Aeropuerto Pulkovo (San Petersburgo)
14 de abril de 2011, a las 08:25
«Pasajeros del vuelo Aeroflot Russian 2331 con destino a Belgrado, embarquen por la puerta B1».
—Tenemos que embarcar —informó Erika a su padre zarandeándole del hombro.
—Gracias, hija, pero intenta no dislocarme ese hombro, que es precisamente el que utilizo para compensar las deficiencias de esta cadera mía. Por cierto, debes tener muy presente que a partir de este momento somos más alemanes que una salchicha de Frankfurt con mostaza Löwensenf de Düsseldorf. Ni una sola palabra en español, ¿de acuerdo?
—Vale, papá —dijo en alemán—. Ya te he dejado descansar, como me pediste. En realidad, eres el único que lo ha hecho. Todos los demás estábamos huyendo del oso siberiano que merodeaba por el aeropuerto. Algunos, incluso, se estaban organizando para cazarlo…
—Exageras tanto que parece que hubieras nacido en el sevillano barrio de Triana y no en el Mitte berlinés —expuso Carapocha frotando sus saltones ojos de color gris acero.
—Me alegro de que lo menciones. Precisamente, ese es el punto desde donde quiero que me cuentes mi historia; sin aderezos ni saltos en el tiempo. Necesito saber todo lo que os sucedió a mamá y a ti. Lo necesito de verdad.
El psicólogo criminalista se giró para mirar a su hija y la agarró del cuello con ternura. Parecía que hubiera envejecido tres años en tres segundos.
—Lo sé. Dame solo unos minutos para que me refresque. Ve poniéndote en la cola. ¿Cuándo te has tomado el Plenur[23]?
—Durante tu festival de ronquidos. No hace falta que me controles, llevo haciéndolo yo solita desde los dieciséis años.
—¿Hace falta recordarte que…?
—No —le interrumpió—, no hace falta.
Erika cogió aire e hizo lo que le había dicho su padre.
Recordaba su infancia como extrañamente feliz a pesar de que le tocó nacer un mayo de 1982[*] en la RDA y crecer durante la última fase de la Guerra Fría, una época en la que los regímenes comunistas comenzaban a tambalearse y a resquebrajarse. Ella sabía que la desahogada situación económica de sus abuelos maternos había ayudado, y mucho, en los primeros años de su niñez, pero también recordaba las discusiones entre su madre y el abuelo por diferencias ideológicas. Ella, comunista convencida, trabajaba para un gobierno que, según su abuelo Albert, no había hecho otra cosa que mentir al pueblo y exprimir a los pocos empresarios que resistían en aquel lado del muro. Su padre pasaba largas temporadas fuera de casa y, cuando todo el sistema se vino abajo en noviembre de 1989, su madre se desmoronó con él. La joven Erika pasaba cada vez más semanas en casa de los abuelos escuchando las mil y una formas de justificar la ausencia de sus padres. Pasaban casi todo el verano en la casa de Rügen, y fue allí, durante un mes de julio en el que llovió más de lo habitual, donde la abuela Gretchen se desmayó con el teléfono en la mano. Todavía se estremecía cada vez que recordaba al abuelo tratando de explicarle que mamá se había ido para siempre.
—Podría distinguir a un serbio entre un millón de chinos —aseguró Carapocha fijándose en los rasgos faciales de los que estaban esperando para embarcar.
—Y viceversa —completó Erika.
El colmillo del psicólogo se asomaba por unos labios que trataban de sonreír.
—No sé por dónde empezar, todo esto supone para mí pisar un terreno pantanoso que mi subconsciente siempre trata de evitar.
—Bueno, pues le dices a tu subconsciente que tu hija, que está medio dormida pero muy consciente, le va a pegar una gran patada en las pelotas si no se monta en un todoterreno y arranca de una vez.
Carapocha inspiró profundamente antes de enseñar las tarjetas de embarque y los pasaportes suizos a nombre de Eric y Erika Wurlf. Hasta que no estuvieron sentados en las plazas 11A y 11B, no comenzó a hablar. El ruso se arrancó con la mirada perdida en el pasillo del avión.
—Tu madre y yo nos conocimos en Moscú durante las olimpiadas de 1980. Yo llevaba dos años destinado en Berlín y me encomendaron la tarea de «dar soporte» o, dicho de otra forma, proteger y controlar a la delegación de nuestros hermanos de Alemania Oriental. Erika Eisenberg, tu madre, era la segunda de a bordo en la seguridad de los deportistas y, el 17 de julio, cuando llegaron a la villa olímpica, ya estaba yo para recibirles. Era una mujer que llamaba muchísimo la atención; primero, por su carácter, y después, por su escarpada belleza. ¿La recuerdas?
—Sí, recuerdo muy bien cómo me miraba. Además, guardo muchas fotos suyas. Nunca sacó conmigo ese carácter del que hablas; al menos, no lo recuerdo.
—No, contigo no. Bien. Tras un primer reconocimiento del lugar, se empeñó, aduciendo razones de seguridad, en que los edificios en los que se iban a albergar no estaban a la altura. No conseguí hacerle cambiar de opinión a pesar de que lo intenté con todas mis fuerzas. Así, nos tocó desalojar de sus instalaciones a las delegaciones de Bulgaria, Rumania, Polonia y Hungría para reubicar en ellas a la de la RDA, con todo lo que eso suponía a solo dos días de la ceremonia de inauguración.
—¡Esa era mi madre!
—En efecto. Era muy raro que no consiguiese cualquier cosa que se propusiera. En mi vida he conocido a muy pocas personas con tanto carisma, fuerza de voluntad y orientación al logro. Era muy obstinada. Al margen, como te decía antes, también era una mujer preciosa, terriblemente sensual y con mucho más estilo que el que cualquier mujer occidental podría llegar a tener aun viviendo mil vidas. Dominaba a la perfección cada gesto, cada palabra y cada mirada.
El psicólogo tuvo que parar unos instantes en el momento en que el avión empezó a despegar de suelo ruso.
—Esas cualidades están vivas en ti, y por eso me resultó tan complicado y tan necesario poner distancia entre nosotros. Se me rompía el corazón cada vez que te miraba. Me avergüenza confesarlo, pero es la realidad. No tuve coraje para enfrentarme a mi hija.
—Papá, te he pedido que no des saltos en el tiempo. Ya sé cómo os conocisteis, me lo contó mamá y tú me lo has repetido al menos cuatro veces. También estoy al corriente de los motivos de tus ausencias. Lo que necesito saber es lo que nunca me habéis contado ninguno de los dos, eso que los abuelos se esforzaban tanto en ocultar.
—Cuando yo te pida que me cuentes la historia de tu vida, empiezas donde y como quieras, pero en la mía decido yo —afirmó con tono conciliador—. Tenemos por delante seis horas de vuelo hasta Belgrado, así que haz algo de provecho y dile a esa azafata pelirroja que se acuesta con el piloto de rasgos árabes que nos traiga la carta de comida basura. De ese modo, podrás practicar el poco ruso que he conseguido enseñarte.
—Te empeñaste en enseñarme español —refutó ella.
—El ruso se lleva en la sangre, no hace falta aprenderlo. Sigo en las olimpiadas de Moscú. Tu madre y yo teníamos que organizar muchas cosas juntos, y yo hacía todo lo posible para pasar las horas junto a ella. Con el paso de los días, descubrí que, bajo la coraza de Erika Eisenberg, se escondía un corazón tan tierno como apasionado. Quería descubrir el Moscú que el régimen se empeñaba en ocultar y yo se lo mostré durante nuestras escapadas nocturnas. Ya no recuerdo las veces que la llevé al teatro Bolshói y los paseos por el Kremlin durante los que mantuvimos conversaciones que nunca he logrado mantener con otro ser humano. Su capacidad me tenía francamente cautivado. Cuando terminaron los Juegos Olímpicos, nuestros respectivos países se repartieron el medallero y nosotros compartimos la cama. Aquellas dos semanas solo fueron el principio de una relación que ambos decidimos prolongar, sin compromiso alguno, en Berlín.
—Te agradezco que hayas omitido los detalles picantes.
—Algo me dice que no tengo que contarte nada relacionado con las artes amatorias…
Erika quiso cambiar de tercio.
—Voy a pedir yo para los dos, no sea que vuelvas a desviarte de la historia.
—Gracias, pequeña, solo asegúrate de que mi cerveza esté muy fría.
—Descuida, lo estarán las dos.
El aullido de Carapocha se amplificó en el interior del avión. Un hombrecillo dos filas por detrás del psicólogo identificó al hombre que acababa de interrumpir su sueño como el mismo que no le había dejado dormir en la sala de embarque con sus terribles ronquidos. Cerca estuvo de pedir a su acompañante, que ocupaba dos asientos, que le aplastara el cráneo, pero se tragó las ganas deseándole en albanés la peor de las muertes.
—Yo estaba destinado en Berlín —retomó el psicólogo—, dentro del marco de colaboración de la Unión Soviética con los países del Pacto de Varsovia en materia de seguridad. Mi función principal consistía en fomentar el desarrollo de las comunicaciones del Estado, es decir, la vigilancia de los ciudadanos de la República Democrática Alemana, y apoyar algunas operaciones de contraespionaje. Por aquel entonces, tu madre dirigía el Comité para el Desarrollo del Deporte, pero en solo un año y gracias a que hablaba y escribía la lengua de Lenin, hice que le ofrecieran un puesto en Normannenstrasse[24], en la Administración Central de Coordinación. Su cometido no era otro que ser uno de los muchos enlaces del Gobierno central con los agentes soviéticos destinados en Berlín. Así, pasó de proteger a los atletas a salvaguardar la vida de decenas de espías; eso hizo que tu abuelo me condenara definitivamente.
—¿Por qué?
—Tu abuelo provenía de una familia adinerada de Dresde que había hecho fortuna durante generaciones en el sector textil. Dieron su gran salto durante la Gran Guerra confeccionando los uniformes del ejército alemán. Tu bisabuelo, como buen empresario que era, invirtió las ganancias obtenidas en ampliar factorías y talleres. Su hijo, el abuelo Albert, hizo lo propio en la Segunda Guerra Mundial, pero sus fábricas quedaron en el lado oriental en 1945, y terminaron siendo nacionalizadas con la llegada del comunismo. Él nunca se opuso abiertamente al régimen de la nueva Alemania, pero ver cómo su patrimonio se iba reduciendo con el paso de los años y que su hija participaba activamente en todo aquello le pudría por dentro. No le culpo, pero me hacía responsable directo de su distanciamiento con Erika.
—Y tú ¿qué hiciste al respecto?
—Ella veía a su padre como la viva representación de las reminiscencias del capitalismo alemán. Lo único que yo podía hacer era tratar de limar asperezas entre ellos, y te aseguro que lo intenté en muchas más ocasiones de las que me pedían mi sentido común y mis convicciones políticas. Albert era un hombre muy testarudo, como su hija, pero ideológicamente estaba en la otra orilla.
—¿Y la abuela? ¿No había nada que hacer con ella?
—Gretchen era una mujer a la sombra de su marido, aunque trató de acercar posturas dentro de sus posibilidades. No obstante, tuvo el mismo éxito que yo. Ella sabía que compartíamos un piso cerca de Alexander Platz en el que tu madre y yo nos veíamos a diario, pero nunca se lo dijo a Albert.
—Luego aparecí yo.
—Apareciste, nunca mejor dicho. Lo cierto es que no estábamos buscando un embarazo, y menos en las circunstancias en las que vivíamos, pero ambos decidimos dar un paso adelante. Mantener una relación oculta a nuestros superiores y no aceptada por su familia nos obligaba a tomar una decisión que marcaría nuestro futuro.
Erika le miraba ávida de información.
—Esta comida que nos han dado podría haber salido perfectamente de las cocinas de cualquier Gulag[25].
—¿Volvemos después de la publicidad? —sugirió Erika impaciente.
—No. Cuando tomemos tierra. Necesitas dormir, nos espera un día largo y, posiblemente, muy complicado. Yo tengo que revisar los documentos que me envió Goran y que son el motivo por el que estamos en este avión.
Erika aceptó el consejo de mala gana sin mediar palabra y pidió una almohada. Cuando se acercó la auxiliar de vuelo pelirroja, Carapocha la examinó y confirmó su teoría; sin duda alguna, era la amante del piloto.
Residencia de Danilo Gaspari
Barcola (Trieste)
Un pinchazo en el brazo me hizo volver. La cabeza me palpitaba, e intuí que debía de haber sangrado bastante dada la seca tirantez que notaba en el lado derecho de mi cara. Me encogí para tratar de aliviar el dolor, pero una grúa formada por enormes dedos que abarcaron todo mi cráneo me enderezó contra mi voluntad. Estaba atado con las manos a la espalda en la pata de la cama en la que reposaba el cuerpo inerte de Danilo Gaspari. Todavía no se percibía en el ambiente la presencia de esas partículas olorosas que emanan del estado cadavérico, lo cual me invitó a pensar que no había permanecido demasiado tiempo inconsciente. Komovi estaba en cuclillas, a escasos centímetros de mi nariz, y me miró de hito en hito tratando de leer algo en mis ojos; probablemente, descifró el miedo.
Pasaron algunos segundos o minutos, no sabría determinarlo, antes de que le viera pestañear por primera vez. Finalmente, se decidió a hablar.
—Mi nombre es Drago Obućina, tengo veintiséis años y cumpliré veintisiete para ver morir a ti y a los tuyos —se presentó en un italiano muy pobre con acento del este.
Su tono era aplacado, y la entonación, sombría. Dramatizó una pausa durante la que pude oler la represalia contenida en su aliento antes de proseguir.
—En 1994 esto fue único que dije durante las tres semanas de torturas e interrogatorios que sometieron a mí los perros muyahidines[26] del comandante Rasim Delić, no muy lejos de Banja Luka. Me llevé este recuerdo.
Se quitó la camiseta y pude ver el cuerpo magullado de un coloso con tantos tatuajes como cicatrices. Besó la cabeza de tigre con las fauces abiertas encerrada en una cruz ortodoxa que lucía en el hombro derecho. Decidí no abrir la boca y clavar mi mirada en el techo.
—Mi nombre es Drago Obućina, tengo cuarenta y un años y cumpliré cuarenta y dos para ver morir a ti y a los tuyos —repitió señalándome con un machete de grandes dimensiones que sacó de la parte trasera de su pantalón.
Quise humedecerme la garganta con saliva, pero se quedó en una simple tentativa.
—Como veo que gusta jugar con compuestos químicos, también gustará saber que he inyectado en brazo tiopentato de sodio. Supongo sabes qué estoy hablando y el efecto que provoca la dosis adecuada. Mientras te hace efecto, voy a contarte cómo están las cosas.
Asentí con la cabeza tratando de no exteriorizar sentimiento alguno. Me había inyectado lo que, erróneamente, suele denominarse «suero de la verdad». Decidí seguirle el juego, no tenía otra alternativa.
—Cuando sentí terrible picor en garganta, me desperté. No he dejado de beber agua desde entonces, siento como me hubiera secado por dentro. Primero quiero que me digas qué era ese gas que me has hecho respirar y efectos que provoca.
—Se trata de una mezcla de sevofluorano e isofluorano, dos anestésicos inhalatorios —reconocí.
Komovi parecía analizar cada una de mis palabras y no dejaba de escrutar mis pupilas. Me propuse hablar despacio para darme tiempo a decidir cada sílaba en italiano que salía por mi boca. Fingí dolor antes de terminar de contestar su pregunta.
—El compuesto provoca la sedación y pérdida de conciencia del sujeto que lo inhala —certifiqué en tono académico—. El picor y la sequedad de las vías respiratorias son los únicos efectos secundarios.
—¿Quién eres, dónde vienes y quién envía a ti?
Esa era una pregunta clave, no podía fallar con la respuesta. Él creería que el suero de la verdad estaría funcionando si le contaba lo que quería escuchar, así que lo hice sin pensarlo dos veces.
—Me llamo Juan Pablo Castel, soy de Colombia y me envía Don Daniele.
Komovi pestañeó al escuchar la última parte de mi contestación, pero no modificó ni un ápice su semblante.
—¿Cuál parte Colombia eres tú?
—De Barranquilla.
—¡De Barranquilla! Casualidad —fingió—. Precisamente, allí estuve hace dos años para Nochevieja —aseguró al tiempo que yo me esforzaba por ocultar mi temor tras un telón de muecas de dolor—. Balneario Bocagrande. Paraíso. Llovió mucho, pero quedamos todo mes de enero. Disfrutando «ronsito» —pronunció tratando de imitar el acento colombiano— y vuestras estupendas mujeres.
—En enero no cae una gota de lluvia en la costa; ni siquiera en Cartagena de Indias, que es donde se encuentran la playa y el balneario de Bocagrande —corregí—. Además, las mujeres de mi país nunca se juntarían con blanquitos como tú —añadí en español tratando de forzar un acento que sonó más canario que colombiano.
Komovi diseccionó cada una de mis palabras. Me mantuve firme.
—Repíteme nombre tuyo.
—Juan Pablo Castel —respondí pensando en las ínfimas posibilidades de que Komovi asociara ese nombre con el del personaje de El túnel, de Ernesto Sábato.
—Muy bien, Juan Pablo Castel de Barranquilla…
Forzó otro paréntesis de silencio mientras jugaba con el filo del machete.
Mi única posibilidad en aquella situación era hacerle creer que el suero me empujaba a decir la verdad cuando, realmente, el único efecto que provocaba era una liviana depresión de las funciones corticales superiores. Dicho de otra forma: no obliga a decir la verdad, sino que dificulta elaborar una mentira. Para mi cerebro, era como andar en bicicleta por un camino empedrado en vez del habitualmente asfaltado a la perfección.
Tocaba cambiar el plato y levantarse del sillín.
—Dices que envía Don Daniele.
—Así es —confirmé de inmediato.
—¿Matarme?
—No. A sedarte.
No era la respuesta que esperaba y, por primera vez, le noté algo desconcertado. Me afiancé en mi papel de protagonista: un asesino a sueldo sincero y espontáneo.
—Habla.
—Tenía que sedarte para que el viejo pudiera cortarte las pelotas y metértelas en la boca él mismo. «Nadie se folla a mi hija sin mi bendición», me repetía. Me facilitó los planos y me reveló el acceso a la vivienda por el único punto ciego del sistema de vigilancia. Debería parecer un ajuste de cuentas para que su niñita nunca sospechara de él. Cuando subí a confirmarle que ya estabas dormido, escuché los ruidos y supe que todo iba a salir mal. Entonces, apliqué la primera regla: «Si algo se tuerce, endereza a quien te contrató» —improvisé en español para repetirlo después en italiano—. Y eso hice, le dejé bien «derechito» —proferí en canario.
Casi podía oír los engranajes del cerebro del gigante montenegrino trabajando a pleno rendimiento. Supuse que mis pupilas debían de estar dilatadas, seguramente por efecto de la farlopa más que por el del tiopentato de sodio, pero el hecho incuestionable es que todo aquello funcionó. Komovi se levantó y empezó a deambular por la habitación articulando palabras extraídas de un exorcismo. Me juré que aprendería alguna lengua eslava, quizá todas, si salía de aquella. Mis hombros se quejaron y la columna vertebral se unió a la protesta.
Se paró en seco y volvió a colocarse en cuclillas frente a mí. Otra vez el candor de su aliento funesto me provocaba un álgido estremecimiento por respuesta. La cercanía y el tamaño de aquella cabeza cuadrada me obligaron a poner algo de distancia entre nosotros.
—Bueno, «amigo» —españolizó—. Yo tengo que cumplir mi palabra: tienes que morir.
Sonreí. No sé por qué, pero lo hice. Él me observó durante unos instantes y me devolvió el gesto. Fue sincero, lo sé. Por primera vez en mi vida creo que empaticé con alguien, si es que tal término implica conectar con un congénere. Luego, se incorporó para coger el bote de tiopentato y clavó la jeringuilla en él.
—Hasta aquí suero de verdad —me dijo señalando el número tres—, pero si cargo del todo es inyección letal, igual que aplican en muchos estados de América.
Me tragué las ganas de corregir su italiano; sin embargo, hice sonar mis nudillos contra el suelo como respuesta y mantuve la mueca de felicidad. Quizá el suero estuviera haciendo efecto, porque no fui capaz de discurrir nada para evitar que me agarrara del brazo y me inyectara la dosis. Ni siquiera le odié por aquello, estaba en su derecho. Era tan lícito como procedente. Con la mirada, le agradecí que no se hubiera ensañado con mi cuerpo. De alguna forma, noté que él también me respetaba. Proporcionarme una muerte digna le honraba. Anticipé lo siguiente que habría de ocurrir: en unos segundos, me quedaría dormido antes de que se me parara el corazón. Una muerte dulce, como atrapado eternamente en una nube. Komovi había ganado la partida. Ahí se terminaba todo.
Séneca me ayudó a aceptar el tránsito: Post mortem nihil, ipsaque mors nihil[27].
Noté que mi ritmo cardíaco se hacía más lento mientras me sumergía en una especie de letargo. Inspiré profundamente por última vez. Me entregué a mi destino con cierta repudia y absoluto pundonor. Su rostro se fue difuminando hasta desaparecer por completo.
Mi último pensamiento positivo fue para mi padre.
Sin embargo, fue su imagen, que era la mía, lo último que vi antes de morir.
Sobrevolando Belgrado
El avión acababa de iniciar el descenso hacia el aeropuerto de Nikola Tesla. Carapocha miraba por la ventana cuando cogió la mano de Erika, que seguía dormida apoyada en el hombro de su padre. Cientos de pensamientos ajados se remendaron en la retina del psicólogo como si de un mal sueño se tratara. Reconoció el perfil de los rascacielos que emergen junto a otros edificios en el distrito Novi Beograd, en la orilla izquierda del río Sava. El recuerdo de la Torre Ušće[28] en llamas se diluyó en la voz entumecida de Erika.
—¿Ya estamos?
Carapocha asintió absorto en la urbe.
—¿Cuánto he dormido?
—Lo que te ha reclamado el cuerpo legítimamente.
Erika besó a su padre en la mejilla.
—¿Estás bien?
—Pensaba que nunca reuniría el valor suficiente para volver a Belgrado.
—Una vez, te escuché decir que hay ciertos lugares a los que se está ligado de por vida y que, antes o después, siempre se termina volviendo.
—Me refería a los bares —bromeó Carapocha.
Erika consideró que había llegado el momento adecuado y se decidió.
—¿Cuándo me vas a decir a qué hemos venido?
Carapocha se giró para aclarar su garganta y eludir el enfrentamiento visual.
—A saldar una deuda.
Erika le rogó sin mediar palabra.
—Ratko Mladić, el carnicero de Srebrenica y el responsable de la muerte de tu madre. No —rectificó—, el responsable de la muerte de tu madre soy yo. Él solo decidió asesinarla.
El psicólogo se volvió hacia la ventanilla para evitar que Erika se diera cuenta de que sus ojos se estaban humedeciendo. No lo consiguió, por lo que su hija le apretó fuertemente la mano antes de tomar tierra.
En cuanto bajaron del avión, Carapocha buscó en su agenda a Goran Jerčić, un bosnio de padre croata y madre islandesa afincado en Liubliana; un viejo camarada. Su mujer, Svetlana, de origen serbio, y sus gemelos, Mira y Miran, debían su existencia a aquel ruso de extraño aspecto e imprevisible comportamiento. Tras veinte minutos de conversación y con solo una mochila por equipaje, salieron de la moderna terminal para buscar un taxi que les llevara a la ciudad. La azafata pelirroja y el piloto de rasgos árabes habían subido al anterior de una forma un tanto apresurada. Sin esperar la pregunta, Carapocha se explicó.
—Cuando subimos al avión, me fijé en que ella se esmeraba intentando tapar con el pañuelo una marca de su cuello que, sin lugar a dudas, era fruto de la pasión. Esperando para embarcar, vi pasar a la tripulación del vuelo y pude leer en los labios de nuestro piloto decir a un colega suyo «Es una fiera» en un perfecto ruso capitalino.
—Cada día tengo más claro a quién debo agradecer mi enfermedad… Y, ahora, ¿dónde vamos? —quiso saber Erika.
—Ya te lo he dicho mil veces: todo lo malo me lo debes a mí y todo lo bueno a tu madre; incluso, tu enfermedad. Vamos al Hotel Moskva.
—Como no podía ser de otra forma.
—Mi casa. Tu madre también lo disfrutó durante una temporada. Es el mejor situado de todo Belgrado y todavía conserva el sabor de la arquitectura europea oriental.
—¿Has reservado?
—Tu padre no necesita reserva en ese hotel.
—No sabía que fuese hija de una celebridad —observó ella irónicamente.
—No, solo de un buen cliente al que más de uno le debe un favor en esta ciudad —aseguró el psicólogo mientras se sentaba con dificultad en el taxi.
—¿Cuándo te vas a revisar esa cadera?
—Cuando termine todo esto. Te lo prometo. «Fotel moscma» —pronunció el psicólogo.
—¿Eso es serbio?
—Sí. Para un ruso, no es difícil entender cualquier lengua eslava. Si, además, has vivido durante diez años casi ininterrumpidos en los Balcanes, chapurrear serbio, croata, esloveno, macedonio y búlgaro no tiene mucho mérito. El serbio es de los pocos idiomas que se escribe como se habla y se lee como se escribe. En el Centro nos prepararon para ello: alemán, inglés, francés y castellano. Realmente hay muy pocos rincones de nuestra vieja Europa en los que no consiga hacerme entender en su lengua materna. Bueno, sí, hay uno: el País Vasco.
—¿Por eso te refugiaste allí?
—Quizá. ¿Quién entiende la mente humana? —se cuestionó con causticidad.
Sin cruzar palabra, ambos miraban por la ventanilla el paisaje arbolado que se dibuja en el trayecto desde el aeropuerto hasta la ciudad.
—Tenemos unos veinte minutos hasta el hotel. Luego termino de contarte toda la historia; aquí entienden el alemán muchos más de los que lo aparentan. Entretanto, para que no te aburras, voy a presentarte a esta que llaman la ciudad blanca, aunque yo la teñiría más bien de rojo por la sangre que se ha derramado en sus cimientos. Lo primero que has de saber es que se trata del asentamiento urbano más destruido y reconstruido de cuantos existen sobre la faz de la tierra. Esto se explica por su situación geográfica, en la confluencia del Danubio y del río Sava, siendo así la puerta de entrada y salida de las dos Europas. De hecho, esta zona se conoce como el avispero de Europa. Fue habitada por celtas, hunos, ávaros, romanos, griegos, turcos, húngaros, alemanes y, finalmente, por los eslavos. ¿Quién sabe qué bandera ondeará mañana en la ciudadela de Kalemegdan?
—Intuyo que no vamos a poder hacer turismo, así que daré rienda suelta a mi imaginación para dibujar todos los lugares que mencionas.
—Fíate de tu intuición incluso cuando creas que estás en lo cierto, solo las mujeres tienen la virtud de interpretar esta gran verdad. En fin…, no me distraigas, que me pierdo en mis propias soplapolleces.
Erika hizo un gesto de complicidad y su padre disfrutó con ello. El taxista buscó el reflejo de sus pasajeros en el retrovisor sin mover el cuello.
—Sigo con la clase de historia. Durante la época romana, esta zona era la frontera entre el mundo civilizado y el bárbaro, y tras la división del imperio, se trazó el límite entre Oriente y Occidente justo aquí. Luego, los Balcanes cayeron bajo el poder otomano, librándose intramuros la eterna batalla entre la cruz y la media luna. Desde entonces, no ha pasado un solo siglo en el que no sufriera algún otro conflicto bélico de importancia. Pero no fue sino hasta mediados del XIX cuando comenzaron a fraguarse los movimientos nacionalistas de los pueblos eslavos en su lucha por la independencia. Aquello cristalizó en las guerras balcánicas de principios del siglo XX; con la primera, terminó la hegemonía de los turcos en la zona y, con la segunda, Serbia salió tan fortalecida que incluso empezó a mirar con desafiante desdén al Imperio austrohúngaro.
—Y ese fue el germen de la Primera Guerra Mundial.
—Efectivamente. Un nacionalista serbio llamado Gavrilo Princip quiso reivindicar el territorio de Bosnia para la Gran Serbia asesinando al archiduque de Austria, Francisco Fernando, y a su señora. Los austríacos exigieron efectuar una investigación sobre el terreno, a lo que Serbia se negó con el apoyo de sus primos del norte: la gran Rusia zarista. El Imperio austrohúngaro declaró entonces la guerra a Serbia, y Rusia movilizó su ejército. Alemania, como un felino asustado, sacó las uñas y declaró la guerra a Rusia. Los franceses, cuya idiosincrasia no les permite quedarse al margen de ninguna fiesta, hicieron lo propio con Alemania y, a los pocos días, también se sumó Gran Bretaña como salvaguarda de la nueva Europa que pretendía liderar con la ayuda, por supuesto, de sus amiguitos del otro lado del Atlántico —añadió con acritud—. Con el paso de los meses, la guerra se extendió como un virus por todos los continentes y, cuatro años después, el resultado fue más de ocho millones de muertos y otros tantos desaparecidos. Así nos las gastamos los humanos.
—Bueno, pero no creo que sea justo culpar a los serbios de todo aquel desastre —apuntó Erika.
—Yo tampoco lo creo, pero es un hecho que esta zona ha estado en conflicto permanente a lo largo de la historia. Es como el niño malo del cole, siempre metido en todos los líos; algunas veces es por su culpa y por la de terceros muchas otras, pero al primero a quien mira la profesora cuando pasa algo es a él.
—Me siento identificada.
—Y yo.
Ambos sonrieron.
—Mira, este es el distrito de Surćin, y esta carretera nos mete de lleno en pleno Novi Beograd, que es la parte de la ciudad que creció al norte del río Sava en los años cincuenta y que casi engulle al peculiar barrio de Zemun. En apenas cuarenta kilómetros cuadrados, se agolpan más de doscientas mil personas en enormes bloques. Hay tres puentes que cruzan el río hacia la parte antigua de la ciudad, Stari Grad, donde está nuestro hotel. Toda esa zona está compuesta por otros barrios que se han ido cimentando sobre las ruinas anteriores, y es donde se concentra la mayor parte de la población. Son Savski Venac, Vračar, Rakovica, Čukarica y Zvezdara.
—No pretenderás que me aprenda esos nombres, ¿no?
—A gusto del consumidor. Sigo. El de Palilula está situado al noreste, en ambas márgenes del Danubio. Algunas calles de Belgrado están repletas de historia, envueltas por un siniestro encanto difícil de explicar. Te aseguro que nunca encontrarás gente más alegre y con tanto aprecio por la vida como los belgradenses; han vivido tantas desgracias generación tras generación que ellos sí saben disfrutar del tiempo.
—¿Todavía quedan huellas de la guerra?
—Por supuesto. La herida es demasiado reciente como para que haya cicatrizado, y es algo que puedo decir en primera persona. Aquello fue una barbarie, una auténtica locura alimentada por rencillas históricas entre etnias con distinto idioma, cultura y religión. Unos pocos arrastraron a muchos consiguiendo arrancarse el traje a medida que habían diseñado para ellos en Versalles bautizado como Reino de Yugoslavia, palabra que literalmente significa «tierra de los eslavos del sur»; un harapo confeccionado con una serie de retales de tejidos diversos muy mal cosidos entre sí. Las costuras empezaron a romperse durante la Segunda Guerra Mundial, cuando solo los militares serbios del ejército de Yugoslavia hicieron frente al Tercer Reich. Ya sabes que los croatas y eslovenos son católicos y germanófilos; los serbios, rusófilos y ortodoxos, y por último, los bosnios son mayoritariamente musulmanes.
Erika asintió.
—En Zagreb, la población recibió a los nazis con los brazos abiertos y muchos aprovecharon para ponerse del lado alemán, conseguir sus pretensiones de independencia y, de paso, liquidar alguna que otra deuda pendiente con los serbios. La Ustacha[29] tomó el mando de la situación en los Balcanes, y los serbios sufrieron. Pero al finalizar la contienda, los partisanos, en su mayoría serbios apoyados desde Moscú, se tomaron cumplida venganza contra los colaboracionistas. Pasados unos años, se estableció la nueva Yugoslavia socialista al mando del mariscal Tito, recompuesta por una serie de repúblicas que no tenían más nexo de unión entre ellas que sus raíces eslavas. Se empeñaron en remendar un traje que ya estaba hecho jirones.
Carapocha centró su atención en el exterior y golpeó el cristal de la ventanilla con su dedo índice.
—Estamos en el bulevar Arsenija Čarnojevića, que cruza todo Novi Grad. Ahora, podrás ver a tu izquierda el Arena de Belgrado, donde viven intensamente su pasión por el deporte; fútbol, baloncesto y balonmano, por ese orden. ¡Oye, amigo! —increpó al taxista en serbio—. ¿Por qué no has girado en Antifašističke Borbe?
El taxista no se inmutó.
—¿Vas a llevarnos a dar un bonito paseo por Stari Grad?
—El puente de Brankov es una trampa mortal a esta hora —dijo al fin—, pero doy la vuelta y lo comprobamos si lo desea.
—No. Sigue, loj[30] —murmuró el ruso.
—¿Conoces bien la ciudad?
—Fueron unos cuantos años moviéndome por estas calles con mi Yugo GV; de color rojo, por supuesto. Un «alarde» de ingeniería automovilística de aquí, de la tierra. Una auténtica castaña sobre ruedas que dio lugar a la proliferación de cientos de talleres por toda Yugoslavia. Era la máxima expresión del minimalismo motorizado, pero si se pretendía pasar desapercibido lo mejor era tener uno. Muchos de ellos terminaron sirviendo como barricadas durante la guerra.
—Si ves uno, dímelo.
—Cuenta con ello. Mira, vamos a pasar por la zona de las embajadas. Aquí se concentraban los movimientos de protesta prebélicos a finales de los ochenta. Luego, todo ocurrió muy rápidamente. En mayo de 1990, poco antes de las elecciones convocadas por Franjo Tuđman para respaldar la autodeterminación croata, se disputó un partido de fútbol en Zagreb entre el equipo local, el Dínamo, y el Estrella Roja de Belgrado. Como era de esperar, se produjo una serie de incidentes entre ambas aficiones durante el partido. Los serbios empezaron a destrozar los asientos y a tirarlos contra los croatas, y estos saltaron al campo para llegar hasta la zona en la que estaban los seguidores del Estrella Roja. Cuando la policía, en su mayoría serbia, decidió intervenir, cargó con mucha dureza contra los aficionados del Dínamo. Un jugador croata que con el tiempo llegó a convertirse en una estrella mundial, Boban, agredió a un policía convirtiéndose así en el símbolo de la resistencia patria. Hubo cientos de heridos.
—Odio el fútbol.
—Bueno, también ocurrió algo similar en baloncesto. Durante la celebración del Mundial de Argentina, en el que Yugoslavia se impuso rotundamente, Vlade Divac, serbio de nacimiento, increpó a un aficionado que había saltado al campo con la bandera de Croacia diciéndole que el triunfo era de toda Yugoslavia, no solo de Croacia. Los medios de comunicación croatas supieron aprovechar aquel hecho y encontraron a su antagonista en la otra estrella del equipo: el croata Dražen Petrović; era la figura que estaban buscando para alimentar el enfrentamiento deportivo.
—Sí, me acuerdo de Petrović.
—Habían sido grandes amigos antes de aquello, pero la presión de sus respectivos medios de prensa les separó de por vida. Más tarde, coincidieron en la NBA, pero nunca se reconciliaron y Petrović murió años después en un accidente. La verdad es que había tanto odio en aquellos momentos que cualquier evento era una buena excusa para alimentar el conflicto. La situación era tal que me atrevería a decir que podría haber ocurrido alguna masacre incluso durante un concierto de música clásica de Ödön Mihalovich[31] en Belgrado —lucubró el psicólogo—. Ahí están la plaza Nikola Pašić y el parque Pionirski, al fondo tienes el edificio del Parlamento de Serbia. Impresionante, ¿verdad? Ya estamos llegando.
—Todo esto te traerá muchos recuerdos.
—Demasiados.
El teléfono de Carapocha emitió un doble pitido.
—Chert voz’mi!![32] —exclamó.
—¿Qué sucede?
Carapocha volvió a leer el mensaje.
—Le han localizado.
—¿A quién?
—Blyad!![33] Ahora no.
Clavó sus ojos grises en los de su hija sin articular palabra.
—¿A Augusto? ¡¡Mierda!! ¿Dónde?
—No muy lejos de aquí, en Trieste.
—¿Trieste?
—La ciudad situada más al este de Italia, a pocos kilómetros de la frontera con Eslovenia.
—Sí, ya sé dónde está Trieste, era una pregunta retórica. ¿Y ahora qué? ¿Cambio de planes?
—De ninguna manera, Augusto tendrá que esperar. Primero le toca a Mladić.