Residence Apartments
Barrio de Zemun
10 de mayo de 2011, a las 21:45
Erika congeló la imagen.
Frunció el ceño.
—¿Qué demonios? —expresó en voz alta.
Llevaba más de nueve horas revisando el material de las dos cámaras de seguridad de recepción que Marija les pasó al final de su jornada laboral. Le escocían los ojos de mirar a la pantalla de su portátil, pero su inconsciente parecía pedirle más alimento en forma de imágenes. El hotel disponía de otras ocho cámaras más, pero no tenían recursos para visionarlo todo y, en realidad, solo querían corroborar que Augusto se había registrado bajo el nombre del protagonista de El Golem. Eso había resultado sencillo. En el maestro de la aplicación del hotel bautizado como Check-in, se recogía la hora exacta en la que lo hizo, por lo que no tuvo más que avanzar hasta ese momento de grabación: las 10:12. La unidad de grabación 06 estaba situada detrás del mostrador, enfocando hacia fuera con un plano medio que recogía el rostro del cliente con bastante detalle. La 07 se ubicaba en la zona de los ascensores, y cubría toda la entrada. La resolución de las imágenes no era excelente, pero no tenía ninguna duda de que aquel tipo con esa ridícula peluca y gafas de pasta negra era Augusto; los hoyuelos que se le formaban al forzar esa sonrisa mientras esperaba eran tremendamente acusadores. Unos segundos antes, se le veía sentado en un sofá examinando cuanto le rodeaba antes de dar el primer paso. Le extrañó notarle tan nervioso, pero hasta cierto punto lo entendió como algo normal.
A las 12:11, la cámara 07 volvía a mostrarle cruzando la recepción de forma casi atropellada en dirección a los ascensores, pero la imagen que tenía congelada en aquel momento era otra. Captada por la 06 a las 22:37, se apreciaba perfectamente cómo Augusto, vestido de traje y con corbata, hablaba con el recepcionista y le entregaba algo. Luego, se le veía esperando sin perder de vista la entrada principal y la zona de los ascensores durante un minuto y veinticuatro segundos. Transcurrido ese tiempo, recogía aquello que le hubiera dado al recepcionista y salía del plano. Este estaba más alejado en la 07, imposibilitando la identificación del objeto. Sin embargo, había algo más que no le encajaba, pero no conseguía dar con ello.
Lio un cigarro y llamó la atención de su padre, que estaba en su habitación con la luz encendida.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?
—Mira.
Tras analizar la escena dos veces, Carapocha sonrió.
—Así ha entrado en el sistema. No es importante saber qué le entrega, lo que tenemos que averiguar es por qué necesita tener acceso al sistema.
—¿Por el mismo motivo que nosotros?
—¡Claro!
El psicólogo dejó escapar sus ruidosas y molestas carcajadas.
—Klass! ¡Esa es mi chica! Por supuesto que sí, quiere acceder de forma remota a las cámaras del hotel para tenernos vigilados sin tener que estar allí.
La mirada de Carapocha se posó lentamente en el techo.
—Lo que no me termina de encajar —continuó— es que realmente crea que no sabemos que se ha registrado. O quizá sí…, ya no sé ni qué pensar. ¡Puta mierda de psicología inversa!
Erika soltó el humo con gesto contrariado.
—¿Qué pasa, hija?
—No sé. Tengo una alerta de incendio en la cabeza parpadeando sin cesar, pero no consigo saber dónde está el maldito fuego.
—Lo sabrás cuando huelas el humo. Hasta entonces, no te desgastes con ello. Por cierto, deberías descansar, mañana tenemos una bonita jornada por delante.
—Aplícate el cuento.
—Yo soy un venerable anciano que no necesita dormir.
—Marija te lo agradecerá —respondió sin pretender ser hiriente.
—Me acabas de dar una idea. Buenas noches.
Carapocha le dio un beso en la mejilla y se fue a su habitación.
Erika concentró toda su atención en la pantalla y amplió la cara de Augusto.
«¿Qué es, maldita sea? ¿Qué es?».
Algunos minutos más tarde, haciendo caso omiso del consejo de su padre, salió a diluir su frustración en la agitada noche belgradense. No tardaría en arrepentirse.
En algún punto de la E-70
Croacia
Sus padres no le llamaron así, pero su hermano mayor, Ismail, le rebautizó con un juego de palabras no falto de ingenio: con el propósito de aislar el término vigan —«ogro» en albanés—, se le ocurrió añadir a su nombre la primera sílaba de su apellido. Así, de forma sutil por si acaso despertaba la bestia, pasó a llamarse Rudiger; Rudiger Vigan. Con el tiempo, sus «clientes» le conocerían solo por el apellido y por su leyenda negra.
Mientras su jefe, el señor Kapllani, dormía plácidamente, Rudi Gervigan se dejaba arrastrar por las dudas que habían ido ganando terreno en su conciencia desde aquel día en el que, contra todo pronóstico, un tipo pelirrojo le permitiera seguir viviendo. La fea herida del hombro no le dejaba olvidarse de aquello a pesar de los esfuerzos que hacía por borrar todo de su memoria. Tuvo que esperar seis horas hasta que el «doctor», ese viejo carnicero más acostumbrado a extraer órganos que a suturar heridas de bala, hiciera lo propio con la que le regaló su jefe.
Con mucho cuidado de no despegarse de la raya blanca continua, no le pareció mala idea sumergirse en su pasado; de esa forma, quizá podría dar con la respuesta que lo explicara todo.
Siendo el último de cinco hermanos varones en el seno de una humilde familia católica albanesa dedicada a las labores del campo, su llegada al mundo no fue muy celebrada. Todos sabían que aquella criatura recubierta de pelo no haría sino empeorar la ya maltrecha situación económica de los Gervigan. A principios de los setenta, en Elbasan, a orillas del Shkumbin, los niños tenían pocas opciones para el esparcimiento fuera de las obligaciones cotidianas, que solían incluir escuela y trabajo a partes desiguales. En el caso de Rudi, su fuerza física y la debilidad mental de su madre le condenaron a realizar las labores más duras, siendo estas incompatibles con la lectura y la escritura. Así, con diez años, ya era objeto de las burlas de sus hermanos —que sí podían asistir a la escuela por la mañana—, vecinos, conocidos y desconocidos. Con doce, era capaz de cargar más sacos de escombros que cualquiera de los de su cuadrilla y canjeó por paciencia todo el orgullo que se había tragado hasta entonces. Porque si algo sabía hacer Rudi era esperar. Con quince, ya le llamaban Rudiger en su propia casa y, a los dieciocho, no le pareció mala idea marcharse a Tirana para buscarse la vida. Solo quiso despedirse de su madre llevándose muchas lágrimas, escasos buenos recuerdos y una estampa de Teresa de Calcuta —de origen albanés—, a quien ella profesaba gran devoción. A los demás, los masacró de su memoria como haría físicamente con tantos otros en las calles unos años más tarde.
La aguja marcaba ciento treinta kilómetros por hora, estaba cansado y, a pesar de que había logrado liberarse del cabestrillo, solo podía agarrar el volante con una mano. Giró la cabeza para encontrarse con la persona a la que había acompañado durante casi toda su vida. Él conocía sus limitadas capacidades intelectuales, pero nadie podía decirle lo que era cierto, o no, en cuestión de sentimientos. Si de algo estaba seguro Rudi Gervigan en aquel momento era de que las certezas empezaban a no encajar en su interior. Fijó de nuevo la atención en la carretera.
Su vista ya no era tan aguda como cuando, tan solo unos meses después de llegar a Tirana, vio claro dejar su trabajo en aquel almacén de productos de limpieza de las afueras de la capital para aceptar la propuesta de un hombre de reducido tamaño y tamaña determinación. Un hombrecillo a quien muy pocos conocían en persona, pero al que todos temían. Además, lo único que tenía que hacer por él era llevarle de un sitio a otro en uno de esos coches que solo salían en las películas americanas y estar muy atento por si detectaba algo raro. Ganaba más dinero del que podía gastar, y todavía le daba para enviar algo a su madre.
Corría el año 1996, y en Kosovo decidieron seguir el rebufo de las corrientes independentistas que habían acabado imponiéndose en Eslovenia, Croacia y Bosnia; eso sí, siempre fieles a la tradición balcánica de resolver los conflictos a sangre y fuego. A Rudi Gervigan no le pareció mala idea trasladarse con el hombrecillo a Pristina y, en pocos meses, se ganó el derecho a ser su hombre de confianza dentro de la cada vez más numerosa guardia personal del que todos conocían ya como el «comandante». Poco le importaban los principios del UÇK[91] y, mucho menos, los métodos que utilizaban, pero se sintió respetado y temido por primera vez en su vida durante aquellos años; y aquello le gustaba. Las técnicas básicas de dim mak[92] que aprendió de un mercenario israelí y su propia naturaleza le convirtieron en un arma letal en sí mismo. Cuando terminó la guerra, regresó a casa para visitar a su madre, pero, transcurridos dos meses, no le pareció mala idea volver al lado de su comandante, al que un día, sin saber muy bien por qué, empezaron a llamarle señor Kapllani. Rudi no sabría decir con certeza si fue él mismo quien se cambió de nombre, porque nunca conoció el anterior.
Con la entrada del nuevo milenio, el señor Kapllani puso en marcha un complejo tinglado junto con un tipo que resultó ser su antiguo jefe y excamarada del UÇK, Haradin Murtezi. Este todavía mantenía muchos contactos de la época en la que ostentaba el control absoluto de todo lo que entraba por Durrës, el principal puerto marítimo del país. Tras deshacerse de toda la competencia local, lograron desarrollar su compleja organización de tráfico de armas, la cual comenzó a proporcionarles pingües beneficios en muy poco tiempo. Cuando Murtezi fue detenido, en 2002, y sentenciado por el Tribunal de La Haya a trece años de prisión por crímenes de guerra, Kapllani tuvo que enfrentarse solo a los chacales que querían hincar el diente a un negocio que era una máquina de hacer dinero. Y el ogro, con su don natural para la limpieza, fue una pieza clave para conseguirlo. Nadie le había enseñado cómo hacerlo, pero el nuevo trabajo de Rudi le resultaba tan sencillo como aquel en el que tenía que cargar sacos de escombros. Simplemente, le decían dónde estaba la basura, iba, la limpiaba y se deshacía de ella. Era diestro con el machete y manejaba con pericia todo tipo de armas de fuego, pero normalmente no utilizaba más herramientas que sus propias manos para completar con éxito los encargos. Algunos asfixiados —la mayoría, con el cuello partido—, pero todos sin excepción desmembrados y metidos en una maleta para, finalmente, reposar en el lecho de algún río cercano.
Así limpiaba el ogro y, gracias a él, el señor Kapllani había conseguido mantener su estructura hasta que, a mediados del año 2009, varias incautaciones importantes y muy seguidas en el tiempo hicieron tambalear los cimientos del palacio. De inmediato, empezó a buscar culpables en los pasillos de la corte, y la situación se tornó tan peliaguda que requirió la intervención a fondo de su peludo especialista en limpieza. Rudi se puso manos a la obra y no fue sino en el momento en que se deshizo del último mando intermedio de la organización cuando se dieron cuenta de que solamente quedaban ellos dos y que ya no había negocio que mantener. Nunca supieron con certeza cuál de todos ellos había sido el chivato, pero ya poco importaba. Las autoridades aduaneras empezaron a perseguir otros objetivos más importantes y, tras un período de estancamiento, Kapllani tiró de determinación para empezar la reconquista junto a su ogro particular. Y a Rudi no le pareció mala idea seguir a su lado.
Lo cierto era que la reconstrucción iba mucho más lenta de lo que Kapllani estaba dispuesto a soportar, y el cofre que tantos años le había costado llenar comenzaba a vaciarse. Sin embargo, algo inesperado había ocurrido pocas semanas antes: la trágica y misteriosa muerte de un importante competidor de la zona, Danilo Gaspari. Aquello le proporcionaría nuevos horizontes hacia los que cabalgar, y lo consideró un punto de inflexión. No tenía ni la más mínima idea de quién le habría hecho ese favor a su jefe, pero de lo que sí estaba seguro era de que no estaba dispuesto a consentir que un llanero solitario pelirrojo le restara un ápice de credibilidad. Tenía que darle caza cuanto antes y despellejarle vivo para que todos recordaran cómo se las gastaban Kapllani y su ogro.
Los kilómetros iban cayendo y Rudi seguía sin encontrar la respuesta; al menos, la que estaba buscando. El señor Kapllani era lo más cercano a la figura del padre que nunca había tenido, pero no encontraba una sola razón que explicara por qué se había ganado su afecto incondicional. Era una sensación extraña, tanto como el dolor de su hombro, pero aun así, no le pareció mala idea acompañarle para ajustar las cuentas a aquel español.
—¿Cuánto queda? —dijo entornando el ojo sano.
—Unas dos horas.
—No te he preguntado por el tiempo, maldito estúpido, quiero saber cuántos kilómetros restan para llegar a Belgrado.
—Ciento ochenta y cuatro —precisó.
—Pues eso es hora y media como mucho. Acelera, que pareces una vieja con cataratas.
Rudi se molestó, pero no quiso dar muestras de ello y apretó el acelerador a fondo.