Me culpas de las alturas que ves desde tus zapatos

Kafana Dačo (barrio de Zvezdara)

12 de mayo de 2011, a las 21:36

Sentado en una mesa en la zona de no fumadores, Carapocha trataba de esconder un torrente de emociones que estaba a punto de desbordarse en su interior. Jamás hubiera ocupado aquel sitio si no fuera decisivo en el juego que estaba a punto de empezar. Al menos, confiaba en ello. El móvil le indicó que había recibido un SMS. No lo miró, no lo necesitaba. Sabía muy bien de quién era y qué decía exactamente.

«Puntual, muy puntual», se repitió el psicólogo a sí mismo.

La idea era estar rodeado por otras mesas para hacer que Orestes no se encontrara cómodo cuando se presentara, forzándoles a buscar más intimidad en la zona del exterior. Allí fuera, había acordado con Ivica que les ofreciera las dos únicas mesas que montaría para dos personas y que mantendría sin ocupar toda la noche. El ruso dejaría que Orestes eligiera dónde sentarse para evitar suspicacias. Ahí residía el engaño, en hacerle creer que él estaba eligiendo el escenario propicio. El psicólogo había dispuesto sendas pistolas cargadas —adheridas con cinta— bajo ambos tableros, apuntando a la altura de su abdomen. Durante la conversación, solo tenía que encontrar el momento más adecuado para simular que se rascaba la entrepierna y apretar el gatillo; varias veces. Después, saldría caminando tranquilamente y su amigo Ivica se encargaría de darle tiempo suficiente antes de llamar a la policía.

Previamente, había liquidado la cuenta del apartotel antes de marcharse y alquilado una habitación en Zrenjanin, al lado de Lazarevo, donde pondría el broche de oro a su última visita a los Balcanes. El plan estaba bien cimentado, pero tenía una grieta importante: todavía no sabía dónde estaba Erika.

Los comensales de la mesa de la izquierda ya se habían arrancado a cantar los temas más recurrentes de la novokomponovana[99]. Canciones de Šaban Šaulić, Vesna Zmijanac o Dragana Mirković eran interpretadas por los mismos tres músicos de siempre. A Carapocha no le desagradaban aquellas canciones, pero en cuanto rodearon su mesa para dedicarle Za mene si ti, tuvo que cortarles a la mitad con un forzado gesto de agradecimiento y mil dinares. No estaba para folclores, pero tenía que aparentar normalidad absoluta a pesar de que estaba lejos de esa orilla; más bien, en la opuesta. En el Centro le enseñaron muy bien a esconder sentimientos y a fingir reacciones. Sin embargo, no hizo falta que forzara la de asombro cuando sintió la presión del cañón de una pistola contra la espalda.

—¡Buenas noches, querido Pílades! No hagas ninguna estupidez o te volaré las piedras del riñón aquí mismo —le susurró al oído.

Orestes le rodeó por detrás con su brazo izquierdo haciendo como si le abrazara mientras le registraba en busca de algún arma. Con la mano derecha, sujetaba una pistola dentro del bolsillo de la sudadera.

—Me voy a sentar contigo. Si no te importa, claro —murmuró—. ¡Qué ilusión volver a verte! —aseguró con sinceridad.

Carapocha decidió no contestar para alargar, esta vez sí, un fingido revés inesperado.

—Enséñame esas bonitas pantorrillas rusas —exigió sin dejar de sonreír—. ¡Vamos, cojones —le azuzó entre dientes—, que no tenga que repetirte las cosas dos veces!

Hizo lo que le exigió.

—¿Estás desarmado? ¿No esperabas verme esta noche? ¿Qué te ha parecido la forma de pillarte desprevenido? Me ha salido por dos mil dinares de mierda…

La cara del psicólogo era el reflejo de un enigma.

—Es lo que pagué a los músicos para que rodearan tu mesa por ese lado y, entonces, aproveché para entrar y meterme directamente en el servicio. Desde allí, era sencillo sorprenderte por la espalda. Genial. ¿No se lo parece a su eminencia?

—Te mereces mucho más que una ovación —ironizó el ruso—. ¿Cómo has dado conmigo? No, deja, puedo imaginármelo. ¡Qué estúpido he sido!

—Ya te dije en cierta ocasión que estás haciéndote mayor. Hay que tener mucho cuidado con lo que se escribe, pero, sobre todo, a quién se escribe. Tenía controlado a mi querido compañero Skuld desde el momento en que descubrí que trabajaba para ti. Estoy deseando verle entrar por la puerta y darle un abrazo.

—Pues vas a tener que joderte. Otra vez.

Carapocha giró el móvil que tenía encima de la mesa y le enseñó un SMS que le había enviado Goran, tal y como habían quedado el día en que lo hablaron todo por teléfono.

Armando, lo siento mucho pero no voy a acudir a nuestra cita. No puedo ayudarte. De verdad que lo siento, pero la seguridad de mi familia es mi única responsabilidad. Deberías hacer lo mismo que yo. Pasa página, hazlo por Erika.

Te deseo mucha suerte.

Un abrazo.

Orestes se inclinó hacia delante para leerlo y, tras hacerlo, volvió a su postura inicial: reclinado sobre el respaldo y con las manos metidas en los bolsillos de la sudadera blanca con capucha.

—Bueeeno. Eso te pasa por fiarte de un tipo así. Ya sé dónde se esconde la rata, y te aseguro que no pienso fallar. Hoy me conformaré contigo. Ahora dime, ¿qué crees que va a pasar?

—Que todos vamos a morir.

—Cierto, pero unos antes que otros. Tengo curiosidad por saber lo que estás maquinando. Venga, por los viejos tiempos…

—Vas a matarme.

—Vamos, Pílades, eso es obvio. Profundiza un poco más.

—Primero querrás tener una última conversación conmigo y después me obligarás a seguirte a algún sitio donde me inmovilizarás para seguir castigándome con tu prodigiosa inteligencia. ¿Por qué no me ahorras ese suplicio y me pegas un tiro aquí mismo?

—No tendré ningún reparo en hacerlo, pero he de admitir que me conoces muy bien. Efectivamente, primero quiero tener una charla contigo. Como aquellas en Nueva York, Berlín o el Milagros. ¡Por cierto, por cierto…! No me digas que no tengo buena memoria, ¿eh? Acordarme de este lugar no fue difícil por las veces que me hablaste de él, pero solo mencionaste una vez a la voluptuosa Marija. Supe que era ella nada más poner los pies en el Moskva. ¡Qué mujer!

Mientras se regodeaba en su discurso, Carapocha supuso que Sancho no estaba muerto. Mejor dicho, que él no le había matado. De ser así, se lo estaría pasando por la cara. Entonces, maquinó una idea.

—Orestes, dejémonos de tonterías y permite que te proponga algo. Recuerda que sigues con vida porque un día yo decidí no quitártela.

—¿Otro jueguecito? ¡Adelante! —exclamó con júbilo.

—Yo me comprometo a contestar con sinceridad a todas tus preguntas y tú me prometes que dejarás en paz a Erika, a Marija y a Sancho.

A Orestes se le agrietó la mirada.

—Es un precio demasiado alto. El inspector tiene que desaparecer.

—En realidad, ya lo ha hecho —confesó intencionadamente.

—Ahora me doy cuenta…, no tienes ni idea de lo que pasó, porque es más que probable que nuestro inspector ya esté criando malvas a estas alturas. Verás, ese maldito pelirrojo me atrapó en unos servicios, pero en lugar de dispararme con su pistola de Harry el sucio…

—Revólver —corrigió.

—Pues eso.

—No es lo mismo.

—¡Sé que no es lo mismo, jodido loquero presuntuoso! —gritó antes de encender un Moods.

—Lo siento, te he interrumpido. Discúlpame, te lo ruego.

Orestes se esforzó por relajarse.

—Intentó capturarme vivo —mintió—, pero me estaba metiendo en el coche cuando unos tipos le dispararon y yo salí por piernas de allí. Mala pinta tiene si a estas alturas no tienes noticias de tu amigo el inspector. De todos modos, si sigue vivo, se va a encontrar con una sorpresa nada agradable.

—Disculpe, señor, no se puede fumar en esta zona —interrumpió Ivica.

—Por mí no hay problema. Estamos bien aquí —respondió Carapocha siguiendo el guión.

—Lo siento, pero no puede ser. Me pusieron 50 000 dinares de multa no hace mucho por permitir fumar en una boda para la que habían alquilado todo el local. Perdone, señor, pero tiene que apagar el cigarro o les busco otra mesa —apuntó el dueño interpretando su papel al pie de la letra.

—Ya sabes que Skuld no soporta el humo del tabaco… —improvisó el psicólogo—. Las normas son las normas y, como dicen por aquí, a todos nos pinta el culo por igual.

—Una gran verdad. Vamos a otra mesa en la zona de fumadores. Aquella —señaló con la mano izquierda.

—Lo siento, señor, pero esa es para los músicos. Creo que tengo alguna libre fuera.

Orestes dudó. A punto estuvo de apagar el cigarro de mala gana contra el suelo, pero terminó levantándose.

—Os sigo.

Orestes agarró por el hombro a Carapocha durante el breve trayecto hasta la zona del exterior. Orestes eligió la mesa de la esquina y Carapocha se apresuró a sentarse dando la espalda a la pared, tal y como era su costumbre, con la misma orientación con la que había colocado el arma bajo la mesa.

La temperatura era suave, pero soplaba un aire constante y acerado que pretendía advertir a los presentes de un aciago fin de fiesta.

Nadie parecía percatarse de ello.

—Ivica, ¿por qué no nos traes un poco de todo para que pruebe el señor?

—¿Qué tal una tabla de embutidos variados, ensalada de pimientos y, luego, un mixto de carnes a la parrilla? —propuso el dueño.

—Estupendo —convino.

—¿Con vino?

—Cerveza para mí. No quisiera que me sentara mal uno de los caldos de la casa… —atajó Orestes—. Una Heineken y, por favor, me la abre en la mesa, que colecciono las chapas.

Ivica asintió.

—Tan desconfiado como siempre.

—Precavido —corrigió con una mueca artificiosa—. Acepto el trato, respetaré la vida de tus chicas si me contestas con absoluta sinceridad.

—Así lo haré, aunque no tengo otra opción que fiarme de tu palabra —afirmó el ruso buscando la forma de bajar las manos de la mesa.

—Muy bien, Pílades. Lo primero que quiero saber es por qué me dejaste marchar de tu casa.

—Lo sabes muy bien. No estaba preparado para hacerlo en aquel preciso instante.

Era la respuesta que esperaba Orestes, y su ego se desbocó.

—¡Lo suponía! ¡Claro que sí! Yo era tu mejor rosa y no pudiste cortarla, pero… ¿has dicho en aquel instante? ¿Quiere eso decir que podrías hacerlo ahora? —quiso saber dibujando una sonrisa a medio camino entre el estupor y la dicha—. ¿Qué ha cambiado?

El psicólogo analizó la situación y supo que había llegado el momento. Inspiró profundamente e inclinó su cuerpo hacia delante, muy despacio, recortando la distancia con Orestes como si fuera a revelarle un secreto. Dejó caer los brazos y palpó la culata de la pistola con la mano derecha.

—Orestes…, siento muchísimo que nuestra relación termine así. Fuiste más que un paciente durante mucho tiempo. Nunca te consideré un experimento, como tú creías. Es cierto que quería sacar provecho de la relación médico-paciente, pero siempre con la esperanza de poder reconducir tu desviación sociopática. Quise ayudarte.

Carapocha tiró hacia abajo del arma para poder agarrarla correctamente y colocó su dedo índice en el gatillo.

—Me estás conmoviendo. Sigue, Pílades —le alentó Orestes con sorna.

El ruso asintió con la cabeza. Podía oír los latidos de su corazón.

Ya solo tenía que apretar el gatillo, y estaba ciertamente dispuesto a hacerlo cuando la vio aparecer abriéndose paso entre la gente a empujones. Tenía el rostro contraído y la mirada perdida. Carapocha se quedó petrificado durante una milésima de segundo, pero Orestes supo interpretar sus gestos faciales y se giró violentamente. La reconoció al instante. En ese momento, saltó de su silla y sacó el arma. Se sentó al lado del psicólogo y apretó el cañón contra su estómago.

Erika se detuvo y permaneció inmóvil a unos cinco metros de la mesa.

—Ven, preciosa, ven. Estábamos esperándote —dijo Orestes forzando la expresión.

—Deja que se vaya —suplicó el psicólogo—, esto es solo entre tú y yo. Tengo tu palabra.

—¡Tú decidiste involucrarla! ¡Atente a las consecuencias! Tú me lo enseñaste, ¿recuerdas? ¡He dicho que te sientes con nosotros! —repitió aumentando la presión con la pistola.

Carapocha negaba con la cabeza, pero Erika hizo caso omiso y se sentó.

—Eso es, preciosa, bienvenida a la fiesta. ¿Ves esto? Si haces cualquier tontería, vaciaré el cargador en mi psicólogo y dejaré una bala para metértela entre ceja y ceja. Me alegro de volver a verte… Violeta.

—Yo no puedo decir lo mismo, Orestes o como demonios te llames —recalcó.

—¡Vaya! No esperaba que te hubieras prendado de mí para toda la vida, pero sí haberte dejado un bonito recuerdo de nuestros fugaces aunque intensos encuentros. De todos ellos, me quedo con el de tu casa… ¡Fiera!

—Tú y yo solo nos hemos visto una vez antes que esta y el único recuerdo que te dejé fue el del atizador. ¿Te masturbabas mientras te lo contaba o esperabas a quedarte solo para hacerlo? —replicó árida—. Te hubiera gustado ser tú, ¿verdad? ¿Te has acostado alguna vez con una mujer? ¿Es ese tu problema?

Orestes trató de encajar los golpes y recuperar la iniciativa, pero sus pupilas reflejaron lo que trataba de ocultar. Teatralizó un gesto de complicidad poco convincente. Carapocha miró a su hija buscando una explicación.

—Erika, no sé muy bien de qué estás hablando, pero haz el favor de no empeorar las cosas —le rogó su padre.

—Haz caso a tu papá y mantén la puta boca cerrada o te aseguro que te la cerraré yo a la fuerza.

—Orestes y Augusto. Augusto y Orestes. ¡Qué estúpidos hemos sido al no darnos cuenta antes!

—¡Cierra el pico, niñata! —vociferó.

Ivica seguía la escena desde el interior, pero Carapocha le había hecho jurar que no llamaría a la policía hasta que no se produjeran los disparos, y él era un hombre de ley. Prácticamente, era lo único que tenía claro en la vida: él valía lo que valía su palabra. No obstante, no le prometió nada acerca de no intervenir.

—Señores, voy a rogarles que bajen el tono de la conversación. Están asustando a las otras mesas.

—Claro. Discúlpanos, los negocios nos hacen perder los papeles. ¿Cuándo traes algo comestible? —intervino Carapocha.

—Ya está saliendo de la cocina.

—Estupendo, seguro que comer nos rebaja la tensión.

—Eso espero —dijo el serbio.

Ivica se retiró, aunque no le pasó desapercibida la mano derecha del tipo que estaba sentado al lado de su extraño amigo ruso. Era evidente que el plan no estaba discurriendo por el camino que habían previsto.

—Muy bien, vamos a calmarnos los tres. Orestes, mírame.

Orestes tardó en despegar la mirada de Erika.

—Sigamos hablando tú y yo en otro sitio. Erika se quedará aquí tranquilamente. ¿De acuerdo?

Carapocha nunca se había visto en una situación tan límite. No podía permitir que le ocurriera nada a su hija, y todo le era adverso en aquel momento. Absolutamente todo.

—Papá, sigues sin entender nada. ¿Verdad?

—Por favor, Erika… —rogó con los ojos muy abiertos.

Orestes ya había tomado la decisión. Ya no importaba que ella hablara.

—No, no…, déjala que hable. Quiero disfrutar de esto.

—Papá…

—¡¿Qué pasa?! —preguntó haciendo visible su exasperación.

—Augusto y Orestes son dos personas distintas.

El psicólogo frunció el ceño.

—Gemelos —añadió.

En alguna calle del barrio de Zvezdara

Era la sexta vez que preguntaba por el sitio y nadie sabía indicarle. En realidad, todo el mundo conocía el restaurante, pero nadie podía identificarlo con las palabras que salían de su boca. Llevaba más de una hora caminando, y el inspector Ramiro Sancho hacía ya muchos minutos que había consumido las últimas gotas de su reserva energética y moral. Era imposible definir su estado de ánimo, pero muy fácil intuirlo por la expresión de su cara. Las dos últimas personas a las que preguntó se habían alejado huyendo como si hubieran visto a la mismísima reencarnación del mal en la tierra.

A pesar de ello, se había empeñado en llegar al lugar en el que se había visto con Carapocha. No tenía otra forma de contactar con él debido al protocolo de seguridad que había impuesto el ruso por si algo se torcía. Allí le conocían, y tenía la esperanza de que alguien pudiera decirle dónde encontrarlo o, en el peor de los casos, podría dejarle una nota explicativa. Pero primero tenía que encontrar el condenado «Takafa daso», como creía recordar que se llamaba el lugar. Toda aquella zona le sonaba de la ocasión en la que había llegado con su coche de matrícula croata, del cual no había vuelto a preocuparse.

Guiado por su instinto, creyó reconocer una calle y apretó el paso todo lo que le fue humanamente posible.

Kafana Dačo

Barrio de Zvezdara

La tabla de embutidos ahumados típicos del país estaba sobre la mesa, pero nadie le prestó atención.

Carapocha seguía sin reaccionar.

Orestes era la viva imagen del triunfo.

Erika solo procesaba datos.

—¡Vaya! Parece que ya tenemos ganadora… ¡Erika Lopategui! —frivolizó.

—No puede ser —dejó caer el psicólogo más como deseo que como creencia.

—Es, fue y será —respondió Orestes—, pero tranquilo, no has tenido oportunidad de darte cuenta. Tú nunca has visto a Augusto, ni siquiera has hablado con él. Era siempre yo, Orestes, el que hablaba contigo.

—No hay mayor mentira que una verdad contada a quien no está preparado para escucharla —sentenció el psicólogo, abatido.

—Exacto. Nunca valoraste alguna posibilidad distinta a tus propias evidencias. Y yo solo te mostré un reflejo donde tu verdad, tu certeza, no era sino la más sincera de las mentiras. Yo soy la ciencia y Augusto es el arte. Deja que te lo explique todo con detalle, querido Pílades, tenemos tiempo y apuesto a que te mueres de ganas…

—Las mismas que tú por relatarlo —atajó Erika.

—Es posible, pero tienes que contarnos cómo lo has descubierto cuando termine. Así, seremos como una familia entrañable, sin secretos. ¿De acuerdo, chica lista?

Erika comenzó a liar un cigarro por respuesta. Aparentaba un sosiego que no correspondía a la situación que se estaba viviendo en aquella mesa. Carapocha seguía tratando de asimilar el impacto.

—Mathias Wettin, para servirles, aunque debería haberme llamado Miguel García si no hubiera nacido muerto un 22 de marzo de 1978. Y muerto estoy, con certificado de defunción incluido, como muchos otros recién nacidos en España durante los años setenta y ochenta. Precisamente ahora se están destapando bastantes casos de robos de niños, seguro que lo habéis visto en algún telediario… ¡Ahora! —enfatizó agriamente—, tantos años después. Sin embargo, yo lo descubrí todo en 1995. Luego os detallaré cómo, pero el hecho es que me vendieron a un acaudalado matrimonio alemán afincado en Mallorca. Ellos no podían tener hijos y ya se habían cansado de hacer de conejillos de Indias en fallidos experimentos de fecundación in vitro, así que dieron la espalda a la medicina y se entregaron a su fe. Ambos provenían de familias muy católicas y adineradas de la zona de la Baja Sajonia, y las Hermanas de la Caridad no necesitaban más razones. Me bautizaron con el mismo nombre que el de mi falso padre, Mathias.

Orestes hizo una pausa para recrearse en la expresión de su psicólogo. Hablaba rápido, escupiendo palabras cargadas de resentimiento.

—Sin embargo —retomó—, hace ya mucho tiempo que dejé de utilizarlo, justo desde que me suicidé tirándome de los acantilados de Cap Blanc. No guardo rencor a mis padres, ellos hicieron lo que estaba al alcance de sus manos legitimados por la Iglesia, convencidos de que estaban regalando una oportunidad a un niño al tiempo que quitaban un lastre a alguna familia desconocida de alguna parte de España. ¿No coméis nada? —preguntó ufano—. El queso está buenísimo. Vosotros mismos. Sigo. Miguel murió en aquel parto, pero Gabriel fue el que salió realmente malparado. El destino o, mejor dicho, la mano de aquella religiosa hizo que yo tuviera una vida por delante y mi hermano un infierno en el que vivir. Pero bien podía haber sucedido al revés. El aciago destino —añadió con sorna—. Lo cierto es que mi infancia fue un camino de rosas, estudiando en los mejores colegios y disfrutando de un presente que no me pertenecía. Me compraron mi primer ordenador con diez años, un IBM que todavía conservo, y contaba dieciséis cuando ya había conexión en mi casa a eso de lo que todo el mundo hablaba pero que muy pocos conocían: Internet. No tardé en… obsesionarme, digámoslo así, con aquel universo. Gracias a mi dominio del alemán y el inglés, en pocos meses ya había contactado con expertos de otros países mucho más avanzados que España.

Orestes estaba disfrutando con su historia. Carapocha seguía sin reaccionar, pero su instinto le decía que tendría que encontrar rápidamente una salida antes de que terminara su relato para salvar a Erika.

—El año siguiente fue determinante. A mi madre le detectaron un cáncer de pulmón que acabaría con ella en tres meses, pero antes de consumirse, estando yo en el hospital, me lo contó todo. Todo lo que ella sabía, claro. Mi padre me confesó el resto y, dos meses después, se mató en un accidente de tráfico en los mismos acantilados desde los que yo me arrojaría años más tarde. Por aquello de hacer más creíble mi trágico suicidio.

—¡Qué casualidad, otro accidente de coche! —intervino Erika.

—No. Mi padre sí murió en un accidente; bajo los efectos del alcohol, por cierto. Y también los de Augusto, pero no fue muy accidental en ese caso. De todos modos, eso no es importante. Era algo que tenía que pasar si queríamos desarrollar nuestro plan, aunque no me vi en la obligación de consultarlo con mi hermano. Sus padres eran tan postizos como los míos y solo nos teníamos el uno al otro, pero me estoy adelantando mucho. Volvamos al momento en el que me encontré huérfano, con la mayoría de edad recién cumplida, mi pariente más cercano, un tío al cual no conocía, en Hanóver y un hermano viviendo en algún lugar de España. Me obcequé por completo en averiguar quién era y dónde estaba, y eso fue precisamente lo que me hizo profundizar aún más en las entrañas de Internet. Pasaba despierto casi todas las noches, tirando del hilo, solo tenía el nombre de la religiosa que trató con mis padres y del médico que se ocupaba de firmar las defunciones. El mismo tipo que se encargaba de mostrar a las madres más incrédulas el cadáver de un bebé que tenían conservado en formol. Tétrico, ¿verdad? Oye, ahora que me doy cuenta, hablar de todo esto me está sirviendo de terapia, doctor.

—Permite que lo dude —replicó Carapocha algo repuesto—. Continúa.

—Gracias a un contacto, conseguimos entrar en el equipo del doctor Vela, que así se llamaba el médico que firmó mi falso certificado de nacimiento. Tras revisar decenas de expedientes, quizá cientos, pude empezar a entender todo el entramado. Estaba implicada hasta la policía. Sí. Concretamente, el inspector Bragado. ¿Te suena su nombre? —preguntó irónicamente a Carapocha—. Lo curioso es que no descubrimos que él había sido el encargado de la venta hasta que se destapó todo tras su trágico suicidio —apuntó Orestes.

—¿Disfrutaste? —quiso saber Erika.

—Eso deberías preguntárselo a Augusto; en realidad, todas las víctimas llevan su impronta. Mató a la cajera ecuatoriana sin avisarme solo para demostrarme que estaba preparado. Acabar con la madre que nos parió era absolutamente necesario para dar el siguiente paso. Yo decidí cerrar la boca a la especialista… ¿Cómo se llamaba?

—Doctora Martina Corvo, maldito hijo de puta —contestó el ruso con acrimonia.

—Gracias —dijo chasqueando los dedos—. Teníamos que tensar la cuerda, pero Augusto casi lo echa todo a perder. Luego aquel yonqui desgraciado…, una fatal necesidad para cubrirnos las espaldas. Exactamente igual con las de Trieste, siempre Augusto. Yo planifico, él ejecuta: un binomio perfecto.

—Ya veo, no te gusta mancharte las manos —intervino el psicólogo tratando de ganar algo de tiempo.

—Mi potencial es más directivo que ejecutivo, cada uno debe conocer y saber explotar sus virtudes.

—Virtudes —repitió Carapocha—. Sí, me percaté de tu virtuosismo en mi propia casa… Tuviste suerte de escapar con vida.

—Seguramente. Ya sabes eso de que la suerte es para los que la buscan o algo así, que mi hermano es el de las citas en latín. Bueno, ¿por dónde íbamos? Sí, claro, la trama. Como decía, la policía estaba implicada, pero también jueces y varias asociaciones de distinta índole, no solo religiosas. Resumo. El hecho es que solo había cuatro casos que podrían encajar por las fechas y me centré en investigar esos, pero los muy cabrones se aseguraron de omitir los nombres de las madres, así que me vi en un punto muerto. Entonces, me dejé guiar por la intuición y estudié el caso de unos gemelos nacidos en Valladolid cuyas circunstancias me llamaron mucho la atención: Miguel y Gabriel, el primero nacido muerto y nada se sabía del segundo desde su octavo cumpleaños. Me costó mucho dar con la familia a la que había ido a parar, me planté en Valladolid ese mismo verano. Todavía me estremezco como cuando vi a Augusto por primera vez. Sonará a tópico, pero éramos como dos malditas gotas de agua. Gemelos monocigóticos; es decir, genéticamente idénticos. Prácticamente idénticos —matizó—. Le seguí durante dos días hasta que me atreví a abordarle. Fue un momento mágico en el que los dos terminamos abrazados y llorando como críos.

—Enternecedor —apuntó Erika.

—Lo fue —corroboró Orestes algo ofendido—. Pasamos juntos los días siguientes, aunque a escondidas. No queríamos que nadie lo supiera y decidimos que ese sería nuestro gran secreto, nuestra mejor arma. Tuve que perder algunos kilos para que fuéramos imposibles de distinguir físicamente, pero por dentro éramos y somos muy distintos. Supongo que eso es debido a los distintos entornos en los que nos hemos criado, pero su eminencia podría aportar más luz en este punto…

Orestes emitió una risa forzada que hizo mella en el ego del psicólogo.

—Me disculpe por el atrevimiento —prosiguió—. No querría faltarle al respeto. Lo dicho, diferentes pero con un sólido nexo de unión. ¿Adivinas?

—El miedo —intervino Erika.

—Yo lo definiría como rechazo frontal a todo lo que nos rodeaba, pero lo mismo da. Augusto era extremadamente sensible, realmente brillante. Tú le conoces bien —le expresó a Erika—, pero estaba destruido por su pasado y era incapaz de vivir el presente; no tenía futuro. Le hice entender que todo sería distinto a mi lado y así fue. Tenía que cambiar de entorno y le propuse que me acompañara a Nueva York. Yo ya me había matriculado en ingeniería informática y nos pusimos manos a la obra para encontrar una carrera que le motivara. Nos decantamos por el diseño gráfico y nos plantamos en la capital del mundo con la intención de recuperar el tiempo perdido. Solo había una norma para salvaguardar nuestro secreto: nunca se nos podía ver juntos. Nos compramos la misma ropa, llevamos el mismo corte de pelo, incorporamos las expresiones del otro en el catálogo personal e incluso decidimos fumar la misma marca de cigarrillos. Le enseñé alemán y algunos conceptos básicos de Internet, pero a él solo le importaban sus dos pasiones: los libros y la música. A pesar de tener un cociente intelectual privilegiado, Augusto era incapaz de desarrollar sus capacidades.

—Como su hermano, otro gran superdotado —aportó el psicólogo con aridez.

—Así es —reconoció.

—Y sociópata narcisista —añadió Erika.

—Defínelo como quieras, cielo, pero ese «rasgo» —enfatizó haciendo con los dedos el símbolo del entrecomillado— estaba presente en los dos, aunque a mí me costaba mucho menos relacionarme. También le ayudé con esto, pero requería ayuda profesional. Necesitaba al mejor especialista y ahí es donde entraste tú —dijo apretando la pistola contra las costillas de Carapocha—. Solo eras parte de mi plan de preparación, te hice creer que fuiste tú el que me atrajiste a mí, cuando en realidad fue al revés. Me resultó bastante sencillo elaborar el perfil que estabas buscando y me resultó francamente divertido interpretar el papel de Augusto en aquellos primeros encuentros…

Sokin sin! ¡Qué hijo de puta! —tradujo al castellano el ruso.

—Soy hijo de una jodida perturbada, no sé si era puta o no. De eso, podría hablarte mejor Augusto.

—Llevas sus genes —aseguró Erika.

—Posiblemente. ¡A quién le importa ya! ¿No crees, bonita? ¿Puedo continuar? —preguntó retóricamente—. Termino enseguida.

No contestaron.

—Gracias. Te gustará saber que nuestras conversaciones me sirvieron, y mucho, para acercarme a Augusto. Cuando estaba conmigo, yo asumía tu papel y él fue ganando en confianza y, sobre todo, en dependencia. Augusto no existía sin su Orestes. De hecho, trataba de imitarme, pero…, en fin, no tiene importancia.

—Sí la tiene. Le manipulabas a tu antojo. Era tu juguete, tu instrumento, ¿verdad? —dijo Carapocha.

Orestes no se ofendió.

—Sí y no. Le manipulaba porque en aquel momento era necesario, pero le regalé mi existencia para que Augusto tuviera una. Mi vida se limitó al ilimitado universo de Internet, me convertí en un ser nocturno para entregar la luz del día a mi hermano. Todavía necesito suplementos de vitamina D3 para cuidar mi piel. Yo dejé de ser para que él fuera, y así me lo paga…

—¡Vaya! ¿Tienen problemas los hermanitos? —insinuó Erika.

—Como todos los hermanos, pero eso nunca llegarás a saberlo. No trates de ofenderme o no podréis escuchar el resto de la historia hasta que nos volvamos a ver en el purgatorio.

Erika soltó el humo con cierta indiferencia.

—En Berlín, fui madurando la idea que me daba vueltas a la cabeza y que, gracias a ti, conseguí enfocar. Solidificamos las piezas de un proyecto común, un objetivo claro al que bautizamos como la obra. Planificación —definió marcando las sílabas—. Algo excepcional y sin precedentes en la historia de la humanidad, algo que nos haría inmortales por rechazo o por admiración: procedimiento. ¿Te suena? Lo demás era cuestión de tiempo: perseverancia. No tardé en ser respetado por todo el universo cibernético y, sin llegar a ser un experto, conseguí formar mi propio grupo: Das Zweite Untergeschoss; anótate el nombre, querido. Mientras, Augusto empezaba a dar claros síntomas de estar preparado para afrontar su destino. Tanto fue así que llegó a creer que podría caminar solo. —En la cara de Orestes se esculpió una mueca con el cincel de la vanidad—. Nuestra etapa juntos en Berlín terminó antes de lo esperado por la muerte de mi padre. Yo tuve que volver a casa y él aprovechó aquella circunstancia para desplegar sus alas. Sabía que aquello no saldría bien, era inevitable, pero debía ser él quien se diera cuenta del error que estaba cometiendo separándose de mí. ¡Incluso tuvo una relación!

—Paloma —aportó el psicólogo.

—Esa zorra… —dijo escupiendo un trozo de uña—. Estaba seguro de que le haría daño y se lo advertí, pero no me hizo caso. Cuando se cansó de él, le hizo un burruño y lo tiró a la papelera. Tres años separados por culpa de una quimera… ¡Tres años!

—Y supiste aprovecharlo.

Orestes volvió a guiñar el ojo al ruso.

—Augusto me necesitaba, pero primero tenía que desprenderme de Mathias Wettin para poder ayudarle. Nunca encontraron el cuerpo, aunque una nota de suicidio en la guantera de un coche aparcado en la carretera que lleva hasta Cap Blanc y las fuertes corrientes de la zona fueron más que suficientes para darme por muerto… por segunda vez. Morir me costó el patrimonio de mis padres, aunque teníamos más que suficiente para los dos con el del Emperador.

—¿Así que mataste a sus padres por dinero?

—Adoptivos, padres adoptivos —precisó—, y no fue solo por el dinero. Eran un lastre y lo único que hice fue desatar el nudo.

Erika murmuró un «Hijo de la gran puta» que no pasó de sus labios.

—Al Emperador le gustaban la velocidad y el buen vino; mala combinación —apuntó haciendo un chasquido con la lengua—. Ellos iban a pasar el fin de semana a casa de unos amigos en Redipollos. Recuerdo perfectamente el nombre del lugar y la fecha: 9 de noviembre de 2008. No hace falta ser mecánico para aflojar los latiguillos del freno de las ruedas traseras. La idea era que fuese perdiendo líquido para que tuviera que frenar con la suela de los zapatos en la bajada del puerto. Y funcionó. ¡Vaya si funcionó! Augusto lo pasó mal durante unos meses, pero encontró refugio en mí. Me trasladé a su casa a las pocas semanas del accidente, acondicionamos el bajocubierta para que yo pudiera tener mi espacio y organizamos los horarios consolidando el sistema que habíamos practicado en Nueva York y perfeccionado en Berlín. Podían pasar días sin que nos viéramos, pero ambos sabíamos que contábamos con el otro. Al principio, yo salía de casa una o dos veces por semana; más tarde, me acostumbré a vivir en mi universo infinito y perdí la necesidad de tener contacto con el exterior.

Carapocha escuchaba estupefacto tras una fingida expresión aséptica. Orestes bebió de su cerveza antes de continuar contando su historia.

—Todo aquel esfuerzo mereció la pena. Éramos dos mentes privilegiadas en un solo cuerpo y con un solo objetivo. Nos especializamos en documentoscopia; yo conseguía toda la información y la maquinaria que necesitábamos y él se encargaba de falsificarla exprimiendo su talento artístico y sus conocimientos de diseño. Únicamente faltaba fijar el momento adecuado para ponernos en marcha, pero antes tú y yo debíamos tener una última conversación; en el Milagros, por supuesto. ¿Recuerdas que te extrañó notarme tan poco afligido tras la reciente muerte de mis padres? —recalcó con sorna—. Ese detalle casi lo estropea todo; por cierto, hará un año de aquello dentro de dos días.

—Lo recuerdo perfectamente.

—Brindo por ello —dijo levantando la cerveza—. Yo también tengo un sitio privilegiado en mi memoria para cada una de las conversaciones que mantuve contigo. Te estoy tan agradecido que casi me va a costar desprenderme de ti.

Orestes soltó una carcajada que sonó como una gran bofetada a mano abierta en la cara del psicólogo.

—Conocéis el resto de la historia de primera mano.

Esta vez, Erika no pudo callarse.

—Eres un ser despreciable.

—Lo sé, gracias. Tu turno, ¿cómo te diste cuenta del engaño?

—Otro día —respondió ella.

A Orestes se le enturbió la mirada.

—Ni lo sueñes, maldita zorra. Me lo vas a contar ahora mismo.

Erika soltó el humo por respuesta. Orestes se incorporó raudo, se sentó a su lado y, girándose hacia ella, apuntó a su entrepierna. Con la mano izquierda, la agarró del cuello y la forzó a sentarse sobre sus rodillas.

—Empieza a hablar o tendrás el privilegio de recibir el primer disparo. Si eres convincente, lo mismo decido dejarte vivir.

—Vamos a tranquilizarnos todos. Hija, por favor.

—Va a matarnos igual, pero este hijo de puta se quedará sin saber lo que quiere.

—Erika, por favor, por favor —suplicaba su padre mientras trataba de tomar una decisión en aquellas circunstancias tan poco favorables.

Hasta que le vio y supo lo que hacer. No tenía otra alternativa que forzar la situación.

El tiempo se detuvo en aquella mesa.

El inspector estaba desfallecido cuando, finalmente, dio con el sitio. Necesitaba sentarse y beber algo. Tenía que recobrar fuerzas. No podía dar un solo paso más, pero su tenacidad rural le impedía rendirse. Bajó las escaleras de la entrada que daban acceso a la parte exterior. Había tanto tumulto que casi consiguen tirarle al suelo. Logró mantener la verticalidad a duras penas, pero reconoció a Ivica nada más entrar en el restaurante y este reaccionó como si hubiera visto a los santos arcángeles del cielo. Le hizo acompañarle a la cocina, donde le puso al corriente de la situación en menos de un minuto en el que le sobraron sesenta segundos, porque el inspector no entendió ni una sola palabra de lo que el serbio le había dicho en su idioma.

Lo comprendió todo cuando, a través de la ventana, pudo asistir en directo a la última escena protagonizada por los tres comensales, que no comían, de la mesa del fondo.

Sancho puso en marcha la coctelera. Ingrediente primero: Augusto apunta a Erika con su arma, está visiblemente irritado y amenaza con disparar. Ingrediente segundo: Armando tiene la mano derecha oculta bajo la mesa y trata de ganar tiempo con la izquierda. Ingrediente tercero: Erika mira fijamente a su padre como queriendo transmitirle algo. Ingrediente cuarto: hay diez metros desde la puerta del restaurante hasta donde están sentados. Conclusión primera: la situación requiere de una pronta intervención. Conclusión segunda: Armando tiene un arma escondida, pero no se atreve a disparar por miedo a alcanzar a su hija. Augusto desconoce la existencia de la pistola. Conclusión tercera: Erika sabe que su padre tiene el arma y trata de buscar la forma de zafarse de Augusto para que pueda dispararle. Conclusión cuarta: dispondré de dos segundos antes de que Augusto se percate de mi presencia. Si hay un tiroteo, habrá víctimas. Receta: salir dando gritos empuñando el arma para llamar la atención de Augusto y que me apunte a mí. Erika aprovechará para tirarse al suelo y Armando podrá disparar a ese hijo de perra.

No lo pensó ni, mucho menos, lo sopesó. Sacó directamente el Colt Anaconda y tensó el gatillo. Casi no tenía fuerzas para sostenerlo, pero cogió aire antes de salir por la puerta del restaurante que daba al exterior.

—¡¡¡Augusto!!! —vociferó desde lo más profundo de su garganta forzando de nuevo sus maltrechas cuerdas vocales.

Orestes se giró.

No era lo que había pensado Carapocha, pero aprovechó para tirar de la pistola hacia sí y se levantó tan rápidamente como le permitió su cadera. Orestes, sorprendido por aquel movimiento, se incorporó de la silla con mucha más agilidad que su rival, inclinándose ligeramente hacia su derecha para apuntarle al pecho. Erika se vio desplazada hacia su izquierda, pero consiguió lanzar el codo hacia atrás en su caída golpeando a su captor en el hombro.

Sancho dio tres pasos empuñando el revólver con las dos manos y se detuvo para apuntar a la cabeza en movimiento de su objetivo.

Dos chasquidos secos y un trueno.

Silencio absoluto.

Splavovi Amphora

Orilla del Danubio

Una monumental necedad.

La idea de ponerme a tono con un poco de coca, habida cuenta del estado de mi tabique nasal, fue una auténtica sandez. No recuerdo haber sentido antes tanto dolor ni durante tanto tiempo. Me lloraron los ojos y ni siquiera pude taponarme los lacrimales, porque justo ahí se localizaba la fractura. Me agarré al lavabo y grité tan fuerte como pude. Tardé un buen rato en reponerme.

Cuando volví para rematar la faena con Raluca, ya no estaba. Pensé que ella también habría ido al servicio, pero los minutos fueron pasando y no aparecía. No conseguía entender lo que había sucedido. Quizá se hubiera cansado de esperar, pero me resultaba extraño. La tenía a punto de caramelo y ya habíamos intercambiado miradas que no dejaban lugar a dudas. Se me acababa de escapar una presa fabulosa y no dejaba de preguntarme por qué. No soy persona que admita bien la frustración, ni en dosis pequeñas, pero tampoco soy de los que se dan por vencidos a las primeras de cambio. Sabía dónde encontrarla, pero decidí buscar otro objetivo por puro pragmatismo. Me juré que aquella noche lo conseguiría. Tras pagar, me marché a buscar otro garito con ambiente. Saqué el iPhone y vi su e-mail escrito en alemán.

Hermano:

Sigo sin entender por qué te empeñas en culparme en cuanto te ves sometido por el vértigo.

No estoy buscando la absolución ni el perdón por las cosas que hago, pero trata de ponerte en mi lugar antes de llegar a alguna conclusión. Vas a tropezar en mis propios pasos.

Esta noche, voy a demostrarte que no solo tú eres capaz de enfrentarte a nuestros enemigos. Si algo no saliera como tengo previsto, he dejado todo dispuesto para que puedas terminar nuestra obra. Solo tienes que pisar sobre las baldosas amarillas. Acude a las citas a las que yo acudí.

Te quiere y te admira,

Orestes

Se me encogió el estómago.

Miré la hora del mensaje: 21:25.

Consulté la hora en mi reloj: 22:18.

Y justo en ese momento, lo sentí.

Nunca podré olvidarlo. A las diez y dieciocho minutos de la noche del día 12 de mayo de 2011, el corazón se me partió en dos.

Y se me entumeció el alma. Para siempre.

Kafana Dačo

Barrio de Zvezdara

Los gritos y la confusión se adueñaron del restaurante. Los clientes que estaban fuera huyeron despavoridos agolpándose en la estrecha puerta de salida. Algunos de los que cenaban en el interior se atrevían a asomar la cabeza por las ventanas sin entender lo que estaba pasando. Los chillidos se fueron atenuando y, de nuevo, el silencio se adueñó de un cuadro en el que se pintaba un muerto y un herido de muerte.

Sancho se acercó con el revólver en la mano a pesar de saber que nadie sobrevive a un disparo en la cabeza con un calibre 44 Magnum. Orestes recibió el impacto en el parietal izquierdo, se podía apreciar un boquete de entrada del tamaño de una moneda justo encima de la oreja. La violencia del disparo hizo que se le doblara el cuello noventa grados antes de caer desplomado al suelo, con los ojos muy abiertos y la expresión descargada. Había sangre y restos encefálicos en la pared.

Sancho guardó el arma y se giró hacia el lado opuesto de la mesa. Carapocha estaba tumbado en el suelo boca arriba. Se aferraba a la vida agarrando la mano de Erika mientras esta le acariciaba la mejilla. El psicólogo había recibido un impacto en el estómago y otro en el pulmón derecho.

—No hables, por favor, no hables. Guarda fuerzas —le rogó Erika.

—Tranquila, dos balas de mierda no van a acabar conmigo —aseguró con la voz entrecortada—, y menos sin saber cómo te diste cuenta del juego que se traían esos dos.

—Eso no importa ahora.

—¡¡Sí que importa!! —gritó tiñéndose los dientes de un rojo resplandeciente.

—Los vídeos. ¿Te acuerdas de que había algo que no me encajaba? Se le veía mordiéndose las uñas esperando a que el recepcionista instalara lo que fuera que le dio.

—Ya sé que se mordía las uñas, por eso no me llamó la atención.

—Pero tú nunca viste a Augusto, él se cuidaba las uñas y los dientes de forma obsesiva, aunque se sacaba los nudillos compulsivamente.

Erika obvió comentar que acababa de verle hacerlo en la terraza del splavovi. No creer en el don de la ubicuidad desencadenó el razonamiento.

La vida se escapaba del cuerpo de Carapocha.

—Chica lista. Ahora déjame que te diga algo: me hubiera gustado ser mejor padre…

Las palabras se perdieron en una tos sangrienta. Erika se derrumbó y le apretó la mano con fuerza. Los ojos se le humedecieron, pero contuvo las lágrimas.

—Vale, papá. Tranquilo, está bien. Todo está bien. Ya recuperaremos el tiempo. Lo recuperaremos. Tranquilo —repitió.

Carapocha negó con la cabeza, levemente.

—Ahora tienes que vivir tu vida. Aléjate de toda esta basura y trata de ser feliz. Cuídate mucho. Hazlo por tu madre —titubeó.

Erika se apretó más fuerte contra su padre durante unos segundos antes de incorporarse de nuevo para mirarle fijamente.

—No puedo. No puedo olvidarme de todo como si nada hubiera ocurrido. Esta es la vida que he elegido.

—No, no, no. Deshazte de mi oscuro cuaderno de bitácora, quémalo junto a mis restos, que sea pasto de las llamas.

—No puedo hacer eso, es tu vida.

—Exacto, no la tuya. Tienes que librarte de él. Tienes que hacerlo, prométemelo —insistió.

Erika no contestó.

—Prométemelo —insistió tratando de elevar el tono.

—No puedo.

—Cabezota —susurró.

—Como mi padre…

—Lo siento mucho. Abrázame.

Erika se inclinó sobre él y su padre la estrujó invirtiendo en ello las escasas fuerzas que le quedaban. Luego, el psicólogo desvió la mirada hacia Sancho y, con los labios, le dedicó unas palabras que contenían una disculpa, una petición y una advertencia. El inspector aceptó las dos primeras y no tardaría en comprender la última.

El color negro de la pupila fue ganando terreno al gris acero hasta que apenas quedó sin cubrir la corona externa, como un perpetuo eclipse anular. Su último pensamiento fue para su mujer; su último suspiro le llevó hasta Gaztelugatxe, desde donde se dejó arrastrar por los vientos que soplaban mar adentro.