Kafana Dačo
Barrio de Zvezdara (Belgrado)
9 de mayo de 2011, a las 21:03
Aquella taberna, que en otro tiempo fue una vivienda más del popular barrio de Zvezdara, llevaba liderando el ranking de restaurantes de Carapocha desde el mismo día, a principios de los años noventa, en que unos periodistas italianos que cubrían el conflicto le invitaron a cenar. Quizá no fuera por la comida, suculenta, tampoco por el lugar en sí, irrepetible, ni siquiera por el servicio, obsequioso. Seguramente, no había un porqué, ni falta que hacía, pero ese lugar tenía atrapado al psicólogo; de hecho, acudía con cuentagotas cuando estaba en Belgrado para, según él, no agotar su magia.
La parte exterior no era más que un chamizo camuflado entre la profusa vegetación y presentaba un aspecto un tanto desangelado. El lunes era el día más flojo de toda la semana y, precisamente por ello, había llamado a Ljubica para reservar su mesa. La última vez que estuvo fue un viernes noche y, para su desgracia, se lo encontró totalmente abarrotado. Desde que se empezó a decir que Kafana Dačo era el mejor restaurante de los Balcanes, los dueños —un matrimonio a punto de llegar a los sesenta— debieron tirar del árbol genealógico para cubrir las necesidades de personal. Aquel día, tuvo que esperar una hora y media para que liberaran su mesa, y eso hizo que se le atragantara la parrillada de carne. A partir de entonces, siempre llamaba para reservar.
La agitación de su padre no pasó desapercibida para Erika a pesar de los esfuerzos del psicólogo por intentar disimularla. Tras besar tres veces a Ivica y cruzar unas frases empapadas de irrelevancia, el patriarca del negocio acompañó a la pareja hasta el fondo del local, donde ya les estaba esperando Marija. La recepcionista mudó su expresión de congoja en cuanto les vio aparecer. Carapocha la abrazó con viveza y la mujer hizo lo propio con Erika.
—Tráenos algo de vino —solicitó Carapocha a Ivica—, de ese que dices elaborar tú mismo, ya sabes, ese que te traes en contenedores de Montenegro.
—Todavía tengo los pies morados de pisar la Vranac[87] —respondió con sorna balcánica.
—Pues eso, tráenos una frasca, pero de ese que pondrías en la boda de tu hija. No nos traigas el que enchufas a tus compatriotas para que lo mezclen con agua gaseada ni, mucho menos, con el que emborrachas a los turistas.
—Nunca le haría eso a un tipo con un pasado tan siniestro como el tuyo —replicó el hombre en serbio agarrando con firmeza a Carapocha por el hombro.
—Si conocieras mi presente, le dirías a Ljubica que me hiciera la vaskania[88].
—Eso ya lo hizo la última vez que viniste y montaste aquel escándalo por haber ocupado «tu» mesa…
Marija se santiguó y Carapocha se quedó pensativo mientras Erika seguía absorta en la decoración; demasiadas admiraciones e interrogantes para su desbocado estado maniático. Paredes de papel pintado enfrentando el verde césped con el rosa pálido; suelo de madera teñido de fucsia en oposición al blanco liberador del techo. Algunos estantes y vitrinas, muebles varios dispersados sin criterio por el recinto irradiando a discreción tonalidades tan indiscretas como el amarillo banana o el verde turquesa que destacaban en aquel frenesí cromático. Cada mesa lucía un color dispar, vestidas todas en anómala comunión de mantel bordado y en compañía de sillas de distintas razas. Objetos hacinados por doquier, miles, quizá millones, todos de dudoso origen y ninguna utilidad; fotografías de época, instrumentos de música tradicional, diversos enseres de cocina, muñecas de porcelana y otras porcelanas variadas, botellas y botellitas, recipientes y receptáculos de distinta condición.
Todo perfectamente desordenado.
Si su mente estuviera decorada, lo estaría exactamente igual.
—¿Sigues con nosotros, hija? —preguntó Carapocha.
—Diría que sí —contestó.
—Nos alegramos por ello. Živjeli! —brindó sin demasiada energía con sus acompañantes y bebió antes de retomar la palabra—. Vamos al lío. Marija, ¿has traído el listado?
Ella asintió y sacó del bolso un folio doblado por la mitad.
—Estupendo.
Hizo una rápida lectura de los veintiún nombres y miró a su hija.
—Tiene que ser uno de estos, pero no soy capaz de dar con él. Aquí no hay 3G ni nada que se le parezca, así que voy a pedirle a Ivica que nos deje usar el equipo que tiene en su despacho. Mientras yo cumplo mi palabra con la señora —dijo refiriéndose a Marija— y le cuento todo lo que necesita saber, tú compruebas en Google cada nombre. A ver qué sacamos.
—Claro, buscar nombres de hombres en Internet es mi pasión oculta —afirmó Erika con sarcasmo.
Alguna calle de Novi Beograd (Belgrado)
Sancho llevaba cinco horas y diez minutos con el pie pegado al acelerador del Wolkswagen Polo rojo con matrícula croata que había alquilado en la oficina de AVIS del Molo 4. El encargado de la franquicia le recomendó, e incluso imploró, esperar para que le entregaran otro vehículo con matrícula serbia, pero fue inútil: el inspector no entendía de banderas ni, mucho menos, de retrasos cuando se es esclavo de la urgencia. Las paradas obligadas en los pasos fronterizos le hicieron bajar el promedio de 160 km/h con el que castigó el motor 1.4 del utilitario. Desde que llegó a la capital serbia, no había dejado de caer una lluvia tenue pero viva, y el inspector buscaba una parada de taxis desde la que pudieran guiarle hasta la dirección que le había proporcionado Carapocha.
Durante el trayecto, había visionado distintas variantes de una misma escena: el ansiado reencuentro con aquel tipo que se la había jugado y que era el causante, a partes iguales con Augusto, del colérico estado que reinaba en su interior. Realmente, no sabía cómo iba a reaccionar, si con forzada frialdad o con espontáneo ímpetu. La expectación sobre lo que sucedería dentro de algo más de media hora se agitaba en un cóctel de malestar y entusiasmo difícil de digerir. A eso, se sumaban las dudas que le habían asaltado durante el viaje sobre si avisar o no a Gracia Galo. Finalmente, no lo hizo.
Parado en un semáforo, acertó a distinguir un taxi, dos coches detrás de él. Quitó la llave del contacto y se bajó del vehículo como si fuera a explotar de un momento a otro. De cuatro zancadas, alcanzó la ventanilla del conductor y golpeó el cristal con los nudillos con más fuerza de la que hubiera querido Sancho —pero, sobre todo, el taxista, que reaccionó asustado antes de bajarlo—. El inspector se las arregló con el idioma universal de las señas, muecas, gritos y gestos para explicarle que quería que le guiara hasta aquella dirección.
—Da, da. Kafana datso. Da, da —dijo por fin el taxista justo en el instante en el que empezaba la sinfonía de claxon en do mayor.
—¡Si uno tiene siempre el dedo en el gatillo, lo más probable es que se le dispare el arma! —profirió el pelirrojo subiéndose al coche—. ¡Hay que joderse con la agresividad de los yugoslavos…!
El inspector no comprendía que el escudo croata que lucía en su matrícula podría tener algo que ver con la intensidad de la reprimenda sonora.
Se obligó a calmarse y encontró el bálsamo que buscaba frotándose vivazmente la barba.
Kafana Dačo
Barrio de Zvezdara
Sorprendentemente, Marija no había interrumpido ni una sola vez a Carapocha en su prolongada explicación de los antecedentes que les habían arrastrado hasta aquel callejón sin salida. Cuando terminó, ya no quedaba líquido en la frasca de vino ni sólido en el argumentario del psicólogo.
—Nos has puesto a todos en peligro —sentenció reposadamente—. Ese tipo casi mata a Goran e incluso tu hija corre un riesgo que no merece. Eres un maldito loco inconsciente, Armando, un viejo egoísta y ambicioso al que solo le interesa salirse con la suya sin importarle el precio a pagar.
—Entiendo que pienses así de mí —adujo él— y, aunque no sea del todo como dices, no pienso tratar de convencerte de lo contrario. En este momento, lo que tenemos que hacer es pensar en la forma de… atraparle.
El ruso estaba pensando en otra palabra que omitió deliberadamente justo cuando Erika se reincorporaba a la mesa con aire inexpresivo.
—¿Ya os habéis soplado todo el vino? ¡Coño con los mayores! —exclamó—. Y, por lo que veo en vuestras caras, no os ha sentado muy bien.
—No, no muy bien —afirmó Marija.
—¿Tienes algo? —solicitó Carapocha.
—Athanasius Pernath, protagonista de El Golem, de un tal… —leyó el listado— Gustav Meyrink. Esta misma mañana se ha registrado un tipo con ese nombre y pasaporte de la República Checa. Está alojado en la habitación 319.
Carapocha desvió la mirada.
—Demasiado fácil.
—No tanto. No encontré ninguna coincidencia metiendo los nombres y apellidos de los veintiuno, así que empecé de nuevo introduciendo el apellido y character literature, y surgieron algunas coincidencias. Tras revisarlas todas, me he decantado claramente por Athanasius Pernath, un personaje oscuro de una novela siniestra. Además, la trama se desarrolla en el gueto judío de Praga a finales del siglo XIX, lo cual me pareció definitivo.
—¿Has dicho la 319? En esa habitación se alojaba Pavarotti cuando venía a Belgrado, pero eso no es más que una coincidencia, él no tiene forma de saberlo.
—Es él, estoy seguro, pero… Orestes no es tan estúpido como para arriesgarse así, sin más. Debe de tener algo en la cabeza y tenemos que averiguar qué es. Buen trabajo —le dijo a su hija, que volvía a centrar su atención en el entorno mientras soltaba el humo del cigarrillo.
—¿Me he ganado una cerveza?
—Marija —Carapocha se volvió agarrándola delicadamente del cuello—, no quiero que te resulte violento, pero necesito que desaparezcas hasta que hayamos resuelto este asunto. En unos minutos —añadió mirando su reloj—, aparecerá por la puerta el inspector del que te hablé antes y no sé cómo va a reaccionar. Quiero estar a solas con él.
Marija no pareció tomarse a mal aquello.
—Ya he hablado con mi sobrina, me acogerá durante unos días en su casa.
—Estupendo, pero no quiero saber ni la dirección. Nos comunicaremos por teléfono. No creo que Orestes sea capaz de relacionarte conmigo —mintió—, pero prefiero no arriesgar.
—Solo te pido que lo soluciones lo antes posible. Prométemelo.
—Te lo prometo.
Marija chequeó la veracidad de las palabras del ruso. Quería creerle y le creyó.
—¿Y se puede saber qué hago yo mientras tú departes con el inspector? —intervino Erika intencionadamente—. ¿Me pongo a cantar con esos tipos? —preguntó señalando a dos músicos que estaban afinando acordeón y guitarra.
—Erika, Sancho te conoce y el color de tu pelo es un potente reclamo. Voy a pedirte que te sientes en esa mesa de ahí y que, simplemente, le señales dónde tiene que ir cuando le veas entrar. No creo que sea así, pero si viene con intención de acabar conmigo, tenerte a su espalda le quitará las ganas de hacerlo; al menos, de forma impulsiva. Más tarde, según se desarrollen los acontecimientos, te llamaré para que te incorpores a la conversación. ¿Qué te parece?
—¿Hay otra alternativa?
Carapocha hizo caso omiso a su comentario.
—Siento mucho todo esto —le susurró a Marija antes de despedirse con un abrazo—. Te llamo mañana por la mañana. Trata de descansar.
Marija se dejó querer antes de dejar, sin querer, que sus ojos se humedecieran. Algo avergonzada, se secó las lágrimas con las palmas de las manos y se marchó visiblemente airada. Erika la acompañó fuera y la metió en un taxi. A su regreso, el psicólogo lucía un semblante deslucido.
—¿Qué sucede?
—No sé si terminaré arrepintiéndome… —dudó.
Le pasó un arma envuelta en una servilleta de cuadros por debajo de la mesa.
—Es una Walther PPK. Ya sabes, quitar seguro, apuntar y apretar gatillo. Solo si es estrictamente necesario —recalcó.
Erika la colocó en su regazo.
—Entiendo. Puede que la pruebe con el primer parroquiano que se me acerque con ganas de entablar conversación o de invitarme a un trago. Me voy a mi sitio.
Se sentó donde le había indicado su padre y llamó la atención del camarero. Hacía años que no cogía un arma. Con catorce, su abuelo le enseñó a disparar, y Carapocha, con diecisiete, a acertar en el blanco. Tenía que reconocer que le atraían las armas poderosamente y, aunque hacía tiempo que no tocaba una, confiaba en que actuaría de forma intuitiva y mecánica llegado el momento.
Su padre había adoptado una postura cómoda y lucía una estudiada expresión neutra, vacía. Se preguntó qué estaría pasándole en esos precisos instantes por la cabeza, pero decidió que era mejor no saberlo. Con los dos primeros tragos de la cerveza trató de abstraerse del ciclón cromático que alimentaba su estado eufórico. Se estaba liando otro cigarro justo cuando los músicos arrancaron con su repertorio de canciones serbias.
«Momento ideal para hacer prácticas de tiro», pensó Erika.
A unos tres metros frente a ella, una vitrina de color fucsia repleta de muñecas le hizo aguzar el enfoque. Había un total de doce repartidas en tres estantes, todas ataviadas con los típicos trajes regionales. Dos eran idénticas; casi idénticas.
Oficina de AVIS
Molo 4. Trieste
A Franco Pečenic le habían contratado por ser de origen esloveno; de eso no había ninguna duda. Su director de oficina, un licenciado en administración de empresas con muchas ganas de ascender para marcharse de Trieste, en el marco de la batalla comercial que mantenía con Hertz, había puesto en marcha una agresiva promoción dirigida a la numerosa comunidad balcánica de la ciudad. En coordinación con las oficinas de Liubliana, Zagreb y Belgrado, había conseguido reducir un cincuenta por ciento la penalización que gravaba coger un coche en un país y devolverlo en otro. Así, muchos eslovenos, croatas y serbios podrían alquilar uno de sus vehículos durante doce horas y dejarlo en la sucursal del país de destino. El cliente se comprometía a devolver el vehículo en el plazo máximo de una semana, pero el precio final era altamente competitivo. Resultaba mucho más barato, cómodo y rápido que el tren o el autobús para varios miembros de una familia o un grupo de amigos. La oferta había tardado en arrancar, pero hacía dos meses que había empezado a dar sus frutos y el aumento de visitas de clientes potenciales a la oficina le obligó a buscar a alguien. Necesitaba a una persona con facilidad de palabra, pero, sobre todo, que pudiera entenderse con los muchos eslavos que aún no hablaban bien el italiano a pesar de llevar años en Trieste. Eligió a Franco entre más de veinte candidatos por su don de gentes y su buena presencia.
En aquel instante, con tres dientes partidos, el ojo izquierdo hinchado, la nariz rota y goteando sangre sobre las teclas del portátil, Franco Pečenic no hacía otra cosa que arrepentirse del momento en el que había aceptado aquella oferta de empleo. Mientras, bregaba con la aplicación de la franquicia para localizar por GPS un Volkswagen Polo de color rojo matrícula DU 498-FG.
—Si tardas más de treinta segundos, le diré a Rudiger que vuelva a acariciarte la cara —le amenazó el hombrecillo bizco.
Todavía le resonaba en los tímpanos el tortazo de revés al más puro estilo Nadal que le había propinado hacía unos minutos aquel aterrador gigante de brazo en cabestrillo.
—Señor, no es culpa mía, se lo juro. Es la puta mierda de conexión que tenemos en estas oficinas. ¡Se lo juro! —vocalizó Franco haciendo efes de las eses y des de las erres.
—Que tu madre reclame la factura de la funeraria a la compañía de telecomunicaciones. Dime de una maldita vez lo que necesito saber, se me está terminando la paciencia.
—Espere, espere…, parece que ya va —expresó esperanzado—. ¡Ya está cargando!
El hombrecillo acercó la cara a la pantalla. En su lado izquierdo se podían apreciar los vestigios de haber sido golpeada recientemente.
—Eso es… ¿Belgrado?
—Eso me dijo el tipo que lo alquiló, señor.
—¿Estás seguro?
—El GPS no miente. El coche está en Belgrado.
—O ese español pelirrojo es un temerario inconsciente o tiene más pelotas que el mismísimo Ibrahim Rugova[89]. Pasearse por Belgrado con un coche de matrícula croata es como dormir desnudo en un colchón de víboras. Solo espero que aún conserve mi Anaconda —pensó en alto el señor Kapllani—, eso es lo único que me importa.
—Ese coche está en Belgrado —certificó el muchacho señalando con el dedo la pantalla del equipo informático.
El señor Kapllani hizo alarde de la riqueza del idioma albano-kosovar en el arte de la execración antes de dar un toque en la espalda a Rudi.
—Has tenido un desgraciado accidente —le dijo a Franco—. Mañana haré una llamada a esta oficina y preguntaré por ti para que me digas dónde está exactamente el vehículo. Si avisas a la policía, tus restos y los de tu familia servirán para dar de comer a esos asquerosos peces del puerto durante unas cuantas semanas. ¿Has entendido?
Franco Pečenic asintió tapándose la mano con la boca. En cuanto les vio desaparecer por la puerta, maldijo las palabras de su padre animándole a aceptar el trabajo y las de su novia aconsejándole que se hiciera un corte de pelo moderno para mejorar su aspecto. Visualizó con inquina la Piaggio Mp3 500 IT de color naranja que iba a comprarse en el mercado de segunda mano cuando juntara dos mil seiscientos euros. Deseó con fervor el rotundo fracaso de la carrera de su jefe, pero, principalmente, anheló con vehemencia la peor de las desgracias para aquel barbudo pelirrojo de voz grave que había decidido alquilar el único automóvil disponible para ir a Belgrado a pesar de llevar matrícula croata.
La rabia le ayudó a superar el dolor que acumulaba en la boca para liberar un encantamiento en forma de esputo sanguinolento que terminó estrellándose contra la pantalla de su ordenador. Siguiendo con los ojos el lento desplazamiento de su incisivo por el mapa virtual de Belgrado, rompió a llorar.
Exteriores de Kafana Dačo
Barrio de Zvezdara
Faltaban ocho minutos para las diez. El taxista, con el brazo fuera de la ventanilla, le indicó a Sancho que habían llegado a su destino. Casi no había luz en la calle y lo único que destacaba era el letrero en cirílico de lo que parecía una casa molinera que bien pudiera haber sido trasladada hasta allí, piedra por piedra, desde Castrillo de la Guareña. En aquel momento, no le importó lo más mínimo el «plus de peligrosidad» que le cobró el taxista por guiar a un coche con matrícula croata. «Invita Kapllani», pensó. Le entregó veinte euros y se subió de nuevo al coche para encontrar aparcamiento unos metros más adelante. Miró el reloj del salpicadero. Faltaban cinco minutos, tiempo suficiente para decidirse entre la Zastava o el Colt que había camuflado en el maletero. Por razones de volumen, eligió la pistola de juguete y se la guardó a la espalda, por dentro del pantalón. Comprobó que la cazadora cubría el bulto e inspiró lenta y profundamente notando cómo se hinchaban sus pulmones antes de soltar el aire por la boca muy despacio. Inconscientemente, se retrotrajo varios meses atrás, al día en que Matesanz le levantó de la cama para ir al Instituto Anatómico Forense de Valladolid y reconocer a la que sería la primera víctima de una lista demasiado larga. Repitió el ejercicio de relajación hasta que se notó más calmado.
La lluvia de los días precedentes había purificado el aire. Sancho creyó reconocer la esencia del tomillo y el aroma del laurel, aunque realmente se trataba de romero y estragón. Sin saber muy bien lo que le esperaba dentro de aquella casa molinera, se encaminó hacia la entrada.
El tipo del coche de enfrente, estacionado allí desde hacía más de una hora, se preguntaba quién podría ser tan estúpido como para aparcar un coche con esa matrícula en un barrio como el de Zvezdara. Se tuvo que agarrar al volante con sus enormes manos para comerse las ganas de sacar el martillo del maletero y abrirle el cráneo como si fuera un melón.
Totalmente ajeno al peligro, Sancho comprobó que no había nadie en el patio, pero enseguida distinguió otra puerta a su izquierda. Se podía oír la música y el barullo desde fuera. Apretó los dientes, frunció el ceño y la empujó con decisión. La música de la guitarra y el acordeón; las voces que cantaban chillando, las que chillaban cantando; el olor a carne especiada a la brasa y el repentino estallido cromático superaron con creces la tolerancia sensitiva de Sancho y le sobrevino un vahído. Tras unos segundos de adaptación al medio, buscó las características físicas de Carapocha y encontró las de Erika, que le miraba con expresión taimada desde una mesa situada al fondo del local. Extrañamente sereno y con las manos en los bolsillos, se dirigió hacia ella. La chica le dedicó una tenue sonrisa y le hizo un gesto con las cejas que acompañó del brazo para indicarle la dirección que debía seguir. El restaurante continuaba a su derecha, y allí estaba él, sentado a la mesa de la esquina más alejada, cariacontecido y con las manos bien visibles sobre el mantel. Encontró su piel más blanca de lo normal y su pelo cortado a cepillo algo más corto que la última vez que se vieron. La mirada del psicólogo le contagió la misma sensación intimidatoria de la primera vez.
El inspector se paró a unos dos metros y se pellizcó los muslos a través de la tela de los bolsillos.
—Bienvenido a Belgrado, Ramiro.
Sancho permaneció inmóvil auscultando las posibles señales de su sistema nervioso. No se disparó ninguna alerta, así que alargó el brazo para agarrar el respaldo de una silla de color verde esmeralda haciendo gala de una flema que no le correspondía. Se sentó sin despegar sus ojos de los del psicólogo.
—Aquí me tienes —dijo al fin.
—Diez en punto. Lo tuyo es enfermizo.
Sancho esbozó una sonrisa irónica.
—Hay que joderse, Armando, hay que joderse —reiteró—. Enfermizo dices…
—¿Cómo te sientes?
—¿Me has pedido que conduzca desde Trieste hasta Belgrado para psicoanalizarme?
—No, solo quiero saber si estás en plenitud de condiciones o si es tu sed de venganza lo que te ha guiado hasta aquí.
—Entonces, déjame que te conteste, maldito cabrón —solicitó solícito—. Ya habrás leído en mis ojeras que acumulo mucha falta de descanso, por lo que seguramente has deducido que no me encuentro muy bien. Pero voy a ser más explícito. Antes de que me llamaras para desvelarme el paradero de Augusto, me sentía como un incapaz, atenazado por la rabia, la incertidumbre y el puto abandono. Rabia provocada por mi incapacidad para convencer a mis superiores de que reabrieran el caso, incertidumbre causada por no saber dónde cojones estaba y hacia dónde cojones tirar, y abandono al encontrarme solo para enfrentarme a mi fracaso. Tenía la sospecha, o mejor dicho, la esperanza de que Augusto estuviera vivo, pero no tenía forma de comprobarlo a pesar de revisar todos y cada uno de los casos con resultado de muerte que se dieron en España durante aquel período. Cuando «tuviste a bien» —enfatizó con sarcasmo— confesarme que me habías engañado como a un idiota fingiendo la muerte de Augusto y que le habías localizado en Trieste, ya ni siquiera sabía lo que sentía. Más rabia, ira y resentimiento, pero envuelto todo en una especie de hálito de esperanza imposible de entender para una mente tan limitada como la mía. En cierto modo, creo que te estaba agradecido por haberme salvado el pellejo y hasta por no haberle matado. Así, yo tendría mi oportunidad. Pero se me volvió a escurrir entre los dedos en Trieste, y me di cuenta en ese momento de que los muertos también eran responsabilidad tuya. Al menos, en parte. Fue cuando pensé en cambiar de objetivo. Y ahora, me llamas proponiéndome que trabajemos juntos para terminar con él y me preguntas cómo me siento…
—No me has respondido. ¿Cómo te sientes?
—Con ganas de apretar el gatillo.
—Bien. Pues dejémonos de soplapolleces y pongámonos manos a la obra. Ahora dime, ¿qué quieres comer?
Recepción del Hotel Moskva (Belgrado)
Un hombre de unos treinta y cinco años vestido de traje y corbata, con gafas de pasta negra y ojos verdes esperaba a ser atendido por el recepcionista de pelo cano y sonrisa amable.
—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó en un inglés con marcado acento eslavo.
—Mire, me ha surgido un problema y querría saber si usted puede ayudarme. Preciso trabajar en un documento que tengo en este pendrive, pero el puerto USB de mi portátil no funciona. Necesito que trate de abrirlo y me lo envíe a mi dirección de correo electrónico.
El recepcionista dudó.
—Es de vital importancia para mi empresa —añadió con rotundidad el ejecutivo anticipándose a la más que posible excusa del recepcionista.
—Muy bien, señor. Vamos a intentarlo.
El ejecutivo se lo agradeció con una sonrisa que era igual de postiza que su indumentaria.
Kafana Dačo
Barrio de Zvezdara
Tras un breve pero irritante silencio, Sancho decidió probar el vino de la casa y el queso de oveja. El ruso le preguntó:
—¿Cómo está ese queso?
—Preferiría Flor de Esgueva curado, que es el que yo compro, y ya puestos, con un poco de vino de la Ribera, pero supongo que en la carta no tendrán Protos, Pesquera, Emilio Moro, ni Pago de Carraovejas…, ¿no? Dejémonos de chorradas y cuéntame para qué me has hecho venir. ¿Qué sabes?
—Sé que todos vamos a morir con absoluta certeza, pero que debemos hacer lo posible para que Orestes lo haga antes que nosotros —dijo a modo de introducción—. Antes de empezar, si no tienes inconveniente, te quería pedir que Erika se uniera a esta conversación. Ella es parte del plan y sabe tanto como tú; es decir, nada.
Sancho se giró antes de contestar para cruzarse con la mirada de la hija de Carapocha.
—No hay problema —aseguró.
El ruso le hizo un gesto casi imperceptible y Erika tomó asiento al lado de su padre.
—Hola, inspector —saludó ella.
—Erika.
—Esto es lo que sabemos: esta misma mañana, Orestes se ha registrado en el Hotel Moskva con el nombre Etham Pernath. Erika se encargará de comprobarlo con las grabaciones de recepción.
—¿En el mismo hotel que vosotros? —cuestionó Sancho masajeándose el mentón.
—Así es.
—Su puta madre…
—Muerta —completó Erika acertadamente.
—Sigo. Que esté registrado no significa que se aloje allí. No tenemos idea del motivo por el que lo ha hecho; seguramente, para ponernos sobre aviso. Quiere desafiarnos y esta es su forma de empezar la partida. Me juego tus pelirrojas pelotas a que ni siquiera ha entrado en la habitación o que, si lo ha hecho, es para prepararnos una bonita trampa. Y poca más información podemos darte, Ramiro.
—No es mucho.
—No. Tampoco importa, esa no es la pregunta que tenemos que hacernos.
Sancho y Erika se intercambiaron interrogantes.
—Tenemos que preguntarnos qué sabe él de nosotros para tratar de anticiparnos a su siguiente movimiento. Veamos, Orestes está al corriente de lo que Goran le contó.
—¿Quién es Goran?
—Eso no importa ahora —rehusó—, desviaría nuestra atención. Sabe que Erika y yo estamos alojados en el hotel preparando la operación contra Ratko Mladić.
Sancho frunció el ceño, pero decidió no interrumpir.
—Al escapársele vivo, habrá supuesto que Goran nos ha avisado y, por tanto, sería lógico pensar que hemos volado de allí. Pero, a buen seguro, él estará razonando de igual forma, llegando a la conclusión de que no hay lugar más seguro para nosotros en todo Belgrado que el Moskva. Nos espera allí, y querrá tenernos controlados de cerca.
—Mi proceso mental es más de andar por casa. A ver si me aclaro. ¿Dices que Augusto está alojado en el hotel? E insisto, ¿quién cojones es Goran?
—Tu cabezonería es tu principal defecto y tu única virtud. Goran Jerčić es un buen amigo mío que, además de ser uno de los mejores crackers del panorama internauta mundial, es miembro del grupo de hackers que lidera nuestro querido Orestes.
—No soy bueno recordando nombres, pero este es especial: ¿se trata del tipo que acuñó la famosa frase? ¿Ese al que salvaste durante la guerra?
—Hace poco me dijo que la frase no es suya, pero sí, ese es Goran. Me ha tenido al corriente de sus actividades en la red, y fue él quien localizó a Augusto en Trieste. ¿Ya estás satisfecho?
—No. Todavía estoy muy lejos de estarlo, pero importunarte me hace momentáneamente feliz. Y dime: ¿está Augusto alojado en el hotel o no?
—A la vista de los acontecimientos, sería lógico pensar que sí —contestó el ruso.
—Pero la lógica no tiene nada que ver con su forma de actuar, ¿no? —objetó Erika.
—Tochno[90]!
—Entonces, ¿no está en el hotel? —volvió a preguntar el inspector con hastío.
—No. Se alojará en otro sitio, pero intentará cazarnos a todos allí utilizando un cebo.
—No sé si soy capaz de seguir vuestros putos cerebros privilegiados.
—Ramiro, te noto perdido y desorientado, como un jubilado sin obras que visitar.
—Puede, resulta que no estoy yo a estas horas para mucha joda psicológica. ¿Crees que Augusto sabe que estoy aquí?
—Con total seguridad. Si te vio en Trieste, habrá supuesto que yo te avisé, y no hay razón que le impida pensar que ahora no haya hecho lo mismo. Simplemente, por una cuestión de lógica.
—No me jodas, Armando…, ¿no hemos dicho que no piensa con lógica?
—Sí, pero eso no quiere decir que sea estúpido. A esos se les reconoce enseguida; suelen llevar la cara a juego.
Sancho agarró el vaso de vino y se lo bebió de un trago.
—¡A la mierda con los Lopategui! —concluyó.
Habitación 525
Hotel Zira. Belgrado
Para un experto como Orestes, entrar en el programa de gestión del Hotel Moskva, una vez que el SpyDZU ya campaba a sus anchas por la red local, resultó francamente sencillo. Lo primero que hizo fue buscar las habitaciones de sus rivales. Tal y como esperaba, no encontró nada en el directorio de huéspedes, pero le llamó poderosamente la atención las dos habitaciones casi contiguas con el mismo apellido: Wurlf. La 221 a nombre de Eric y la 225 a nombre de Erika. Todo un alarde de talento, pensó. No obstante, no era aquello lo que estaba tratando de averiguar.
Cuando entró en los maestros y accedió a los cuadrantes de turnos de recepción comprobó que solo había dos posibilidades. En cuanto contrastó las edades, sonrió satisfecho.
La siguiente vuelta de tuerca sería más complicada, pero eso era lo que realmente le motivaba y tenía toda la noche por delante.
Kafana Dačo
Barrio de Zvezdara
Tres frascas de vino después, Carapocha logró hacerse entender y, a pesar de que aquello parecía sacado de un guion de los hermanos Marx, el inspector se comprometió a participar. Era tan grotesco que hasta podría dar resultado. Según lo expuesto por el psicólogo, la clave del éxito radicaba en ganar la batalla de las percepciones y, para eso, solo él podría conocer el plan en toda su extensión mientras que únicamente haría partícipes a Sancho y a Erika de la parte que le correspondía a cada uno. El inspector se preguntaba si le tocaría interpretar el papel de Harpo o de Chico en aquel aciago vodevil, ya que estaba claro que Carapocha se había autoasignado el de Groucho. No sabía si era fruto del vino del país, del largo viaje o de la tensión del reencuentro, pero sus neuronas empezaron a parpadear como lo hacen las bombillas justo antes de fundirse definitivamente. El psicólogo se percató de ello.
—Ramiro, creo que lo más prudente en estos momentos es que todos nos vayamos a descansar. Nosotros dormiremos en casa de un viejo amigo —le informó faltando a la verdad—. ¿Dónde irás tú?
—No lo había pensado. No es que haya tenido mucho tiempo para planificar el viaje por agencia, pero he visto un hotel que tenía buena pinta cuando venía para acá. Zira, creo que se llamaba —recordó justo antes de que se le quemara el filamento.
—Sí, sé dónde está. Es un hotel moderno y confortable, te vendrá bien el reposo —especuló Carapocha antes de levantarse de la mesa.
Ya en el exterior, Sancho declinó la oferta de Carapocha para guiarle hasta el hotel y Erika se despidió de él con una mirada incierta, dejando a los hombres a solas.
—Ramiro, supongo que una disculpa a estas alturas no arreglará nada entre nosotros, pero, igualmente, quería pedirte perdón por la manera en que sucedieron las cosas en Valladolid.
—Tienes razón. No arregla nada, pero se agradece. Solo quiero pedirte una cosa: no vuelvas a tratarme como si fuera un estúpido.
—No lo haré.
Mantuvieron sus posiciones hasta que Carapocha decidió tenderle la mano. Sancho se la estrechó sin modificar su consumida expresión.
—Gracias por haber venido —se despidió el psicólogo antes de tomar la misma dirección de Erika.
Sancho se quedó parado observando el deslucido caminar del ruso en busca de algún sentimiento hacia aquel hombre, pero su bombilla ya estaba fundida y no registró ninguna actividad hasta que distinguió los daños de su coche alquilado: ruedas rajadas, lunas rotas e incontables abolladuras. Los cimientos del cielo se tambalearon. Le vino a la cabeza aquella campaña de Peugeot en la que un indio destrozaba su coche deliberadamente para convertirlo en un 206. Parado en la calle, execró a voces contra todos los serbios, pero los pocos oídos que pudieron escucharle no le entendieron. Con cuidado de no cortarse con los cristales, abrió la guantera para coger la documentación del vehículo y buscó en el maletero el Colt Anaconda. Por suerte, allí seguía. Cargó con todo en su mochila antes de encaminarse hacia ningún sitio. La exasperación espoleó al inspector a pesar de la fatiga física y del agotamiento mental. Le llevó algo más de media hora llegar a una avenida en la que, tras ocho intentos, consiguió parar un taxi, dos menos de los que empleó para hacer entender a su conductor que quería que le llevara al Hotel Zira. En aquella moderna recepción, Sancho aguantó estoicamente la noticia de que estaban completos. En el momento en el que se subía en el siguiente taxi, un tipo a lo lejos creyó estar volviéndose loco cuando le pareció distinguir al inspector pelirrojo a la puerta de su hotel. Atribuyó aquella visión a los efectos del alcohol y las drogas, y decidió borrarlo de su mente.
Con otros diez euros menos y algunos minutos más tarde, se dejó caer vestido en la cama de un hostal de nombre desconocido hasta el que le llevó el último taxi.
Ni siquiera le dio tiempo a terminar el «Hay que joderse» con el que se acunó.
Residencia de Gracia Galo
Quartiere di San Vito
La inspectora jefe Galo acababa de tirarse en el sofá. Había llegado a casa con el tiempo justo para bañar a Alessandro y darle la cena. Como era de esperar, la primera tarea había requerido mucho más esfuerzo que la segunda, pero estaba en la cama por fin, y no pensaba en otra cosa que en comerse ese asqueroso yogur de macedonia mientras las imágenes de la televisión la obligaban a desconectarse de la realidad; si los ronquidos de su padre desde el sofá se lo permitían. Llevaba todo el día reunida con Padulano y aquella cuadrilla de «expertos» rompicoglioni llegados de Roma. Su capacidad de aguante no daba para más. Ni siquiera se había podido despojar del traje de chaqueta en el que se había embutido hacía ya más de quince horas.
Antes de meterse la primera cucharada en la boca, sonó el móvil.
—Marco, te juro que, como no sea algo de vital importancia, lo primero que haré mañana será sacarte los ojos con esta cucharilla que tengo en la mano.
—Me temo que sí, inspectora jefe.
El tono del sovrintendente Fucich no dejaba lugar a dudas.
—¿Otra víctima?
—No. Es posible que tengamos un sospechoso.
—¿Sí? Maldita sea, Marco, eso es justo lo que necesitaba: una buena noticia. ¿De quién se trata?
—Será mejor que vengas aquí y te lo explique detalladamente. Al estar ocupada toda la tarde, no he podido informarte…
—Cazzo, Marco! Al grano.
Fucich le dio la dirección.
—Pero ¿no es ahí donde…?
—Así es —interrumpió él.
—Porca puttana! Dame diez minutos.
Al dejar sobre la mesa el yogur de macedonia —con mucha más fuerza de la aconsejable—, el contenido se elevó como un géiser para terminar decorando el mantel. El sonido de la puerta al cerrarse fue lo siguiente que se escuchó en casa de la inspectora jefe Galo.