Cuando no haya más que perder

Residencia de Danilo Gaspari en Barcola (Trieste)

14 de abril de 2011, a las 15:40

En algún momento, pensé que podría estar vivo. O eso parecía.

Intenté activarme, pero no pude. No me importó. Agucé el oído para no escuchar nada más que mis propios latidos. Lentos y agostados, aunque cadenciosos, tratando de despegarse de la galbana como quien afronta un día de lluvia: con desgana. Mi respiración transitaba por el cauce ordinario; ahora bien, apurada en la inspiración y vacilante en la espiración. El tiempo pasaba a regañadientes y, tratando de purificar mis pensamientos, me invadió una melodía que reconocí al instante: Nada, de Zoé.

En mi interior, sonó la reptiléctrica voz de León Larregui; inconfundible.

Transfusión, mi magia pura para el corazón,

rímel de miel pa’ corregir la tristeza.

Tattoo mental para marcarse la imaginación,

tragos de luz para alegrarse la vida.

Bunbury entraba en escena:

Televisión para borrarse de la transmisión.

Revólver sexual para la ruleta rusa.

De nuevo, la voz del mejicano:

Y no sé tú ni qué dirás,

pero no hay nada mucho que pensar.

Bunbury desveló la clave:

La oscuridad me acecha incrédula.

Y León Larregui me indicó el camino:

Nada que pueda perder,

nada que no pueda hacer,

algo que te alivie,

algo que me cure.

Bunbury insistió:

Nada que pueda perder,

nada que no pueda hacer,

algo que te alivie,

algo que me cure.

Luego, intercambié las voces y los textos y llegué a la misma conclusión: realmente, estaba vivo. Entonces, sí. Abrí los ojos y pude reconocer formas envueltas en una suerte de halo blanquecino. Tenía la cabeza apoyada sobre mi hombro derecho. Di la orden de levantarla, pero no obtuve respuesta. No me alarmé. Reconocí mis zapatillas negras con suela de goma. Traté de humedecer la garganta, pero mis glándulas salivales no estaban preparadas ni dispuestas. Abrí la mandíbula para despegar la lengua del paladar. Velcro.

Me centré en mi entorno y me ubiqué en el dormitorio de Danilo Gaspari. Reviví la escena y un impulso me recorrió la espalda provocando que enderezara el cuello. La punzada fue terrible y supuse que llevaría en aquella postura no poco tiempo. Esposado a la pata de la cama, intenté moverme. No sentía el lado derecho de mi tren superior y entendí que habría sido la parte agraciada en el reparto del peso durante mi período de inconsciencia. Me decidí, por tanto, a recuperar las extremidades inferiores; primero moví los pies, luego las piernas. Empecé a salivar, aunque la necesidad de ingerir algún líquido estaba muy por encima de la capacidad de producción de mis glándulas. Me regalé unos segundos y creo que sonreí. Me pregunté qué hora sería. Tenía que escapar de aquella casa y busqué una salida. Traté de girarme hacia la ventana que estaba a mi espalda; un relámpago estalló en el coxis y el trueno salió mudo por mi boca. Quise soltarme, pero no sabía con certeza qué era lo que me tenía atadas las manos. No eran ni esposas metálicas ni cuerda ni cinta adhesiva. Minimicé la incógnita y llegué por descarte a la única solución: levantar la cama del suelo y pasar las muñecas por debajo de la pata. Me concedí un poco de tiempo antes de focalizar mis escasos recursos en los músculos de las piernas, doblé las rodillas y apoyé mi espalda contra el somier. Agarré con los dedos la pata de la cama y apreté los dientes. Logré incorporarme a ritmo de gruñido. Las piernas me temblaban. Tocaba entonces aguantar el peso con la cadera para poder acercar las muñecas lo máximo posible al extremo de la pata. Decisión y esperanza. Debía simultanear la suelta de la cama con un único movimiento de escapismo de mis manos.

Cogí aire y lo expulsé en pequeñas ráfagas, animoso.

La cama hizo más ruido del que esperaba al caer justo encima de la primera falange del dedo anular de mi mano izquierda. Quise gritar de pura rabia, pero me contuve de forma espartana. Un afilado dolor refinado que ganaba en intensidad con cada latido se apoderó de mí. Intenté reprimir la necesidad de liberarlo por la boca para evitar alertar a los vecinos, pero fue algo efímero. Abrumado, chillé con toda mi alma y, aunque no aplacó el suplicio, surtió cierto efecto calmante. Aguardé unos minutos para analizar el motivo del fallo e investigué otro camino. Por suerte, la pata era lo suficientemente larga como para que pudiera extender los brazos y sentarme sobre el colchón. Sentí que se me desencajaban los hombros, pero pude pasar las piernas entre los brazos. Busqué la mejor posición desde la que ejercer más fuerza para contrarrestar el peso de la cama y el cuerpo de Don Daniele. Tenía que ser más rápido con los brazos, esa era la clave. Inspiré lentamente y me incorporé. Las rodillas me temblaban y me escocían las muñecas. Agarré la pata casi por su extremo y conté:

—¡Un, dos, tres!

Hotel Moskva (Belgrado)

La recepción no era digna de aquel magnífico edificio. Había sido construido antes de la proliferación de bloques propios de la arquitectura brutalista, una corriente que coloreó de gris hormigón el paisaje urbano de toda Europa del este. La fachada, en piedra blanca y con detalles en verde regio, lucía esplendorosa en la plaza Terazije, como una esmeralda solitaria abandonada en el tuétano de la capital serbia. Cuando bajaron del taxi, una lluvia muy fina les dio la bienvenida.

—El calabobos de Belgrado…, casi me había olvidado de él —susurró el psicólogo.

Erika se encaminó con calma hacia la puerta del hotel mientras su padre pagaba al taxista los nueve euros de tarifa desde el aeropuerto. Este se despidió de forma cortés con un casi imperceptible CpeħΗo[34]. En cuanto Carapocha cruzó la puerta, se paró para hacer un recorrido visual de aquel extemporáneo espacio. Al reconocer las pronunciadas facciones de Marija Grbić, la jefa de recepción, se estremeció. La mujer debía de tener más de cincuenta años, pero mantenía intacta su belleza de corte oriental. Cuando se cruzó con la fría mirada del psicólogo, se llevó la mano a la boca haciendo ininteligible el «Armando» con acento eslavo que trató de pronunciar. Carapocha se acercó a ella procurando corregir al máximo la deriva a la que su maltrecha cadera le empujaba. Se detuvo a un metro de la mujer.

—¿Creías que no volverías a ver a este hijo de la madre Rusia? —musitó en alemán.

—No hasta el momento de cruzar las puertas del infierno. ¡¡Maldita sea, ven a dar un abrazo a esta vieja amiga!! —exclamó ella en serbio saliendo de la recepción.

El abrazo se prolongó al tiempo que Erika observaba la escena.

—Veo que la vida te ha pateado bien el culo —observó Marija—. Ya era hora de que se cobrara venganza contigo.

—No te creas, estoy peor por dentro que por fuera —respondió él—. Sin embargo, se ha portado más que bien contigo, bruja. Estás realmente estupenda, aunque me gustabas más con el pelo largo. Pero, dime, ¿cómo están Vesna y Rado?

Ella dio un paso atrás, se le descompuso el semblante y cogió aire antes de retomar la conversación.

—Radovan se disparó en la cabeza el día de Pascua de 1999. Nunca aceptó tener que vivir pegado a esa maldita silla de ruedas —expresó con voz entrecortada—. Ya ves, finalmente la guerra se llevó a tu mujer y a mis dos hombres.

—¡Cuánto lo siento! Créeme. Lo siento muchísimo —repitió bloqueado.

—Gracias. Vesna se casó en 2002 con un buen chico de Vranje. Vive allí con sus dos hijas, Marija y Vesna. En el momento en el que engancho tres o cuatro días libres, me bajo en tren para allá. Es prácticamente lo único que me hace feliz.

Marija se encontró con los ojos de Erika, que seguía atenta la escena unos metros escorada a la izquierda.

—¡Santo cielo, y ahora es cuando me dices que esta preciosidad es tu Erika…!

Tacoe[35] —sonó en serbio la confirmación.

Marija no pudo contener los lacrimales antes de abalanzarse sobre la muchacha y abarcarla con todo su cuerpo.

—No me lo puedo creer. ¡Dios santo! Es una foto de su madre —aseguró Marija secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. ¿Cómo estás, querida? —preguntó en ruso.

—Mejor en alemán —intervino su padre.

—Algo sorprendida de que una mujer se ponga tan contenta al ver a mi padre —observó Erika.

—Querida…, este granuja habría podido arrastrarnos a más de una al fondo del mar con una sola palabra. ¡Maldito bolchevique! ¿Por qué no me avisaste de tu llegada?

—Quería darte una sorpresa. Goran me contó que seguías maltratando a los clientes desde tu trinchera.

—¡Ese mestizo! Vino por aquí hace dos semanas con su familia. Me dijo que estaba de visita, pero no soltó prenda. En cuanto vuelva a verle, voy a recordarle lo que una mujer serbia es capaz de hacer con unas pelotas musulmanas.

—Pues vas a tener suerte, vendrá a buscarnos en apenas dos horas —anunció mirando al reloj de recepción—. Por cierto, ¿tienes libre mi dúplex?

—Será el de Trotski, camarada. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —quiso saber consultando el libro de reservas.

—No lo sé. Un par de semanas, quizá más.

—¿Un par de semanas? Veamos. Mañana entra una pareja, pero ya me las arreglo para darles otra. ¿Ella se alojará en la misma habitación?

—No, búscale una individual que dé al exterior y esté cerca. No quiero que sufra con mis conciertos nocturnos.

—No hay problema, tenemos media ocupación en esta época del año. Todavía no me puedo creer que estés aquí. Por cierto, ¿qué nacionalidad estás utilizando? —le requirió en voz queda.

—La suiza.

—Entendido. Muy bien, señor Wurlf, ya tiene usted hecha la reserva —confirmó elevando el tono—. Prométeme que cenarás conmigo; si no es hoy, mañana. ¡Prométemelo, ruso cabrón!

—Te lo prometo. Tenemos muchas cosas que contarnos.

Marija asintió e inspiró profundamente por la nariz antes de seguir hablando.

—Encantada de conocerte por fin, Erika. Si necesitas cualquier cosa, cualquier cosa —insistió—, aquí me tienes.

—Y cuando dice cualquier cosa, es cualquier cosa —añadió su padre con sorna.

Mientras subían a las habitaciones, Carapocha propuso a Erika verse en media hora en el opulento café del hotel, por el que habían pasado los personajes más ilustres de las letras y las armas de los Balcanes. Ella asintió y se quedó en la puerta viendo cómo se alejaba su padre arrastrando con ese ligero balanceo un peso del que necesitaba desprenderse.

Residencia de Danilo Gaspari

Barcola (Trieste)

De rodillas en la habitación, traté de recuperar energías para sobreponerme al dolor de mi falange fracturada —o, como poco, fisurada— y al entumecimiento muscular. Examiné el dedo a través de los guantes que aún llevaba puestos; se apreciaba cierto abultamiento como consecuencia de la sangre retenida bajo la uña. Relativicé el daño, la prioridad era librarme de esas esposas correderas de plástico. Me giré para echar un último vistazo al cuerpo de Danilo Gaspari: parecía una caricatura funesta de sí mismo. Indagué en mi interior buscando alguna reacción humana, pero lo único que encontré fue cierta decepción por no haber podido mantener una conversación con él sobre mi ejemplar de Crimen y castigo. Salí de allí lo más rápidamente que pude escaleras abajo.

Tenía que beber, y lo hice directamente del grifo como un animal sediento lo hace de una charca. Inspeccioné la cocina y me noté alterado, descompuesto. Komovi podría regresar en cualquier momento y yo no tendría ninguna oportunidad estando maniatado. Los cuchillos no me servían. Tratando de calmarme para pensar con claridad, las vi colgadas junto al microondas: unas tijeras de pescado. Coloqué la brida entre sus filos. Me aproximé a una silla y me senté encima de las tijeras gestionando mi peso hasta que escuché el chasquido. Guardé los trozos de las esposas en mi pantalón. Lo siguiente que hice fue buscar mis pertenencias y me aferré a una efímera esperanza que se desvaneció bajo el peso de la lógica: Komovi se lo habría llevado todo. Solo encontré el maldito humidificador. No había lugar para la frustración, así que exprimí los últimos vestigios de mi deslucida cordura. Palpé la llave del coche en un bolsillo lateral de mi pantalón, en la guantera visualicé mi teléfono y mi documentación colombiana. Me dirigí a la puerta, pero unos belicosos gruñidos me detuvieron.

Arnold y Silvester habían despertado.

Con el sabor de la bilis en los labios y el cuchillo en la mano, dejé que mi instinto se hiciera cargo del asunto. Perdí el control. Herí mortalmente al primero de los dóberman en el cuello y me ensañé con el costado del segundo. Apenas pudieron emitir sendos chillidos antes de quedar tendidos sobre el césped. Todavía trataban de respirar, pero no quise recrearme en la escena, recogí el inhibidor y emprendí torpemente la huida hasta el coche. Una vez en su interior, apoyé la frente contra el volante buscando recuperar el aliento, pero el olor de la sangre fresca de los perros me provocó un vahído y el habitáculo se redujo. Me faltaba el aire. Había luz; sin embargo, se me hizo de noche. Logré salir a duras penas y, tras dar unos pasos, encontré cobijo junto al tronco de un árbol. Allí me dejé caer. La tierra estaba húmeda y me quise agarrar a ella clavando mis dedos todo lo profundamente que pude. El dolor de mi anular fracturado no me lo impidió. Bajé la cabeza para acercar mi nariz a una cuarta del suelo e inhalé profundamente como queriendo alimentarme del sustrato, lo que provocó que algunas partículas de arena se introdujeran en mis fosas nasales. Estornudé varias veces y grité con furia mil injurias. Permanecí en esa postura hasta que alcé la cabeza para coger aire y lo retuve en mis pulmones antes de soltarlo; tan despacio como fui capaz. No quería otra cosa que respirar.

Y respiré.

Volví al coche y me busqué en el retrovisor.

En mi cabeza, resonaba el coro de Dies irae. Lo había escuchado cientos de veces, pero aquel día comprendí su verdadero significado: día de ira, aquel día en que los siglos se reduzcan a cenizas. Como testigos, el rey David y Sibila. ¡Cuánto terror habrá en el futuro cuando venga el juez a exigirnos cuentas rigurosamente!

Aquel día de ira que no había hecho más que empezar fue el primero de los muchos que habrían de sucederse después.

Aún no me había secado las lágrimas cuando entendí que no había lugar para las emociones. Tenía que compensar mi estado anímico con otro tipo de música: una canción para cada momento y un momento para cada canción. Hacía no mucho que me había topado con un grupo de rock italiano de principios de los ochenta que me recordaba a la primera época de Héroes del Silencio: Litfiba. Tenía temas memorables como Prima guardia, Animale di zona, Eroe nel vento, Sparami, Tammunia o Gioconda, pero yo necesitaba otro.

La forzada risa diabólica del vocalista, Piero Pelù, con la que arranca El Diablo me hizo efecto de inmediato. Hice sonar mis nudillos.

Puse en marcha el coche.

Y canté de nuevo.

Giro di notte con le anime perse.

Sì, della famiglia io sono il ribelle.

Tu vendimi l’anima e ti mando alle stelle.

E il paradiso è un’astuta bugia.

Tutta la vista è una grossa bugia.

Sì!

La vita dura è una gran fregatura, sì, sì.

Ma a volte uno strappo è una necessità.

A chi va bene, a me va male,

e sono un animale e sia!

Tutta la storia è una grossa bugia.

Tutte le vite per primo la mia.

En el estribillo, elevé la voz tanto como pude. Toda aquella debacle me había enseñado una lección muy valiosa: debía aprovechar cada minuto para ser el rey de mi libertad.

Ah, mamma mia el Diablo!

Ah, ariba, ariba el Diablo!

Ah, mamma mia el Diablo!

666!

Di rienda suelta al entusiasmo renacido del polvo de mis cenizas. Otro polvo, el de coca, me ayudó a subir de nuevo al pedestal de mi propio cielo.

Hotel Moskva (Belgrado)

La habitación estaba demasiado recargada para su gusto, pero destilaba una atmósfera aparentemente confortable. Tiró la mochila sobre la cama y se sentó para descalzarse. Se fijó en el cartel de «No fumar» y se dio cuenta de que no había fumado desde que cogieron el avión en San Petersburgo. Decidió que era un buen momento para reencontrarse con la nicotina. Lio un Amsterdamer y le dio una calada que le supo a primera vez.

Se quitó la ropa tan despacio como pudo, preguntándose cómo era posible que, en tan poco tiempo, hubiera pasado de estar centrada única y exclusivamente en su doctorado de Psicología a recorrer el mundo junto a su padre, compartiendo su obsesión por entender y combatir la mente criminal. Quizá todo lo explicara su herencia genética, o su trastorno bipolar.

Erika Lopategui Eisenberg se había criado, principalmente, con sus abuelos. Durante ese tiempo, trató de sobreponerse a la ausencia materna y al obligado distanciamiento de su padre, a quien su abuelo señalaba con el dedo acusándole de haber llevado la desgracia a aquella tradicional familia de la Baja Sajonia. Sin embargo, su adolescencia transcurrió sin demasiados sobresaltos y su enfermedad no dio señales de vida hasta los dieciséis años de edad. Al principio, los brotes eran cortos y no muy intensos, alternándose fases depresivas con episodios de euforia y creatividad desmedida. En uno de ellos, con dieciocho recién cumplidos, estuvo segura de haber dado forma a un nuevo sistema métrico. Cuando se lo expuso a su profesor de Matemáticas, el señor Schliemann, este casi se muere de risa. Erika también quiso morir, pero de verdad, y de verdad que lo intentó a base de pastillas, pero la oportuna intervención de su abuela impidió la tragedia. El suceso se achacó directamente a las consecuencias normales de una grave inestabilidad emocional motivada por la tragedia vivida durante el comienzo de su adolescencia: la desaparición de su madre. En realidad, cualquier comportamiento anómalo de Erika se achacaba a aquello. Su padre no se enteró del intento de suicidio hasta varios años después. El tratamiento con ansiolíticos no funcionaba. Durante sus primeros años de universidad en Berlín, las depresiones empezaron a sucederse con mayor frecuencia y tardaban más en desaparecer. En la residencia de estudiantes, la conocían como Der wahnsinnige[36], y muy pocos se atrevían a compartir su tiempo con ella. Aquella soledad no hizo sino alimentar aún más el trastorno, pero a la larga la haría más fuerte. En mayo de 2001, durante uno de aquellos episodios provocado por la repentina muerte del abuelo, su padre pudo diagnosticar la bipolaridad ya sobre el terreno. A partir de ese momento, y con la ayuda del litio, consiguió controlar los brotes y llevar una vida aparentemente normal. Eso hizo que se estrecharan los lazos afectivos con un padre que nunca había tenido, un extraño que no tardó en convertirse en el único capaz de ayudarla a entender y a sacar partido de su complejo laberinto intelectual. Terminó los tres últimos años de carrera en dos, al tiempo que se dedicaba a acompañar a su padre en sus siniestros viajes. Con el tiempo, conocer y diseccionar otras mentes se convirtió en una necesidad para Erika. Afrontar el doctorado sobre el comportamiento de la mente criminal bajo la invisible y nunca declarada dirección de una eminencia como el doctor Lopategui le sirvió para obtener el summa cum laude y para asumir ese notable grado de dependencia hacia la figura paterna.

En marzo se habían cumplido dos años desde que se trasladó con él a Plentzia. Allí alternaba fases de estudio con investigación de campo hasta que, tras muchos intentos, consiguió convencerle para que la dejara intervenir directamente en un caso que había vivido desde sus orígenes: el de un tipo de Valladolid con tendencias psicopáticas que se hacía llamar Orestes y que su padre estaba convencido de que sería capaz de reconducir. Aquello no salió como se esperaba, pero por fin tuvo su bautismo de fuego y no estaba dispuesta a dar un solo paso atrás en esa nueva etapa de su vida; ni para coger carrerilla. En ese momento, tocaba saldar deudas de un pasado cuyas claves le habían sido ocultadas; primero por sus abuelos y luego por su padre, ese hombre a quien admiraba más que quería. «Cosas de la bipolaridad», pensó Erika.

Desnuda frente al espejo, observó su frágil silueta casi exenta de curvas a excepción de las que se definían en los pechos y en las caderas. Giró sobre sí misma para observar el tatuaje que nacía en la nuca y recorría todo el lado derecho de la espalda hasta invadir el territorio del glúteo. Era una adaptación del cuadro Las tres edades de la mujer, de Gustav Klimt, que ella misma había dibujado durante un brote prolongado de euforia. Cuando esto sucedía, no lograba dormir más de tres horas y su actividad cerebral era un torbellino desatado. La escena dibujada sobre su piel representaba la figura de una madre desnuda abrazando a su hijo. El tatuaje respetaba la viveza de los colores y el estilo abstracto del original, pero estaba incompleto: faltaba perfilar los rostros. Erika se pasó la mano por el hombro como queriendo acariciar aquel pelo anaranjado salpicado de flores. Se miró de frente buscando alguna señal en el reflejo de esos fríos ojos azules casi grises, encontró un suspiro por respuesta y se metió en la ducha.

Después de ponerse ropa cómoda, bajó a la cafetería por las escaleras. La decoración era coherente con la cuidada ambientación romántica que se respiraba en todo el hotel. Convivían con soltura diversos elementos de estilo barroco moderno con toques rococó, envuelto todo en una nebulosa neoclásica en la que predominaban las tonalidades pastel y los dorados. Enormes cortinones vestían los ventanales; lámparas de araña que se descolgaban desde unos techos infinitos; grandes alfombras que proporcionaban calidez a los suelos; llamativos tapices y predominancia de muebles estilo Luis XV. A Erika todo aquello le pareció caóticamente ordenado o desordenadamente coherente. «Cosas de la bipolaridad», volvió a pensar.

Cuando entró en la cafetería, divisó el inconfundible color blanco de la cabellera de su padre y apretó el paso. Estaba apoyado en una columna hablando con un camarero al que parecía conocer.

—Hola, preciosa. ¿Qué tal esa ducha?

—Reparadora.

—Me alegro. ¿Prefieres que salgamos fuera? Ya ha dejado de llover y, así, puedes seguir matándote poco a poco con esos cigarros manufacturados.

—Me parece buena idea. ¿Sirven comida?

—Claro. Deberíamos comer algo. Dimitar, ¿nos llevas la carta? ¿Nos llevas la carta? —repitió al camarero, que tenía toda su atención puesta en Erika.

—Por supuesto, señor Wurlf —reaccionó—, le preparo una mesa para dos fuera.

Se sentaron en una terraza en la que el verde a juego con los detalles de la fachada era el color predominante, casi único.

—Voy un segundo al servicio antes de retomar mi discurso —anunció el psicólogo.

Erika asintió con un cigarro en proceso de elaboración.

Cuando pasó al lado de las mesas del comedor, el psicólogo agarró un cuchillo de mantequilla y fue al encuentro de Dimitar. Al llegar a su altura, le agarró del brazo con mucha más fuerza de la que se le podría presuponer a un hombre de su apariencia.

—Chavalín —dijo en español para continuar en serbio—, esa belleza a la que desnudabas con la mirada es mi hija Erika. Si vuelves a hacerlo, te sacaré tus malditas entrañas con este cuchillo y las esparciré por toda la moqueta. Sabes que lo haré.

Dimitar lo sabía muy bien.

Carapocha volvió a la terraza sin pasar por el servicio.

—¡La de horas que habré pasado yo aquí sentado! —rememoró—. Bueno, Erika, tenemos casi una hora hasta que venga el bueno de Goran. ¿Dónde nos quedamos?

—Precisamente, en el día en el que puse lo pies, o los patucos, en este mundo cruel.

—Gracias, cielo. Trece de junio de 1982, día en el que se inauguró el Mundial de Fútbol de España. Yo estaba en Málaga destinado como traductor de la selección de la Unión Soviética con el objeto de abrir nuevos contactos en la delegación de la República Federal de Alemania, que tenía su sede en Gijón, ni más ni menos. En la última fase de la Guerra Fría, los mandos del KGB estaban obsesionados por la carrera tecnológica con Estados Unidos. Nosotros carecíamos de capacidad económica suficiente para invertir en desarrollo, por lo que no tuvimos otra alternativa que robar los avances que nuestros rivales iban consiguiendo, y te puedo asegurar que tuvimos mucho éxito en esta tarea. Teníamos agentes dobles en todos los servicios secretos; sobre todo, en el MI6[37] y en la BND[38]. Hago un inciso: algunos meses antes, traté de convencer a tu madre para que viniera conmigo y, de ese modo, conseguir que tú nacieras en España. Ya ves, me hacía ilusión en aquel momento, pero lo cierto es que era demasiado arriesgado y se opuso frontalmente; con buen criterio —añadió—. El caso es que, mientras tomabas tus primeros biberones, yo me pasé todo el maldito mundial subido a un avión cruzando el país de norte a sur. El día que eliminaron a Rusia, cogí un vuelo desde Barcelona a Berlín saltándome la orden que me obligaba explícitamente a esperar al día siguiente para viajar con toda la expedición a Moscú. Aquello me costó un expediente y una fuerte sanción, pero necesitaba conocerte. Tu madre ya estaba en casa de sus padres y yo confiaba en que la propia naturaleza del reencuentro hiciera que se limaran las asperezas con ellos, pero Albert me recibió de una forma tan hostil que decidí levantar otro muro entre mi nueva familia y la de tu madre. Pasamos juntos los primeros años en nuestra nueva casa, a dos pasos de Unter den Linden.

—Sí, recuerdo esa casa.

—Claro, allí vivimos nuestra mejor etapa en términos familiares. El trabajo de tu madre en Normannenstrasse le permitía pasar toda la tarde contigo y yo estaba cómodamente apoltronado en mi puesto de asesor de la Stasi, lo cual me facilitaba seguir estudiando todos los casos de asesinatos en serie que caían en mis manos. Pero tengo que admitir que no estoy hecho para la vida casera. Empecé a viajar fuera de Berlín cada vez con mayor asiduidad para intervenir directamente en varias investigaciones como experto en la materia. Es más que posible que todo aquello me afectara personalmente y, por supuesto, también en la relación que mantenía con tu madre. Y contigo —añadió.

—Es más que posible —repitió Erika soltando el humo del cigarro.

—Tráenos algo de kajmac[39] y de ese šljivovica[40] bueno que hacéis aquí. Luego, con un par de prasetina y janjetina[41] vamos servidos —pidió Carapocha a Dimitar, que no se atrevió a levantar la mirada del suelo.

—No sé qué es eso que has pedido, pero puedo imaginármelo. Yo quiero una ensalada.

—¡Qué manía con comer lo mismo que con lo que se alimentan los animales, que son la comida de verdad! Tú sabrás.

—Gracias.

—Sigo. Todo aquello cambió con la llegada de la uskoréniye[42] y la caída del Muro.

—¿Uskoréniye?

—Sí, así es como se conocía originariamente el plan reformista de Mijaíl Gorbachov después rebautizado como Perestroika por Occidente: «reconstrucción»; un término que lleva necesariamente implícita la destrucción. Si alguien me llega a asegurar que ese hombre de la mancha en la cabeza iba a cambiar el rumbo del mundo, me hubiera defecado de la risa. Le conocí personalmente durante una visita que hizo en 1966 a una granja avícola de la Alemania Oriental, ya que tuve que organizar el protocolo de seguridad de aquel secretario del PCUS[43] de una provincia de chichinabo.

—¿Chichinabo?

—No tiene traducción literal al alemán, es una palabra española que me encanta y que define a la perfección el significado de lo insignificante.

Erika rio.

—Me la apunto.

—El hecho es que aquel hombre tardó solo dos años en deshacer la Unión Soviética, pero antes, en enero de 1990, me llamaron a Moscú para participar en la disolución del KGB, dado que siempre había permanecido al margen de los círculos de poder de Lubyanka. Tú y tu madre os quedasteis en Berlín, pero Erika ya no tenía trabajo y se le vino el mundo encima. Yo viajaba siempre que podía para veros, pero no supe, o no quise, quedarme fuera de todo aquello. Finalmente, en diciembre de 1991, dimos a luz a la SVR[44] y a la FAPSI[45], que se fusionaron dos años más tarde en el nuevo Servicio Federal de Inteligencia, el FSK. Conseguí seguir vinculado como agente liberado dentro de la oficina KR, encargada de la contrainteligencia. Aquello me habilitaba para establecer nuestra residencia en cualquier lugar del mundo en el que se hablara alguna de las lenguas que tenía certificadas; en aquel momento, alemán, ruso y español. Yo propuse España y Erika aceptó, aunque creo que me hubiera seguido a cualquier parte del mundo. Tú tenías nueve años cuando nos trasladamos a Plentzia, ¿recuerdas?

—Recuerdo las obras de reconstrucción de la casa, al señor Martínez, nuestro profesor de castellano, y los paseos con mamá por el puerto.

—¡¡Patxi Martínez de Zulueta!! ¡Qué personaje! ¡La paciencia que tuvo con las dos! Siempre decía que prefería una mala resaca de chacolí a discutir con cualquiera de vosotras. Hizo un gran trabajo. ¡Y la maldita reconstrucción de aquella casa…! La finca estaba desastrosa cuando llegamos, pero tu madre se empeñó en limpiarle la cara hasta dejarla como está ahora. Invirtió años en Siberia.

—¿Por qué la llamasteis así?

—El nombre se lo puso tu madre exprimiendo el jugo a su humor ácido. Era una forma de recordarme que se sentía como desterrada. Allí tuvimos nuestras primeras discusiones, ¿recuerdas?

—Me acuerdo más de lo mal que lo pasaba mamá durante tus ausencias —le reprochó Erika mientras aliñaba su ensalada.

—No deberías echarte sal, tienes más que suficiente con la del litio. ¿No crees? —observó.

—Sí, papito —contestó forzando una ráfaga de pestañeos.

—Mis ausencias —repitió Carapocha alargando un suspiro—. En marzo de 1991, estalló la guerra entre Serbia y Croacia, y como se decía en el «Centro»: en cuanto suena la música militar, los diplomáticos bailan. Ya te mencioné antes que Serbia siempre ha estado muy unida a Moscú por los lazos del idioma, la cultura y la maldita religión, así que la primera puerta que tocó Slobodan Milošević fue la nuestra. Pero en el Kremlin estaban inmersos en pleno proceso de reconstrucción —remarcó con cierta ironía—, así que la única ayuda que les ofrecieron fue la de nuestro Servicio de Inteligencia. Prueba este licor de cerezas helado que hacen estos hermanos eslavos del sur.

Erika bebió de un golpe. Luego rellenó los vasos luchando por no exteriorizar los efectos de la bebida serbia.

—¡Esa es mi chica!

—Conozco bien el desarrollo de la guerra porque me lo has contado con pelos y señales, pero no sé cómo ni por qué empezó todo.

—¿De verdad quieres que te lo cuente?

Erika le contestó con una mueca mordaz.

—Está bien. En realidad, no sabría contestarte; ni yo, ni nadie. Es verdad que ya existían tensiones entre serbios y croatas desde hacía cientos de años que se vieron alimentadas durante la ocupación alemana y el posterior gobierno de Tito en aquella Yugoslavia de comunismo artificial. Eso lo mencioné antes. Resumiendo los antecedentes del conflicto, habría que apuntar a la política proserbia ejercida desde el gobierno central frente al ascenso de los nacionalismos de las diferentes repúblicas federales. Los serbios se habían extendido de forma pacífica más allá de sus fronteras, principalmente en las provincias autónomas de Kosovo[46] y Vojvodina[47], pero también, y de forma muy destacada, en la región croata de Krajina[48] y, por supuesto, en Bosnia. En esa zona que luego bautizarían como la República de Srpska[49].

—Bonito panorama.

—Un auténtico caos. Muchas pequeñas comunidades croatas se encontraban repartidas por Bosnia y por Serbia, bosnios en Serbia y Montenegro, eslovenos en Croacia y Serbia… En definitiva, una amalgama de etnias, culturas y religiones mezcladas y muy agitadas. Lo más curioso es que los primeros que tomaron la determinación de proclamar su independencia fueron los eslovenos, en junio de 1991. La guerra duró solo diez días a pesar de la fuerte resistencia que se encontraron las unidades movilizadas del ejército popular yugoslavo. A Milošević le preocupaba mucho más la inminente confrontación a gran escala con Croacia, donde ya se estaban produciendo las primeras escaramuzas. Por eso, trató de no abrir otro frente que desgastara sus fuerzas militares y cedió a las pretensiones de Eslovenia, donde, además, apenas había comunidades de serbios. Sin embargo, al finalizar este conflicto sucedió que muchos eslovenos, croatas, albaneses, macedonios y bosnios abandonaron el ejército, que ya estaba controlado mayoritariamente por los serbios. Milošević se frotó las manos al hacerse con el control absoluto del armamento pesado del ejército y, en agosto, dio el banderazo de salida a las operaciones bélicas contra los croatas.

Erika escuchaba atentamente las palabras de su padre, que bebió un trago largo de cerveza para humedecerse la garganta antes de proseguir.

—La superioridad del ejército yugoslavo en manos de los serbios y sus unidades paramilitares, así como la precariedad de las fuerzas croatas, les permitió avanzar muchos kilómetros por territorio enemigo en los primeros meses de la guerra, obligando a desplazarse hacia el centro del país o hacia la frontera con Bosnia a cientos de miles de croatas.

—¿Tú ya estabas allí?

—Yo llegué a mediados de noviembre para comprobar con mis propios ojos el final de los tres meses de asedio a Vukovar. En esa primera etapa, fui como observador militar de la nueva Rusia acompañado por nuestro enlace en Serbia, Sasha Munia. Nuestra misión era informar a nuestro gobierno de lo que estaba ocurriendo; siempre desde la óptica serbia, por supuesto. No tardamos en darnos cuenta de que lo que estaba sucediendo se salía de los parámetros de un conflicto militar convencional. En cuanto entramos en Vukovar después de una fuerte resistencia civil, nos percatamos de que allí solo quedaban muertos y heridos. Las mujeres —casi todas ya viudas—, ancianos y niños decidieron refugiarse en el hospital. Los paramilitares al mando de Mile Mrkšić, que por cierto nació en Croacia, trasladaron a todos a una granja de cerdos fuera de la ciudad, donde muchos fueron torturados, asesinados y enterrados en fosas comunes; casi doscientos. Precisamente allí, me di cuenta de que no hay peor asesino en serie que aquel que se siente legitimado por una bandera.

—¿Y no pudiste hacer nada para impedirlo?

Carapocha no ocultó una expresión de sorpresa que, dadas sus facciones, se desbordaba como por causas naturales.

—Erika…, nosotros no éramos más que dos pececillos nadando en un río infestado de pirañas que se estaban dando un festín; si te acercas, te devoran a ti también. No obstante, no tuvimos noticias de la masacre hasta dos días después. Me enteré por un paramilitar que, entre vodka y vodka, alardeaba de aquello. Cuando informé al Kremlin, ellos ya sabían que en los Balcanes se estaba produciendo una limpieza étnica en toda regla, pero, como te decía antes, decidieron hacer lo mismo que la OTAN: mirar hacia otro lado.

—Como siempre… ¡Qué asco!

—Así es. Sigo. Franjo Tuđman, presidente de la nueva República Independiente de Croacia, aprovechó lo sucedido en Vukovar para llamar a la resistencia a toda la población ante el exterminio serbio. Y esa fue la clave. Cada ciudad, pueblo, barrio y casa se defendió con uñas y dientes dificultando muchísimo el avance de los invasores serbios. Esto dio tiempo a los croatas a organizarse militarmente y rearmarse para su contraofensiva. En enero de 1992, llegó el alto el fuego promovido por la ONU, que fue aceptado por los serbios para iniciar los preparativos de la movilización en Bosnia. Allí ya se estaba cocinando la guerra con la autoproclamación de la república de los serbios de Bosnia, liderada por Radovan Karadžić. Esa que luego tomaría el nombre de República de Srpska fijando su gobierno en Banja Luka. Los croatas, que mayoritariamente se concentraban en Herzegovina, hicieron lo propio con el apoyo de Zagreb, proclamando la República Croata de Herzeg-Bosnia, con capital en Mostar. Yo volví a casa durante ese alto el fuego.

El semblante del psicólogo se endureció de repente. Erika encendió otro cigarro sin desviar la atención de los fríos ojos metálicos de su padre, que, por un momento, le parecieron algo más humanos.

—Había estado solo seis meses fuera, pero tu madre parecía haber envejecido seis años. Pudimos comunicarnos muy poco durante ese tiempo, y ella estaba desesperada por las noticias que llegaban del conflicto, a las que dieron total cobertura todas las televisiones del planeta.

—Recuerdo a mamá pegada a la televisión —confirmó Erika—, apenas me dejaba ver mis dibujos animados y yo no entendía por qué.

—Tu madre no soportaba la soledad, y la incertidumbre la comía por dentro. Ella sabía que yo tendría que volver tarde o temprano, así que, semana tras semana, me fue preparando para su gran propuesta. Recuerdo perfectamente la calle en la que se paró en seco y me lo soltó de improviso: «O me voy contigo o me voy para siempre». No podía dar crédito, no me lo esperaba. Evidentemente, el plan implicaba dejarte con los abuelos en Berlín; te confieso que esa era la parte que menos me gustaba del plan. Entonces, puse todo en esa maldita balanza que siempre utilizo para sopesar mis equívocas decisiones. Yo sospechaba que la guerra se recrudecería con el paso de los meses y le hablé de todo lo que había visto y vivido en Croacia para tratar de disuadirla, pero Erika ya había tomado su decisión.

—Y se fue contigo.

—Sí, pero no resultó tan sencillo como hacer la maleta y coger un avión. Tuve que viajar a Moscú para exponer un plan que nos incluyera a los dos. El hecho de haber participado en la creación del SVR me facilitó las cosas y pude conseguir los fondos y permisos necesarios para introducirnos en uno de esos grupos paramilitares serbios que eran la vanguardia del proyecto de limpieza étnica en los Balcanes. Ya no seríamos meros observadores a ojos de los serbios, nos convertiríamos en agregados militares rusos formando a nuestros «hermanos de sangre» en la creación de su nuevo Bezbednosno Informativna Agencija[50] —pronunció en serbio—. Sin embargo, la misión consistía en reportar al Kremlin lo que no trascendía en los medios. Así, el gobierno de la nueva Rusia podría utilizarlo para demostrar a Occidente su intención de cambio y, por supuesto, para ganar puntos de afinidad con el mundo que en aquel momento lideraba George Bush. La CIA estaba ciega por completo, y toda la información que recibían estaba retocada o reciclada. Sabíamos que era extremadamente peligroso jugar con los paramilitares serbios, que ya habían asesinado a periodistas, políticos e, incluso, a observadores de la ONU en misión de paz.

—¡¡Hijo de la gran puta!! —gritó un hombre en alemán con los brazos levantados situado tras Erika.

Carapocha se levantó con una gran sonrisa y ambos se fundieron en golpes que pretendían ser abrazos.

—¿Qué mierda de barba de anacoreta musulmán es esa? —preguntó Carapocha al recién llegado invitándole a tomar asiento.

—Ya sabes, amigo, ahora ya casi no tenemos que ocultarnos…

—Bueno, Erika, te presento a mi buen amigo Goran Jerčić, del que ya te he hablado. Ella es mi hija.

Goran extendió la mano y se la apretó con delicada firmeza. Luego, hizo un extraño y brusco movimiento con la cabeza antes de hablar.

—Eres su vivo retrato —afirmó—. La misma mirada…, la misma. Un placer.

—Encantada —dijo Erika a la expectativa.

—¿Y bien? —preguntó Goran al tiempo que reclamaba la atención del camarero.

—Antes de que hicieses alarde de tu don natural de la inoportunidad, le estaba desvelando a Erika aquello que le he ocultado durante casi treinta años. Así pues, querido amigo, si adviertes cierta animadversión hacia tu persona no nos lo tengas en cuenta. Por cierto, no te lo había dicho —advirtió a su hija—, pero antes de que empieces a preguntarte por el extraño comportamiento de nuestro amigo, te diré que padece el síndrome de Tourette, por si no tuviera suficiente con lo suyo.

—Trastorno neurológico que se manifiesta con determinados movimientos involuntarios que comúnmente denominamos tics. Usualmente, se producen en el rostro; más concretamente, en cejas, párpados y boca —completó Erika.

—Perfecto, pero en el caso de nuestro Goran —añadió agarrándole por el hombro—, se localiza en el cuello con ese dramático meneo de la cabeza tipo remate de un delantero centro.

—Por eso me refugié tras una pantalla y un teclado. Lo tengo superado…, superado, superado —intervino Goran haciendo una demostración práctica—, y ahora solo me sucede algunas veces; normalmente, cuando tomo la palabra, normalmente.

—La historia nos ha regalado ilustres personajes con este síndrome, como Mozart, Molière, Pedro el Grande o el mismísimo Napoleón, pero nadie tan brillante como este musulmán de ascendencia croata.

—Podría ser peor, imagínate mi tic y tu cara…, y tu cara.

—Yo pagaría la entrada del circo sin pensármelo —apuntilló Carapocha.

Ambos dejaron patente su compenetración en el escenario sincronizando dos carcajadas a cual más estridente.

—En fin —dijo Goran—. Si queréis que os deje solos para que terminéis vuestra conversación, yo me voy de tiendas por Knez Mihailova[51]…, me voy de tiendas. Verás lo contenta que se pone Svetlana y lo bien que sabrá agradecérmelo. Lo contenta que se pone, que se pone.

—¡Otra cosa que no te había mencionado! —exclamó el psicólogo volviéndose hacia su hija—, una consecuencia del síndrome de Tourette es la palilalia.

—Ya me había dado cuenta, la repetición compulsiva de algunas palabras o frases —interrumpió ella—, así como el uso frecuente de un lenguaje muy soez.

—Exacto. En su caso, gracias a su madre, que le lavó la boca con jabón, pudo limpiar su vocabulario, pero tampoco se prodiga demasiado en conversaciones absurdas, ¿verdad?

—Como esta —afirmó basculando la cabeza.

—Al margen, Goran conoce toda la historia porque la vivió en primera persona. Si no tienes inconveniente —le propuso a su hija—, sería incluso positivo que estuviera presente por si olvido algún detalle importante.

—Por mí no hay problema —convino ella.

—Está bien. Yo bebo y escucho, que son dos de mis especialidades…, beber y escuchar, beber y escuchar —repitió Goran.

—Las únicas de las que puedes presumir junto con tus habilidades informáticas. Aquí donde le ves —explicó el psicólogo a Erika—, este tipo con pinta de domador de dromedarios fue uno de los primeros y más peligrosos hackers de los Balcanes. Ahora no tiene más preocupaciones que acertar con el número de bolsas de plástico cuando hace la compra en el supermercado.

—Si conocieras a mi mujer lo entenderías…, si conocieras a mi mujer —le explicó Goran a Erika.

Erika escrutó a aquel hombre. Aparentaba tener unos cincuenta años y era de talla menuda, con algunos kilos de más acumulados en su cintura. Tras sus diminutas gafas y sobre unas abultadas bolsas, reposaban dos ojos tan oscuros como exultantes de vida.

—Brindemos por el reencuentro.

Skål!! —gritó Goran en islandés.

—¡Cómo quiero a este engendro croata! —exclamó Carapocha agarrándole por la barba—. ¡Por sus venas corre sangre eslava y nórdica!

Goran Jerčić rio antes de dar un trago a la cerveza. Carapocha tomó aire para continuar hablando y Erika se lio un cigarro.

—Veamos…, sí. Con todo dispuesto, te dejamos con los abuelos en mayo de 1992 y volamos a Moscú para coger otro vuelo que nos llevara a Belgrado. Nos alojamos en este mismo hotel esperando a recibir la orden de incorporarnos al Vojska Republike Srpske, el VRS. El panorama era el siguiente, corrígeme si me equivoco —pidió volviéndose hacia Goran—: los croatas de Bosnia se habían organizado en el Hrvatsko Vijeće Obrane[52], HVO, y las Hrvatske Obranbene Snage[53], HOS; los bosnios, por su parte, crearon el Armija Republike Bosne i Hercegovine[54], ARBiH, que, curiosamente, no solo estaba integrado por bosnios musulmanes, también había serbios ortodoxos y croatas católicos que lucharon por sus familias en Sarajevo. A todo esto, se sumaban las fuerzas paramilitares; a saber: por la parte serbia, estaban los cruelmente famosos y temidos Tigres de Arkan, la Guardia Serbia de Voluntarios y… ¿cómo se hacía llamar el grupo que comandaban Mirco Jović y Vojislav Sešelj?

—Beli Orlovi[55] —apuntó Goran—, pero realmente les lideraba el malnacido de Milan Lukić.

—Cierto, digamos que Jović puso el huevo del águila, Sešelj hizo el nido y le daba de comer, pero el que salía de caza era Lukić.

—Podría decirse así. Fue responsable directo de las masacres de Sjeverin, de Štrpci y de Višegrad. —Hizo una pausa—. Para ahorrar munición, ataban a los hombres con mujeres, ancianos y niños de modo que, cuando recibieran el tiro, los arrastraran al fondo del río Drina…, al fondo, al fondo. Tres mil víctimas entre las cuales hubo más de seiscientas mujeres y ciento diecinueve niños. Tres mil. Nada les paraba. En Barimo, en 1992, asesinaron a un anciano que había nacido en 1900 y a un niño de doce años recién cumplidos, recién cumplidos.

Erika no articulaba palabra, se limitaba a escuchar a aquellos dos hombres hablando con rabia de sucesos más propios del medievo que, sin embargo, habían sido perpetrados apenas dos décadas atrás.

—Así fue, pero aunque los paramilitares actuaban por su cuenta, todos comían de la misma mano y rendían cuentas a la misma persona: Ratko Mladić —apuntó Carapocha.

—Te referirás a los perros serbios, porque luego estaban las ratas croatas del HVO, que también hicieron de las suyas, como la matanza de Stupni, la de Ahmići o la de Doljani, que me vengan ahora a la cabeza…, que me vengan ahora, ahora.

—El amigo Goran tiene memoria selectiva. Se le olvidan otros nombres, como Grabovica o Sijekovac, donde también civiles o militares desarmados fueron asesinados por los Zelene Beretke[56], que eran muy musulmanes, o por los bosnios de la Liga Patriótica. Tampoco parece recordar la limpieza étnica de la Krajina a manos de los croatas. ¿Cuántos serbios murieron a manos de los croatas?

—Muchos —reconoció el aludido sincronizándose con su tic—. Eso también es cierto, pero si sacamos el ábaco, los serbios se llevaron la palma en Prijedor y Srebrenica. ¿No crees? Prijedor y Srebrenica.

Carapocha no respondió.

—Me queda muy claro el macabro panorama en el que os teníais que desenvolver. Ahora, por favor, cuéntame qué le sucedió a mamá —solicitó Erika con gesto severo.

—Está bien, tienes razón.

Carapocha se apretó los lacrimales y mojó los labios. Goran bajó la cabeza.

—Al principio, conseguí mantener a tu madre lejos de la primera línea del conflicto. Ella se escapaba a Berlín en cuanto podía para estar contigo, mientras yo iba y venía del campo de batalla a Belgrado. Pasé meses formando a los futuros integrantes de la BIA en contraespionaje, y lo hacía sobre el terreno con la idea de seguir en contacto con la realidad, pero el hecho es que, cuando se producían estas masacres, nunca conseguía estar en el sitio y momento adecuados. Es cierto que viví muchos episodios de violencia cometidos por todos los bandos, e incluso puedo decir que logré evitar alguno —dijo mirando a Goran, que asintió lentamente—, pero ambos coincidimos en que debíamos tratar de estar más cerca del centro de operaciones para poder conseguir el éxito que buscábamos.

—Demasiado cerca —precisó Goran—. Demasiado.

—Sí. A finales de febrero de 1993, en una de las pocas ocasiones en que nos separamos, tu madre fue testigo fortuito del secuestro de un tren de pasajeros por parte de los paramilitares de Milos Lukić cerca de Zlatibor. Separaron a los dieciocho pasajeros musulmanes del resto y los llevaron a una aldea cercana, donde fueron torturados y asesinados antes de terminar en el fondo del Drina, como otros muchos lo habían hecho antes y otros muchos lo harían después. Aquel día, tu madre empezó a obsesionarse tratando de impedir que se produjeran las masacres, pero fue en vano, como puedes imaginar. Tardaba semanas en recuperarse cada vez que se enteraba de alguna y empezó a investigar por su cuenta. Siempre se repetía el nombre Ratko Mladić y, en algún momento, tomó una decisión sin consultarme previamente.

—¿Qué decisión? —preguntó Erika con ansiedad.

—Intervenir. Hacer algo… estúpido —calificó amargamente—. A finales de ese año, el marcador de la guerra en Croacia era muy favorable para el equipo de casa. La OTAN, a través de la UNPROFOR[57], por fin se decidió a intervenir en el conflicto; casi tres años más tarde —precisó con acritud—. El 23 de febrero de 1994, croatas y bosnios firmaron la paz y se aliaron contra los serbios con el beneplácito de Naciones Unidas. Con el pretexto de informar a Moscú directamente, tu madre se subió a un avión y volvió dos semanas más tarde. Ella nunca me lo contó.

—¿El qué?

—Más bien, con quién.

—Papá, por favor —le recriminó Erika.

—Fue a Moscú para encontrarse con Ana, la hija de Mladić.

Erika torció el gesto.

—Así era tu madre. Tenía la esperanza de apaciguar a la bestia llegando al corazón de su hija y se enteró de que ella iba a ir a Moscú en viaje de fin de carrera. La muchacha era la preferida de papá, estudiante ejemplar de Medicina, guapa y cariñosa. Idolatraba a su padre. El caso es que Ana Mladić regresó de aquel viaje sumida en una gran depresión y, a los pocos días, se disparó en la sien utilizando el arma favorita de papá: una pistola que le regalaron sus compañeros al licenciarse como el cadete número uno de su promoción, y que guardaba celosamente a la espera de ser disparada por primera vez el día que naciera su primer nieto. Se dice que Ratko Mladić nunca aceptó la teoría del suicidio, y verdaderamente, ella no tenía motivos para hacerlo. Tampoco dejó una nota. La noticia le pilló en el frente y estuvo varias semanas sin pronunciar palabra. Tu madre confiaba en que aquella conversación hiciera cambiar a Mladić y lo logró: se volvió mucho más despiadado e implacable.

Erika resopló.

—Radovan Karadžić[58] quiso aprovecharse de la coyuntura y, sintiéndose acorralado por la comunidad internacional, se rodeó de las personas que habían demostrado su total lealtad a la República de Srpska. No tardó en regalar a su hombre más duro una total libertad de movimientos: Ratko Mladić. Tu madre no cejó en su empeño y consiguió que ambos entráramos a formar parte del núcleo duro de Mladić, al que sus tropas veneraban y seguían como devotos religiosos de fe inquebrantable. En pocos meses, y gracias a que se sentía muy atraído por el fuerte carácter de tu madre, Erika se convirtió en una de las pocas voces a las que escuchaba. Sin darnos cuenta, nos metimos de cabeza en la boca del lobo. Nadie sabía que éramos pareja, o eso creíamos, y yo me había ganado a muchos cargos intermedios que me facilitaban la información que necesitábamos para enviar a Moscú. En julio de 1995, la ONU estaba presionando mucho para que se levantara el cerco de Sarajevo, que ya duraba más de tres años y que tuvo como resultado casi diez mil muertos; la mayoría, civiles. Como respuesta, Mladić envió sus tropas a Srebrenica y Zepa, dos zonas supuestamente seguras y protegidas por las tropas de la ONU. Allí se habían congregado más de cuarenta mil musulmanes que habían huido de otros sitios buscando protección. El día 9, Mladić dio la orden de entrar en la ciudad arrasando con fuego de artillería las débiles posiciones defensivas bosnias. La población huyó despavorida. Muchos lo hicieron a Tuzla, pero otros veinte mil buscaron refugio en el cuartel de los cascos azules holandeses de Potočari, a unos pocos kilómetros de Srebrenica.

A Carapocha le costaba completar las frases, parecía no querer avanzar en la historia de forma deliberada. Hizo una pausa para beber y cogió aire.

—El día 11, Mladić se citó con el comandante de los cascos azules, el coronel Thomas Karremans, y pidió a tu madre que le acompañara; supongo que, entre otras cosas, para dar una imagen más civilizada ante los holandeses. Durante aquel encuentro, el hijo de puta amedrentó a Karremans con amenazas veladas a su propia seguridad y la de sus hombres. Él ya había utilizado a personal de la ONU como escudos humanos ante los bombardeos de la OTAN, y no le costó convencer al coronel para que dejara en sus manos el destino de aquellos hombres, mujeres y niños con la promesa de llevarlos a una zona controlada por los bosnios. Aquella misma noche, tu madre me dijo que estaba segura de que se iba a perpetrar una masacre y que teníamos que impedirlo por todos los medios. Ella le había oído decir a Mladić en varias ocasiones que «había llegado el momento de vengarse de los musulmanes», pero yo no hice otra cosa que tratar de quitarle esa idea de la cabeza.

—Sabes que no hubierais podido hacer nada para evitarlo…, nada para evitarlo —intervino Goran.

—Ya, pero debería haber estado junto a ella.

—¿Qué pasó? —quiso saber Erika.

Carapocha tenía la mirada perdida y tardó en contestar.

—Al día siguiente, separaron a los hombres de las mujeres y los niños. A estos, los subieron en autobuses y los enviaron a zona bosnia. Empeñado en demostrar a tu madre que estaba equivocada, no me di cuenta de lo extrañamente sencillo que resultó que me permitieran acompañar a la expedición. Ella se quedó en Potočari.

La mandíbula le temblaba como temiendo pronunciar la siguiente frase que había elaborado en su cerebro.

—No la volví a ver con vida. Ni siquiera pudimos despedirnos —reveló Carapocha bajando la cabeza—. Tardamos doce horas en llegar a nuestro destino y, cuando traté de contactar con ella, nadie supo decirme nada. Solo entonces comprendí que algo iba mal —añadió arrugando el gesto—. Busqué desesperadamente un transporte para volver de inmediato, pero allí no había más que autobuses con órdenes muy concretas. Finalmente, me hice con un coche destartalado que, como era de prever, me dejó tirado en tierra de nadie. Estaba desesperado, pero me puse a caminar por la carretera hasta que, muchas horas después, me recogió un convoy que perseguía a la columna de refugiados de Srebrenica. El rumor de la limpieza que se estaba llevando a cabo ya circulaba entre los militares y yo seguía sin tener noticias de tu madre. Llegué a Srebrenica a las diez de la noche del día 13, e inmediatamente fui detenido por Popović, el jefe de la policía. Veinticuatro horas incomunicado y otras tantas de interrogatorios, pero en ningún instante mencionaron nada relacionado con Erika. No sé cuánto tiempo pasó, calculo que un par de semanas, hasta que un día me llevaron a algún lugar a unos cien kilómetros de allí. El propio Mladić tomó el mando para tratar de sacarme a golpes nuestra verdadera misión en Serbia. Yo solo quería saber dónde estaba tu madre. Finalmente, me miró con displicencia y me tiró su documentación a la cara. Con media sonrisa en los labios, me lo confesó.

A Carapocha se le humedecieron los ojos. Erika se contagió emocionalmente y tuvo que morderse el labio para poder seguir escuchando.

—«Ni siquiera con su miserable vida pagará por la muerte de mi estrella, pero tú vivirás para compartir mi dolor el resto de tus días», me dijo. Luego, me explicó que empezó a sospechar de tu madre cuando ella trató de impedir la matanza. Al registrar sus cosas debió de encontrar algo que le hizo relacionarla con el suicidio de su hija, su estrella, como él la llamaba. No me dio detalles de cuándo, cómo ni dónde lo hizo, pero en aquel instante supe que fue él mismo quien la mató. Yo me vacié; no pude o no supe reaccionar y ya no recuerdo muy bien lo que ocurrió a continuación, solo sé que estuve allí encerrado unos cuantos días más hasta que, finalmente, me soltaron y me puse a buscar…

El psicólogo se apretó las sienes con las palmas de las manos.

—Pero había tantos cadáveres… —a Carapocha le costaba articular palabra—; además, tu madre estaba totalmente indocumentada y fue imposible identificar su cadáver entre tantas otras víctimas anónimas. Su cuerpo acabaría siendo incinerado junto al de muchos otros. Oficialmente, ni siquiera se la dio por muerta y sus restos no descansan en sitio alguno donde pueda ser recordada… Blyad! Proklyati, podlii massovii istvebitel’, cvoloch’!! Bud’ proklyata moya jisn’!!![59] —sollozó en ruso.

Goran le agarró del brazo y Erika se mantuvo inmóvil. Tras unos segundos, Carapocha hizo un sobreesfuerzo para continuar hablando. Estaba pálido, desencajado.

—Deseé estar muerto en aquel momento, pero no tuve el coraje suficiente para volarme la cabeza. A principios de agosto, no sé muy bien cómo, llegué de nuevo a Belgrado para coger un avión a Moscú. Como esperaba, me dijeron que ya sabía a lo que nos arriesgábamos y, en compensación por los servicios prestados, me retiraron con una pensión vitalicia en septiembre de 1995. Hasta diciembre, no reuní las fuerzas necesarias para ir a Berlín a decírtelo. ¿Lo recuerdas?

—Vagamente. Recuerdo tus discusiones con el abuelo.

—Nosotros no estábamos casados y tu abuelo aprovechó sus contactos políticos para conseguir tu custodia. Tengo que reconocer que yo apenas estaba capacitado para cuidar de mí mismo, ¡como para hacerme cargo de ti!, y acepté la imposición de Albert. No me arrepiento de aquello, sigo pensando que fue lo mejor.

—Ya. Eso nunca lo sabremos —replicó ella con frialdad. Su padre encajó el golpe con deportividad—. ¿Qué pasó luego?

—Volví a Plentzia y me encerré en mí mismo. Pensé en buscar a Mladić, pero no fui capaz de enfrentarme a mi culpabilidad y me refugié en mi propia cobardía. En marzo de 1996 Robert Michelson apareció en casa y, tras muchas horas de conversación y algunos gin-tonics, me devolvió a la tierra. Él sabía cómo insuflarme vida de nuevo y me convenció de que le acompañara a Ucrania para intervenir en el caso de Anatoly Onoprienko. No llegamos a tiempo para evitar que un falso sospechoso muriera en los interrogatorios, pero dos semanas después dimos con él.

El psicólogo se frotó los párpados con las palmas de las manos.

—Nunca perdí el contacto contigo gracias a tu abuela, que, a espaldas de Albert, me permitía escribirte.

—Todavía guardo las cartas. Para mí, la muerte de mamá supuso prolongar vuestra ausencia de forma indefinida…

El sol del ocaso de la tarde, oculto entre las nubes, apenas calentaba y el frío empezó a planear sobre la terraza del Hotel Moskva. Carapocha apuró su cerveza y agarró la mano de su hija.

—Así perdí a tu madre. Nunca me lo perdonaré y, aunque ya nada nos la va a devolver, ahora tenemos la oportunidad de hacer justicia.

—De vengarte, querrás decir —repuso ella.

—Llámalo como quieras.

—Erika, lo tenemos localizado…, lo tenemos —interrumpió Goran ejercitando el cuello—. Según parece, vive en una pequeña población cerca de Zrenjanin, no muy lejos de aquí, pero tenemos que actuar antes de que los servicios secretos lo detengan y lo entreguen al Tribunal de La Haya…, lo entreguen a La Haya, La Haya.

—¿Y cuál es el plan? ¿Iremos allí y le meteremos un tiro en la frente? —preguntó en voz baja Erika.

Goran y Carapocha se miraron.

—No —contestó el psicólogo—. Antes de eso, tendremos una conversación con el contacto de la BIA, pero no va a ser fácil. Si no le han detenido ya es porque buena parte de la población de este país le considera un héroe de la patria. Las autoridades terminarán por entregarle si quieren empezar los trámites de entrada en la Unión Europea. No sabemos cuánto tiempo tenemos, no mucho, y no será fácil porque necesito hablar con él antes de enviarle al infierno. Ahora te toca decidir si quieres participar o quedarte al margen. Respetaré cualquier decisión que tomes.

Erika se reclinó en la silla y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Manteniendo esa postura y con la mirada en el cielo, aseguró:

—No pienso quedarme fuera de esto.

Carapocha esbozó una sonrisa y una lágrima le acarició la mejilla en su recorrido descendente. Se levantó de la silla para acercarse a la de su hija y se puso en cuclillas apoyando sus manos sobre las rodillas de Erika.

—No podría hacer esto sin ti.

—Sí podrías, pero lo quieres hacer conmigo para redimirte de tus «pecados».

—Amén —remató Goran de cabeza—. Ahora tenemos que ver qué hacemos con tu otro amigo de Trieste…, tu otro amigo, amigo.

—En este momento, no podemos encargarnos de él; sin embargo, tampoco podemos dejar pasar la oportunidad ahora que le tenemos localizado en Trieste. Estoy seguro de que a Sancho le gustará saber el paradero de mi querido Orestes, se lo debo.

—¿Vas a poner al inspector tras la pista de Augusto? —preguntó su hija.

El colmillo del psicólogo asomó entre sus labios y sus saltones ojos gris acero se desviaron hacia ningún sitio.

No le hizo falta contestar.