Nota del autor

Estimado lector o lectora:

Dies irae es la segunda entrega de la trilogía Versos, canciones y trocitos de carne. En ella he tratado de dar explicación a algunas de las incógnitas que quedaron sin despejar en Memento mori y, como no podría ser de otra forma, avanzar en un argumento tejido con medias mentiras y dobles verdades. El desenlace de la historia verá la luz próximamente en Consummatum est. Confío en que sigas con tantas ganas de leerlo como yo tengo de contártelo.

Sin embargo, en Dies irae se relatan hechos que, aunque parezcan sacados de una novela de terror, son tristemente veraces. Me refiero a los acontecimientos que sacudieron no hace demasiado tiempo la antigua Yugoslavia, sembrando de horror y muerte la vieja Europa; otra vez.

No sabría decir si fue por la proximidad en el tiempo o por la repercusión mediática que tuvo este conflicto, pero es un hecho que esta lucha encarnizada entre vecinos que llevaban conviviendo durante décadas me dejó una huella indeleble de la que no he podido escapar frente al teclado.

La historia se repite, una frase tan recurrente como cierta. En Ruanda pueden confirmarlo los que sobrevivieron a una locura genocida que se desató en 1994 llevándose por delante casi un millón de vidas (casi todas de tutsis, a manos de los hutus).

Y siempre sucede de la misma forma. En Siria, en la actualidad, suníes y chiíes también pueden dar fe de ello. Porque hasta que no concluye un conflicto bélico de tal complejidad y tamaña dimensión no da comienzo la búsqueda de los motivos. Razones que nos permitan explicar a las siguientes generaciones el porqué de la deshumanización de los humanos. Nunca antes. Y a nadie se le escapa que en este teatral proceso irracional, tendemos a subrayar la barbarie de unos al tiempo que minimizamos la de otros. Así, como sucedería en una gran composición pictórica, ningún espectador sería capaz de entender un cuadro examinando un único trazo —como fue la cruel matanza de Srebrenica—; la interpretación correcta solo se produce si se aprecia el conjunto de todas las pinceladas que, como sucede en Dies irae, se suelen quedar en la paleta del pintor.

Por ello, tengo la absoluta necesidad de asegurarme de que la descripción de los hechos mencionados en esta novela no contribuyen a distorsionar aún más una realidad sesgada. No hacerlo sería una gran irresponsabilidad. Así pues, me permito aprovechar estas últimas páginas para terminar de pintar el cuadro de Srebrenica, sin pretender, bajo ningún concepto, justificar una masacre tan brutal.

El fondo del lienzo es desmesuradamente caótico, como si hubiera sido el fruto de la forzada unión entre El jardín de las delicias del Bosco y El gran paranoico de Dalí. Compuesto por una amalgama de distintas tonalidades cromáticas dispuestas sin orden ni concierto y, sin embargo, armónico. Así era la Yugoslavia de finales de los años ochenta: un conjunto de entidades nacionales diversas que convivían preservando su identidad propia sin necesidad de imponerse a la de sus vecinos. Hasta que alguien decidió que sus colores debían tener más presencia en el cuadro y empezaron las discrepancias en forma de movimientos independentistas. Frente a ellos, los que habían nacido y crecido en Yugoslavia, habiéndose formado un vínculo de pertenencia con un país cuya existencia se veía seriamente amenazada por unas minorías insatisfechas.

Además, habría que tener en cuenta un factor de peso desde la óptica serbia: la memoria histórica. Serbia fue duramente castigada durante la Segunda Guerra Mundial por la Alemania nazi, cuyos aliados y ejecutores de la brutal represión llevada a cabo en los Balcanes fueron los croatas fascistas de la Ustacha (lo cual no quiere decir que todos los croatas apoyaran el fascismo). Cincuenta años después, una Croacia bien apoyada por la recién unificada Alemania es la que lidera la corriente opositora al centralismo serbio en contra de la última Constitución yugoslava de 1974. El texto recogía el derecho de autodeterminación de las seis naciones constituyentes (croatas, macedonios, musulmanes, serbios, eslovenos y montenegrinos) y la disolución del Estado federal en caso de que todos estuvieran de acuerdo. Los serbios, montenegrinos y macedonios no lo estaban, pero esto nunca fue tenido en cuenta por la comunidad internacional.

Llegados a este punto, es necesario apuntar que la caída de la Unión Soviética provoca el desinterés de Occidente por preservar la existencia de la República Federal Socialista de Yugoslavia, un Estado federal liderado por serbios, «demoníacamente» rusófilos desde la perspectiva estadounidense. Consecuentemente, la maquinaria propagandística se puso en marcha con el claro propósito de construir la imagen de los serbios portando el tridente endiablado, reservando para croatas y bosnios las angelicales alas y el arpa celestial. ¿O no es así, estimado lector o lectora, la forma en la que viste durante el conflicto a unos y a otros?

Como decía con anterioridad, la historia se repite: los iraquíes con su arsenal de armas de destrucción masiva también pueden dar fe de ello.

Volviendo a la propia masacre de Srebrenica, habría que entender, desde el punto de vista táctico, que los mandos militares serbobosnios no consintieran que la OTAN les impusiera la existencia de cinco enclaves enemigos tras su línea de frente. Uno de ellos era Srebrenica. Tampoco sería complicado de comprender el deseo de los serbios por terminar con las matanzas que los bosnios al mando de Naser Orić y otros grupos de muyahidines llevaban perpetrando desde el año 1992 contra los serbios que vivían en poblaciones próximas al mencionado enclave musulmán. Algunos historiadores revisionistas aseguran que el número de ejecuciones de bosnios en Srebrenica no fue superior a las que sufrieron los serbios, aportando pruebas que ponen de manifiesto las irregularidades en la elaboración de las listas de muertos. Sin querer entrar en la batalla de cifras, parece probado que en Srebrenica no podría hablarse de millares, sino de cientos de ejecuciones sumarias.

Por último, pero no menos revelador, habría que señalar que el mayor episodio de limpieza étnica en los Balcanes fue protagonizado por los croatas en Eslavonia Occidental y Krajina, asesinando en apenas ocho semanas a un número no inferior a dos mil quinientos civiles serbios, incluyendo ancianos, mujeres y niños. Esto aconteció solo un mes antes de que se produjera la matanza de Srebrenica, pero en su día a los medios de comunicación que cubrían el conflicto no les pareció oportuno sacarlo a la luz.

Actualmente, nadie escribe sobre ello porque a nadie le interesa.

Como diría Augusto: Verbum vincet[101], pero solo a veces.

Hoy, día 13 de noviembre de 2012, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las siguientes personas:

A Jon Sistiaga, por concederme el enorme privilegio de firmar las primeras páginas de esta novela. Pocos mejor que tú sabrían pintar el cuadro que antes mencionaba. Tu libro Ninguna guerra se parece a otra debería ser de obligada lectura en las universidades de Periodismo.

A mi editorial, Suma de Letras, por otorgarme el privilegio de llegar a muchos lectores. Gonzalo, Marta, Pilar, Patricia, Mónica y Pablo, muchas gracias por vuestro esfuerzo, ilusión y derroche. Y a la red comercial de Santillana por pelear en la calle, sé muy bien lo difícil que es.

A Michael Robinson, por vaciarte en el empeño. Difícilmente podré devolverte una pequeña parte de todo lo que me estás aportando.

A Diego Zarzosa, por ayudarme a avanzar, empujando como Barbarian que eres.

A Luis Requena, por tu inquisitoria labor en la corrección y tu cabalmente adulterada visión argumental.

A mi hermano Javi, por tu tamizado científico en el uso del lenguaje cervantino.

A Urtzi, el alma de Ramiro Sancho, por acudir siempre a mi llamada. Un tipo de ley.

A Carlos de Francisco, por tu virtuosismo tras el objetivo y por tanto esfuerzo derrochado persiguiendo un sueño que ya has alcanzado. Enhorabuena.

A Miguel del Nogal, psicólogo, por ayudarme a diseccionar la mente de Augusto Ledesma.

A Carlos Granados, especialista balcánico, por aportarme esa visión que solo tienen los que estuvieron.

A Enrico Ravazzola, caro amico juventino, por redescubrirme la magia de Trieste y por hacerme sentir la Storia di un grande amore.

A Katerina Yarotskaya, traductora de ruso, por enriquecer el vocabulario materno de Carapocha.

A mi hijo Hugo, por regalarme el día en un abrazo y alentar mis noches con tus sueños.

A mis padres, por la educación que me brindaron.

A Enrique Bunbury por su música y por su apoyo en la Red, no me quedan días suficientes para agradecerte cada mención que haces. Quizá algún día, de cantina en cantina.

A todos los grupos que participan en la banda sonora de este libro y de manera efusiva a Vetusta Morla, por inspirarme en cada capítulo con sus evocadoras canciones.

Y obsesivamente a ti, lectora o lector, porque sin ti ninguna palabra tendría sentido, ninguna frase valor y ningún capítulo habría existido. Espero que hayas disfrutado, ardo en deseos de conocer tus impresiones. ¡Cuéntamelas! ¡Ya sabes dónde encontrarme!

Gracias por leerme, de todo corazón.

Hasta pronto.

César Pérez Gellida