Sade.
Fue también allí donde descubrió el verdadero valor de la información. Las distraídas charlas de cama de ciertos clientes poderosos se convirtieron en una mina de oro una vez que aprendió a escuchar y a sacar partido de lo que escuchaba.
Las putas, tan proscritas como él, no tardaron en tratarlo como a uno de la familia. De hecho, se convirtieron en su única familia, y llegado el día el Trol recompensó su cariño comprando su libertad. A la matrona del burdel y a su marido los mandó torturar hasta la muerte por las crueldades inhumanas que le habían infligido durante años.
De las cenizas de su juventud, el Trol se elevó como un fénix de fuego, dotado de un sentido de los negocios tan afilado como una navaja y ávido de disfrutar de las cosas buenas de la vida.
Se arrellanó en un sillón del salón, acunando entre sus manitas una copa de Château Quercy St. Emilion Bordeaux, y contempló las estrellas marinas y los peces que pululaban bajo el suelo de cristal. Sí, había recorrido un largo camino desde aquel burdel de Sochi. Pero ¿estaría lo suficientemente lejos?
Draco lo siguió con la vista cuando se incorporó y atravesó la habitación calzado con sus pantuflas hechas a mano por Stubbs & Wootton. Argos estaba profundamente dormido; aún no acababa de recuperarse de las heridas de Gibraltar. A todos les venía bien pasar una temporada fuera de su refugio en las lluviosas Highlands escocesas. Brasil tenía un clima mucho más placentero. También era un lugar más seguro.
Aunque pocas personas sabían de la existencia de Eilenaigas House, no sería seguro volver allí durante un tiempo. Después de lo que sus clientes habían hecho en Nueva York, los estadounidenses literalmente pedían sangre. El Trol lo había visto con sus propios ojos en Gibraltar. Aunque llegara a vivir mil años, nunca podría olvidar la muerte macabra y terrorífica a la que el agente Scot Harvath había sometido a Mohammed bin Mohammed. A ningún hombre en su sano juicio se le habría ocurrido algo así. Y sin embargo, era perfecto. Mohammed merecía pasar por el mismo tormento un millón de veces, sobre todo por los actos de sadismo que le había infligido a él mismo en su niñez, en aquel burdel a orillas del mar Negro.
Harvath había castigado a Mohammed con una crueldad increíble, pero, acto seguido, había dado muestras de una compasión igualmente difícil de creer. Sin duda, Argos habría muerto si el agente norteamericano no le hubiera prestado primeros auxilios y no le hubiera buscado luego un buen veterinario. Harvath había llegado al extremo de pagar de su bolsillo la cirugía del perro. Aunque al Trol nunca le habían caído bien los norteamericanos, respetaba a Harvath como hombre. Era un asesino sin escrúpulos, que mataba a sangre fría, pero también tenía corazón.
Recordó que era hora de cenar, se encaminó a la nevera y sacó varios filetes de Kobe del cargamento especial que había mandado traer de Japón por vía aérea.
Los japoneses se habían hecho célebres por la dieta salpicada de sake y cerveza con que alimentaban a sus mejores vacas. Y no menos, por los masajes que recibían los nobles animales. Una vaca de Kobe se merecía todas las atenciones y los esfuerzos consecuentes se reflejaban en la calidad única de la carne. Los filetes estaban cincelados con finas estrías de grasa menos saturada que la de cualquier otra vaca, contenía también menos colesterol y ni el sabor ni la ternura de las fibras tenían igual.
En cuanto puso los filetes en la encimera, ambos perros aparecieron a su lado atraídos por el olor de la carne. Realmente, los dos pedían muy poco. Y era mucho lo que le daban a cambio. Eran sus perpetuos compañeros, más íntegros y más leales que ningún ser humano que el Trol hubiera conocido.
Sirvió un filete a cada uno y puso los platos en el suelo. Al instante, los perros se lanzaron sobre ellos y la carne desapareció.
Después de prepararse su propia cena, puso la mesa del comedor, abrió otra botella de Château Quercy y se encaramó en la silla para comer.
El filete le había quedado perfecto. El cuchillo se deslizaba a través de él como si fuera un trozo de Brie maduro.
El Trol saboreó cada bocado, vació la copa y llevó el plato y los cubiertos a la cocina.
Se sirvió una gran copa de coñac Germain-Robin XO, tomó un largo sorbo y cerró los ojos. A pesar de todas sus hazañas, el Trol llevaba una vida bastante solitaria.
14
Las ventanas corredizas del salón estaban abiertas y una brisa ligera traía el olor del océano entrelazado con el de las flores exóticas de la isla. «Solo los brasileños saben hacer noches así», se dijo el Trol mientras se encaramaba en el escritorio y abría su curtido GoBook XR-1 de General Dynamics. Gracias a la pequeña antena parabólica hinchable que tenía montada fuera, se conectó enseguida con la batería de exclusivos servidores que operaban en un búnker en las profundidades de los Pirineos.
Un empresario británico había apostado sobre la idea de reproducir el esquema de los bancos suizos en el reino digital. La empresa, ubicada en el principado de Andorra, contaba con circuitos eléctricos y conexiones de red redundantes, protección contra incendios FM200, dobles conductos de aire acondicionado y múltiples procesos de identificación. Los servidores contaban con un generoso ancho de banda, que podía superarse en caso de necesidad, y una multitud de proveedores agregados que aseguraban el cien por cien de disponibilidad en todo momento.
Al Trol le había sonado de maravilla. No podía recurrir a los servidores que tenía en su propiedad. De momento, Eilenaigas House era un lugar más que peligroso. Si conseguía mantener un perfil muy bajo, los servicios de inteligencia estadounidenses terminarían dándolo por perdido, pero hasta entonces no podía volver a su casa en Escocia.
A fin de cuentas, había lugares bastante peores para pasar el tiempo que una isla privada en Brasil. Y el Trol lo sabía mejor que nadie. Había estado en esos lugares.
Se detuvo a escuchar el murmullo de las olas que rompían contra las rocas. Entró en el servidor central y comenzó el proceso de autentificación para acceder a sus carpetas. Todavía no había cribado el tesoro de información que había caído en sus manos después de saquear los archivos de alto secreto de la NSA durante el ataque de Al Qaeda a Nueva York. La cantidad de datos que había conseguido robarles a los estadounidenses superaba sus sueños más alucinados.
El programa de la NSA se llamaba Athena, en honor a la diosa griega de la sabiduría. Pero solamente porque los griegos no habían tenido diosa del chantaje.
El programa funcionaba en la oscuridad total. Con ayuda de los sistemas Echelon y Carnivore, la NSA recopilaba información que podía servir más tarde para presionar a gobiernos extranjeros, jefes de Estado de otros países y personajes influyentes del mundo de los negocios.
En dos palabras, el Programa Athena se encargaba de recoger y discriminar ropa sumamente sucia. En cuanto le hincaban el diente a un bocado especialmente sabroso, como el accidente de la princesa Diana, el vuelo 800 de la TWA o la verdadera causa de la muerte de Yasir Arafat, asignaban un equipo de agentes para que rascaran toda la carne del hueso y reunieran cuantos detalles pudieran encontrar. Así, cuando llegaba la hora de usar la información, tenían a la víctima contra la pared, tan acorralada que ya no podía escabullirse.
Y si descubrían una conspiración que involucraba a varias figuras poderosas del extranjero, les tocaba el gordo.
El Trol sonrió sin querer. Engaños, mentiras, era todo muy poco americano. Y ahora todos los archivos de la NSA habían pasado a ser de su propiedad. Un regalo inagotable. Tenía suficiente material para tres vidas enteras. El riesgo más grande era precipitarse y vender demasiado rápido ciertos datos. Tenía que estudiárselo todo y discernir cómo encajaban las piezas antes de asignarles un precio. Por fortuna, los analistas de Athena ya habían hecho por él buena parte del trabajo.
El Trol hizo clic en la carpeta en la que venía trabajando y esperó a que aparecieran los contenidos. No aparecieron.
Volvió a hacer clic en el icono, volvió a esperar, pero no pasó nada. Se cercioró de que seguía conectado. Todo estaba en orden. ¿Por qué entonces no aparecían los datos?
Lo intentó con otra carpeta, y luego con otra. Todas con el mismo resultado: vacías. Se le hizo un nudo en la garganta. No podía ser verdad. No, no era verdad.
Se bebió de un sorbo el resto del brandi, se limpió la barba con el puño de la camisa de lino y recorrió una por una las carpetas de todos los servidores.
Vacías todas.
Cerca del final, descubrió un pequeño icono animado que no tenía por qué estar allí. Era un hombrecito de barba con un casco con cuernos, que blandía una espada en una mano y en la otra un escudo. La pequeña figura saltaba de un pie al otro y cada cuatro saltos entrechocaba la espada y el escudo.
Parecía un vikingo en miniatura. Pero el Trol sabía que no era un vikingo. Era un escandinavo: el nombre clave del agente antiterrorista Scot Harvath.
15
Enfurecido, el Trol hizo clic en el icono. El archivo tardó una eternidad en descargarse. Por un instante, se preguntó si no sería una treta de los norteamericanos, una manera de obligarlo a permanecer en línea mientras averiguaban dónde estaba.
Finalmente, la descarga terminó. El archivo contenía una serie de capturas en pantalla de sus cuentas bancarias. El saldo de todas y cada una era el mismo: cero.
Un alarido de rabia se abrió paso desde el fondo de su cuerpo diminuto cuando arrojó la copa de brandi contra la pared. Los perros se pusieron en pie y empezaron a ladrar.
Toda una vida de trabajo, y ya no tenía nada. Nada. Lo único que seguía siendo suyo era la casa en Escocia pero, a juzgar por lo minuciosos que habían sido los norteamericanos, seguro que allí también lo habían pillado y ya no podía venderla. Las leyes antiterroristas británicas eran bastante severas. Los norteamericanos no tendrían que hacer un gran esfuerzo para convencer a los británicos de que entraran en el juego.
Los perros seguían ladrando. El Trol cogió un platito de peltre lleno de pistachos pero se arrepintió justo antes de arrojárselo.
—¡Silencio! —ordenó, y los perros se callaron.
Necesitaba pensar. Tenía que haber una salida.
Pasó las dos horas siguientes recorriendo sus servidores y conectándose a sus cuentas desperdigadas alrededor del mundo. Luego hizo una serie de llamadas iracundas, en las que recibió excusa tras excusa de sus banqueros. Todos le prometieron y le juraron que llegarían hasta el fondo del asunto, pero el Trol sabía que era inútil. Los norteamericanos lo habían hecho. Le habían quitado todo. Estaba arruinado.
Todavía no sabía cuál sería su próximo movimiento. Pero de algo estaba seguro. Scot Harvath era el culpable e iba a pagar por ello.
Regresó al único archivo informático que seguía en activo. El escandinavo saltarín parecía burlarse de él cada vez que saltaba de un pie a otro. El Trol recorrió despacio los contenidos del archivo. En el tercer repaso encontró lo que buscaba.
Ahora sabía por qué el archivo había tardado tanto en descargarse. Dentro del irritante icono del escandinavo había un mensaje.
Era una invitación a conversar en un chat privado, nada menos que con Scot Harvath. El Trol apagó el ordenador.
Iba a tener que emplearse a fondo. Se resistió a la tentación de servirse otro brandi y, en su lugar, se preparó un café turco en una pequeña cafetera de cobre y volvió al salón.
Sopesó las alternativas, contemplando los brillantes peces de colores bajo el suelo de cristal. Iba a tener que pelear por su vida misma y, aunque se consideraba bastante más dotado que Harvath en cuanto a cerebro, quién sabe con qué clase de recursos contaba el norteamericano. El peor error que podía cometer era subestimarlo.
Puesto que la invitación no tenía ninguna hora límite, decidió tomarse su tiempo e informarse primero sobre su adversario.
16
Hotel Elk Mountain
Montrose, Colorado
—¿Está seguro de que vio el hipervínculo? —preguntó Harvath. Morgan asintió.
—Dentro del icono pusimos un programa diseñado para avisarnos en cuanto hiciera clic y borrarse a sí mismo después. Lo vio. Créame.
—De todos modos me huele mal que tarde tanto tiempo —dijo Ron Parker, que caminaba de un lado a otro a lo largo de la mesa. Estaban reunidos en la sala de conferencias del Programa Sargazo, que se convertía en cuartel general cuando había que monitorizar una operación delicada—. Tendríamos que haberle dado un plazo.
Tim Finney levantó la mano.
—Ya vendrá, caballeros. No os preocupéis. No tiene alternativa. Está tomándose su tiempo porque puede tomárselo. El único poder que le queda es hacernos esperar, y él lo sabe.
Parker dejó de pasearse y se sirvió un café en la máquina que había encima del archivador. Por encima de la máquina había un gran cuadro al óleo de un alce bramando en medio de un frondoso valle.
—Puede que se nos escape.
Harvath siempre había apreciado a Parker por su mente aguda, oportunamente táctica. Solo un tonto se negaría a retirarse cuando la retirada era la mejor alternativa. Sin embargo, en este caso, Harvath conocía mejor que Parker al adversario. El Trol podía tratar de traicionarlos, pero no iba a desaparecer.
—Está jugándoselo todo —dijo Harvath, y le pidió por señas a Parker que le sirviera también un café—. No puede permitirse salir corriendo. No sin recuperar lo que le quitamos.
—Que ni lo sueñe —replicó Parker. Le tendió a Harvath la taza de café y se sentó a su lado—. ¿Ya sabes qué vas a decirle cuando aparezca en el chat?
—¿Qué tal esto: «Además de tu información y tus cuentas bancarias, también te quitamos el carné del club de los Chupa Chups, mamón»? —preguntó Finney recostándose en el archivador.
Harvath sonrió aunque no tenía demasiadas ganas de hacerlo.
—No se me había ocurrido. Lo tendré en cuenta, ya veremos qué se me viene a la mente cuando llegue el momento.
—Pues ya está aquí —dijo Tom Morgan, y oprimió un botón en el portátil. Le pasó el ordenador a Harvath.
En la pared de la sala de conferencias, varios monitores iluminaron una imagen en tiempo real de la sala de chat. Un mensaje indicó que había llegado un visitante. Puesto que se trataba de un chat privado, creado exclusivamente para el encuentro, todos sabían que estaban ante la presencia digital del Trol.
Los dedos de Harvath revolotearon por encima del teclado. Pero Finney le dijo que no con la cabeza.
—Él nos ha hecho esperar. Ahora devolvámosle el favor. Somos nosotros quienes tenemos las de ganar. Que eso quede claro.
Harvath no estaba del todo convencido, pero decidió esperar. Al cabo de un momento el Trol abrió fuego.
—Ha cogido algo que no es suyo —tecleó el Trol.
—Usted también —respondió Harvath. No necesitaba ninguna orientación.
—Quiero mi información y mis cuentas de vuelta de inmediato.
—Y yo quiero saber quién le disparó a Tracy Hastings —respondió Harvath.
Hubo una pausa larga. Finalmente, el Trol respondió.
—¿Así que de eso se trata todo? —El enano hizo una nueva pausa antes de añadir—: Tal vez podamos llegar a un acuerdo.
Finney abrió la boca para decir algo pero Harvath lo detuvo con un gesto de la mano. Sabía qué estaba haciendo.
—Si coopera saldrá vivo.
El Trol tecleó un signo sonriente :—). Y luego:
—Me han amenazado hombres más poderosos. Y aquí estoy. Tendrá que mejorar la oferta.
—Usted mató a un buen amigo mío en Nueva York —respondió Harvath—. Ya puede darme las gracias por ofrecerle tanto.
—Se refiere sin duda al sargento Robert Herrington. Fue una muerte sumamente desafortunada, pero lo mató Al Qaeda. Yo estaba muy lejos de Nueva York cuando ocurrió el ataque.
El Trol sabía demasiado acerca de él. Harvath empezó a sentirse incómodo.
—¿Cómo averiguó la dirección de mi casa?
—No fue difícil.
—Veamos —replicó Harvath.
—Simplemente miré la dirección en una factura.
—Mi casa no está a mi nombre. Y tampoco los servicios. Ni siquiera me llega correo.
—Ya lo sé —respondió el Trol—. Todo se lo mandan a un servicio de mensajería que queda en Alexandria. Su última dirección conocida antes de que se volviera listo y se pasara al servicio de mensajería queda apenas a unas calles. Contraté a alguien para que averiguara si todavía vivía allí. Y ese alguien acudió precisamente el día que usted estaba mudándose. Solo tuvo que seguirlo hasta su nuevo domicilio. Según me cuentan, Bishop’s Gate es un lugar precioso.
Harvath se había cansado de jugar.
—¿Usted ordenó que le dispararan a Tracy Hastings?
El Trol se tomó su tiempo. Finalmente contestó:
—No, no lo hice.
—¿Sabe quién lo hizo?
—Tal vez.
Harvath tuvo que hacer un esfuerzo enorme para controlarse.
17
El Trol volvió a escribir al cabo de un momento:
—Se ha llevado todo lo que tengo, agente Harvath. A menos que ponga sobre la mesa algo más que una amenaza de muerte, no le veo ningún sentido a esta conversación.
Harvath se lo esperaba y estaba preparado para negociar.
—Estoy dispuesto a comprarle información.
—Con mi propio dinero, por supuesto.
—Por supuesto.
—Lo quiero todo —dijo el Trol—. La mitad ahora, como muestra de buena voluntad, y el resto cuando le dé la información.
Harvath tecleó despacio, con decisión.
—Le daré un millón cuando tenga la identidad confirmada del francotirador. Y solo si la confirmo. En cuanto a buena voluntad, será usted el que me dé una muestra diciéndome el nombre de la persona que me siguió a Bishop’s Gate.
—Nunca traiciono a mis fuentes —contestó el Trol—. Ni siquiera por un millón de dólares, que por cierto es apenas una limosna comparado con lo que usted me ha quitado.
—Entonces no hay trato.
—Agente Harvath, lo que le pasó a la señorita Hastings fue realmente desafortunado. Cuando me enteré interrogué a mi fuente al detalle, pero él ni vio ni oyó nada que pueda serle de utilidad. Solo lo siguió hasta su casa y al día siguiente muy temprano dejó mi regalo en su puerta.
Harvath ya suponía que debía de tratarse solo de un mensajero, probablemente un detective privado que el Trol había contratado por poco dinero. Estaba dispuesto a hacer esa concesión y a dejar el tema.
Sin embargo, antes de que pudiera teclear la respuesta el Trol añadió:
—Dicen que encontraron sangre de cordero en su puerta.
La precisión de las fuentes del Trol daba miedo. A Harvath se le revolvía el estómago de pensar que un sujeto así pudiera meter sus tentáculos donde le diera la gana, incluida una investigación federal clasificada.
—Sí, ¿y qué?
—Bastante bíblico, ¿no le parece?
—¿Piensa colaborar o no? —preguntó Harvath.
—Primero quiero una muestra de su buena voluntad.
—Ya le he dicho que le dejaré seguir viviendo.
—Una amenaza bastante vana, dado que no tiene ni idea de dónde estoy.
Harvath le hizo un gesto a Morgan. Luego tecleó:
—Esto es para que sepa que yo no hago amenazas vanas.
Antes de un segundo, en la pantalla apareció una fotografía hecha con rayos infrarrojos.
—Hace menos de diez minutos, el satélite captó esta imagen de la casa donde se encuentra en Angra dos Reis. Por lo que veo, usted está en la parte delantera de la casa. Los dos puntos brillantes a su izquierda deben de ser los perros. ¿Me equivoco?
El Trol no contestó. Tenía que estar conmocionado. Que Harvath hubiera descubierto su escondite quebrantaba todas las reglas. Era un gusto poder darle al Trol un poco de su propia medicina.
—Ahí tiene mi muestra de buena voluntad —añadió Harvath—. Soy un hombre de palabra. Si lo quisiera muerto ya estaría muerto.
Pasaron varios minutos. El Trol estaba tratando de reconstruir cómo habían dado con su rastro. Finalmente escribió:
—Fue por el giro que le hice a la inmobiliaria que gestiona la isla.
A Harvath le había llegado el turno de devolver la carita feliz :—). Gracias a Finney, había dejado al Trol en pelotas y en la lona.
Cuando terminó de darle instrucciones al Trol, que ahora decía que sí a todo, le lanzó una última advertencia:
—No tiene permiso para dejar la isla. Si se marcha, le daré caza y lo mataré yo mismo.
18
Sur de California
Philippe Roussard recibió la llamada del controlador en medio de la noche.
—¿Tienes todo preparado?
Roussard se sentó en la cama y encajó una almohada entre su cabeza y la pared de yeso.
—Sí. —Cogió un cigarrillo del paquete de Gitanes sobre la mesita y lo encendió.
—Fumar mata, ya lo sabes —le advirtió el interlocutor al oír el chasquido del Zippo y la honda calada. Philippe se pasó la mano por el pelo.
—Es conmovedor que te preocupes tanto por mí. El otro hombre no quiso entrar al trapo. Últimamente, la relación entre los dos se había vuelto tirante. Si querían tener éxito debían trabajar juntos. Soltó un suspiro y dijo:
—Habrá una embarcación esperándote cuando termines. Cerciórate de que no te vea nadie.
Philippe resopló por la nariz en respuesta. Nadie iba a verlo. Nadie lo veía nunca. Era un fantasma, una sombra. De hecho, era tan escurridizo que mucha gente dudaba de su existencia. Sin embargo, el gobierno de Estados Unidos era otra historia.
Hasta el día de su captura, nadie lo había visto jamás. Nadie conocía su nombre, ni su nacionalidad. Los soldados estadounidenses desplegados en Iraq lo llamaban Juba y temblaban de pensar que podían ser su siguiente víctima.
Los abatía a una distancia de doscientos metros como mínimo y mil trescientos como máximo. Todos disparos perfectos, o casi todos. Philippe conocía de primera mano las prendas antibalas y sabía exactamente adonde apuntar: la base de la columna, las costillas, justo arriba del pecho.
De vez en cuando, como en el caso de los cuatro francotiradores de los Marines en Ramadi, liquidaba a sus víctimas con un tiro en la frente absolutamente limpio. Con más de cien bajas en su haber, se había convertido en un héroe para todos los iraquíes que se oponían a la ocupación norteamericana y en un ángel vengador para sus hermanos de la insurgencia.
Los estadounidenses lo habían perseguido sin tregua y finalmente habían dado con él. Lo habían enviado a Guantánamo, donde lo habían torturado durante meses. Luego, hacía poco más de seis meses, milagrosamente, lo habían dejado libre. Lo subieron a un avión junto con otros cuatro prisioneros y los enviaron a casa. Solamente Roussard conocía el motivo de la liberación y la identidad de su benefactor.
Se enfundó un mono con las letras SERVPRO, en el que apenas cabía su cuerpo musculoso. No se le escapaba la ironía de su situación. Estados Unidos había acordado liberarlo en secreto junto con los otros cuatro detenidos para proteger a sus ciudadanos de nuevos actos de terrorismo. Y ahora mismo él estaba en territorio estadounidense, a punto de llevar a cabo el siguiente ataque.
19
A pesar de los hábitos repulsivos que Roussard había adoptado para integrarse en la sociedad occidental, en el fondo de su corazón seguía siendo un muyahidín. Su propia naturaleza era la antítesis de la de su controlador, que se sentía más que a gusto con los excesos de Occidente, con las comilonas y los licores caros.
En el internado francés donde se había criado apenas había aprendido a sentirse a sus anchas con sus enemigos occidentales. Su verdadera educación había empezado en una mezquita de los alrededores y, más tarde, había acabado de formarse en varios campos secretos de Pakistán y Afganistán.
Era allí donde había aprendido que «Al Qaeda» no significaba «la base», como transmitían en su ignorancia la mayoría de los medios occidentales, sino «la base de datos». El nombre hacía referencia al archivo informático original en que figuraban los miles de muyahidines que la CIA había reclutado y entrenado para derrotar a los rusos en Afganistán.
En la década de 1990, muchos otros miles de nombres se habían añadido a la lista, que según se decía era uno de los secretos mejor guardados de los líderes de Al Qaeda. Los nuevos muyahidines eran una multitud variopinta, donde había hombres de todas las etnias y los más diversos medios socioeconómicos, mucho más diversos de lo que los gobiernos de Occidente admitirían jamás. Habían sido reclutados, adoctrinados, entrenados y, más tarde, desperdigados por el mundo a la espera de la llamada a las armas.
Mientras cruzaba en su furgoneta el puente entre San Diego y Coronado, Roussard reflexionó acerca de lo que podría pasar si lo pescaban. Estaba en Estados Unidos, y lo peor que podían hacerle ya se lo habían hecho en Guantánamo. Si lo atrapaban allí, en su propio territorio, se atreverían a hacer menos todavía. No costaba nada aprovecharse de los norteamericanos. Los congresistas se dedicaban a aprobar leyes enrevesadas que protegían mejor a sus enemigos que a sus propios compatriotas.
Cuando Estados Unidos apresaba a alguno de sus supuestos enemigos terroristas, no se atrevía a condenarlo a muerte. Zacarías Moussaoui, el clérigo ciego Omar Abdel-Rahman, incluso Ramzi Yousef habían recibido cadena perpetua. Sus condenas daban fe de la cobardía y la debilidad de los norteamericanos, y corroboraban que el país se rendiría inevitablemente ante los verdaderos seguidores del islam.
Enfiló por la calle Tercera, giró varias veces y volvió en dos ocasiones sobre sus pasos para asegurarse de que no lo seguía nadie. Cuando llegó al número indicado de Encino Lane, aparcó delante del garaje y colocó dos conos de color naranja detrás y delante del vehículo. Era poco probable que alguien sospechara nada a esas horas. Una furgoneta de reparaciones de emergencia podía despertar el interés de un vecino, pero no daría pie a una llamada a la policía.
De camino a la puerta de la casa, sacó del bolsillo la ganzúa y la disimuló bajo la carpeta de metal. Se detuvo ante la puerta y fingió tocar el timbre. Discretamente, empezó a trabajar con la ganzúa, a sabiendas de que la casa no poseía ninguna alarma.
Cuando la cerradura cedió, se escurrió dentro y cerró la puerta a sus espaldas. Esperó en el vestíbulo hasta que sus ojos se habituaron a la oscuridad. Había un olor a laca de muebles que se confundía con el olor del mar.
En cuanto sus ojos se adaptaron a la luz, se deslizó por el pasillo hasta la habitación principal. El pasillo estaba flanqueado por fotos de familia, la mayoría de ellas fechadas hacía años.
La puerta de la habitación estaba abierta de par en par. Su víctima yacía dormida en la cama. Roussard se acercó a la cama y se abrió la cremallera del mono, apretando la carpeta metálica bajo el codo.
Por un instante, pensó que había dejado caer el objeto que buscaba por el camino. Pero al instante su mano derecha dio con él.
Cuando se volvió hacia su víctima se quedó de piedra. La mujer tenía los ojos abiertos y estaba mirándolo fijamente. Las ventanas de la habitación estaban abiertas. Todo el mundo oiría el grito.
Reaccionó por puro instinto. Cogió la carpeta con ambas manos y se la descargó con fuerza en la parte izquierda de la cabeza. La mujer abrió la boca como para gritar, pero Roussard volvió a golpearla. Entonces, su víctima cerró los ojos y se quedó muy quieta en la cama.
Roussard notó que estaba sangrando por la nariz y por el oído. La sangre había empezado a mancharle el camisón y la larga cabellera gris. Estaba inconsciente. Pero seguía bastante viva, que era lo que interesaba.
Dejó caer la carpeta en la cama, levantó a la mujer en brazos y la llevó al cuarto de baño. La tendió en la bañera, le quitó el camisón y le embadurnó todo el cuerpo con una pasta húmeda. Luego, selló las ventanas del baño con cinta adhesiva industrial.
Salió de la casa, fue a la furgoneta y recogió los dos cubos de plástico precintados y el cinturón de herramientas.
De vuelta en el baño, dejó los cubos junto a la bañera y sacó el atomizador que traía dentro del mono.
Le abrió los ojos a la mujer, primero el derecho y luego el izquierdo, y aplicó el contenido del atomizador con generosidad, hasta asegurarse de que cubría por completo ambos ojos. Ya casi había terminado su trabajo.
Sacó el destornillador del cinturón y abrió con él los dos baldes. Cogió una de las toallas que había sobre el inodoro y la arrojó fuera del cuarto de baño. El momento había llegado.
Después de quitarles la tapa, vació los dos cubos encima de su víctima, que aún seguía inconsciente, y salió a toda prisa del baño, cerciorándose de que había cerrado bien la puerta.
Encajó la toalla bajo la puerta y la aseguró en su sitio con más cinta industrial. Sacó luego el taladro inalámbrico del cinturón y atornilló la puerta al marco con media docena de tornillos.
Salió de la casa, repuso los conos naranja dentro de la furgoneta y se marchó despacio por donde había venido.
En el hotel Marriott del puerto de San Diego abandonó el mono de trabajo y limpió la furgoneta para no dejar huellas. Luego, se encaminó hacia el muelle. La embarcación estaba justo donde le había dicho el controlador.
En cuanto se abrió paso hasta el agua negra del mar, sacó un móvil limpio, marcó el número de emergencias y dio la dirección de la mujer en Coronado, añadiendo que necesitaba ayuda.
Cuando la operadora le pidió su nombre, lanzó el móvil por la borda. No tardarían en sumar dos y dos y deducir quién era el responsable.
20
Baltimore, Maryland
Tom Gosse, el director de la funeraria Tom Gosse, le había pedido a Sheppard que no grabara la conversación. Eso significaba que el periodista tenía que tomar apuntes, y tomar apuntes era una de las cosas que peor se le daban en la vida.
No culpaba a Gosse por evitar que sus palabras quedaran registradas. Si lo que le había contado era cierto, alguien había sido asesinado para mantener el secreto.
Sheppard se sentó en la cocina de su casa y repasó los apuntes sorbiendo una Foster’s. El director de la funeraria era un tío sólido. Durante la entrevista, Sheppard había vuelto atrás varias veces y había trastocado los hechos para tenderle una trampa, pero Gosse no había caído ni una vez. No cabía la menor duda de que estaba diciendo la verdad.
Según su testimonio, seis meses antes había ido al instituto forense a recoger un cadáver. Mientras esperaba, había charlado un rato con un amigo suyo que trabajaba allí como médico forense y se llamaba Frank Aposhian. Eran buenos amigos, según decía Gosse. Sus hijos iban juntos al instituto y ellos mismos se reunían un par de veces al mes para jugar a las cartas.
En un momento dado, dos hombres recién llegados habían interrumpido la conversación. Se identificaron como agentes del FBI y dijeron que necesitaban hablar en privado con el doctor Aposhian. Puesto que esa noche su amigo estaba a cargo de la morgue, a Gosse no le extrañó la petición. Los oficiales de la policía y el FBI entraban y salían todo el rato del depósito de cadáveres, y no iban allí precisamente a tomar un café.
Uno de los agentes acompañó a Aposhian a su despacho y el otro se quedó con Gosse examinando los cadáveres. Pero no todos los cadáveres: solamente le interesaban los que no había reclamado nadie, esos que en la jerga del oficio se conocían como John Doe. La mayoría aparecían muertos en los parques, o bajo los puentes, o en edificios abandonados, y a menudo, para cuando los descubrían, ya habían empezado a comérselos las ratas o los perros callejeros.
Las huellas dactilares se enviaban a los archivos locales y nacionales y se asignaba algún equipo de investigadores para establecer quiénes eran, pero con frecuencia permanecían sin identificar. Los estudiantes de tanatopraxia practicaban con ellos las técnicas de embalsamamiento y, una vez embalsamados, los John Doe y las Jane Doe acababan en un cajón de chapa y los enterraban en el baldío más cercano.
Lo que a Gosse le pareció extraño fue que, al parecer, el agente no sabía qué había ido a buscar. No llevaba encima ninguna fotografía. Simplemente iba de cuerpo en cuerpo, echándoles una mirada, como si estuviera eligiendo un nuevo juego de palos de golf.
Cuando Aposhian regresó con su compañero, el agente señaló uno de los cuerpos y el médico forense anotó el número en la etiqueta del dedo gordo del pie y volvió a su despacho para rellenar los formularios.
Envolvieron el cuerpo en una bolsa, lo subieron en una furgoneta común y los tíos del gobierno se marcharon.
Cuando Gosse le preguntó a Aposhian de qué iba la historia, su amigo le respondió que tenía instrucciones de no decir nada. Por lo visto, el cadáver no pertenecía a un John Doe, sino a un sujeto involucrado en un grave crimen.
La historia tendría que haber terminado ahí. Pero no fue así. Los agentes del FBI habían presentado los documentos para reclamar el cuerpo, pero además insistieron en que Aposhian les entregara el expediente del muerto. Explicaron que el FBI preparaba un golpe de mano que podía verse comprometido si el fallecimiento salía a la luz. La petición era poco usual, pero como los agentes fueron muy educados y traían todos los papeles en regla, Aposhian decidió no enzarzarse en una discusión. Después de unos meses, comprendió que se había equivocado.
Al parecer, el estudiante de medicina que estaba de guardia esa noche le había entregado el expediente de otro cadáver. Cuando Aposhian llamó a la oficina local del FBI para corregir el error, le dijeron que los agentes Stan Weston y Joe Maxwell no trabajaban allí. El médico llamó luego a la central del FBI en Washington. Y le informaron de que esos nombres no correspondían a ningún agente del FBI y probablemente se trataba de un error.
Aposhian revisó sus notas. No se trataba de un error. Nada parecía tener sentido.
Le pasó la tarjeta de huellas dactilares del muerto a Sally Rutherford, una investigadora de medicina legal con quien salía desde hacía once meses. Al día siguiente, encontró un correo electrónico impreso aguardándolo en su escritorio.
En opinión de Sally, estaba pasando algo muy raro. Las huellas que le había dado Aposhian correspondían a un hombre abatido en un tiroteo contra la policía en Charleston, Carolina del Sur, varios días después de que los agentes del FBI vinieran al depósito y se llevaran el cadáver. Rutherford había llamado al Departamento de Policía de Charleston pero todavía no habían contestado.
Una vez más, Aposhian pensó que se trataba de un enredo burocrático. Pero cambió de opinión al cabo de unas noches, cuando sus conocidos del FBI le hicieron una visita.
Gosse estaba esa noche en casa del médico, para la habitual partida de póquer. Al principio no reconoció a los hombres. Después de todo, habían pasado seis meses desde que los viera en el instituto forense.
Los agentes hicieron salir a Aposhian y el médico regresó visiblemente inquieto. Quién sabe qué le habían dicho, pero desde luego parecía que nada bueno.
Gosse le preguntó qué estaba pasando, pero Aposhian se negó a hablar. De hecho, dijo que no se sentía bien, puso fin a la partida y despachó a sus compañeros de póquer.
Al día siguiente, Gosse volvió al depósito de cadáveres para recoger a otro cliente. Estaba a punto de tocar a la puerta de Aposhian, cuando oyó a dos personas discutiendo dentro. Se apartó del umbral justo a tiempo para dar paso a Sally Rutherford, que salió del despacho como un ciclón. Gosse no quería ser entrometido, pero su amigo el médico parecía terriblemente alterado.
Estaba claro que Aposhian necesitaba hablar. Pero no quería hacerlo en el despacho. Quedaron en verse esa noche en la funeraria.
Cuando el médico llegó, Gosse activó el servicio de contestador de los teléfonos y abrió una botella de Maker’s Mark. Puso dos vasos en el escritorio y sirvió tres dedos de burbon en cada uno. Gosse había nacido para escuchar. No forzó la conversación. Esperó a que su amigo quisiera hablar y, cuando el médico se animó, compartió con él una historia inverosímil.
21
Montrose, Colorado
Habían pasado varias horas desde que Harvath había llegado al hotel. Después de dejar al personal del Programa Sargazo montando guardia en la sala de chat por si el Trol enviaba algún mensaje, sus anfitriones habían resuelto llevarlo a su habitación e invitarlo a cenar.
El edificio central del Elk Mountain parecía un gran refugio de cacería sacado del siglo XIX. Los tres amigos tomaron asiento al pie de una chimenea de piedra en la terraza que daba al lago.
El perfeccionismo de Finney se manifestaba en cada detalle, incluso en el fuego de la chimenea. Cuando un empleado se acercó discretamente con una canasta de troncos, Finney explicó que utilizaban una mezcla muy precisa de nogal, haya y eucalipto, y una cierta cantidad de pino seco para que diera buen olor.
Prestaba igual atención, o incluso más, a la comida que se servía en el Elk Mountain. No había reparado en gastos a la hora de conseguir a uno de los mejores chefs de la nación. El hombre era un portento culinario y un pionero de la cocina alpino-americana, y tenía en su haber tantos premios de la guía Zagat, la fundación James Beard y la revista Wine Spectator que no cabían todos en la pared del hotel. Fue la primera vez que Harvath comió una comida hasta el final desde el día del ataque a Tracy.
Incluso se permitió una copita después de cenar. Tenía que relajarse, por las buenas o por las malas. Estaba demasiado atenazado y eso no le hacía ningún bien a Tracy, ni tampoco a él mismo.
Después de llevarse los platos, dos camareros aparecieron al lado de Finney, uno con una botella de B&B y tres copas, y el otro con un elegante humectador de tabaco tallado en madera. Finney ordenó que dejaran todo en la mesa y desaparecieron sin decir palabra.
—¿Sabías que esto lo inventó un barman del Club 21 de Nueva York? —preguntó Parker mientras sacaba el corcho de la botella—. Es coñac con licor Benedictine. Se volvió tan popular que los propios franceses se pusieron a embotellar la mezcla. El tío nunca vio un céntimo de las ganancias. Joder, cómo detesto a los franceses.
Harvath sonrió. Hasta donde recordaba, Ron Parker había odiado desde siempre a los franceses. Solía decir que eran los únicos soldados del mundo que tenían las axilas bronceadas.
Finney le ofreció un cigarro a Harvath, pero el agente dijo que no con la cabeza. Con la copita tendría suficiente.
Cuando Parker le pasó la copa, Harvath se la acercó a la nariz y cerró los ojos, aspirando la especiada fragancia. Por un instante, casi logró olvidarse de sus problemas.
Bebió la copa sorbo a sorbo, mientras Finney y Parker hablaban de las mismas cosas de siempre: el estado de la situación mundial, los planes para mejorar el hotel, el Campo Seis y el Programa Sargazo, y los hábitos predatorios de Parker con las huéspedes del Elk Mountain: Finney había tenido que hacerle esa extravagante concesión, indispensable para que Parker abandonara un empleo estupendo en la costa Este y se mudara a aquel rincón apenas poblado de Colorado.
Era agradable estar allí sentado, escuchando el parloteo de dos viejos amigos. Harvath dio rienda suelta a su mente y enseguida pensó en Tracy. Sacó la BlackBerry de la funda y comprobó si tenía cobertura. Casi siempre, en la terraza la señal se recibía mejor que en el resto del hotel. Pero ahora mismo no estaba recibiendo ninguna.
Finney le ofreció uno de los teléfonos inalámbricos del hotel. Harvath aceptó el ofrecimiento. Parker llamó por la radio a los camareros para que trajeran el teléfono a la terraza.
Harvath llamó a Washington, a la recepción de la planta del hospital, y pidió que le pasaran a Laverna, la enfermera que acompañaba a Tracy por las noches.
—Qué bien que ha llamado —dijo la mujer en cuanto se puso al habla.
Harvath temió que hubiera ocurrido lo peor. Todo su cuerpo se puso tenso.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Tracy se encuentra bien?
—Tracy está bien, pero el señor Gary Lawlor está buscándolo. Dijo que era una emergencia. Traté de llamarlo al móvil, pero me saltó el buzón de voz.
—Ya —dijo Harvath—. Estoy en un área con poca cobertura. ¿El señor Lawlor no dijo de qué se trataba?
—No. Solo me dijo que si lo veía o hablaba con usted le dijera que lo llame de inmediato.
Harvath le dio las gracias y el número directo de Tim Finney antes de colgar. Llamó enseguida a Gary, que contestó antes de que el teléfono sonara por segunda vez.
—Hola, Gary, soy Scot. ¿Qué está pasando?
—¿Dónde diablos te has metido? —preguntó Lawlor—. Llevo horas buscándote.
—Estoy en el hotel de Tim Finney, en Colorado.
—¿En Colorado? ¿Por qué no me avisaste de que saldrías de la ciudad?
—Fue una decisión de último minuto —contestó Harvath—. ¿Qué es lo que pasa?
—No trates de engañarme —replicó Lawlor—. Tienes a Finney buscando al tío que le disparó a Tracy, ¿no es así? Con su Proyecto Sargazo. ¿No estabas presente cuando el presidente te pidió específicamente que te mantuvieras al margen?
—La gente de Finney tenía una pista y vine a echar un vistazo. Nada más. Venga, ¿qué está pasando en Washington como para que le hayas dejado a la enfermera de Tracy un mensaje urgente para mí?
Lawlor guardó silencio un momento, tratando de decidir cómo darle la noticia. En cuanto Harvath oyera lo que iba a decirle, se volvería incontrolable. Lawlor concluyó que no había manera de suavizarlo y se lo soltó todo de una vez:
—Esta noche han atacado a tu madre en Coronado.
22
Cuando escuchó los detalles del ataque Harvath sintió ganas de vomitar.
Los policías habían oído gritar a su madre desde la calle al llegar a la casa en Encino Lane. Derribaron la puerta de entrada y avanzaron hasta el baño siguiendo los gritos. Eran dos oficiales y tardaron varios minutos en romper la puerta, porque estaba atornillada al marco.
La habían encontrado en la bañera, desnuda, cubierta de langostas de pies a cabeza. Parecía que los insectos se la estaban comiendo viva. Algunos medían más de diez centímetros.
Más tarde, uno de los médicos forenses había identificado la sustancia con la que habían embadurnado a Maureen Harvath: era «comida para bichos» y la vendían en muchas tiendas de mascotas para alimentar a las langostas.
Maureen no tenía idea de qué estaba ocurriendo, porque no podía ver a las criaturas que se apiñaban contra su cuerpo. Le habían sellado los ojos. Se los habían pintado con tinta negra, y los médicos del hospital todavía no sabían si recobraría del todo la vista. Había sufrido un trauma espantoso y estaba completamente sedada.
Con los últimos particulares sobre la escena del crimen, la angustia de Harvath se convirtió en ira. En el fondo de uno de los cubos que el atacante había usado para transportar las langostas había una nota escrita en rojo: «Lo que se ha tomado con sangre solo puede cobrarse con sangre».
Finney y Parker vieron la cara de Harvath, escucharon su mitad del diálogo y concluyeron que Tracy se había puesto peor. Cuando les contó que habían atacado a su madre respondieron con lo único que un amigo puede y debe decir en una situación parecida:
—¿Qué necesitas?
Harvath necesitaba usar el jet del hotel. Finney ya estaba hablando por la radio antes de que acabara de pedírselo.
Parker tenía amigos en la policía de San Diego que podían servirles de enlace con los polis de Coronado. Partió enseguida rumbo a Sargazo para poner la pelota en movimiento.
Todo parecía indicar que el hombre que había atacado a Maureen Harvath era el mismo que le había disparado a Tracy.
Harvath tenía razón. Era un asunto personal.
23
Las palabras del Trol seguían repicando en su cabeza a bordo del Cessna Citation X del Elk Mountain que volaba a toda velocidad hacia Coronado. Era algo que el Trol había dicho durante su sesión en la sala de chat.
Había mencionado que la mancha de sangre de cordero en la puerta de Harvath era bastante «bíblica». Harvath estaba de acuerdo, pero hasta entonces no había logrado establecer ninguna conexión que tuviera sentido. Sin embargo, ahora habían atacado a su madre. Y la habían sometido a una auténtica «plaga» de langostas, también bastante bíblica.
Harvath encendió el portátil de a bordo de Finney y entró en Internet. Hizo una búsqueda con los términos «sangre de cordero» y «langostas». Había más de medio millón de resultados. El primero era de Wikipedia, y el renglón de la sinopsis lo decía todo. La sangre de cordero y las langostas estaban relacionadas con las diez plagas de Egipto. Harvath abrió el hipervínculo.
La historia de las plagas figuraba en el libro del Éxodo. Eran las diez calamidades con las que Dios había asolado Egipto para convencer al faraón de que liberara a los esclavos israelitas.
En la primera plaga, el agua de los ríos y las fuentes de Egipto se había teñido de sangre. En la segunda, los reptiles, más exactamente las ranas, habían devastado la tierra. Luego venían los piojos, las moscas y una enfermedad que había diezmado al ganado. Luego venía una plaga de bubas incurables, y otra de granizo mezclado con fuego. Después venían las langostas, la oscuridad y, finalmente, la muerte de todos los primogénitos del país, salvo los de los israelitas, que habían pintado el marco de su puerta con la sangre del cordero pascual.
Sin duda, el sujeto que le había disparado a Tracy y había atacado a su madre estaba usando las diez plagas como una especie de guión macabro, pero en el orden inverso.
La décima plaga consistía en la muerte de todos los primogénitos varones de Egipto. Solo las casas de los israelitas se habían salvado, porque había una marca en los umbrales y en los dinteles hecha con la sangre del cordero del sacrificio. Dios, literalmente, había pasado por alto sus casas, y así había nacido la fiesta judía de Pésaj, que significa «pasar por alto». La fiesta conmemoraba la liberación de los israelitas del yugo del faraón y el nacimiento de la nación judía. Harvath empezaba a comprender mejor de qué manera estaba relacionada con el atentado a Tracy Hastings.
Al parecer, el tirador se consideraba a sí mismo una especie de ángel de la muerte. Había pasado por alto la casa de Harvath, perdonando su vida, pero había intentado tomar la de Tracy en su lugar.
La novena plaga era la oscuridad, y por eso le había sellado los ojos a su madre. Dios había ordenado a Moisés que extendiera la mano sobre Egipto, y el gesto había sumido al país en tinieblas durante tres días.
La octava plaga, concebida para endurecer el corazón del faraón, era la de las langostas. A esas alturas, Harvath ya tenía el corazón endurecido. Con los ataques contra Tracy y contra su madre ya había tenido bastante. No le importaba qué dijera el presidente, ni qué dijera nadie, había tomado una decisión. No solo tenía que atrapar al hombre que había llevado a cabo los ataques. Tenía que matarlo, y eso era justamente lo que se disponía a hacer.
Harvath siguió leyendo. El resto de las plagas eran igual de desagradables y ni siquiera quería imaginar cuáles podían ser sus equivalentes modernos. La única esperanza era pararle los pies al responsable antes del siguiente ataque.
Lo cual obligaba a Harvath a pensar en algo aún peor. ¿Quién sería el siguiente objetivo de ese maníaco? Primero Tracy. Luego su madre. ¿Sería la siguiente también una mujer cercana a él? ¿Podía ser también un hombre? ¿Debía alertar él entonces a todos sus amigos? Aun si pudiera hacerlo, ¿qué les diría? «¿Ten cuidado, un tío planea lanzar sobre ti una plaga bíblica?». No, la clave era detenerlo antes de que pudiera golpear otra vez. Pero, para eso, ellos mismos necesitaban un golpe de suerte, y bastante grande.
24
Cuando entró en el cuarto del hospital y vio a su madre tendida en la cama, la ira lo estremeció. Tenía la cara llagada y cubierta de moretones. ¿Quién coño podía hacer algo así?
Quería abrazarla pero no pudo. Se quedó paralizado, devastado por la culpa que sentía por ser el causante del ataque y la furia primitiva que le provocaba la audacia de aquel acto violento. Se le cerró la garganta. Las lágrimas se le saltaron y no se molestó en secárselas.
Finalmente, se obligó a acercarse al costado de la cama. Miró la cara hinchada de su madre, la cogió de la mano y dijo:
—Perdóname, mamá.
Se quedó así varios minutos. Luego acercó una silla y se sentó. Cuando le pasó la mano por el pelo, tuvo una desagradable sensación de déjà vu. Era como si estuviera de vuelta en el cuarto de hospital de Tracy.
«¿Por qué estaba pasando todo aquello? ¿Por qué justo ahora, cuando había encontrado el rumbo de su vida, alguien se empeñaba en destrozársela?». Era una buena pregunta y se la había hecho mil veces desde el día que habían atacado a Tracy.
Pese a todos los logros de su vida, Harvath nunca había tenido suerte con las mujeres. Durante años le había echado la culpa a su oficio y a las exigencias de su carrera. Pero después de conocer a Tracy, se había jurado que no se escudaría otra vez en el trabajo ni dejaría fracasar la relación.
La angustia que su madre había padecido por cuenta de su padre también tenía que ver con su fobia al compromiso. Aunque, en realidad, los dos habían tenido un matrimonio feliz, pese a que el oficio de su padre era peligroso y lo obligaba a desaparecer durante semanas, incluso durante meses.
Una noche, con Tracy dormida a su lado, Harvath había buceado dentro de sí mismo en busca del motivo, de la verdadera razón por la que había ahuyentado a todas las buenas mujeres que habían llegado a entrar en su vida.
En su mente apareció el rostro de Meg Cassidy. También a ella la había conocido en circunstancias insólitas, como a Tracy. En el caso de Meg, durante un secuestro. Más tarde, a ambos les habían asignado una operación extraordinariamente difícil. Para todos los efectos, hacían una pareja perfecta, «tal vez tan perfecta como Tracy y yo». Pero las cosas no habían ido bien. Era una mujer increíble, y a Harvath aún le dolía haberla perdido.
Y sin embargo, era curioso que ahora mismo pensara en Meg. Meg había seguido adelante con su vida. Había conocido a otra persona y ya tenían fecha para la boda.
Se volvió hacia uno de los rincones más oscuros de su mente, un rincón que siempre trataba de evitar. Y comprendió que había dado con la causa. Lo supo porque las tripas se le contrajeron en cuanto empezó a rememorar aquel día sombrío.
Había ocurrido durante su segunda misión con el Equipo Dos de los SEAL. Los habían enviado a Finlandia en uno de los peores inviernos de la historia. Las cegadoras ventiscas de nieve prácticamente les impedían verse y oírse entre sí. El equipo se dividió en parejas antes de caer sobre el objetivo.
Sin embargo, los hombres a los que perseguían consiguieron dar la vuelta a la partida y los sorprendieron por la espalda. Harvath nunca pudo entender cómo habían descubierto que ellos estaban allí.
Para cuando terminó el tiroteo, tenía un hombro herido y su compañero había muerto de un disparo en la cabeza.
Había abatido a todos sus adversarios, pero no era ninguna satisfacción. Sentía una culpa inmensa. Su compañero estaba casado y tenía dos niños pequeños.
Harvath insistió en informar personalmente a la esposa de su colega. Era una mujer fuerte, que sabía con quién estaba casada, pero la cara que puso al oír la noticia le había roto el corazón. Se juró que nunca iba a causarle otra vez ese dolor a la esposa de nadie. Durante años, había hecho cuanto estaba en sus manos para que todos sus hombres volvieran con vida. Era una aspiración noble, pero en su línea de trabajo la muerte era una posibilidad. Era la pega más notable de ganarse el pan así, y también el motivo por el que, siempre que podía, Harvath prefería trabajar en solitario.
Esa noche, tendido junto a Tracy, Harvath había comprendido por qué había apartado de su lado a tantas mujeres que le habrían hecho bien. Y se hizo un nuevo juramento. Si Tracy resultaba ser la mujer de su vida, nunca la dejaría ir.
El vibrador de la BlackBerry interrumpió sus pensamientos. Tenía una llamada.
—Harvath —respondió al aparato.
—Hola, Scot, soy Ron Parker. Tenemos algo que deberías ver.
—¿Qué es?
—¿En cuánto tiempo puedes llegar al Marriott de San Diego?
—¿El de la bahía? —Harvath miró de reojo a su madre. Los médicos habían dicho que, aunque estaba estable, la mantendrían sedada hasta el día siguiente—. Unos quince minutos. ¿Por qué?
—Ya lo verás cuando llegues. Uno de mis contactos en la policía de San Diego está esperándote. Es detective, su apellido es Gold.
25
En la oscuridad de la noche, la estructura de metal y cristales convexos del hotel Marriott adquiría una belleza inquietante. Los lamparazos azules y rojos de las radiopatrullas solo añadían dramatismo a la fachada.
Tras enseñar su credencial y encararse con un patrullero empeñado en no darle paso, Harvath consiguió localizar al detective de apellido Gold. Por algún motivo, Parker no le había anticipado que su nombre era Alison. No es que Harvath tuviera prejuicios contra las mujeres detectives, pero era curioso que hubiera omitido ese detalle.
Conociendo a Ron, Harvath concluyó que la detective Gold probablemente se había hospedado en Valhalla y había tenido un romance con él. Parker se había callado su nombre en un esfuerzo excesivo por transmitirle que era una profesional competente en la que Harvath podía confiar. Sin embargo, no hacía falta. Si se había ganado el respeto de Ron, también tenía el suyo. Era una pelirroja alta y atractiva que debía de andar cerca de los cuarenta. Muy pronto dio pruebas de que se merecía la confianza de Parker y de Harvath.
Tras presentarse y pedirle disculpas por la actitud del patrullero, la detective Gold lo condujo a una furgoneta de carga Chevy Express, blanca y sin ventanas. Las puertas de atrás estaban abiertas. En el interior, un equipo de especialistas de la unidad de servicios forenses de la policía recolectaba pruebas.
—Según una testigo que salió a pasear al perro poco antes del ataque, una furgoneta muy parecida estuvo aparcada delante de la casa de su madre. Dentro de la furgoneta hay un letrero magnético que también encaja con la descripción de la testigo.
La detective dio unos golpecitos en el costado de la furgoneta para llamar la atención de uno de los técnicos. Le enseñaron las letras magnéticas a Harvath.
—Cualquiera que viera la furgoneta, pensaría que a su madre se le había estropeado una tubería o tenía alguna avería por el estilo. La policía ya ha contactado con todas las franquicias de SERVPRO de la ciudad y ninguna recibió una llamada en el área donde vive su madre, ni siquiera en los alrededores.
Harvath no estaba sorprendido.
—¿Qué hay de la furgoneta?
—Pertenece a una compañía de alquileres de Los Ángeles. Estamos investigando el contrato de alquiler pero no creo que averigüemos gran cosa.
Harvath compartía su opinión.
—En cuanto a huellas y fibras de ropa, el vehículo está como una patena. La policía de Coronado tampoco ha encontrado nada en la casa.
—Y no creo que lo encuentren —dijo Harvath.
—¿Por algún motivo en particular?
—El tío es un profesional.
La detective enarcó las cejas.
—No sé cuánto le ha contado Ron, pero a una amiga mía la dispararon hace unos días en la puerta de mi casa en Washington. Pensamos que lo hizo la misma persona que atacó a mi madre —aclaró Harvath.
—Sí, Ron me lo ha contado —confirmó Alison Gold—. También me advirtió que no le preguntara por qué ese tío está tan enfadado como para viajar de costa a costa y atacar a dos personas cercanas a usted.
Harvath la miró pero no dijo nada.
—No se preocupe —replicó Gold ante su silencio—. He estado en el Elk Mountain. Entiendo de qué va la cosa.
La detective Gold no entendía ni la mitad de lo que pasaba en el Elk Mountain, pero Harvath lo dejó correr. Parker era tan patriota como Finney y jamás revelaría asuntos de interés nacional para hacerse el simpático en la cama. Harvath cambió de tema.
—¿Cómo encontraron la furgoneta?
—Rasándonos en la descripción de la testigo repasamos las filmaciones de las cámaras del puente. Y descubrimos que esta furgoneta fue y volvió de Coronado. Luego la rastreamos hasta aquí usando las cámaras de tráfico.
La policía había hecho un buen trabajo. Sin embargo, bastaba echar un vistazo a los cientos de embarcaciones ancladas delante del hotel para comprender que el atacante se había marchado de allí hacía horas. Harvath ya sospechaba adonde había ido, pero igualmente tenía que preguntar.
—Así que la dejó aquí… ¿y luego?
Gold señaló con la cabeza la cámara de vigilancia del hotel.
—Ya hemos examinado la filmación. Como usted dice, el tío es un profesional. Sabía que revisaríamos las cintas de vídeo. No miró a la cámara en ningún momento. Le haré llegar copia de todo, pero no sé si le servirá de algo. Se puso una gorra de béisbol que le tapaba la cara por completo. También se cuidó de llevar ropa holgada y andar encorvado, para que no pudiéramos establecer cuánto mide ni cuánto pesa.
—¿Había un coche esperándolo o bajó a los muelles?
—Bajó a los muelles —contestó la detective—. El personal del puerto lleva un control bastante estricto de qué embarcación está anclada en cada amarra y qué número de registro tiene, pero…
—Pero a estas alturas el tío ya debe de estar en México.
Alison Gold asintió.
—Si fuera yo tendría un coche esperándome en Ensenada, o incluso más al norte, y desaparecería sin dejar rastro.
La detective estaba en lo cierto. Era exactamente lo que habría hecho el propio Harvath. Y eso le irritaba aún más. El tío que había disparado a Tracy y había atacado a su madre les llevaba apenas horas de ventaja, pero habría dado lo mismo que fueran días. Con una embarcación a su disposición y tres mil kilómetros de costa a lo largo de la península de Baja California, podía estar en cualquier parte.
Lo único que Harvath sabía con certeza era que no había desaparecido para siempre. Volvería a aparecer, y no precisamente para tomarse un té y contar entre sollozos que había sido un niño incomprendido.
Tarde o temprano se verían las caras. Y cuando lo hicieran, solo uno de los dos saldría con vida.
26
Angra dos Reis, Brasil
El Trol repasó una vez más la lista y apartó el bloc de papel. Sencillamente, estaba estupefacto.
Conseguir aquella lista había sido prácticamente imposible. No tenía casi nada que ofrecer y se había visto obligado a pedirle el favor de su vida a alguien sumamente bien situado, a sabiendas de que ese alguien poseía una información tan valiosa que prácticamente era radiactiva.
Una vez obtenida la información, había reunido el dinero que tenía en metálico y había ido a por lo que de verdad le interesaba. Aunque Harvath le había dejado casi en la calle, el Trol todavía tenía un par de ases en la manga, y había jugado con maestría.
Recogió la taza de café vacía, se dejó caer de la silla y fue a la cocina. Una brisa fría recorría la casa, anunciando una tormenta. Esa era una de las pocas desventajas de su paraíso privado. No llovía a menudo, pero cuando lo hacía diluviaba. Y las transmisiones por satélite quedaban suspendidas hasta después del diluvio.
Las jarras de café turco que había bebido para mantenerse alerta le habían hecho un hueco en el estómago. Cogió una baguete mordisqueada, una cuña de camembert y una botella de agua mineral y volvió a la mesa con la bandeja. Miró la lista una vez más.
Un millón de pensamientos se le pasaron por la mente. Le costaba concentrarse. Con cada pieza que volvía boca arriba, el rompecabezas se hacía más inmenso.
Uno de los hallazgos más interesantes era que hacía algo más de seis meses los norteamericanos habían liberado en secreto a cinco hombres que figuraban entre los detenidos más peligrosos de Guantánamo. Les habían marcado la sangre con un isótopo radiactivo para monitorizarlos, pero el procedimiento había fallado y les habían perdido el rastro.
Todo eso correspondía al qué de la ecuación. Lo que el Trol no conseguía entender era el porqué.
¿Había sido una especie de pacto a espaldas de todo el mundo? Pero, en ese caso, ¿con quién habían pactado? ¿Y por qué habían tratado de monitorizar a los hombres? ¿Confiaban en que se los devolvieran? ¿Quién debía devolvérselos? ¿Quién estaba interesado en ellos, para empezar?
Hasta donde podía ver, los cinco hombres no estaban relacionados entre sí. Procedían de organizaciones distintas. Incluso de distintos países. No, eso no tenía lógica.
Seguramente todos estaban vinculados de algún modo a Al Qaeda, pero no como para que tuviera sentido soltarlos juntos. Y ciertamente no los habían soltado porque fueran presos modelo o no hubiera motivos suficientes para tenerlos detenidos. No, eran todos tíos duros, peligrosos de verdad.
En sus expedientes figuraban múltiples intentos de fuga y múltiples ataques contra los guardias de Guantánamo. Era probable que sus carceleros no los echaran de menos, pero Estados Unidos había tenido que cobrar muy caro el favor.
Esa era la teoría del Trol. Pero, por mucho que buscaba un vínculo entre ellos, no conseguía encontrarlo. Estaba ante un agujero negro de información, lo cual era un fenómeno muy raro en el mundo del espionaje, sobre todo a su nivel. Uno podía ocultar información, pero la información nunca se evaporaba sin más. El hecho de que hubiera tenido que excavar tan profundo para dar con la lista que tenía enfrente solo podía significar una cosa: el gobierno de Estados Unidos no quería que nadie se enterara jamás de que había liberado a esos cinco hombres.
Todos los soldados que habían participado en la liberación seis meses atrás habían sido ascendidos y transferidos muy lejos de Guantánamo. Los norteamericanos se habían cuidado muy bien de atar todos los cabos sueltos. Pero ¿por qué? ¿Qué era lo que intentaban esconder?
El Trol dejó en el aire la pregunta y trató de centrarse en la otra pieza del rompecabezas que tampoco parecía encajar: el agente Scot Harvath.
En las últimas horas había descubierto que el agente Harvath contaba con recursos excepcionales, pero que esos recursos no pertenecían al gobierno de Estados Unidos como tal.
Por el contrario, el gobierno estadounidense consideraba a Harvath un problema y, según las fuentes del Trol, lo había excluido de la investigación sobre el ataque a Tracy Hastings. Harvath estaba trabajando por su cuenta.
Con todo, estaba claro que el hombre tenía amigos, por cierto de bastante talento. El Trol no acababa de recriminarse por haberlo perdido todo. Sus bancos de datos, su fortuna, absolutamente todo.
En un principio había pensado en ofrecer una recompensa por la cabeza de Harvath. Sin embargo, no solo era prohibitivo, sino que, si algo le pasaba a Harvath, era bastante probable que él nunca volviera a ver su dinero ni sus datos. De momento, no tenía otra alternativa que dejar que las cosas se desenvolvieran por sí solas. Si en un futuro se presentaba otra oportunidad, tal como solía ocurrir siempre, ya se ocuparía de mover pieza. Pero, por ahora, no le quedaba más que fingir que quería colaborar.
Estiró el brazo, acercó el pequeño bloc de notas y volvió a escudriñar la lista de cinco nombres. ¿Cuál podía ser el próximo paso?
Un trueno restalló del otro lado de la bahía cuando cogió el bolígrafo y tachó el primer nombre de la lista. Luego entró en la sala de chat privada. Ojos que no ven, corazón que no siente. Harvath no se iba a morir por no saber qué nombre había tachado.
27
Programa de Inteligencia Sargazo
Hotel Elk Mountain
Montrose, Colorado
Después de hablar con los médicos Harvath se quedó con su madre, mirándola dormir. Era demasiado pronto para evaluar el daño de los ojos, pero confiaban en que recobraría pronto la visión. Lo más preocupante, de momento, eran los golpes que había recibido en la cabeza, y por ese motivo querían tenerla varios días bajo observación y hacerle algunas pruebas más.
Al cabo de un rato se levantó de la silla. Quería a su madre con todo el corazón, pero por mucho que la quisiera no podía quedarse allí sentado esperando el siguiente ataque. Había que actuar. Varios amigos se ofrecieron a pasar la noche en el hospital, y Harvath subió otra vez a bordo del Citation X de Tim Finney rumbo a Colorado.
Aunque el viaje transcurrió sin incidentes, Harvath no consiguió pegar ojo. Tracy estaba al borde de la muerte y su madre había sido golpeada y torturada. Durante el resto de sus días él tendría que vivir con ese horror. Se preguntó por un momento si eso no sería parte del plan. El solo pensamiento le revolvió el estómago y volvió a sentir un regusto a bilis en la garganta.
Estaba perdiendo los papeles. Y lo sabía. No solía dejarse dominar por las emociones, pero este caso era diferente. Las víctimas de los ataques eran personas que conocía, personas que amaba. ¿Habría otras? Seguro. ¿Y si su adversario se envalentonaba y empezaba a matar? Era una posibilidad, tan grande que ni siquiera quería pensar en ella. Podía pasar.
Por muy bueno que fuera, todo hombre dejaba pistas. Aquel tío estaba dejando algunas bastante obvias, pero ninguna que le permitiera a Harvath identificarlo o detenerlo en su carrera.
Harvath siguió devanándose los sesos después de que el avión tocara tierra, todo el trayecto hasta el hotel por entre las montañas.
Encontró a Finney y a Parker esperándolo.
—¿Has podido dormir un poco en el vuelo de regreso? —preguntó Finney.
Harvath dijo que no con la cabeza.
Finney le dio una pequeña carpeta con una tarjeta magnética en la que figuraba su número de habitación.
—¿Por qué no te tumbas un rato?
—¿Alguna noticia del chico de Ipanema?
—Dio señales justo antes de que entrara una tormenta. Estará incomunicado durante un rato. No lo perderemos de vista. Cuando el cielo empiece a despejarse vendremos a buscarte.
Harvath les dio las gracias y se encaminó a su habitación. En el umbral, tomó la decisión de apagar la mente y dejar fuera todos sus problemas. Dormir era un arma. Lo mantenía a uno alerta. Y era imprescindible que él estuviera alerta ahora.
Abrió la puerta, se quitó los zapatos con un par de patadas y se dejó caer en la cama. El hotel era famoso por sus sábanas ricamente bordadas, sus edredones de plumón y sus almohadas de pluma, pero Harvath no estaba interesado en probarlos. Lo único que quería era dormir.
Al cabo de un momento, sus plegarias tuvieron respuesta y se precipitó desde el risco de la conciencia hacia uno de los sueños más profundos y oscuros de toda su vida.
28
Ya era media mañana cuando Ron Parker vino a despertarlo y le dijo que lo esperaban en el comedor.
Harvath se dio un duchazo rápido y lo remató con un chorro de agua helada para espabilarse y sacudirse los restos de la horrenda pesadilla que tenía todas las noches desde que dispararan a Tracy.
Se vistió con la ropa que le había mandado Finney y llamó a ambos hospitales para enterarse de cómo estaban Tracy y su madre.
En el restaurante, Parker le esperaba con el desayuno. Harvath se sirvió una taza de café y le preguntó:
—¿Dónde está Tim?
—Pegado a la pantalla de la bolsa. Les tiene echado el ojo a unas acciones en Sudamérica.
Harvath comprendió el mensaje y no hizo más preguntas. Desayunó a toda prisa y luego Parker lo llevó en el coche hasta Sargazo.
Cuando entraron en la sala de conferencias, Tim Finney y Tom Morgan ya estaban esperándolos.
—El cielo está a punto de abrirse —dijo Morgan mientras Harvath se servía otra taza de café—. No tardaremos en tener noticias de nuestro amigo.
—¿Cómo está tu madre? —le preguntó Finney, acercando una silla a la de Harvath.
—Fatal.
—Lo siento mucho. ¿Y Tracy?
—Sin novedad —repuso Harvath. Quería desviar las preguntas de sus propios infortunios, así que decidió preguntar algo él mismo—. ¿Ese enano de mierda se ha movido?
—No —contestó Parker, sorbiendo el café delante de su portátil.
—¿Nadie ha ido a verlo a la isla?
—Negativo.
Harvath se arrellanó en la silla y se pasó las manos por la cara.
—Así pues, otra vez a esperar.
Finney tamborileó con un boli en la mesa de conferencias.
—Ajá.
Las pantallas de la sala estaban todas encendidas. En todas aparecía el último mensaje que el Trol había dejado en el chat: tenía información para Harvath, pero habría que esperar a que pasara la lluvia.
—¿Qué tal está Alison? —preguntó Parker, interrumpiendo el silencio que se cernía sobre la habitación—. ¿Guapa?
Harvath sonrió. Por más lujos que hubiera alrededor, sentarse a esperar era sentarse a esperar, y los policías y los soldados siempre hablaban del mismo tema.
—Sí —respondió—. Está muy guapa.
—Si lograra convencerla de mudarse aquí tal vez podríamos tener algo.
Finney resopló con gesto burlón.
—¿Y privar a nuestras huéspedes de tus atenciones? Eso nunca.
Parker se echó a reír.
—Da igual. Su carrera está en San Diego. Y no la va a dejar. Ni siquiera por mí.
Harvath iba a responder cuando Tom Morgan chasqueó los dedos y señaló una de las pantallas. El Trol había vuelto.
29
En principio era una solicitud extraña, pero Harvath no tecleaba demasiado rápido y Tom Morgan le aseguró que no correrían ningún riesgo.
Harvath se caló los cascos, esperó a que Morgan le diera luz verde y dijo:
—Vale, aquí estoy.
—Qué gusto escuchar su voz, agente Harvath —contestó el Trol a través del vínculo encriptado del chat de voz.
—Lo mismo digo. La suya es más grave de lo que esperaba.
El Trol se rió.
—Así me evito que quede grabada adecuadamente. El programa de escuchas Echelon de su gobierno es bastante bueno, ¿sabe?
Harvath trató de localizar el acento. Hablaba el inglés con un acento británico excepcional, pero por debajo de eso había algo más. ¿Checo, tal vez? ¿O ruso? Harvath se defendía en ruso y conocía muchos hablantes de ruso. El Trol no sonaba como un ruso de la propia madre Rusia. Tal vez fuera georgiano.
No obstante, Harvath no tenía ningún deseo de hablar de tonterías. Fue directo al grano.
—Según su último mensaje tiene algo para mí. ¿Qué es?
—Le he conseguido una lista de nombres a través de un par de fuentes a las que aún tengo acceso. Cuatro nombres, para ser exactos —mintió el Trol—. Fueron liberados juntos del centro de reclusión que la Marina de Estados Unidos tiene en la bahía de Guantánamo.
—¿Por qué tendrían que interesarme? —preguntó Harvath.
El Trol hizo una pausa para que la respuesta hiciera más efecto.
—Porque uno de ellos es la persona que busca.
Harvath miró a Finney, a Parker y a Morgan, que escuchaban en silencio la conversación.
—¿De qué está hablando? —preguntó.
El Trol volvió a reír.
—Parece ser que su gobierno está ocultándole un montón de cosas, agente Harvath. Cosas que no quieren que usted sepa, ni nadie, en realidad.
—¿Como qué? —preguntó Harvath.
—Como que esos cuatro hombres a los que soltaron en Guantánamo eran personajes bastante nefastos. Todos ellos terroristas reconocidos, con múltiples asesinatos a sus espaldas, de soldados, agentes de inteligencia y mercenarios norteamericanos.
Un millón de preguntas se agolparon en la mente de Harvath. Entre ellas, por qué diablos habían salido de Guantánamo cuatro terroristas reconocidos. Eso no tenía sentido.
—Le han dado una información errónea.
—Eso fue lo que pensé al principio —contestó el Trol—. Pero hay más. A los cuatro hombres les marcaron la sangre con un isótopo radiactivo. Es parte de un proyecto ultrasecreto de su gobierno para rastrear agentes que entran en zonas peligrosas y seguirles la pista a los prisioneros que libera en tierra de nadie.
Harvath empezó a comprender una serie de cosas, que retumbaban en su cabeza como mazazos.
—El único problema —prosiguió el Trol— es que el individuo que mandó el avión a recogerlos conocía el proyecto ultrasecreto. A bordo del avión había equipos para hacer transfusiones de sangre completas.
Harvath trató de concentrarse.
—¿Cómo se ha enterado de todo esto?
—Figura en un informe redactado después de que su gobierno les perdiera el rastro a esos cuatro hombres. En cuanto aterrizó el avión, los cuatro contenedores con la sangre marcada fueron transportados a cuatro lugares diferentes, donde se deshicieron de ellos. La CIA acabó recuperándolos.
—Todavía no veo por qué eso tiene que ver con…
—La sangre que había en su puerta —interrumpió impaciente el Trol—. Contenía el mismo radioisótopo único que inocularon a los cuatro presos liberados en Guantánamo.
30
—No tenemos muchas alternativas —dijo Finney, tratando de hacer prevalecer la razón dentro del grupo—. Si le dices que no, o se vence el plazo que ha puesto, saldrá por piernas. Estoy seguro.
—¿Y? —contestó Parker—. Si sale corriendo lo encontraremos. Puede que tardemos un tiempo, pero daremos con él. Además, tiene las cuentas a cero en todas partes. Puede que conserve algo de metálico escondido aquí y allá, pero ¿cuánto le va a durar? No creo que mucho.
—¿Y si usa el dinero para ponerle precio a la cabeza de Scot?
Parker había contemplado esa posibilidad, pero no le parecía realista.
—Entonces se metería en un buen lío. Si mata a Scot, nunca recuperará su dinero, ni la información.
—Pero podría volver a empezar —apuntó Finney—. Tal vez extorsione a uno de los cuatro hombres de la lista a cambio de protección. Tal vez les ofrezca que puede deshacerse de Harvath.
—Primero tiene que encontrarlos —replicó Parker—. Y hasta donde sabemos, ni siquiera ha podido encontrarlos el gobierno de Estados Unidos. ¿No es así?
La pregunta iba dirigida a Harvath, pero el agente apenas la oyó. En su mente seguía escuchando la conversación que había sostenido con Gary Lawlor después de colgar con el Trol.
Todo lo que el enano había dicho tenía sentido. Lo del programa de radioisótopos era cierto y también era cierto que la sangre en su puerta era sangre marcada. No tenía muchos motivos para dudar de que lo de los presos liberados de Guantánamo también fuera verdad.
Eso era lo peor de todo. Si los cuatro detenidos eran tan nefastos como decía el Trol, tendrían que haber pasado el resto de sus vidas tras las rejas. ¿Por qué los habían soltado? ¿Qué motivo podía justificar que los dejaran en libertad?
Las preguntas conducían a una conclusión aún más inquietante. Nadie podía haber liberado a esos presos sin el conocimiento del presidente. Y era por eso por lo que el presidente quería marginarlo a él de la investigación. Por algún motivo, Rutledge estaba protegiendo a esos hombres. Pero ¿por qué?
Era tan absurdo protegerlos como soltarlos. Harvath le había confiado a Lawlor su estupor y su desilusión ante la conducta del presidente, pero su jefe no había mostrado ninguna solidaridad con él. Le había recordado que Rutledge le había dado la orden explícita de mantenerse al margen y dejar que su equipo se encargara del asunto. Y le había exigido que volviera a casa.
Si alguien sabía que hay ocasiones en las que es necesario violar las reglas, ese alguien era Lawlor. Harvath no solo se había cabreado con él por negarse a reconocerlo. También se sentía abandonado.
Parker chasqueó los dedos delante de su cara para que le prestara atención.
—¿Estoy hablando solo? —preguntó.
—Perdona —contestó Harvath volviendo a la realidad—. ¿Qué estábamos diciendo?
Parker puso los ojos en blanco.
—El Trol. ¿Vamos a aceptar su trato o no?
Harvath se lo pensó un momento antes de contestar.
—Yo pagaría.
—Tienes que estar de broma —gimió Parker, lanzando las manos al cielo—. Joder, Harvath.
—Tim tiene razón. El Trol sabe que no le conviene mandarme matar. Si lo consigue, nunca recuperará lo que le quitamos.
—Pero… —intentó decir Parker.
—Y sabe que si me pasa algo —prosiguió Harvath— tengo dos amigos que se lo harán pagar.
Finney miró por encima del hombro, como tratando de ver a los amigos a los que se refería Harvath.
—¡Ah, sí! ¡Nosotros!
Harvath decidió no hacerles caso y le dictó a Tom Morgan una serie de instrucciones.
Cuarenta y cinco minutos después el Trol publicó en la sala de chat su lista de cuatro nombres, con las nacionalidades respectivas y algunos otros datos. La lista no tenía ni pies ni cabeza. Los hombres venían de países desperdigados por el mundo entero. Harvath no tenía idea de cuál podía ser el vínculo entre ellos, pero, en realidad, eso ya no importaba. Estaba seguro de que tenía a su hombre. Era el tercero de la lista: Ronaldo Palmera, México. Desde San Diego hasta México no había más que un corto viaje en barco.
Harvath escribió el nombre de Palmera en el ordenador e hizo clic en enviar.
Mientras el Trol recababa información sobre el objetivo, Parker y Morgan acometieron su propia investigación. Finney y Harvath se quedaron solos.
—¿Ninguno de esos nombres te dice nada? —preguntó Finney.
—No.
—¿Siria, Marruecos, Australia, México? No sé. Me parece que tu amigo el Trol está tomándonos el pelo.
Harvath sacudió la cabeza.
—Si está jugando con nosotros, será el primero en salir perdiendo. Y lo sabe.
—¿Pero qué clase de lista es esa? Parece el jurado de un concurso internacional de patinaje artístico. Estamos hablando de cuatro de los peores crápulas que han salido de Guantánamo.
—¿Y qué?
—¿Cuál es la relación? ¿Qué tienen en común para que los hayan soltado a todos a la vez? ¿Y a quién le interesan tanto esos cuatro capullos como para mandar un avión a recogerlos y hacerles una transfusión completa de sangre como parte del entretenimiento de a bordo?
Harvath sabía que Finney estaba en lo cierto.
—Tal vez Ronaldo Palmera pueda decírnoslo.
—Tal vez —replicó Finney—. Pero primero tenemos que encontrarlo. México es bastante grande.
—Estamos hablando del tío que atacó a mi madre y estuvo a punto de matar a Tracy —dijo Harvath—. Si hace falta poner el país entero cabeza abajo, que así sea. Ya lo tenemos.
31
Baltimore, Maryland
Después de entrevistar a Tom Gosse, Mark Sheppard, el reportero de The Baltimore Sun, no había vuelto a dormir. Lo primero que hizo fue verificar si, tal como afirmaba Gosse, su amigo Frank Aposhian, médico forense del estado de Maryland, y la investigadora Sally Rutherford, novia de este último, habían muerto en un accidente de tráfico. En efecto, así había sido, pero las circunstancias no eran tan claras como había dicho Gosse.
Según Gosse, Aposhian le había confiado que la noche que volvieron a su casa los presuntos agentes del FBI lo habían amenazado. Le dijeron que dejara de hacer averiguaciones sobre el John Doe que se habían llevado del depósito de cadáveres. Aposhian no quería líos y se comprometió a no hacer más preguntas. El problema, sin embargo, no fue que él siguiera preguntando, sino que su novia, Sally Rutherford, siguió haciéndolo.
Rutherford se olía algo raro y se negaba a tirar la toalla. En su opinión, no tenía por qué acatar órdenes de un par de falsos agentes del FBI, por muy convincentes que sonaran. Aún más, los falsos agentes no tenían idea de que ella y Aposhian salían juntos. Lo único que sabían es que ella trabajaba como investigadora de medicina legal y le había echado un vistazo a un juego de huellas dactilares. Mientras se anduviera con cuidado, esos payasos no tenían por qué enterarse de sus pesquisas, fueran quienes fueran.
Rutherford siguió investigando. Pero lo que encontró no era nada tranquilizador.
No volvió a llamar al Departamento de Policía de Charleston. Ya los había llamado una vez y no podía dejar de sospechar que habían puesto sobre aviso a los dos hombres que se habían presentado en casa de Frank. En lugar de eso, se puso en contacto con el médico forense de Charleston.
Basándose en una copia del expediente que había hecho tras la visita de los supuestos agentes del FBI, llegó a la conclusión de que el John Doe y el hombre abatido en el tiroteo con la policía de Charleston eran, en efecto, la misma persona. La diferencia, sin embargo, era que el John Doe había muerto de una sobredosis de drogas, no a causa de heridas de bala.
El misterio era aún más insondable dado que no se podía exhumar el cadáver, porque ya había sido incinerado. Cuando Rutherford preguntó quién había autorizado la cremación, el forense de Charleston le dijo que no lo sabía pero que la llamaría en cuanto averiguara el dato.
Nunca llegaron a llamarla. Esa misma noche, Rutherford y Aposhian se saltaron un semáforo en rojo, otro vehículo los embistió y murieron a causa del impacto.
El día que Gosse los había oído discutir, Aposhian estaba diciéndole a Rutherford que se desentendiera de la historia del John Doe. Rutherford había descubierto algo en Internet, pero Aposhian no quería saber qué era. Lo único que quería era olvidarlo todo. Su novia había salido como un ciclón de su despacho.
Esa noche, en la funeraria, el médico forense rechazó el segundo vaso de burbon que le ofrecía Gosse y marcó el móvil de Rutherford. Le dijo a su novia que se sentía fatal por la pelea que habían tenido. Acordaron que pasaría a recogerla, y Tom Gosse ya no volvió a verlo con vida.
Gosse estaba convencido de que, de algún modo, las personas que habían tratado de impedir que Aposhian siguiera haciendo preguntas estaban detrás de aquel accidente mortal.
Sin embargo, Sheppard no estaba tan seguro. Gracias a sus contactos en la policía de Washington había entrevistado a todos los agentes que habían investigado el accidente. Ninguno creía que se tratara de nada distinto de un descuido trágico de Aposhian, que se había saltado el semáforo. El coche no tenía problemas mecánicos y en el momento del impacto el médico no estaba hablando por el móvil, aunque sí tenía cierta cantidad de alcohol en la sangre. Tom Gosse debía sentirse culpable al respecto. Pero, a fin de cuentas, el accidente parecía exclusivamente culpa de Aposhian. En palabras de uno de los oficiales: «El pobre tío metió la pata».
Fuera como fuera, todo parecía indicar que Aposhian y Rutherford habían descubierto algo poco antes de morir. Si a eso se añadían dos personajes tenebrosos que se hacían pasar por agentes del FBI, ni el peor cínico descartaría la posibilidad de una conspiración.
¿Por qué habían usado al John Doe de Baltimore para escenificar un tiroteo con la policía en Carolina del Sur?
Al cabo de dos minutos Sheppard ya había empezado a entrever la respuesta. Charleston era una ciudad pequeña comparada con el área metropolitana de Baltimore y, lo que resultaba más útil, sus habitantes no solían verse involucrados en tiroteos con la policía.
Todavía estaba por la mitad del primer artículo de periódico que había encontrado en Google cuando comprendió cuál debía ser su próximo paso. Iba a tener que darse una vuelta por Carolina del Sur.
32
México
Era un cafetín de mala muerte en un pueblecito mexicano de mala muerte, pero había sándwiches más o menos decentes, cerveza fría y, aunque costaba creerlo, conexión a Internet de alta velocidad.
—El progreso —murmuró para sí mismo Philippe Roussard. Limpió la boca de la botella de Negro Modelo con la camisa y tecleó la contraseña.
Era un sistema sencillo que estaba en uso hacía varios años y los norteamericanos aún no sabían descifrarlo a pesar de toda su tecnología. Por eso mismo era perfecto.
Roussard y su interlocutor compartían una cuenta de correo electrónico gratuita que operaba desde la red. En lugar de publicar mensajes crípticos en un tablón de anuncios electrónico, o arriesgarse a que los descubrieran enviando correos de ida y vuelta, simplemente se dejaban notas en la carpeta de borradores. Tan pronto como el otro leía el mensaje, lo borraba de la carpeta. Ningún rastro, ninguna pista, y ninguna posibilidad de que alguien monitorizara sus conversaciones.
Roussard hizo lo que tenía que hacer, salió del servidor y se pasó la botella de cerveza fría por la frente. «Qué país», pensó para sus adentros. «Tienen ADSL pero no aire acondicionado».
Se pasó la botella por la frente y por la nuca, disfrutando de la sensación. Por la mañana había parado a poner gasolina y se había afeitado en el baño de hombres de la gasolinera. Se afeitaba religiosamente todas las mañanas. Había heredado los rasgos oscuros de su madre. Y si iba sin afeitar la cosa empeoraba. Alguna vez le habían dicho que parecía italiano, pero no era así como lo veía la mayoría de la gente. No podía eludir sus genes. Parecía exactamente lo que era: un palestino.
A efectos diplomáticos, era francés. Hablaba el idioma y llevaba un pasaporte francés. Incluso sentía una marcada aversión hacia los norteamericanos que le permitía encajar perfectamente con los franceses. Sin embargo, hacía años que no iba a Francia. La guerra de Iraq lo había tenido bastante ocupado.
Ser Juba, estar en todas partes y en ninguna, despachar uno por uno con su rifle a los soldados imperialistas de Occidente era un trabajo de jornada completa. Luego, lo habían capturado.
Entre un interrogatorio y otro, Roussard había tenido tiempo para pensar. Un montón de tiempo para comprender que a Estados Unidos le había llegado la hora.
Tal vez faltaran meses, incluso años, pero en el curso de un par de décadas América caería derrotada. Ya estaba perdiendo la batalla. Se hundía delante de los ojos de todos y cada uno de los norteamericanos, pero sus ciudadanos estaban gordos, demasiado satisfechos con sus porciones gigantes y sus canales por cable para darse cuenta.
No dejaba de sorprenderle que una nación tan orgullosa pudiera precipitarse tan pronto hacia el abismo. El tejido de la sociedad norteamericana estaba hecho polvo. Lo único que había que hacer era tirar de los hilos para que se desintegrara aún más rápido. De no ser por su arrogancia, Estados Unidos incluso se habría merecido cierta lástima. Había conseguido grandes cosas pero, como en Roma, la avidez de poder y el afán por dominar el mundo apresuraban el redoble de tambores hacia la tumba.
Roussard estaba impaciente por volver a trabajar. Las plagas habían sido una idea brillante. Le añadían un elemento extra de tormento a los sufrimientos que se merecía Scot Harvath. Y una vez que acabara con Harvath, Roussard tenía previsto volver a Iraq. El Ejército Islámico de Iraq había desplegado varios equipos de excelentes francotiradores, pero ninguno había conseguido sembrar el terror en las mentes y los corazones de sus enemigos como él.
Juba era una pesadilla. Juba, el francotirador, el que atacaba sin avisar, tenía a cada soldado norteamericano despierto toda la noche, preguntándose si sería el próximo en caer. Un ángel de la muerte, que decidía quién podía vivir y quién había de morir. «Apenas termine con esta misión», se dijo a sí mismo, «regresaré a Iraq con mis hermanos. Volveré a casa».
33
Programa de Inteligencia Sargazo
Hotel Elk Mountain
Montrose, Colorado
Caía la tarde cuando Scot Harvath se reunió de nuevo con Tim Finney, Ron Parker y Tom Morgan en la sala de conferencias del Programa Sargazo. El chef del hotel les había preparado un almuerzo tardío y, mientras comían, hablaron de cosas sin importancia.
Concluida la comida, Morgan dio comienzo a su exposición.
—Quiero daros un panorama general primero y después entrar en los detalles. Tal vez no sea nada nuevo para usted, agente Harvath, pero creo que al señor Finney y al señor Parker les será útil.
Harvath le indicó con un gesto educado que siguiera adelante.
—Después del 11-S, muchos hombres fueron capturados en Afganistán, Iraq y otros países. Según mis fuentes, hay detenidos de más de cincuenta países, aunque solo cuarenta y uno se conocen a través de la prensa. El grupo más numeroso procede de Arabia Saudí, seguido de Afganistán y de Yemen.
—Eso no me sorprende —comentó Finney.
—En efecto. —Morgan encendió su portátil y en las pantallas de la habitación apareció la primera imagen de la presentación de PowerPoint que había montado a toda prisa.
—¿Qué tiene que ver eso con México?
—Desde hace algún tiempo, tanto las autoridades de inteligencia norteamericanas como las mexicanas tienen localizados varios campos de entrenamiento paramilitar altamente especializados en diversos puntos de México, algunos de ellos a menos de un día en coche de la frontera.
»Los opera un grupo de antiguos miembros de las Fuerzas Especiales mexicanas, conocido como los Zetas, que desertaron a mediados de los años noventa y entraron a trabajar para los cárteles de la droga.
Morgan pasó a la siguiente diapositiva. Era un collage de fotos.
—A los campos asisten árabes de todas partes, y también asiáticos, incluidos tailandeses, indonesios y filipinos.
—Los representantes de todos los núcleos de radicales islámicos del mundo —comentó Finney—. Es la Disneylandia del terrorismo.
Morgan asintió y pasó a la siguiente diapositiva.
—Según un colega mío que vive en Washington, varios grupos terroristas llevan años trabajando con los Zetas para aprovechar la experiencia de los cárteles de la droga en el contrabando de hombres, armas y explosivos a través de nuestra porosa frontera con México. Pienso que un día no muy lejano conseguiremos demostrar que los hombres y los materiales empleados en los ataques del 4 de julio a Manhattan entraron en nuestro país por la frontera.
—Pero, si ya sabíamos esto, ¿por qué no hicimos nada? ¿Poner una valla, destruir los campos, lo que sea, en vez de esperar sentados a que nos invadan?
Morgan hizo una mueca antes de contestar:
—Esa clase de pregunta es para los analistas políticos. En opinión de nuestros organismos de inteligencia y algunos miembros iluminados del Congreso, no es que los bárbaros estén a nuestras puertas: ya las han derribado a su paso. En el norte de México no solo hay células de Al Qaeda, sino de Hezbolá y de la Yihad Islámica. Están todos allí.
El exagente de la NSA pasó a la siguiente diapositiva.
—Y no solo están ahí, sino que creen que no tienen absolutamente nada que temer. Tienen la cara tan dura que han empezado a construir mezquitas como esta que está en las afueras de Matamoros, apenas a unos kilómetros de Brownsville, Texas, pasando el Río Grande.
Harvath estaba al tanto de todo aquello y conocía las pruebas. El gobierno mexicano, congénitamente corrupto, no tenía ni deseos ni huevos suficientes para enfrentarse a los Zetas y a los cárteles de la droga. No podía importarle menos el peligro claro y evidente que ambos grupos representaban para la seguridad de Estados Unidos.
Finney estaba horrorizado.
—Joder, Scot, ¿todo esto es verdad?
Era una de las pocas cosas que a Harvath lo avergonzaban de su país. Su silencio fue más que elocuente.
—¿Por qué no hace nada el presidente? ¿O el Congreso?
—Es complicado —contestó Harvath.
—La cirugía de próstata también, pero hay que hacerla aunque dé por culo. La alternativa es inaceptable.
—Mira. Estoy de acuerdo. Los terroristas, las drogas, la marejada de inmigrantes ilegales… Tengo amigos en la patrulla fronteriza. Esto es un crimen, y nosotros somos los únicos culpables. ¿Cómo podemos afirmar que somos la nación más poderosa de la Tierra cuando ni siquiera sabemos defender nuestras fronteras? Nos están invadiendo y si no nos ponemos manos a la obra vamos a despertar un día en un país muy diferente, que no le va a gustar ni al más liberal de nuestros compatriotas.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer?
Harvath quería mucho a Finney, pero no era precisamente el momento para resolver ese problema en particular.
—Aparte de cargar tu Hummer con bloques de hormigón, cemento y pasta para la gasolina hasta la frontera —le respondió—, no podemos hacer mucho.
—En realidad —Morgan miró a los ojos a Harvath— eso no es del todo cierto.
34
—Por lo visto, ahora vienen los detalles de la exposición —dijo Harvath.
—Exactamente —confirmó Morgan, y pasó a la siguiente diapositiva—. Ronaldo Palmera, cuarenta y tres años, nacido en Querétaro, a dos horas de Ciudad de México. Es miembro de los Zetas e instructor visitante en varios campos de entrenamiento, y domina la guerra de guerrillas y los explosivos exóticos. De acuerdo con la policía mexicana, también es uno de los sicarios más brutales de los cárteles de la droga. Se ha hecho especialmente famoso por los métodos horrendos que ha inventado para torturar y matar a sus víctimas.
Con cada palabra, Harvath estaba más convencido de que Palmera era su hombre.
—En un momento dado, Palmera se ganó el respeto de Al Qaeda y le ofrecieron una tonelada de pasta para que fuera a Afganistán y trabajara en sus campos de entrenamiento. Para entonces ya se defendía en árabe, pero además aprendió darí y pastún. Poco después se convirtió al islam.
—Según el Trol, a todos los tíos de la lista se les han comprobado ataques múltiples contra soldados, agentes de inteligencia y mercenarios estadounidenses —señaló Harvath—. Así que supongo que a Palmera no solo lo llevaron a Guantánamo por haber trabajado en los campos de Al Qaeda.
—No —Morgan pasó a otra diapositiva—, no solo por eso. Después del 11-S, Estados Unidos emprendió la Operación Libertad Duradera. Para preparar la llegada de las tropas a Afganistán mandaron varios equipos altamente cualificados de la CIA y de operaciones especiales con la misión de recolectar información, ayudar a formar alianzas y demás. Sin lugar a dudas, fue una de las misiones más importantes y más peligrosas llevadas a cabo después del 11-S. También fue una de las de mayor éxito. Y habría tenido aún más éxito de no haber sido por Palmera.
»Con la bendición de Bin Laden, Palmera hizo casi todo el trabajo sucio en persona: se dedicó a capturar y torturar hasta la muerte a los agentes estadounidenses, una vez que habían sido desarmados y ya no podían defenderse. Dicen que le gustaba coleccionar recuerdos de sus asesinatos. En el caso de los equipos de avanzada norteamericanos, les cortaba la lengua a los soldados y a los agentes de la CIA cuando todavía estaban vivos. Luego buscó un zapatero en Kandahar y se mandó hacer un par de botas con todas las lenguas que había recolectado.
Harvath pensó en su amigo Bob Herrington, que había sido herido en Afganistán mientras trataba de ayudar a otro agente de la Fuerza Delta y había visto concluir su carrera a causa de una herida. Aunque lo habían obligado a dejar el trabajo de sus sueños, no había vacilado en dar un paso al frente para luchar de nuevo por su país. Harvath sabía qué clase de hombres eran los soldados y los agentes de la CIA que había matado Palmera. Eran increíblemente valientes y capaces, y anteponían el amor a la patria a todo lo demás, como Bob.
También sabía que, cuando localizara a Ronaldo Palmera, no solo iba a hacerle pagar por lo que les había hecho a su madre y a Tracy Hastings.
Estaba a punto de decirlo en voz alta cuando Ron Parker levantó la vista de su portátil e interrumpió sus pensamientos:
—Tenemos visita en la sala de chat.
35
Santiago de Querétaro, México
Querétaro era una ciudad calurosa, sucia y atestada. Aunque no llegaba al millón y medio de habitantes, casi todos vivían en el centro histórico, reconocido por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad a causa de su conservada arquitectura del período colonial.
Según los historiadores, Querétaro había sido la cuna de la independencia de México. Era allí donde había nacido el plan para deponer a los españoles y enviarlos de vuelta a España. En la ciudad se había firmado también el conocido Tratado de Guadalupe Hidalgo, que había puesto fin a la guerra mexicano-estadounidense, con la cesión a Estados Unidos de parte del territorio actual de los estados de Arizona, Nuevo México, Colorado y Wyoming, junto con la totalidad de California, Nevada y Utah. En compensación, Estados Unidos se había hecho cargo de 3,25 millones de dólares en deudas contraídas por México con ciudadanos norteamericanos.
Puesto que tanto los fundamentalistas islámicos como buena parte del gobierno mexicano anhelaban la caída de Estados Unidos, la ciudad era un hogar ideal para alguien como Ronaldo Palmera.
Cuando el Trol les informó de su paradero, a Ron Parker le decepcionó que Palmera no estuviera atrincherado en un campo de entrenamientos. Con todos los exagentes de operaciones especiales que había en nómina en Elk Mountain, había albergado la esperanza de montar su propio equipo, cruzar clandestinamente la frontera y apoderarse del campo entero.
A Harvath también le gustaba la idea, pero atrapar a Palmera en Querétaro ofrecía sus ventajas. Para empezar, la ciudad estaba en pleno centro de México y poseía una de las economías más dinámicas del país. Y eso significaba que cada día pasaban por allí muchos hombres de negocios y grandes cantidades de dinero europeo y norteamericano. Con sus cabezas rapadas, Parker y Finney no pasarían precisamente desapercibidos si iban juntos, sobre todo Finney. Era tan grande que llamaba la atención en todas partes. Sin embargo, a Harvath ya se le había ocurrido una manera de sacarle partido a la situación.
Tanto Parker como Finney poseían experiencia operativa y conocimientos tácticos suficientes para llevar a cabo el plan de Harvath. Aún más, la operación debía ser ejecutada por tres hombres como máximo. Por muy buenos que fueran los tíos de Valhalla y el Campo Seis, un grupo pequeño era más recomendable para ese tipo de misión.
Cuando el jet aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Querétaro, Finney y Parker, que iban muy bien vestidos, asumieron el papel de guardaespaldas alrededor de Harvath, que iba mejor vestido todavía.
Una vez pasados el control de pasaportes y la aduana, sus compañeros sacaron dos radios de la maleta, se las colocaron bajo las solapas y se calaron en las orejas dos pinganillos como los del Servicio Secreto. Los policías de la terminal habían observado sus movimientos, pero apenas como habrían observado a cualquier otro ejecutivo adinerado de paso por el aeropuerto. Los estadounidenses y los europeos aún despertaban asombro y envidia en Querétaro.
Cuando estaban a medio camino de la ciudad, Finney le indicó a Parker que dejara la carretera. A lo largo de unos diez kilómetros, siguieron un camino mal pavimentado que desembocaba en uno de los peores tugurios que habían visto jamás. Fuera o no alquilado el coche, no era un buen lugar para pasearse a bordo de un sedán norteamericano lujoso y reluciente.
Volvieron dos veces sobre sus pasos, y finalmente dieron con lo que estaban buscando. Se detuvieron delante de un diminuto taller de reparaciones, con el cartel pintado a mano y barrotes en las ventanas. Finney miró a Parker y dijo:
—Mantén el motor en marcha.
Bajó luego del coche y divisó a un anciano en camiseta y sandalias recostado en una silla de jardín contra la fachada del local. El viejo sonrió, revelando una hilera de dientes de oro.
Finney se dirigió a él y le hizo una pregunta sobre la carretera a Querétaro. Cuando el anciano dio la respuesta acordada, Finney le preguntó si tenía un neumático de repuesto para el coche. El viejo dejó su silla desvencijada y le indicó a Finney por señas que lo acompañara.
Parker y Harvath observaban desde el coche. Aquello no formaba parte del acuerdo, y no le gustaba a ninguno de los dos, pero tampoco tenían otra alternativa aparte de esperar.
Al cabo de un momento, Finney volvió a salir con una bolsa de basura grande en la que supuestamente se hallaba el neumático. El viejo se acercó al coche y dio dos golpecitos con los nudillos roídos en el maletero. Parker lo abrió desde dentro y Finney depositó la bolsa en su interior con gran cuidado.
Diez minutos más tarde, se detuvieron al costado de la carretera y bajaron los tres. Abrieron el maletero y sacaron el «neumático» de la bolsa de plástico. Dentro, envuelto en cinta industrial, estaba todo lo que había pedido Harvath. El Trol les había hecho pagar una fortuna por las armas, pero dado que no tenían contactos en México y Harvath tampoco podía recurrir a sus conexiones de Washington por miedo a que el presidente se enterara de sus andanzas, no habían tenido más remedio que obtenerlas a través del Trol y su amplia red de conocidos.
A Harvath le alegraba contar con las armas. Si Ronaldo Palmera era tan peligroso como decía todo el mundo, iban a necesitarlas.
36
Aunque Palmera podía permitirse cualquier casa de Querétaro, prefería el barrio duro de El Tepe, donde la gente no se metía en la vida ajena y tampoco hacía preguntas.
Vivía en una casa de dos plantas sin pretensiones, cerca de la plaza central. En la parte trasera había un patio con un jardín grande, en el que destacaban varias hileras de árboles frutales enanos.
Palmera había descubierto la jardinería más bien tarde en la vida y el pasatiempo se había convertido en un buen método para calmar los nervios y apartar sus pensamientos de todo lo que había visto y todo lo que había hecho.
Había sembrado cinco tipos distintos de árboles, para representar los cinco pilares del islam: los manzanos simbolizaban la profesión de fe, los albaricoques, la plegaria cotidiana, los cerezos, la limosna obligatoria, las nectarinas, el ayuno y los melocotones, el peregrinaje a La Meca, que Palmera aún tenía pendiente emprender.
Mientras se ocupaba de cada árbol, recordaba su compromiso con Alá y se concentraba en lo que cada pilar del islam significaba para él. En medio de aquel mundo demasiado secular, el jardín era su santuario, su paraíso terrenal. También era el eslabón más frágil en la defensa de la casa.
Desde un comienzo, Harvath había desechado la idea de capturar a Palmera en la calle: habría demasiados testigos y muchas cosas podían salir mal. Era en la casa donde tendrían más posibilidades.
Según sus datos de inteligencia, Palmera vivía solo y no viajaba en compañía de guardaespaldas: con su reputación, no hacía falta más. Lo único que le preocupaba a Harvath era hasta dónde controlaba el vecindario. Repartir dinero entre organizaciones benéficas locales, iglesias y familias necesitadas era un método excelente para comprar lealtades y ojos atentos, en caso de que alguien se presentara buscándolo.
Lo cierto era que ni Harvath ni sus colegas tenían modo de saberlo. Por lo tanto, debían presuponer que toda persona en un perímetro de cuatro manzanas alrededor de la casa estaba en la nómina de Palmera y daría la voz de alarma en un instante. Tratar de colarse en el vecindario era impensable. Tendrían que entrar con todo el descaro del mundo.
Eso fue exactamente lo que hicieron.
Aparcaron el coche de alquiler a una calle de la casa de Palmera y pagaron cien dólares por cabeza a dos tenderos para que no lo perdieran de vista. Aunque Finney hablaba bastante mal el español, había quedado claro lo que les pasaría a su regreso si el vehículo había sufrido algún daño.
Finney se posicionó detrás de Harvath y Parker, avanzaron hasta la esquina y doblaron en la calle de Palmera. Harvath hablaba animadamente y señalaba los edificios con unos planos bajo el brazo.
Cuando habían recorrido las tres cuartas partes del camino, Harvath divisó el estrecho pasaje que daba a la parte de atrás de la casa. Se detuvo, extendió los planos sobre el capó de un coche y fingió estudiarlos con interés. Sacó una cámara digital del bolsillo, se la pasó a Parker y le indicó que empezara a hacer las fotos.
Los vecinos no tenían idea de quién podía ser el tío de los planos, pero a juzgar por el tamaño del guardaespaldas tenía que ser importante. Su visita a El Tepe solo podía tener un significado: iban a modernizar el barrio. Y la modernización significaba pasta, un montón de pasta.
Se quedaron mirando mientras el tío estudiaba los planos y su asistente hacía fotos de las tiendas y las casas, con el diligente guardaespaldas detrás, listo para desanimar a cualquiera que se acercara sin que lo llamaran.
A lo largo de la calle, varios tenderos sacaron escobas y empezaron a barrer la acera, deseosos de hacer méritos ante el hombre de negocios que se interesaba en el barrio.
Harvath seguía haciendo gestos y señalaba con el bolígrafo los puntos donde los cables de la luz entraban en las distintas edificaciones. Estudió los planos varios minutos más, y luego señaló el pasadizo que tenía delante. Se encajó bajo el brazo los bocetos del nuevo picadero que Tim Finney estaba construyendo en Elk Mountain y echó a andar. Se acercaba uno de los momentos más peligrosos del plan.
Tom Morgan se había conectado clandestinamente a un satélite de la NSA que le permitía monitorizarlo todo desde Colorado. De momento, la casa de Ronaldo Palmera estaba vacía. Había que entrar ahora.
Ron Parker recibió el mensaje de «todo despejado» por el pinganillo, se lo transmitió a Harvath y se internaron tranquilamente en el pasaje. Había basura por todas partes y olía a orín. Pero Harvath había olido peores cosas.
Ignoró el pestazo y también a una rata que podía haber corrido el derbi de Kentucky y siguió andando hasta el fondo del callejón.
Ya tenía media ganzúa fuera del bolsillo cuando llegaron a la pesada puerta de madera reforzada con tiras de hierro. Parecía sacada de un castillo medieval o de una de aquellas iglesias fortificadas de las misiones españolas, y la gruesa cerradura de hierro resultaba igualmente intimidatoria. Iban a tener que saltar la tapia.
Por fortuna, no podían verlos desde la calle. Harvath se puso en acción al instante.
Retrocedió dos pasos, contó hasta tres y brincó hacia lo alto de la tapia. Alcanzó a agarrarse y agradeció en silencio que no hubiera cristales rotos: era una medida de seguridad bastante común en el tercer mundo. Se izó hasta arriba, pasó las piernas y se dejó caer en el jardín.
En ese instante, oyó un ruido que le heló la sangre.
37
Los animales salieron disparados de un cobertizo desvencijado. Se lanzaron sobre Harvath a una velocidad asombrosa y a Harvath se le estrechó el campo de visión: ya no veía nada distinto de las fauces horrendas y retorcidas, los dientes siniestros y los ojillos tenebrosos.
Al cabo de otro instante, los perros ya volaban por el aire con las fauces abiertas, prestas a arrancarle un bocado. No tuvo tiempo de sacar el arma, ni siquiera de apartarse. Su única reacción fue instintiva: levantó ambos brazos para cubrirse la cara.
Alcanzó a oír dos soplidos fugaces antes de que los perros se estrellaran contra él y lo derribaran contra el muro. Giró en redondo al momento y le sorprendió que sus brazos siguieran libres.
Se preparó para la siguiente embestida y, entonces, cayó en la cuenta de que ya no podían embestirlo. Levantó la vista y vio a Ron Parker asomado por encima del muro, empuñando con las dos manos la pistola con el silenciador. Parker lanzó un vistazo al jardín en busca de otras amenazas. Como no vio ninguna, saltó al suelo y se unió a Harvath.
—Tom Morgan te manda sus disculpas —dijo, tras comprobar que los animales estaban muertos—. No se dio cuenta de que había perros.
Harvath se detuvo ante los dos cuerpos tendidos en el suelo. Eran animales repugnantes. Parecían un cruce entre un dóberman y un pitbull que había salido espantosamente mal. Solo mirarlos daba asco. Y sin embargo Harvath habría preferido no matarlos. Era un gran amante de los perros.
No obstante, no había duda de que esos dos lo habrían hecho pedazos. Era una suerte que Ron Parker tuviera tan buena puntería.
—Gracias —dijo Harvath, y sacó el arma.
—Me debes una —respondió Parker.
Entretanto, Finney salvó el muro y saltó a tierra a unos pasos.
—Son los perros más feos que he visto en mi vida —aseguró.
Los cogió de las patas traseras y los arrastró hasta la casita de uralita.
Mientras Finney escondía los cadáveres, Parker repasó las ventanas de los vecinos para ver si alguien los había descubierto. Harvath ya trabajaba en las cerraduras de la puerta de atrás de Palmera.
Cuando consiguió abrir la puerta, le hizo una seña a Finney y a Parker y los tres se deslizaron dentro.
Tal como había dicho el Trol, la casa no tenía alarma. No obstante, el propio Trol había pasado por alto los perros. Harvath tomó nota para reclamárselo más tarde.
Con las armas a punto, los tres recorrieron la casa de arriba abajo, inspeccionando cada habitación. No había rastro de Palmera, ni de nadie más. Harvath tenía unos minutos extras para encontrar lo que buscaba.
Con Finney montando guardia en la entrada y Parker en la parte trasera, Harvath emprendió la búsqueda. Empezó por los armarios de la planta baja y, al ver que estaban vacíos, subió al piso de arriba.
Miró en todos los armarios empotrados y debajo de la cama. Estaba arrimando una silla para atisbar dentro de un trastero oculto cuando Finney lo llamó y le dijo que bajara.
—¿Qué pasa? —susurró Harvath desde lo alto de la escalera.
Finney se señaló el pinganillo.
—Morgan dice que un coche viene hacia aquí y responde a la descripción del de Palmera.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Cuarenta y cinco segundos máximo —replicó Finney—. Hay que tomar posiciones.
Harvath miró por encima del hombro hacia el dormitorio donde había descubierto el trastero y decidió que podía esperar. Estaba bajando la escalera cuando Finney dio el aviso:
—Creo que tenemos un problemita, chicos. Harvath se apresuró escaleras abajo y se unió a Finney junto a la ventana del frente de la casa. Su amigo estaba en lo cierto. Había un problema. Ronaldo Palmera no venía solo.
38
Palmera descendió del Toyota Land Cruiser acompañado de dos hombres, ninguno de los cuales parecía mexicano.
Eran un pelín menos altos que Palmera, que medía un metro ochenta, y evidentemente solían pasar largos ratos al aire libre. Tenían la piel tostada por el sol y, aunque habrían podido pasar por sudamericanos a ojos de otra gente, Harvath reconoció al instante sus rasgos faciales. Eran árabes, seguramente vinculados a los campos de entrenamiento de Palmera.
Si en realidad era así, suponían una amenaza importante. Había que pensar rápido.
Uno de los métodos clandestinos más populares para reducir a un sospechoso peligroso era regalarle una entrada para un viaje de cinco segundos a bordo de la Taser X26. En cuanto la descarga de electricidad del arma recorría su cuerpo, el sistema neuromuscular quedaba paralizado y el sujeto se desplomaba. Algunos alcanzaban a gritar, pero la mayoría quedaban tan rígidos que simplemente caían al suelo, donde era fácil atarlos de pies y manos con las esposas de plástico y ponerles la mordaza.
Funcionaba muy bien con un solo sospechoso. Pero con tres hombres era otra historia.
Harvath echó un vistazo al mango de la Taser, donde debía estar el cartucho suplementario. No le sorprendió encontrarlo vacío. Seguramente el arma había sido utilizada antes de llegar a sus manos. No quería imaginar para qué.
La ausencia del segundo cartucho les dejaba pocas alternativas.
Finney y Parker harían todo lo que hiciera falta. No tenían miedo de ensuciarse las manos, pero tampoco podían despachar sin más a los amiguetes de Palmera, solo porque tenían cara de árabes. Seguro que eran un par de crápulas metidos en asuntos turbios, pero había ciertas cosas que Harvath se negaba a hacer, y una de ellas era matar a un tío que no había dado motivos para que lo mataran.
Dicho lo cual, y ya puestos a hacerlo, tampoco hacían falta demasiados motivos para persuadir a Harvath. En la mayoría de los casos, una mirada le bastaba para saber qué clase de persona era un hombre o una mujer. Tal vez fuera el entrenamiento en el Servicio Secreto. O todos los años que había pasado ejerciendo un oficio de alto riesgo. La realidad era que, dado que él mismo había matado en numerosas ocasiones, reconocía al instante en otros la habilidad de matar, la cara endurecida e implacable, los ojos siempre alerta. Un tío familiarizado con la muerte tenía una expresión inconfundible, como un corte de pelo de cien dólares.
Palmera y sus acompañantes no iban a ser cosa fácil. El truco consistía en caerles encima antes de que pudieran reaccionar. Harvath, Finney y Parker tenían de su lado el factor sorpresa. La única pregunta era si podrían sacarle partido, ahora que había otros dos jugadores inesperados. Tampoco había muchas otras opciones. Tenían que intentarlo.
Harvath indicó a Finney y a Parker lo que quería que hicieran y todos se ubicaron en sus puestos.
Empuñó la Taser y pidió al cielo que el arma funcionara.
39
Desde el punto de mira en la ventana, Finney observó a los hombres que se acercaban por la acera. De repente exclamó:
—¡Mierda!
Harvath salió corriendo de su escondite, justo cuando Palmera y sus cómplices doblaban el callejón rumbo a la parte trasera del edificio.
Todo el plan daba por hecho que entrarían por la puerta principal. Ahora iban a entrar por atrás, y para entrar por atrás iban a tener que atravesar el jardín. En cuanto echara en falta a los perros, Palmera se daría cuenta de que algo andaba mal.
La única cosa que a Harvath le molestaba más que improvisar un plan era improvisar un segundo plan porque el primero se había ido al diablo. Con cada cambio de táctica, las probabilidades en su contra eran mayores.
Con todo, a Harvath lo habían entrenado para adaptarse y sobreponerse a las situaciones, para pensar sobre la marcha y salir adelante, aunque todo estuviera en su contra. El nuevo plan que saltó a su mente era puro instinto militar, fruto de años de práctica.
Puesto que Parker era el mejor tirador de los tres, le asignó el trabajo más difícil. Finney y él se apresuraron hacia la parte de atrás.
Se precipitaron hacia el jardín a través de la puerta con las cerraduras múltiples, que seguía abierta de par en par. Tomaron posiciones en cuanto Palmera introdujo la llave en la gran cerradura de hierro de la puerta del jardín.
La llave empezó a girar. Y de repente se detuvo. Harvath sabía muy bien por qué. Palmera esperaba oír algo. Seguro que los perros se ponían como locos en cuanto oían la llave girando en la cerradura.
Harvath le lanzó una mirada a Finney. Tal vez pudieran caer sobre Palmera y los otros dos en el callejón, pero ahora que habían perdido el factor sorpresa las cosas podían salir bastante mal.
Finney entendió el mensaje. Estiró el brazo hacia el cobertizo de los perros y zarandeó las láminas de metal corrugado.
Los dos escrutaron la puerta y trataron de distinguir algún sonido en la cerradura que diera señales de las intenciones de Palmera. Nada. Obviamente, el ruido que habían hecho no era lo que Palmera estaba esperando. Harvath apartó la vista de la puerta y miró hacia lo alto de la tapia, seguro de que, en cualquier momento, Palmera o alguno de sus colegas iban a asomar la cabeza para ver qué estaba pasando.
El momento nunca llegó. En cambio, Palmera sacudió las llaves provocativamente contra la cerradura. Estaba jugando con los perros, tratando de provocarlos. Tal vez estaban mejor entrenados de lo que Harvath había imaginado. Después de todo, no se habían lanzado sobre él hasta que había saltado la tapia y ya estaba en el jardín. Tal vez Palmera siempre jugaba así con ellos: los ponía como locos antes de revelarles que el «peligro» que percibían del otro lado de la puerta era él. Había mucha gente que se divertía inocentemente a costa de sus perros. Tal vez el plan todavía podía funcionar.
La llave dio la vuelta y la gruesa cerradura se abrió con un chasquido. Una sonrisita afloró en la cara de Harvath. Sí, efectivamente iba a funcionar.
Lo primero que vio fue la cara de Palmera. Estaba cubierta de horrendas marcas de acné, apenas disimuladas por la barbita que se había dejado en homenaje a su fe en el islam. Tenía el pelo hirsuto y despeinado. Harvath se detuvo en los ojos negros y achinados y le dijeron todo lo que quería saber. Cuando hubiera acabado con Palmera, lo mataría. Pero antes tenían que hablar de ciertas cosas.
Cuando el terrorista acabó de entrar en el jardín, Harvath se levantó de un salto y disparó contra él los dos aguijones en los que remataban los cables de la Taser. Los aguijones traspasaron la fina camisa de algodón y se le clavaron en el pecho. Al instante, la electricidad empezó a fluir, y el asesino «se montó en el búfalo», como decían los agentes del orden norteamericanos.
Los músculos se le pusieron rígidos, se desplomó de cara contra el suelo y, al instante, Tim Finney descargó todo el peso de su cuerpo contra la puerta. El portazo retumbó como un disparo de rifle y lanzó a los dos colegas de Palmera de vuelta al callejón. Uno de ellos cayó inconsciente.
El otro seguía sin entender qué había pasado cuando Finney volvió a abrir y se abalanzó sobre él. Un golpe certero en la cabeza lo envió con su amigo al reino de la inconsciencia.
Se suponía que Parker debía dispararles a los árabes en las rodillas si las cosas se ponían desagradables. Ahora que estaban los dos fríos en el suelo, salió trotando al callejón y ayudó a Finney a meterlos en el jardín.
Después de esposarlo y amordazarlo con cinta aislante, Harvath registró a Palmera y le quitó una pistola semiautomática, dos cuchillos, un bote de espray de pimienta y un stinger de Keating. El tío era realmente un angelito, Harvath estaba impaciente por empezar. Con un poco de suerte, Palmera se pondría difícil y haría falta un largo interrogatorio.
Mantuvo la rodilla apoyada en el cráneo de Palmera mientras Parker y Finney ataban y amordazaban a sus amigos. Luego, los amontonaron encima de los perros muertos para que durmieran la mona en el cobertizo de metal corrugado.
Terminada la tarea, Harvath se puso en pie y levantó de un tirón a Palmera, que empezaba a revivir. Le apoyó el tubo frío del silenciador contra las costillas. No hacía falta explicarle qué pasaría si hacía una estupidez. Palmera era un tío listo y sabía muy bien lo que le esperaba.
40
Ron Parker corrió las cortinas de la sala y Harvath arrancó la cinta de la boca de Palmera y lo sentó en una silla de un empujón.
Cuando el hombre abrió la bocaza para maldecirlo, Harvath le dio una patada en los huevos, tan fuerte que le sacó el aire de los pulmones.
El mexicano cayó al suelo boqueando, pero Harvath lo levantó por las solapas y lo puso de vuelta en la silla.
—Yo pregunto y tú contestas. Así va la cosa. Cualquier variación en el programa y me voy a poner muy desagradable. ¿Nos entendemos?
Palmera no respondió. Solo miró con rabia a Harvath. Harvath sacó la Taser de la funda que traía enganchada a la espalda, la apretó contra el cuello de Palmera y tiró del gatillo. Aun sin el cartucho adicional para disparar a distancia, seguía siendo un arma útil para aturdir al tacto.
Al instante, Palmera se puso rígido y se derrumbó hacia delante. Se estrelló de cara contra el suelo y la nariz se le hizo pedazos.
Harvath lo devolvió a la silla y le dijo al oído:
—Ya sabes que eso de que la gente se muere por culpa de la Taser es puro cuento. En un noventa y nueve por ciento de los casos, tenían enfermedades cardíacas. ¿Cómo andas del corazón, Ronaldo?
—Que te den por culo —escupió el hombre, todavía tratando de recobrar el aliento.
Harvath le apoyó la Taser contra el otro lado del cuello.
—Podemos seguir con esto toda la noche. He traído un montón de pilas extras.
Palmera trató de escupirle a la cara, y Harvath lo montó otra vez en el búfalo.
Lo sentó de nuevo y esperó a que se le estabilizara la respiración.
—Si esto no sirve para que prestes atención, podemos traer la batería de tu coche y prepararte un buen baño de pies. Decide tú.
Esta vez Palmera lo maldijo en español, no en inglés. Era una indicación sutil de que estaba empezando a derrumbarse. Estaba sangrando por la nariz y Harvath le indicó a Finney que trajera una toalla de la cocina.
Cuando Finney volvió y le dio la toalla, Harvath se envolvió la mano en ella, agarró la nariz de Palmera con todas sus fuerzas y tiró del hombre hacia él.
El asesino bramó de dolor. Harvath habló lo bastante fuerte como para asegurarse de que podía oírlo.
—¿Qué estabas haciendo en Washington? ¿Cómo encontraste mi casa? ¿Cómo encontraste la casa de mi madre?
Palmera no respondió. Estaba a punto de desmayarse del dolor.
—¿Trabajas solo? ¿Alguien te envió? ¡Contéstame!
Harvath estaba a punto de montarlo otra vez en el búfalo cuando Finney le puso una mano en el hombro. No hacían falta palabras. El gesto fue suficiente. Tenían toda la noche por delante para trabajar a Palmera. Dejarlo inconsciente no contribuiría a lo que habían venido a hacer. Tenían que conseguir información y, si Harvath no se dominaba, iban a perder la oportunidad.
Harvath soltó la nariz rota de Palmera y trató de alejar de su mente las imágenes de lo que les había ocurrido a Tracy y a su madre. Ya tendría tiempo para descargar sobre él toda su ira. Todavía no era el momento.
Se apartó un paso del prisionero y Palmera dejó caer la cabeza sobre el pecho. Era una suerte que Finney lo hubiera hecho parar en ese momento. El terrorista tenía los ojos nublados, apenas abiertos.
Harvath lo despertó a bofetadas. Palmera comenzó a susurrar algo. Era apenas un murmullo y ni Harvath ni Finney ni Parker alcanzaban a entenderlo. Tal vez estuviera recitando versos del Corán. Todos lo hacían cuando les entraba miedo. Palmera podía creerse un tipo duro, pero no le daba la talla a Harvath. Probablemente había visto en Harvath lo mismo que Harvath había visto en él: la habilidad y el deseo de matar.
Mientras no supiera con certeza qué murmuraba, Harvath tenía que presumir que podía tratarse de algo importante. Le apoyó la Taser contra la entrepierna, para hacerle entender que podía seguir jugando al tipo duro toda la noche, pero por su cuenta y riesgo.
Se inclinó hacia delante para descifrar las palabras. Al cabo de un instante se estremeció de pies a cabeza, como un árbol partido por un rayo. Se le nubló la visión y se tambaleó hacia atrás.
Tropezó con la mesa del salón y perdió el equilibrio. Oyó un estruendo de cristales rotos en algún lugar detrás de donde había estado Palmera. Finney y Parker intercambiaban gritos desesperados.
Al cabo de unos segundos un coche frenó en la calle haciendo chillar los neumáticos. Después del chillido vino un golpe sordo, e incluso en medio de la niebla Harvath comprendió que un coche había atropellado a alguien. Pidió al cielo que no hubiera sido Palmera.
Se sacudió las estrellitas que le nublaban la vista y la rabia contra sí mismo por haberse dejado encajar el cabezazo. Se obligó a ponerse en pie y se asomó trastabillando a la puerta.
Finney levantó la vista del lugar donde Ronaldo Palmera yacía destrozado bajo el guardabarros de un viejo taxi verde. Sacudió la cabeza.
Harvath enfiló hacia el cadáver pero Ron Parker lo retuvo por el brazo.
—Está muerto —dijo Parker—. Larguémonos.
—Todavía no. —Harvath siguió andando hacia Palmera.
Empezaba a formarse un tumulto, pero a Harvath no le importó. Se arrodilló, sacó del bolsillo su cámara digital, hizo una foto y le quitó al muerto las botas repugnantes que llevaba puestas.
Volvió con Finney y Parker, que esperaban en la acera.
—Ahora podemos irnos.
41
Charleston, Carolina del SurLos contactos policiales de Mark Sheppard le habían advertido de que tenía que portarse como todo un caballero. Desde 1995, Charleston había sido nombrada en varias ocasiones la «ciudad más educada» de Estados Unidos, y no les hacían ninguna gracia los malos modales ni la grosería. Sheppard no había sabido si dar las gracias o sentirse insultado. En cualquier caso, no tenía previsto quedarse en la ciudad el tiempo suficiente para causar ninguna impresión.
Los tiroteos con la policía no eran nada frecuentes en Charleston, y Sheppard no tuvo dificultad en encontrar lo que buscaba. Según los artículos de los periódicos, el enfrentamiento con el John Doe había estado a cargo fundamentalmente del grupo de asalto de las SWAT[2] de la Oficina del Sheriff del Condado de Charleston. Era un grupo relativamente pequeño, y Sheppard había conseguido hacer valer su influencia con un oficial de alto rango de las SWAT de Baltimore para que lo recibiera Mac Mangan, el jefe de las SWAT de Charleston.
Aunque solía llevarse bien con los medios de comunicación, a Mangan no le caían nada bien los reporteros. En su opinión, tenían un único objetivo: hacer quedar mal a los agentes de la ley.
Ya bastante tenía con lidiar con la prensa local, como para tener que recibir a un periodista del norte que obviamente había hecho el viaje para poner en tela de juicio a su equipo y retratarlo luego como una panda de provincianos de gatillo fácil. No le hacía ni la menor gracia. Si su mujer y él no fueran tan amigos de Richard y Cindy Moss, nunca habría aceptado la entrevista.
Se encontraron en el café Wild Wing de la calle Market. Mangan era un toro de hombre que estaba llegando a los cincuenta. Pidieron el almuerzo.
Para cuando llegó la comida, Sheppard ya había hablado un buen rato de asuntos policiales y confiaba en haber tranquilizado a su interlocutor. Pasó al tema que realmente le interesaba.
—Supongo que Dick Moss le ha dicho por qué estoy aquí.
El jefe de las SWAT locales masticó a conciencia un bocado y se limpió la boca con la servilleta.
—Un tío malo se atrinchera en una casa. Las SWAT entran en la casa. Bang. Bang. Adiós tío malo.
Sheppard sonrió.
—Ya. En el condado de Charleston los tíos malos lo tienen crudo.
Mangan hizo una pistola con el pulgar y el índice, tiró del gatillo imaginario y le guiñó el ojo a Sheppard.
El reportero se rió con ganas.
—The Post and Courier da algunos detalles más, pero por lo que dice parece que captaron bien la historia.
El jefe de las SWAT abrió la boca y le dio otro mordisco grande a su sándwich.
—Empiezo a pensar que tendría que haber hecho mis preguntas antes de que llegara la comida.
Una vez más, Mangan levantó la pistola imaginaria y le disparó y le guiñó el ojo a la vez.
El reportero empezaba a enfadarse.
—Dick me advirtió de que estuviera preparado para un numerito de catetos de campo que dicen «¡joer!», pero no me esperaba que empezara tan pronto.
Mangan paró de masticar.
—No, por favor, siga comiendo —prosiguió Sheppard—. Dado que soy yo el que ha pagado por el menú infantil, quiero que disfrute de cada bocado. Por cierto, ¿qué juguete dan hoy con el lomo a la barbacoa y la cerveza? ¿Un paquete de Marlboro?
El jefe de las SWAT se limpió la boca con la servilleta y la dejó caer en el plato.
Sheppard se quedó mirándole. No le importaba si el tío estaba enfadado. No había hecho todo el viaje hasta Carolina del Sur para que le tomara el pelo el general Stonewall Jackson.
Una sonrisa se dibujó despacio en la cara de Mangan.
—Dick me dijo que usted era un poco sensible.
—¿Ah, sí? ¿Eso dijo? —contestó Sheppard.
Mangan asintió.
—¿Y qué más dijo?
—Dijo que cuando me cansara de tomarle el pelo tratara de contestar a sus preguntas.
Sheppard estrujó su lata de Coca-Cola con la mano izquierda. Soltó una risa y se permitió relajarse.
—¿Eso quiere decir que ya se ha cansado de tomarme el pelo?
—Depende —respondió Mangan—. ¿Ya se ha cansado de ser sensible?
Era el típico poli dando por saco. Sheppard tendría que haberlo previsto. Los polis de Charleston no eran distintos de los polis de Baltimore. Asintió en respuesta a la pregunta.
Mangan sonrió.
—Bien. Ahora, ¿qué es lo que quiere saber del tiroteo?
—Quiero saberlo todo.
Mangan movió la cabeza de arriba abajo.
—Vamos al grano.
—Vale —dijo Sheppard, entrando en el juego—. Dick me dijo que usted fue la primera persona que entró en la casa. ¿Qué vio?
—Eso es lo primero que tenemos que aclarar —respondió—. Yo no fui la primera persona que entró en la casa.
—¿Qué quiere decir con eso?
Mangan le hizo una seña a Sheppard para que apagara la grabadora. Cuando el reportero la apagó, el jefe de las SWAT echó una mirada por encima del hombro antes de volverse hacia él.
—No pienso decir nada a menos que me asegure que no saldrá publicado.
42
Parque Olímpico de Utah
Park City, Utah
Philippe Roussard era delgado y atlético pero no se consideraba un gran deportista. No podía concebir que una cultura entera viviera obsesionada con los deportes. Desde luego, solo un país occidental como Estados Unidos podía permitirse semejante lujo.
Se sentó a observar a los jóvenes saltadores del equipo estadounidense de esquí en estilo libre. El día estaba radiante. La temperatura era ideal. Había unos veinticinco grados y no soplaba casi viento: las condiciones perfectas para entrenar.
El lugar le recordaba a los pueblitos donde solía pasar las vacaciones de verano con su familia. Desde luego, eran sitios mucho más remotos. Él y los suyos necesitaban tal nivel de seguridad que solo podían reunirse unas pocas veces al año, en lugares donde nadie pudiera verlos o, peor todavía, atacarlos.
Con más de 150 hectáreas de extensión, el Parque Olímpico de Utah había albergado las competiciones de trineo y esquí de salto en los Juegos Olímpicos de 2002 y los miembros del equipo estadounidense de esquí entrenaban allí todo el año.
Mientras reconocía el terreno, se había enterado de que todos los saltadores tenían que pasar «la prueba del agua» antes de intentar un nuevo salto en la nieve a la llegada del invierno. Empleaban tres rampas cubiertas de plástico, o kickers, como las llamaban, que reproducían las rampas de verdad en las que se realizaban los saltos fuera de temporada. La diferencia era que los esquiadores no aterrizaban en una colina cubierta de nieve sino en una piscina.
Roussard estaba deseando verlos saltar y en su primera visita al parque había presenciado proezas excepcionales. Equipados con sus trajes de neopreno cortos, las botas de esquí y los cascos, los saltadores se encaramaban por una escalera hasta lo alto de la rampa elegida, ponían los esquís en el suelo y se los encajaban en los pies. Por las rampas corría permanentemente el agua, para que la sensación fuera exactamente la misma que en la nieve.
Después de enfilar la colina de plástico, los esquiadores brincaban al final de la rampa y salían disparados por los aires, haciendo giros, volteretas y contorsiones que desafiaban la gravedad y la propia imaginación.
Una serie de chorros de burbujas rompían la superficie del agua y servían para amortiguar el aterrizaje. Los atletas empleaban también arneses de cuerda elástica y simuladores de salto en trampolín: el conocimiento científico al servicio del deporte. Durante el resto de su vida, Roussard recordaría aquellas fascinantes secuencias de imágenes. Por fortuna, ya estaría muy lejos cuando su plan se hiciera realidad.
Sentado en lo alto de la colina, con la piscina y el valle verde a sus pies y los picos nevados en la lejanía, Roussard cerró los ojos y se dio el gusto de sentir el sol en la piel. Día tras día, durante el cautiverio, se había preguntado si alguna vez volvería a respirar el aire fresco. Había viajado por el mundo y sabía que había pocos lugares igual de apacibles y serenos que Park City. Sin embargo, toda esa paz y serenidad estaban a punto de acabarse.
El controlador lo había llamado al móvil desechable que había comprado en México. Habían discutido otra vez. Roussard quería ponerle punto final a la misión. Recorrer aquella intrincada lista de personas cercanas a Scot Harvath no solo era peligroso, sino superfluo. No tenía miedo de que lo atraparan: les llevaba ventaja a todos sus perseguidores, porque ninguno sabía cuál sería el siguiente objetivo.
No obstante, era evidente que con cada ataque aumentaban las probabilidades de que terminara capturado o muerto.
Quería saltarse el resto de la lista y llegar al final, pero su interlocutor estaba cerrado en banda. La relación empezaba a volverse tensa. En la última conversación desde México, Roussard, que solía mantener la calma y la compostura, había acabado dando gritos y colgando el teléfono.
Dos horas más tarde habían vuelto a hablar. Los ánimos se habían enfriado, pero Roussard seguía furioso. Quería hacer pagar a Harvath por lo que había hecho, pero había otros métodos. La venganza tenía que ser más amplia, más extrema. No debían quedar sobrevivientes. Los seres queridos de Harvath tenían que morir, para que tuviera las manos manchadas de sangre el resto de sus días.
Por fin, su interlocutor había dado el brazo a torcer.
Roussard contempló a los últimos saltadores que subían por la escalera para los saltos finales. Había llegado el momento.
Con cuidado, se echó al hombro la mochila y caminó hasta el borde de la piscina. La falta de vigilancia en el parque era asombrosa. Por el camino, otros espectadores y algunos miembros del personal le sonreían y lo saludaban, sin sospechar que estaba a punto de desatar el horror.
El primer aparato estaba escondido dentro de un bocadillo muy largo, envuelto en el papel de una cadena de comidas rápidas. Lo depositó en un cubo de basura, junto a la entrada principal de la piscina.
Desde allí, entró con toda calma por la puerta abierta y se deslizó dentro de los vestuarios. Era un camaleón nato, y sabía que el noventa y nueve por ciento del disfraz corría por cuenta de la actitud. Había dado en el clavo con su atuendo informal de turista en las montañas. El omnipresente iPod, la camiseta, los vaqueros, las botas Keen, el gesto resuelto, todo encajaba a la perfección, y la gente que lo miraba daba por hecho que o bien era un esquiador o trabajaba en el parque. En resumen, nadie se interpuso en su camino, porque Philippe Roussard parecía moverse como pez en el agua.
En el cuarto de los vestuarios, colocó los demás dispositivos con delicadeza y prontitud. Concluida la tarea, se escabulló por una puerta de emergencia que no tenía alarma y enfiló hacia el aparcamiento.
Se encajó en las orejas los auriculares del iPod, se puso el casco plateado y dejó la botella de cristal con la tarjeta donde los investigadores pudieran encontrarla más tarde.
Arrancó la Yamaha 2005 YZF R6 que había robado en Wyoming, justo cruzando la frontera del estado. Salió del aparcamiento y rodó sin prisa montaña abajo.
Cerca del fondo del valle, paró a un costado de la carretera y esperó.
Cuando el primer aparato hizo explosión, recorrió la lista de canciones del iPod, seleccionó la que buscaba, aceleró a fondo y puso rumbo hacia la autopista.
43
En algún lugar del suroeste de Estados Unidos
La preocupación central de Harvath había sido salir de México. Pero una vez a salvo fuera del país, la reemplazó una preocupación nueva. En cuanto el jet de Finney alcanzó la altitud de crucero y entró en el espacio aéreo estadounidense, sonó una llamada telefónica.
Harvath y Parker esperaron atentos mientras Finney conversaba con Tom Morgan. Antes de colgar, Finney le ordenó a su jefe de inteligencia que le enviara toda la información que hubiera en Sargazo sobre el asunto.
Luego, se volvió hacia Harvath.
—Tengo malas noticias, Scot.
A Harvath se le encogió el corazón. «¿Su madre? ¿Tracy?». No hizo falta la pregunta después de que Finney cogiera el mando a distancia del monitor de la parte trasera de la cabina y encontrara el telediario en un canal de cable.
Las imágenes, tomadas desde un helicóptero, mostraban un incendio devastador y una multitud de vehículos de emergencia alrededor de uno de los edificios principales del Parque Olímpico de Utah, que Harvath conocía a la perfección.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Alguien colocó varios tubos con explosivos cargados de bolas de metal en la zona de entrenamiento del equipo nacional de esquí en estilo libre. Dos aparatos hicieron explosión en los vestuarios mientras el equipo estaba allí.
—Dios mío —dijo Parker—. ¿Ya hay alguna estimación de las bajas?
—Morgan está mandándomelo por correo electrónico —contestó Finney—. Pero pinta mal. Hasta el momento no han encontrado ningún superviviente.
Harvath apartó la mirada de la pantalla. No quería seguir viendo.
—¿Y los entrenadores? —preguntó.
—Morgan está mandando toda la información ahora mismo. —Finney encendió su portátil, eludiendo los ojos de Harvath.
Harvath estiró la mano y le quitó el portátil.
—Morgan te ha llamado por algo. ¿Qué les pasó a los entrenadores?
—¿Crees que hay alguna conexión? —preguntó Parker.
Harvath seguía mirando a Finney fijamente.
—La séptima plaga de Egipto es granizo mezclado con fuego —dijo.
Parker se quedó sin palabras.
—Dos de los entrenadores fueron compañeros míos en el equipo —prosiguió Harvath—. Eran como hermanos para mí. No pienso esperar a que Morgan mande el mensaje. Dime qué te ha dicho.
Finney le sostuvo la mirada y respondió.
—Brian Peterson y Kelly Cook figuran entre los fallecidos, junto con nueve miembros más del equipo nacional de esquí.
Harvath sintió como si lo hubieran golpeado en el pecho con una barra de metal. Una parte de él quería gritar: «¿Por qué?». Sin embargo, conocía la respuesta. Era por él.
Y había otra pregunta más apremiante: ¿cuándo iba a acabar todo aquello? La respuesta era igual de simple: cuando él le pusiera una bala entre los ojos al autor de todas esas muertes.
Se lamentó de haber dejado ir a Palmera. El muy imbécil había salido disparado hacia la calle y se había dejado matar.
En realidad, no cambiaba nada. Podían haber estado allí toda la noche. Y cuando Palmera hubiera cantado por fin, si hubiese llegado a cantar, la información no habría valido nada, porque evidentemente no era su hombre. Su hombre era otro de los de la lista y Harvath estaba decidido a atraparlo antes de que volviera a atacar. El tiempo se agotaba.
44
Programa de Inteligencia Sargazo
Hotel Elk Mountain
Montrose, Colorado
Tom Morgan concluyó su exposición con una serie de tomas de los circuitos de seguridad del hotel Marriott de San Diego y el Parque Olímpico de Utah, en las dos mitades del monitor de la sala de conferencias del Programa Sargazo.
—No tenemos imágenes de su cara, pero la policía encontró una nota con el mismo mensaje que en las otras dos escenas del crimen: «Lo que se ha tomado con sangre solo puede cobrarse con sangre». Todo parece indicar que estamos lidiando con el mismo tío.
Harvath asintió.
—Manda esas imágenes a ambos hospitales. Aunque no tengamos la cara, el personal de seguridad puede estar alerta. Me sentiré menos preocupado por Tracy y por mi madre.
—Además vamos a enviar nuestro propio personal —repuso Finney.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Hemos seleccionado dos equipos para que protejan a tu madre y a Tracy —respondió Parker.
Harvath se quedó mirándolo.
—Eso costaría una fortuna. No puedo pediros que hagáis eso.
—Ya lo hemos hecho —sonrió Finney—. Cuanto más pronto atrapes al capullo que está haciendo todo esto, más pronto podré traer de vuelta a mi gente, para que trabajen en algo que sí dé dinero.
—Te debo una.
—Sí, me la debes, pero de eso nos ocuparemos luego. Ahora mismo, tenemos que decidir cuál será nuestro próximo movimiento.
Harvath había confiado en no oír esa palabra. No estaba dispuesto a aceptarla. El próximo movimiento no era nuestro, como decía Finney, era exclusivamente suyo. Quería a sus amigos como hermanos pero prefería trabajar solo. Tendría menos preocupaciones y podría moverse con más rapidez. Le habían echado una mano crucial en México, pero no podía seguir poniéndolos en peligro.
El sentimiento de culpa empezaba a aplastarlo. Tenía que comenzar a compartimentar su vida, a poner cortafuegos para proteger a los demás, y eso incluía a Tim Finney y a Ron Parker.
Se volvió hacia Tom Morgan:
—¿Qué sabemos de los otros nombres de la lista?
Morgan distribuyó unas carpetas alrededor de la mesa y abrió un archivo en su ordenador. En el monitor, las imágenes de circuito cerrado desaparecieron, dando paso a tres fotos de los hombros para arriba, con los nombres y las nacionalidades de los sujetos debajo.
—No mucho. Referencias dispersas de inteligencia. Un puñado de alias. Pocos contactos o ninguno. Todo lo que he conseguido está en la carpeta. Me temo que tendremos que ponernos a merced del Trol para dar con estos tres.
—¿Has cotejado las bases de datos domésticas? —Harvath escrutó el monitor y puso la carpeta en la mesa.
—Sí —respondió Morgan—. No hay nada: ni visados, ni aplicaciones de visado, ni billetes aéreos, nada que sugiera que han entrado recientemente en Estados Unidos.
Eso no sorprendía a Harvath.
—Un tío así no deja rastro.
Morgan asintió.
—¿Qué piensas, que lo de México fue una pista falsa? —preguntó Finney.
—Pienso que fuimos a México deseando que dos más dos dieran cuatro —dijo Harvath—. Pero no resultó tan fácil.
—¿El Trol está tomándonos el pelo?
Harvath sacudió la cabeza.
—Creo que nos precipitamos. No tenemos ni idea de adonde fue nuestro hombre después de abandonar los muelles de San Diego. Incluso puede haberse quedado en Estados Unidos. Sin embargo, México nos pareció la opción más lógica, y en cuanto el Trol nos dio las señas de Palmera le saltamos encima.
—¿Y ahora?
—Ahora tenemos que dejar de saltar.
—Tú seguiste tu instinto —aclaró Parker—. No saltaste. El instinto forma parte de un buen método de investigación.
—¿Ah, sí? —replicó Harvath—. La evidencia también.
—Este tío no deja mucha evidencia a su paso.
—Afrontémoslo —dijo Finney—. No tenemos nada con que seguir adelante.
Harvath repasó los países de origen de los tres hombres restantes de la lista: Siria, Marruecos y Australia. Según el Trol, uno de esos tres hombres era el autor de aquellos ataques terroríficos, y había motivos de sobra para pensar que habría más. Dado que el depredador que acosaba a sus seres queridos había vinculado los ataques a las plagas de Egipto, tal vez la respuesta estuviera en las propias plagas.
Pero también podía no estar. Tal vez fuera algo relacionado con Egipto como país. Aun así, nada tenía sentido. Y lo más estremecedor era que todavía faltaban seis plagas. ¿Las combinaría unas con otras, como había hecho con su madre? ¿Las desataría una por una? Y más allá de todo eso, ¿qué tenía que ver el presidente con la liberación de esos cuatro de Guantánamo? Sin duda, algo de esa magnitud no habría tenido lugar sin su conocimiento.
Harvath recogió la carpeta junto con sus notas, se excusó de la sala de conferencias y entró en el despacho de Tom Morgan.
Necesitaba saber de Tracy y de su madre. Marcó primero el número del hospital de su madre. Estaba despierta y Harvath permaneció veinte minutos en el teléfono, asegurándole que todo saldría bien y que iría a verla en cuanto pudiera. Cuando estaba a punto de despedirse una amiga de su madre entró en el cuarto de hospital y el agente se consoló pensando que no se hallaba sola. Sería mejor que él mismo estuviera allí, pero no podía estar en dos lugares a la vez.
Colgó y llamó al hospital de Falls Church, en Virginia. Los padres de Tracy ya se habían ido a dormir al hotel. Laverna, la enfermera, estaba de guardia, y le dio un parte completo de la situación. No pintaba nada bien. El estado general de Tracy no había cambiado, pero había pequeños síntomas que sugerían un incipiente deterioro.
Miró de reojo el paisaje de pescadores en la pared de Tom Morgan. Y le pidió un favor a Laverna. Cuando la enfermera acercó el teléfono al oído de Tracy, Harvath empezó a hablarle de las estupendas vacaciones que se tomarían juntos cuando ella estuviera bien.
45
Harvath se arrellanó en la silla del escritorio de Morgan y cerró los ojos. Tenía que haber algo que no estaba viendo, algún hilo tendido justo debajo de la superficie de todo.
Tal como estaban las cosas, solo un hombre podía responder a sus preguntas. Y aunque ese hombre ya lo había rechazado una vez, habían cambiado suficientes cosas como para que valiera la pena hacer un segundo intento. Levantó el teléfono y marcó el número de la Casa Blanca.
Sabía que no tenía sentido preguntar por el presidente. Por mucho aprecio que le tuviera Rutledge, había múltiples filtros que impedían el acceso directo. Lo máximo a lo que podía aspirar era a hablar con el jefe de gabinete, y no tendría modo de saber si Charles Anderson transmitiría el mensaje.
Necesitaba a alguien de fiar, que pudiera pasarle enseguida al presidente. Ese alguien era Carolyn Leonard, la jefa de la escolta presidencial del Servicio Secreto.
Hablar por teléfono con un escolta del presidente era una tarea casi imposible. Y mucho más si estaba de guardia. Cuando Carolyn se puso por fin, no parecía nada contenta.
—Tienes cinco segundos, Scot.
—Necesito hablar con el presidente, Carolyn.
—No está disponible.
—¿Dónde está?
—En la mezcladora de cemento —dijo Leonard, empleando el nombre en clave del Servicio Secreto para la Sala de Reuniones.
—Por favor, Carolyn. Es importante. Sé quién llevó a cabo el ataque contra las instalaciones del equipo olímpico en Park City.
—Dímelo y haré una comprobación.
Harvath respiró hondo.
—No puedo. Escucha. Necesito que le digas al presidente que estoy en el teléfono y que tengo información importante sobre el ataque de hoy. Lo que tengo que decirle le interesará. Confía en mí.
—La última vez que un hombre me dijo eso acabé embarazada de gemelos.
—Estoy hablando en serio. Hay vidas en peligro.
Carolyn reflexionó durante un momento. Evidentemente, Harvath estaba violando la cadena de mando. La había llamado buscando un atajo: o bien el tiempo era crucial, o las demás vías estaban cerradas.
Scot Harvath era una leyenda del Servicio Secreto, un héroe y un patriota incuestionable. Sin embargo, también era conocido como un inconformista de gatillo fácil, que a menudo se saltaba las normas por su afán expeditivo. «El fin justifica los medios» era su lema y ese método de trabajo también había hecho leyenda en el Servicio Secreto: siempre lo ponían como paradigma de lo que nunca había que hacer.
Con frecuencia, se decía que Harvath tenía más cojones que cerebro, y a nadie se le invitaba a seguir su ejemplo. A lo largo y ancho de la organización, era una verdad sabida que su éxito como agente del Servicio Secreto había sido cuestión de suerte, y nada más.
Carolyn Leonard estaba al borde del precipicio. Su trabajo consistía en proteger al presidente, no en decidir quién podía hablar con él por teléfono. Si le transmitía el mensaje, estaría pasándose de la raya y bien podía acabar transferida, degradada o algo todavía peor.
—Pueden despedirme, Scot —dijo.
—El presidente nunca te despediría, Carolyn. Te quiere mucho.
—Supuestamente también me quería mi exesposo, que me abandonó con los mencionados gemelos, una hipoteca y más de veinticinco mil dólares de deuda en la tarjeta de crédito.
—Hasta donde sé, Jack Rutledge puede ser el siguiente en la lista de este maniático. Por favor, Carolyn, el tío es un asesino y tenemos que detenerlo. Ayúdame.
Harvath siempre le había caído bien. Pese a lo que dijeran los altos mandos, era un hombre que hacía bien su trabajo y nadie había puesto nunca en duda sus intenciones. Todo el Servicio Secreto sabía que ponía a su país por encima de todo lo demás. Carolyn no conocía a nadie que se mereciera ese favor más que él.
—No cuelgues. Veré qué puedo hacer.
46
Sala de Reuniones de la Casa Blanca
Cuatro minutos y medio más tarde, Jack Rutledge cogió el teléfono.
—Me he enterado de lo de tu madre, Scot. Quiero que sepas que lo siento de verdad.
Harvath dejó que el silencio hablara por él.
—La agente Leonard dice que tienes información para mí sobre las bombas de hoy —prosiguió el presidente—. Me dice que sabes quién está detrás de eso.
—Es la misma persona que le disparó a Tracy Hastings y envió a mi madre al hospital.
Rutledge sintió que le hervía la sangre.
—Te dije que te mantuvieras al margen.
Harvath no podía creérselo.
—¿Y dejar que ese tío siga dando caza a las personas que quiero? Ya hay dos en el hospital, otras dos muertas, sin contar con todas las otras que han terminado heridas o en el cementerio por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Mil disculpas, señor presidente. No puedo mantenerme al margen. Estoy justo en medio de la situación.
Rutledge hizo un esfuerzo para mantener la calma.
—No tienes idea de en qué te estás metiendo, Scot.
—¿Por qué no me echa una mano? Empecemos por el grupo de detenidos que dejó salir de Guantánamo hace algo más de seis meses.
Ahora fue el presidente quien guardó silencio. Volvió a hablar al cabo de una larga pausa, eligiendo las palabras:
—Está pisando hielo sumamente quebradizo, agente Harvath.
—Señor presidente, sé lo del radioisótopo con el que iban a rastrearlos. Y también sé que encontraron ese radioisótopo en la sangre que había en mi puerta. Uno de esos hombres está atacando a mis allegados para enviar un mensaje.
—¿Y no te basta con mi palabra de que tengo a un equipo haciendo todo lo posible?
—No, señor presidente. No me basta —respondió Harvath—. No puede dejarme fuera más tiempo.
Rutledge inclinó la cabeza y se apretó la nariz con el índice y el pulgar.
—No tengo otra opción.
Harvath no le creyó.
—Es el presidente del país. ¿Cómo puede no tener otra opción?
—No tengo libertad para discutir esto contigo. Tienes que obedecer mis órdenes. Si no, tú y yo vamos a tener un serio problema.
—Entonces me parece que ya lo tenemos. Ha habido tres ataques, y habrá otros a menos que yo haga algo.
El presidente hizo una pausa porque su jefe de gabinete le había pasado una nota. La leyó y le dijo a Harvath:
—Scot, tengo que pedirte que permanezcas un momento en la línea.
Rutledge cambió a la otra línea, en la que lo esperaba James Vaile, el director de la Agencia Central de Inteligencia.
—Más vale que tengas buenas noticias, Jim.
—Lo siento, señor presidente. No es así. De hecho, creo que tenemos un problema.
—Por lo visto es la tónica del día. ¿De qué se trata?
—¿Está solo?
—No, ¿por qué?
—Es algo relacionado con la Operación Pizarra.
El presidente había confiado en no volver a oír nunca más ese nombre en clave. Pero desde el atentado contra Tracy Hastings parecía que el director de la CIA y él no hablaban de otra cosa.
Rutledge se apoyó el auricular contra el pecho, le pidió a su jefe de gabinete que despejara la habitación y cerrara la puerta al salir.
Esperó a que saliera todo el mundo.
—Ahora estoy solo.
47
El director de la CIA fue al grano.
—Como recordará, señor presidente, uno de los detenidos que intercambiamos en la Operación Pizarra era un exagente de las Fuerzas Especiales mexicanas convertido al islam que ayudó a entrenar a agentes de Al Qaeda. Ronaldo Palmera.
Por lo general, el presidente solo recordaba los nombres más significativos de la guerra contra el terror. Pero los nombres de los cinco hombres liberados de Guantánamo se le habían quedado grabados. Ya entonces, en lo más profundo de su alma, había temido que un día esos nombres volvieran a atormentarlo. Por lo visto, ese temor estaba a punto de hacerse realidad.
—¿Qué pasa con él?
—Lo atropello un taxi en Querétaro, en México. Está muerto.
—Me alegro.
—Tenía las manos atadas a la espalda con esposas de plástico cuando murió —replicó Vaile.
—Eso ya no me alegra tanto, pero según recuerdo era un personaje con bastantes enemigos. Trabajaba como sicario para varios cárteles de la droga mexicanos, ¿no es así?
—Así es, señor presidente. Pero ese no es el problema. Al parecer, Palmera saltó por una ventana y corrió hacia la calle. Inmediatamente después, varias personas vieron salir de su casa a tres hombres, a tres hombres blancos —precisó Vaile—. Uno de ellos le quitó las botas a Palmera y desapareció.
—¿Le quitó las botas?
—Sí, señor. Como recordará, existe el rumor de que Palmera se mandó hacer un par de botas con las lenguas de los agentes de la CIA y de las Fuerzas Especiales que mató en Afganistán. Las buscamos cuando lo capturamos, pero nunca dimos con ellas. Evidentemente, las tenía escondidas en algún lado y las recogió después de salir de Guantánamo.
—Evidentemente —repitió el presidente, que empezaba a sentir los indicios de un intenso dolor de cabeza. Miró el aparato del teléfono, donde una luz parpadeaba indicándole que Harvath seguía a la espera—. Así que, según tu información, tres gringos tienen la culpa de que Palmera saliera de su casa por la ventana con las manos esposadas a la espalda, corriera hacia la calle y un taxi lo atropellara.
—Sí, señor presidente.
—¿Y luego uno de ellos le quitó las botas a Palmera y los tres huyeron de la escena del crimen?
—Exactamente —contestó Vaile—. Creemos que pueden haber entrado en México a través del Aeropuerto Internacional de Querétaro, y estamos tratando de obtener los registros de vuelos, la información de aduanas y las filmaciones de seguridad. No hace falta que le diga qué pinta tiene el asunto.
—Sé exactamente qué pinta tiene. Tiene pinta de que no cumplimos nuestra palabra. Se suponía que no podíamos tocar a ninguno de los hombres liberados de Guantánamo. Jamás.
—Señor presidente, siendo justos, si hubiéramos podido rastrearlos también habríamos podido evitar esto.
—No vamos a volver sobre ese tema, Jim —replicó el presidente, aún más enfadado—. El secretario Hilliman y el personal del Departamento de Defensa tenían todos los motivos para creer que el isótopo de rastreo iba a funcionar. Aún no sabemos cómo los terroristas se enteraron de su existencia.
—En todo caso se enteraron. Probablemente empezaron a hacerles las transfusiones en el instante en que el avión salió del espacio aéreo de Cuba.
Habían tenido aquella discusión hasta el cansancio. El Departamento de Defensa responsabilizaba a la CIA de haber perdido a los cinco terroristas liberados de Guantánamo, y la CIA acusaba al Departamento de Defensa de haberlo apostado todo al sistema de isótopos de rastreo. Cada bando estaba seguro de que alguien del bando contrario había filtrado la existencia de ese sistema ultrasecreto. Todo el plan estaba basado en la posibilidad de seguirles el rastro a los terroristas, y había fracasado por completo. Ahora, ese fracaso los perseguía a cada paso.
El presidente cambió de marcha.
—¿Cómo es que no he tenido noticias del terrorista que está acosando a Harvath?
—Porque desgraciadamente no hay muchas. Por lo menos por ahora.
—Joder, Jim. Pero ¿cómo es posible? Tienes todos los recursos a tu disposición. Me dijiste que habías asignado el caso a los agentes antiterroristas más curtidos. Me prometiste, y yo le prometí a Harvath, que todo se resolvería.
—Y se resolverá, señor presidente. Estamos haciendo todo lo que podemos para atrapar al tío. Y lo atraparemos. Se lo aseguro.
Vaile sonaba como un disco rayado, pero Rutledge no quiso insistir. Tenía otros problemas entre manos.
—¿Cómo vamos a arreglar lo de México?
—Será un trabajo enorme. Tendremos que montar una farsa sumamente convincente y aun así no sé si va a colar. Ya nos advirtieron de lo que pasaría si algo le ocurría a uno de esos cinco hombres.
Rutledge conocía a la perfección las cláusulas punitivas del acuerdo. Se había visto obligado a hacer un pacto con el diablo, y había pasado por toda una agonía antes de violar el primer mandamiento de la guerra contra el terror.
—Vamos al grano.
—Para empezar —contestó el director de la CIA— tenemos que averiguar quién quería acabar con Palmera.
El presidente miró una vez más la luz intermitente en el aparato del teléfono.
—¿Y luego?
—Luego tenemos que asegurarnos de que nadie, de ningún modo, pueda asociar a esa persona con usted ni con el gobierno de Estados Unidos —contestó Vaile.
—¿Y luego?
—Luego habrá que rezar para que la gente con la que tuvimos que negociar hace seis meses no sospeche nada y no cumpla sus amenazas.
48
Programa de Inteligencia Sargazo
Hotel Elk Mountain
Montrose, Colorado
Harvath colgó el teléfono absolutamente perplejo. No tenía idea de con quién había hablado el presidente mientras él aguardaba, pero cuando Jack Rutledge retomó la línea estaba iracundo y la conversación fue de mal en peor.
El presidente le ordenó a quemarropa que dejara la investigación. Cuando Harvath se negó, Rutledge dijo que no tenía otra alternativa que dar una orden de arresto, acusándolo de traición.
¿Traición?
Harvath estaba atónito. ¿Cómo podía ser un acto de traición tratar de salvarles la vida a sus seres queridos, que además eran ciudadanos estadounidenses?
El presidente le había dado veinticuatro horas para regresar a Washington y entregarse.
—¿Qué pasará si no lo hago? —preguntó Harvath.
—Entonces no podré hacerme responsable de tu seguridad —respondió Rutledge.
Estaba todo dicho. Todas las cartas estaban sobre la mesa y Harvath sabía por fin qué terreno pisaba.
—Supongo que ambos tenemos que hacer lo que nos parece correcto —dijo, poniendo fin a la conversación.
Nunca había imaginado que pudiera ocurrir algo así. El presidente de Estados Unidos lo había amenazado de muerte. Era incomprensible, tan incomprensible como que lo acusaran de traición. Por un momento, Harvath se preguntó si todo aquello podía ser una pesadilla, pero la cruda realidad de los hechos era demasiado real.
La situación estaba clara. Pese a tantos años de abnegados servicios a su país, era un hombre prescindible. Su experiencia, su hoja de servicios, incluso su lealtad, no eran más que artículos en una lista de compra de los que se podía disponer a voluntad.
Harvath quería concederle a Rutledge el beneficio de la duda. Pero no podía: no por el momento. El presidente había confiado en él en un sinfín de ocasiones en el pasado. Y Harvath jamás había traicionado su confianza. Su lealtad y su discreción estaban más que probadas, pero al parecer Rutledge no las tenía en gran estima.
Se sentía traicionado y abandonado. El presidente se había puesto de parte de los terroristas, en contra suya. Era absolutamente increíble.
Fuera como fuera, tampoco había perdido la esperanza. El presidente podía amenazarlo con que lo arrestaría por traición, pero la amenaza no tenía ningún peso a menos que lo pescaran. Y con una ventaja de veinticuatro horas, lo último que iba a hacer era dejarse atrapar.
Abrió la carpeta que había puesto en el escritorio de Tom Morgan y examinó los últimos datos sueltos que había recibido antes de salir de la sala de conferencias.
Repasando los alias de los prisioneros liberados reconoció uno que formaba parte de su pasado, aunque pertenecía a un hombre que estaba muerto, al que sin duda alguna había visto morir. No había ninguna posibilidad de que estuviera vivo. Así que el hallazgo solo podía significar una cosa. Alguien más estaba usando el alias.
49
Tres horas y media más tarde, Harvath conversaba con el Trol con los cascos puestos.
—¿Está seguro?
—Sí —contestó el Trol, y repitió la información—: Abdel Salani Najib es un agente de inteligencia siria y uno de sus alias es Abdel Rafiq Suleiman.
Najib era el tercer nombre de la lista. Y el alias pertenecía al hombre al que había matado Harvath.
—¿Qué hay de Tammam al-Tal? —preguntó.
—También pertenece a la inteligencia siria. Es el contacto de Najib. Esa es la conexión que usted busca, ¿no? —preguntó el Trol.
—Tal vez —dijo Harvath, que no quería revelarle nada—. Quiero que nos mande todo lo que tenga sobre Najib y al-Tal.
—Ahora mismo.
Harvath salió del chat, se quitó los cascos y se volvió hacia sus colegas.
—¿Te importaría explicarme qué está pasando? —Finney lo miró fijamente, entrecruzando sus gruesos dedos tras la nuca.
—El 23 de octubre de 1983 un camión de reparto amarillo de marca Mercedes Benz irrumpió cargado de explosivos en el Aeropuerto Internacional de Beirut. El Primer Batallón de la Segunda División de Marines de Estados Unidos había establecido su base allí, para contribuir a la fuerza de paz internacional que supervisaba la retirada de la OLP de Líbano.
»El camión rodeó el aparcamiento enfrente del complejo de los Marines y pisó el acelerador. Atravesó la verja de alambre que bordeaba el aparcamiento, pasó volando entre dos puestos de vigilancia, arrolló una puerta y se empotró en el vestíbulo del cuartel general de los Marines.
—¿Cómo es que los guardias no dispararon al conductor? —preguntó Finney.
—No tenían permiso de usar munición real —contestó Parker, que había perdido un buen amigo ese día—. Los políticos tenían miedo de que un disparo accidental matara a un civil.
Harvath continuó al ver que Parker no decía nada más.
—Según uno de los marines que sobrevivió al ataque, el conductor iba sonriendo cuando estrelló el camión contra el edificio.
»La fuerza de la explosión fue equivalente a seis toneladas de dinamita. Los equipos de rescate estuvieron trabajando días enteros, bajo el acoso continuo de francotiradores. Al final murieron doscientos veinte marines, dieciocho miembros de la Marina y tres soldados del Ejército. Otros sesenta estadounidenses resultaron heridos. Los Marines no habían tenido un número de bajas parecido desde la batalla de Iwo Jima en la Segunda Guerra Mundial. También fue el ataque más mortífero que se ha llevado a cabo contra las fuerzas de nuestro país desde la Segunda Guerra. Pero lo más interesante es que, excluyendo a los kamikazes japoneses, fue realmente el primer ataque suicida de la historia.
Finney estaba boquiabierto. Conocía la historia, pero no con tantos detalles.
—Como no se sabía con exactitud quién era el responsable, lanzamos unas cuantas bombas en Siria pero no hubo ninguna respuesta concreta —prosiguió Harvath—. Ahora, adelanta la película hasta hace unos cinco años, cuando aparece un hombre llamado Asef Khashan.
»Khashan era un combatiente extraordinariamente hábil en la guerra de guerrillas y en el uso de explosivos de alta potencia, gracias al entrenamiento que había recibido en la inteligencia siria.
»Era el principal líder de Hezbolá, la organización terrorista asentada en Líbano, y le rendía cuentas directamente a Damasco. Cuando Estados Unidos descubrió pruebas de que Khashan había estado directamente involucrado en la planificación y la ejecución del ataque de 1983, se decidió que le había llegado la hora de la prejubilación.
Parker miró a Harvath desde el otro lado de la mesa.
—Y te enviaron a ti a darle el finiquito.
Harvath asintió.
Finney separó las manos y tomó el bolígrafo que se había encajado detrás de la oreja. Señaló el monitor en la parte delantera de la habitación y dijo:
—¿Y crees que este Najib ha venido a por ti para vengar la muerte de Khashan?
—Si no me equivoco —dijo Harvath—, sería algo así.
—¿Qué quieres decir con algo así?
—En realidad, el vínculo entre Najib y Khashan es su superior, Tammam al-Tal. Khashan era uno de sus mejores agentes. Hay quien dice que al-Tal lo quería como a un hijo. Cuando maté a Khashan, al-Tal le puso precio a mi cabeza.
—¿Cómo supo que estabas involucrado si se trató de una operación encubierta?
—Para dar con Khashan, recurrimos a un oficial sirio a sueldo de Estados Unidos —contestó Harvath—. Nunca le di mi nombre real, pero reunió un dosier sobre mí con fotos de nuestros encuentros y otros datos. Poco después lo acusaron de malversación y trató de usar el dosier como moneda de cambio. Al final, el dosier acabó en manos de al-Tal, que no escatimó recursos hasta vincular mi nombre a las fotos. El resto es historia.
—¿Estuvo involucrado al-Tal en el ataque? —preguntó Parker.
—Nunca pudimos demostrar que estuviera directamente involucrado. Sin embargo, hay un montón de pruebas que indican que al-Tal ayudó a coordinar la venta de armas de destrucción masiva que Sadam Husein escondió en Siria poco antes de que invadiéramos Iraq.
—¿Qué recompensa ofreció por tu cabeza?
—Unos ciento cincuenta mil dólares —contestó Harvath—. Supuestamente son los ahorros de toda su vida, y dado que estaba dispuesto a sacrificarlos para financiar mi muerte, los altos mandos en Washington excluyeron Siria y Líbano de mi área de operaciones.
—Parecen motivos más que suficientes para creer que al-Tal está detrás de los ataques a Tracy, tu madre y el equipo de esquí —dijo Finney—. ¿Tienes idea de dónde está?
—Se encuentra en Jordania, donde lo están tratando de un cáncer de pulmón de estadio IV.
—Puede que esté más decidido a matarte que nunca —dijo Parker— ahora que está cerca del final.
Harvath ladeó la cabeza como diciendo «tal vez».
—Pero ¿qué tiene que ver el alias de Najib con al-Tal?
Harvath miró a Parker.
—Abdel Rafiq Suleiman era el alias que usaba Khashan cuando lo atrapé en uno de los pisos francos que Hezbolá tenía en Beirut.
—¿Y?
—Al-Tal le había dado ese alias a Khashan.
—No es raro que un mismo alias se recicle varias veces —dijo Morgan—. En ciertos casos, cuesta mucho tiempo y bastante dinero construir un alias. Si el agente anterior no tenía un perfil demasiado alto, puede que una organización o un supervisor se lo asignara a otro agente.
En ese momento, Harvath supo exactamente cómo iba a matar a Abdel Salam Najib.
Iba a obligar a su superior a entregarle su cabeza en una bandeja de plata.
50
Baltimore, Maryland
Mark Sheppard había vuelto a casa con los ingredientes de una auténtica bomba. Mac Mangan, el jefe de equipo de las SWAT del condado de Charleston, había resultado ser una fuente mucho mejor de lo que nunca hubiera podido imaginar.
Aunque Mangan había exigido que la grabadora estuviera apagada y la conversación fuera extraoficial, Sheppard sabía que sin ella no habría historia. Le había tomado casi toda la tarde, pero finalmente el jefe de las SWAT había aceptado que lo citara como fuente anónima.
En el tiroteo había algo que olía muy mal, y Mangan no quería ser cómplice del asunto, más de lo que ya era. El hecho de que un reportero de The Baltimore Sun hubiera venido hasta Charleston a hablar con él le había hecho comprender que tenía que aclarar las cosas.
Sheppard había escuchado en silencio mientras el jefe de las SWAT rememoraba los hechos. En principio, el asalto a la casa había sido coordinado por el FBI en Washington. Pero nadie de la Oficina Regional del FBI en Columbia, Carolina del Sur, había tomado parte en él. Los dos agentes que habían venido a trabajar con su equipo le explicaron que la oficina de Columbia debía quedar al margen. Existía la sospecha de que el fugitivo tenía un contacto dentro y, hasta que asuntos internos concluyera la investigación, la policía de Charleston debía permanecer muda respecto a la participación del FBI en el asalto.
Sheppard le había pedido a Mangan que describiera a los dos agentes que, por arte de magia, habían aparecido en Charleston con información sobre el paradero del fugitivo. Eran los mismos hombres que habían retirado el cadáver del depósito del instituto forense en presencia de Tom Gosse, los mismos que habían amenazado a Frank Aposhian. El jefe de las SWAT los había descrito con pelos y señales, e incluso recordaba sus nombres: Stan Weston y Joe Maxwell.
Los «agentes», por lo visto, eran bastante convincentes. Educados, profesionales, con todas las credenciales en orden. Aún más, habían venido a arrestar a un criminal que había amenazado con matar a un grupo de niños, al que el estado entero quería ver en manos de la justicia.
Mangan y su equipo habían recibido orden de acudir al lugar, pero se habían visto relegados a cubrirles las espaldas a Weston y a Maxwell. Supuestamente, los agentes querían hablar primero con el sospechoso, con la esperanza de que se rindiera. Poco después de que entraran en la casa donde se había atrincherado, se había desatado un feroz intercambio de disparos.
El humo aún no se había disipado cuando Maxwell se asomó a la puerta para informarles a Mangan y a sus hombres de que el sospechoso había muerto y había que llevarlo al depósito de cadáveres.
Dado que era el oficial al mando sobre el terreno, Mangan se había acercado a echar un vistazo para poder redactar después el informe. Weston lo había recibido en el umbral y le había impedido la entrada. Según había dicho, él y su compañero necesitaban recolectar pruebas y, hasta que acabaran, cuanta menos gente se paseara por la escena del crimen mejor. A Mangan no le había hecho ninguna gracia. Esos dos tíos estaban pasándose con tanto control. Se quejó en un tono bastante alto, y Maxwell salió a la puerta y le ordenó a Weston que lo dejara entrar.
Mangan había ido primero a ver el cadáver. Estaba en el dormitorio de la parte de atrás, con una pistola automática todavía entre los dedos y una escopeta recortada tirada a un costado. Mangan se había acercado al cuerpo. Y enseguida había notado algo raro. Pese a que lo habían cosido a balazos, apenas sangraba.
Cuando se inclinó para mirarlo detenidamente, el agente Weston se interpuso y le pidió que retrocediera para proseguir con su trabajo. Aunque en el fondo de su mente una voz le decía que tenía todo el derecho a examinar el cadáver, Mangan hizo lo que le solicitaban.
Al cabo de un momento, el agente Maxwell le tomó amablemente por el brazo y le llevó de regreso a la parte delantera de la casa. Por el camino, le explicó que el FBI había decidido ceder todo el crédito del asalto al equipo de las SWAT del condado de Charleston. Al fin y al cabo, se trataba de un problema local, y los ciudadanos de Carolina del Sur se sentirían mucho más satisfechos sabiendo que sus propios policías habían sacado al delincuente de circulación.
Pese a que sus hombres iban a quedar muy bien, Mangan no acababa de sentirse cómodo con aquella historia. Sobre todo con el cuerpo. Había visto suficientes fiambres en la vida como para saber que los únicos que no sangraban a causa de un disparo o una puñalada eran los que estaban muertos desde antes.
Y había algo más que no dejaba de fastidiarlo. Maxwell y Weston hacían su papel a la perfección pero él no acababa de creérselo, aunque no sabía por qué.
Al salir de la casa, se encaminó a toda prisa hacia la furgoneta de las SWAT y saltó dentro. Tomó uno de los maletines negros de vigilancia y ordenó a sus hombres que cambiaran la frecuencia de la radio y permanecieran atentos a la casa. Si alguno de los agentes del FBI se asomaba a la ventana o parecía disponerse a salir, quería saberlo de inmediato. Acto seguido, salió de la furgoneta.
Se acercó a la casa por el costado, agazapándose para que no pudieran verlo desde dentro. Cuando llegó al dormitorio de la parte de atrás, sacó un estetoscopio óptico del maletín. Le habría encantado tener también una cámara, pero no podía hacer un agujero en la pared sin que lo descubrieran.
El estetoscopio óptico era un instrumento excepcionalmente sensible, con el que los equipos de operaciones podían escuchar a través de puertas, ventanas e incluso muros de hormigón. Mangan lo encendió, se puso los cascos y empezó a escuchar lo que ocurría dentro de la casa.
Teniendo en cuenta que Maxwell y Weston habían acribillado a un cadáver, no era de extrañar que estuvieran colocando pistas falsas por todas partes. Lo que había sorprendido a Mangan eran sus motivos. Y, sobre todo, la identidad de la persona que les había dado aquella orden.
Cuando el jefe de las SWAT de Charleston concluyó su historia, Sheppard comprendió por qué había decidido quedarse callado e interpretar su papel en la comedia. Ahora, la pelota estaba en el campo del propio Sheppard, y tenía que meditar muy bien el siguiente movimiento. Estaba a punto de acusar al presidente de Estados Unidos de varios crímenes extremadamente serios, vinculados con una operación encubierta tan elaborada que daba asco.