Hotel Fontana
Bratunac (República Srpska)
11 de julio de 1995, a las 19:50
Aquel hombre enjuto, de pelo cano, talludo y de porte distinguido caminaba pesaroso sin apenas atreverse a levantar la mirada de sus lustrosas botas militares. Se notaba a sí mismo mucho más aterrado de lo que cabría esperar de un teniente coronel de la UNPROFOR y comandante en jefe de uno de los cinco enclaves protegidos por la ONU: Srebrenica. Comprobar que el rostro de su subordinado estaba absolutamente desdibujado le hizo ganar a Thomas Karremans algún punto de coraje.
La situación había empeorado drásticamente en los últimos días. Los serbios acababan de tomar Srebrenica; entre otras cosas, gracias a la casi nula oposición de la OTAN. A la desesperada, sin apoyo aéreo y a modo de advertencia, Karremans ordenó abrir fuego de mortero contra las posiciones del VRS[1], pero aquello no causó el efecto que buscaba; más bien, todo lo contrario. En ese momento, tenía a casi veinticinco mil civiles agolpados a las puertas de su cuartel general de Potočari y a las tropas serbias paseándose por las calles de la ciudad «protegida» mientras afilaban sus cuchillos.
Si alguien le hubiera dicho dieciséis meses antes que llegaría a odiar tan profundamente su amada profesión de militar en tan pocas semanas, le hubiera tomado por un estúpido. Pero lo cierto era que, últimamente, se acordaba con más inquina que orgullo del momento en el que asumió el mando del tercer batallón para sustituir a las dos compañías canadienses que, bien o mal, controlaban el área que él acababa de perder. Si de algo estaba seguro en aquellos momentos, es de que se dejaría depilar con pinzas su profuso bigote con tal de no tener que tratar con aquel tipo, ese hombre del que se decía que tenía más poder que el propio Karadžić y que contaba con patente de corso firmada por el mismísimo Milošević para tomar decisiones en aquel condenado territorio: Ratko Mladić.
Su vida y la de sus hombres dependían del desenlace que tuviera aquel encuentro.
Karremans levantó la cabeza a pocos metros de la entrada principal del hotel. Allí les estaban esperando dos soldados uniformados, luciendo con orgullo sus brazaletes de la República Srpska. Esforzándose por aguantar el examen visual de aquellos hombres, le asaltó la última conversación telefónica que había tenido con su mujer, en la que le propuso colgar definitivamente el sable y retirarse a la Costa Blanca española. Hasta aquel preciso instante, no le gustaba absolutamente nada la idea de trasladarse tan lejos de su Apeldoorn natal, pero ya había tomado la decisión definitiva antes de estrechar la mano a aquellos tipos de mirada turbia y sibilina sonrisa: la llamaría al final del día para darle la buena noticia…, si es que lograba salir vivo.
A pesar de la poca luz que había en el vestíbulo, pudo distinguir las siluetas de los tres hombres que conversaban en voz baja cerca de una pared. Cuando se acercó a ellos, el de la espalda ancha y cabeza prominente se giró con aire severo. La inspección ocular del líder serbio le fulminó por dentro, pero consiguió sostener el envite y se mantuvo firme. Uno de ellos, que hacía las funciones de traductor, empezó con las presentaciones. Apenas habría un metro de distancia entre el blanco y poblado bigote de Karremans y los ojos de un azul aguzado de Mladić. A su espalda, otro soldado serbio grababa en vídeo la escena.
Karremans no se esperaba una toma de contacto previa a la reunión y desgranó los segundos que Mladić tardó en tomar la palabra. Entretanto, su subordinado se mantenía a su flanco izquierdo sin intención alguna de intervenir y deseando estar en cualquier otro rincón del planeta.
—Le agradezco que haya acudido a mi llamada —expresó Mladić trascendente, en serbio.
El traductor, en inglés balcánico, tradujo.
El coronel inclinó la cabeza como respuesta, dando tiempo a sus cuerdas vocales para que se aclimataran y así poder fabricar una respuesta.
—Lo primero que quiero saber es si usted dio la orden a sus soldados de disparar a mis soldados —le espetó Mladić en tono inquisitivo.
—No exactamente —balbuceó Karremans.
—No le he mandado llamar para que responda con evasivas de mierda a mis preguntas. ¿Dio usted la orden de disparar a mis soldados?, ¿sí o no? —inquirió elevando progresivamente el tono y modulando la voz con agresividad.
Karremans cogió aire para aguantar los primeros directos. No sabía qué postura adoptar: inicialmente, cruzó los brazos sobre la cintura para subirlos de inmediato a la altura del pecho y tocarse la cara mientras el traductor hacía su trabajo. Mladić interpretó con acierto y satisfacción que aquellos gestos le hacían ganador por KO del primer asalto.
—Di la orden de defendernos —reconoció el holandés bajando de nuevo los brazos y escondiendo la mirada.
—¿Defenderse de quién? Ustedes no han sido atacados por nadie… todavía —recalcó.
—Fuimos atacados por fuego de mortero y carros de combate —respondió el holandés al traductor.
—Entonces, ¿fue usted quien dio la orden de atacar a mis soldados e hizo que la aviación de la OTAN bombardeara mis posiciones y a mis tropas? —insistió.
—No, en absoluto. Yo no tomo esas decisiones. Yo solo informo de lo que sucede. Las decisiones se toman en el Alto Mando de Sarajevo y en Naciones Unidas, en Nueva York.
—Según el acuerdo de abril y mayo de 1993, ustedes están en Srebrenica con el único propósito de desarmar a los musulmanes, que se encuentran bien armados gracias al mercado negro que ustedes no controlan y preparados para luchar contra los serbios.
Mladić interrumpió al traductor para continuar con su asedio dialéctico.
—Por otra parte, hoy mismo también ha dado la orden de disparar contra mis soldados. Quiero saber qué debo esperar de usted.
—He podido hablar con el general Nicolai hace… dos horas —dijo el coronel mirando su reloj—, y me ha comunicado que, aunque la misión del batallón holandés ha terminado, debo defender a los refugiados… en la medida de mis posibilidades —dudó.
—Les han ayudado mucho más de lo necesario.
—Yo estoy aquí para defender a la población, no a los militares.
Mladić encontró la grieta que estaba buscando y decidió que era el momento de relajar el tono de la conversación. Karremans lo agradeció, a pesar de que su rostro era el fiel reflejo del desasosiego.
—Últimamente fumo demasiado. Tome uno.
Karremans lo aceptó, controlando el temblor de sus manos.
—No se preocupe, no será el último que fume —expuso Mladić sin la menor intención de hacer un chiste antes de volver a la carga—. Claro, claro…, ustedes defienden a los musulmanes y a los croatas, pero se han olvidado de la población serbia; especialmente, Van der Broek[2]. Es uno de los que han destruido nuestro sueño de formar un Estado unido. Serbios y musulmanes convivíamos en paz; incluso aquí, en Srebrenica. Hasta que los musulmanes empezaron a seguir las órdenes de los mafiosos occidentales.
Karremans se apretó los lacrimales y se limitó a asentir con la cabeza mientras le traducían el discurso del general. Contra todo pronóstico y antes de que terminara de hablar, murmuró unas palabras que el traductor no pudo entender.
—¿Cómo dice? —quiso saber el líder serbio.
—Es algo que siempre suelo decir: yo soy como un pianista. No disparen al pianista —expuso Karremans.
Mladić buscó la réplica.
—Usted es un pianista muy valorado. ¿Tiene mujer e hijos?
—Sí. Tengo tres niños.
—¿Hace cuánto tiempo que no les ve?
—Medio año.
—¿Y le gustaría volver a verles?
—¿Perdón?
—Que si le gustaría verles de nuevo.
—Sí, por supuesto.
—Lo mismo querían mis soldados que han sido asesinados hoy por usted, y también todos los que ya han muerto luchando por recuperar Srebrenica. Si no hubiera sido usted tan tolerante con los bosnios armados, todavía podrían ver a sus familias.
A Karremans, que empezaba a encontrarse algo más sereno, se le cortó la respiración. Mladić acababa de ganar el combate y se disponía a cobrar su premio, pero antes dejó que un silencio eterno siguiera carcomiendo las defensas de un rival que no luchaba por su pueblo. Él sí lo estaba haciendo. Esa era la gran diferencia.
Cuando lo creyó oportuno, el serbio le preguntó de nuevo con mirada viscosa:
—Entonces, ¿cómo ve la resolución de este problema?
—Yo puedo tener una opinión al respecto, pero quizá no sea lo que decidan en Sarajevo. Ellos son los que se encargan de la política. Desde mi punto de vista, el enclave será desalojado, pero no por el bien del Gobierno bosnio, sino por el de la población. Yo quiero ayudar a los refugiados a salir del enclave hacia…, bueno, en realidad no sé hacia dónde tendrían que ir.
—Eso es justo lo que nosotros queremos y le vamos a ayudar, pero primero deben entregar todas las armas. Luego, les escoltaremos hacia una zona segura, hasta su territorio. Necesito que usted me apoye en este punto. Deben entregar las armas, porque Alá ya no puede ayudar a los musulmanes; Mladić sí.
Thomas Karremans asintió de puro convencimiento.
—Muy bien.
Acto seguido, alguien apareció con un cerdo y lo degollaron delante del mando de la UNPROFOR. Nunca supo cómo interpretar aquel gesto, pero seguiría escuchando los gritos del animal muchos años después. Luego, repartieron prepečenica[3] y todos brindaron. El licor casero abrasó la garganta de Thomas Karremans, pero sabía que el verdadero mal trago ya había pasado.
La continuación de aquel encuentro tuvo lugar en una sala del hotel en la que esperaba pacientemente Nesib Mandžić, un bosnio que, como director del instituto local, había sido elegido a la fuerza para representar a sus compatriotas. Al día siguiente, con el comandante holandés como testigo oficial, se rubricó el acuerdo por el que los bosnios se comprometían a entregar las armas y el general Mladić a respetar sus vidas. Para entonces, muchos bosnios ya habían emprendido la huida hacia Tuzla a través de las montañas; los que no pudieron, quedaron bajo el amparo de las fuerzas serbias del VRS.
Cuando empezó el desalojo del campo de refugiados, metieron a la mayor parte de las mujeres y niños en autobuses y fueron transportados a Kladanj. Los varones, sin embargo, correrían la misma suerte que aquellos que pretendían llegar a pie hasta territorio bosnio.
Se estima una cifra de muertos cercana a los ocho mil bosnios musulmanes, masacrados por los serbios en los alrededores de Srebrenica durante los días sucesivos. Hoy en día esa cifra se ha puesto en entredicho, pero aún se siguen recuperando cuerpos de las fosas comunes.
Erika Eisenberg nunca figurará en ningún listado oficial de víctimas[4].