Café Wintergarten in Literaturhaus
Fasanenstrasse 23 (Berlín)
23 de septiembre de 2000, a las 17:05
Aquella cafetería se había ganado un puesto de relevancia dentro del escenario cultural de la capital alemana. Con bastante frecuencia, se organizaban charlas y conferencias en las que los propios autores acudían a diseccionar su obra ante los asistentes delante de una buena taza de café. El otoño se estrenaba aquel día, pero la temperatura todavía rozaba los veinte grados y el jardín ya estaba lleno a rebosar de berlineses en busca de los últimos rayos de sol antes de encarar la llegada de los meses fríos.
Carapocha conocía bien el sitio, aunque no era, ni mucho menos, uno de sus preferidos en la ciudad. Sin embargo, citó allí a Orestes, que hacía poco más de un mes que había llegado a Berlín para estudiar un posgrado de diseño gráfico en la Freie Universität. No se habían visto desde la última sesión en Nueva York, pero el psicólogo sabía que él buscaría la forma de estar cerca de la única persona ante la que había sido capaz de desnudarse. El psicólogo había dilatado el encuentro intencionadamente para forzar a que se estableciera solo y diera sus primeros pasos sin tener que ir cogido de su mano. Estaba francamente orgulloso de los progresos que podían apreciarse en Orestes desde aquella primera sesión en la ciudad de los rascacielos, hacía ya dos años.
Pensando en que no debía estrechar demasiado el vínculo afectivo con su «paciente», atravesó el interior del local para acceder a la zona ajardinada. Enseguida divisó a Orestes, que le hacía señas con la mano desde una mesa situada bajo una enorme sombrilla. Carapocha le devolvió el saludo con cierta indiferencia y volvió a meter las manos en los bolsillos para llegar al encuentro de forma pausada.
—Buenas tardes —saludó el psicólogo en alemán.
—Buenas tardes —devolvió el saludo Orestes en el mismo idioma.
—¡Coño, tienes una buenísima pronunciación para llevar aquí tan poco tiempo! Ya quisiera yo tener esa pronunciación en español.
—Gracias. Me he empeñado en aprenderlo bien. Quizá podamos mantener una de nuestras conversaciones en el idioma de Goethe algún día.
—Para eso, vas a tener que salir de casa mucho más de lo que es habitual en ti. Por cierto, ¿qué tal tu piso?
—Muy bien. Es un ático de dos habitaciones en Potsdamer Platz, pero no pienso encerrarme en él como hice en el de Brooklyn.
—Muy buena zona, aunque no debe de ser barato.
—No, barato no es, pero quería estar en el meollo de la ciudad y no sabes cómo disfruta el Emperador contándoles a sus amigos políticos que su hijo adoptado, tras licenciarse en Nueva York, estudia ahora un posgrado en Berlín y vive en un ático del centro.
—Claro, claro. Lo haces por tu padre —ironizó.
—Digamos que sí…
—Ya, pues tampoco es que te pille a tiro de piedra de la universidad.
—Tardo cuarenta minutos en metro, y aprovecho para leer o escuchar música; no hay problema.
El ruso llamó la atención del camarero.
—Eine München Dunkel.
—¿Cerveza? ¿Ahora?
—Por supuesto. En este país, las personas que nos vestimos por los pies no bebemos otra cosa a partir del mediodía. Le he pedido esa marca porque es de Baviera y sé que por aquí les jode bastante. Por cierto, te noto bastante cambiado, quizá sea ese nuevo corte moderno.
—La inactividad de los últimos meses en casa me ha hecho ganar algunos kilos. No podía respirar en Valladolid, me faltaba el aire.
—¿Y por qué crees que te sentías así?
—Supongo que por el mero hecho de estar en casa, el mismo entorno claustrofóbico, las mismas caras, los mismos sueños…
—¿Qué tal con tus padres?
—Con el Emperador, bien. Hemos mantenido algunas conversaciones interesantes. Con mi madre, como siempre. Algún gesto amable entre bonsái y bonsái.
—Conversaciones y gestos amables… —repitió.
—Es lo que hay.
—Odio esa frase española. Es la máxima expresión del conformismo. Normalmente, lo que hay no suele coincidir con la realidad, sino con lo que uno es capaz de sumar; de crecer. Siempre hay más de lo que uno percibe.
—En mi casa, yo me conformo con eso.
—Entonces, no busques culpables si te asfixias porque te falta el aire.
—Por eso mismo me he venido a respirar aquí, a Berlín.
—Touché. Y ya que estás, podías tomar un poco el sol, porque estás más pálido que Nosferatu sin maquillar.
Orestes le dedicó un guiño y encendió un cigarro antes de retomar la conversación.
—Como te decía, estoy más que dispuesto a relacionarme. Es más, en las dos semanas que llevamos de clases, me he esforzado por tratar de hablar con mis compañeros, que, dicho sea de paso, se creen todos tocados por la mano de Dios.
—Los creativos sois así…
—Cierto, pero solo unos pocos lo somos de verdad —aseguró sin inmutarse.
—No sabes las ganas que tengo de ver tu obra en el Hamburger Bahnhof[84] junto a las de Roy Lichtenstein, Andy Warhol o Robert Rauschenberg.
Orestes chasqueó la lengua y Carapocha quiso aligerar el momento.
—Si realmente quieres conectar con los alemanes, tienes que empaparte de algo más que de su literatura y su música. Esto es lo fundamental en su cultura —aseguró levantando la cerveza.
—Yo no estoy muy puesto en el maravilloso mundo de la cerveza —reconoció con cierta ironía—. Así pues, estaría encantado de que me ilustrara su ilustrísima.
—Toma nota, chavalín.
Orestes reprimió sus instintos.
—Lo primero que tienes que saber es que ya la bebían seiscientos años antes de que naciera al que crucificaron y que este país es el tercero del mundo en consumo de cerveza por habitante. Solo se encuentra detrás de los checos y, ¡cómo no!, de los irlandeses, que tragan cerveza cuando no están emigrando.
—¿Tienes algo contra los irlandeses? —preguntó Orestes.
—No más de lo que tengo contra los españoles o los rusos, todos estamos hechos de la misma mierda. Continúo. Te darás cuenta de que las mujeres beben tanta o más cerveza que los hombres, y no te resultará extraño ver a una anciana incapaz de vestirse por sí misma sosteniendo una pinta con firmeza. Hay más de cinco mil tipos de cerveza en Alemania, pero casi todos pueden agruparse en dos grandes familias según el tipo de levadura que utilizan para su fermentación: las de tipo Ale y las Lager. Las primeras fermentan a temperaturas más elevadas. Son las que, principalmente, toman los hijos de la Gran Bretaña y se sirven templadas. También son muy populares en la zona flamenca de Bélgica y en el sur de Holanda, aunque estos se beben todo lo que les pongan delante siempre y cuando tenga espuma. Por lo general, estas cervezas tipo Ale tienen una graduación alcohólica alta, más de cinco y medio, llegando algunas hasta los once grados y, aunque hay excepciones, suelen presentar un color tostado oscuro. Aquí, en Alemania, se conocen como las Altbier o Alt, y son muy típicas de la región de Niederrhein, en Renania, que precisamente limita con esas zonas de los Países Bajos. Así que, si algún día vas a Düsseldorf y no pides una Düssel, prepárate para encajar las miradas asesinas de los allí presentes.
—Ya, como en Sevilla si no pides una Cruzcampo…
—Estamos hablando de cerveza, no de orines espumosos a baja temperatura. Hasta en Rusia hacemos mejor la cerveza.
—¿Bebéis algo distinto al vodka en Rusia?
—La sangre de nuestros enemigos y el agua que nos moja los labios en la ducha. Hoy en día, en Rusia se bebe cualquier cosa que tenga contenido alcohólico, incluida la cerveza. Has de saber, chavalín, que Baltika es una de las marcas que más producción tienen de toda Europa, solo por detrás de algunas muy consolidadas como la insípida Heineken. Pero no quiero hacer ahora alarde de patriotismo; sigo con la lección. De tipo Ale son también las Weißbier y las Weizenbier, que son de trigo y se toman mucho en Baviera. A mí no terminan de gustarme. En realidad, me gustan más las de tipo Lager, como esta.
Carapocha hizo desaparecer dos tercios del contenido del vaso mientras Orestes parecía estar memorizando cada palabra que salía de su boca.
—Veamos…, sí. Las Lager fermentan a temperaturas más bajas y se sirven frías o muy frías. En función de las mezclas de malta y lúpulo, derivan las de tipo Pilsen, que son las que soplan los checos y se consumen en la mayoría de los países sin tradición cervecera, como España. La Märzen es la que te saldrá por los ojos cuando vayas al Oktoberfest, o la Bock, que la hacen en Einbeck, en la Baja Sajonia, con una graduación alcohólica tan alta que te salen pelos en el pecho a la tercera; con una Doppelbock, es posible que puedas comunicarte con tus antepasados.
A Orestes se le dibujó media sonrisa.
—Ya sé que estás disfrutando —comentó el ruso—. Otro tipo es la Export, originaria de Dortmund, que es la típica rubia dorada con cierto regusto dulce. Y la Helles, también rubia, se toma mucho en Múnich y se sirve con mucha espuma en vaso de tubo, como las cañas en esos minúsculos vasos de leche que te ponen en los bares de toda la vida de Madrid. Seguro que me dejo muchas en el tintero, pero estas que te he citado serían las piedras filosofales que convierten el agua en néctar.
—Seguro que todo eso me será de gran utilidad.
—Certificado. ¿Y qué mejor momento para empezar que este? —sugirió haciendo el signo de la victoria al camarero con los dedos—. Además, hoy te toca pagar a ti.
—¡Qué suerte, como la última vez!
—Es que hay personas que están tocadas por la mano de Dios —expresó guiñándole el ojo—. Ahora en serio, Orestes, me alegro de verte con ese estado de ánimo. Dime, ¿qué objetivos te has planteado en esta nueva etapa en Berlín?
—Complementar mis conocimientos de diseño y aprender alemán.
—Ya, ya…, ya…, soplapolleces. ¿Y realmente?
Orestes dejó escapar una risa nerviosa.
—Me conoces mejor de lo que pensaba.
—Mejor incluso que tú, chavalín. Contéstame.
—Sigues tratando de desestabilizarme, ¿eh? Esta vez no.
Al psicólogo le brilló el colmillo.
—En realidad, es un doble objetivo: aprender a relacionarme para pasar desapercibido y entrar en la comunidad de expertos en Internet.
Carapocha elevó las cejas y congeló el semblante antes de retomar la conversación.
—Si te parece, vamos por partes. Verás: aunque te cueste trabajo entenderlo, el mundo te ve como uno más por mucho que tú te sientas… digamos diferente.
—Soy diferente —apostilló.
—Vamos a dejar ese punto concreto para otro encuentro. Antes, tienes que explicarme bien el motivo por el que quieres pasar desapercibido. En Nueva York, me hablabas de todo lo contrario, de destacar, de dejar de ser una hoja más del árbol. ¿Has cambiado de parecer o hay algo que me he perdido?
—No sé, es posible.
Carapocha se mantuvo a la expectativa.
—Todavía no estoy preparado —continuó Orestes—. Necesito motivación para sacar lo que llevo dentro, pero antes debo aprender a ser una hoja más del árbol. Tengo que integrarme en la sociedad para que no me vean como a un bicho raro.
—Así es como te ves tú, insisto. Te recomiendo que leas La metamorfosis, de Kafka.
Orestes no pudo ocultar el impacto. El psicólogo esperó.
—Es curioso —contestó al fin.
—¿El qué?
—Hace muy poco que me han hablado de ese libro.
—¿Quién? ¿El Emperador?
—Así es —mintió—. Me resulta curioso que me haya leído cientos de libros y que me recomiendes uno al que todavía no me atrevo a enfrentarme.
—¿Por qué?
—Porque aún no tengo claro que vaya a ser capaz de salir de mi propio encierro.
—Si no aprendes a conocerte a ti mismo y a quererte, te aseguro que no vas a ser capaz de integrarte en la sociedad y, en consecuencia, no podrás comenzar tu obra. Afrontar los miedos personales es una de las dos formas que existen para superar un desorden emocional.
—¿Y la otra?
—Dejarse engullir. Es lo que hace la mayor parte de los humanos. Pero tú no eres como la mayoría, ¿no? —preguntó con notable sarcasmo.
—Desde luego que no.
—Pues demuéstrame que eres capaz de enfrentarte a tus miedos. Quién sabe, quizá superes incluso el miedo a la oscuridad. Lee ese libro.
Orestes calibró la respuesta.
—Lo haré.
—Muy bien. Y ahora, el segundo objetivo. Este tienes que explicármelo con más calma para que yo, que soy de otra generación, lo comprenda. A primera vista, choca frontalmente con el cumplimiento del primero.
—No necesariamente.
—Veamos. Hasta donde yo sé, convertirse en un experto requiere dedicación; es decir, horas. Muchas horas sentado delante de una máquina con teclas. ¿Es eso correcto?
—Sí, es correcto.
—Bien. Sin embargo, para poder integrarte en el tejido social, necesitas relacionarte con personas de carne y hueso, esas que normalmente están en la calle, bares, cines, teatros… No te bastará con acudir a la universidad, y no hablemos de echar un polvo por estas tierras. Para mojar en Berlín, no te bastará con tus hoyuelos y tu cara de niño malote.
—Mojar no es una prioridad.
—Eso solo lo dicen los que no se acuerdan de la última vez que la metieron en caliente. El sexo siempre es, ha sido y será una prioridad para los mamíferos.
—Bueno, pues ahora mismo a este mamífero no le parece que echar un polvo sea algo prioritario. Es solo una cuestión de optimización del tiempo. El día tiene veinticuatro horas. Yo soy capaz de lograr ambos objetivos.
—Es decir, que no vas a dormir.
—Lo justo y necesario.
—Te pasará factura a largo plazo.
—Tengo con qué pagarla.
—No sabes el precio.
—No me importa.
—Otra soplapollez.
—Quizá, pero es mi decisión.
—Y yo la respeto. ¿Qué tal está esa cerveza?
—Me gusta.
Carapocha se volvió hacia el camarero y repitió el gesto de la victoria.