En la sierra, a veces, hay malos pasos, sobre todo en la alta montaña. Y lo que pasa es que cada cual mata el bicho que merece: un buen macho, por regla general, cuesta muchos sudores, incluso con los fríos del invierno. Y el peligro de despeñarse no es frecuente, pero hay que saber dónde se ponen los pies. Y los guardas tenemos que saber con quién nos gastamos los cuartos antes de meter a un hombre por sitios malos y que pueda ocurrirle algún percance.
Pero hay cazadores que se creen que pueden con todo y hay que frenarlos. Y otros echan a andar tan contentos como el que va a un baile, y al llegar a los pasos malos se les ponen tiesos los pelos del cogote y se echan a morir, y entonces el guarda tiene que cargárselos medio en volandas y sacarlos del apuro.
Eso fue lo que me pasó a mí una vez con un montero, que íbamos cazando por encima de las Banderillas, por un sitio que va un poyo alante, y si se mira arriba hay un ciento de metros, y para abajo, el doble o más.
Y andando, andando, por la cornisa esa se llega a un estrecho, que no hay más remedio que pasarlo, y hay que poner un pie en la losilla y pasar pegado a la pared; pero vamos, con todo el cuerpo al aire.
Me decidí a pasarlo por allí por cortar terreno y porque él decía que no tenía vértigo y estaba acostumbrado. Le dije:
—Mire usted, si seguimos por aquí es fácil matar un buen macho. Pero usted dígame si es capaz de pasar por donde yo pase.
—¡Vaya! Lo que es fácil es que no pase usted por donde yo paso —me dijo—. Yo he hecho montañismo y he escalado.
«Entonces —pensé— este sabe más que yo, que no he hecho más que andar por la sierra». Conque, de todas formas, para asegurarme, se lo dije claramente:
—Mire usted que aquí hay un sitio peligroso; vamos, peligroso, no, porque nosotros lo pasamos; pero el que tenga así una miajilla de vértigo y mire para abajo, ése no pasa.
—¡Ca, hombre! Yo sí paso, por donde pase usted.
Bueno, pues vamos para adelante. Con que cogimos el poyo alante y llegamos al estrecho aquel. Y pasé yo, y le pasé el rifle y todas mis cosas. Pero cuando él se agarró a la piedra y le vi tantear la pared con las manos, que no es seguridad, porque es una piedra muy quebradiza, muy dañada por los hielos; y echó un pie y tenía que levantar el otro para brincar al otro lado, y con la espalda pegada a la pared y las palmas de las manos como si fueran ventosas pegadas a la pared, ¿qué pasó?: pues que el hombre aquel se acobardó allí y miró para abajo. Y fue mirar para abajo y se le puso la cara de un muerto y empezó a dar gritos allí, a medio llorar. ¡Y ay mi mujer! ¡Lástima de mis hijos! A mí me puso nervioso. «Este hombre es capaz de despeñarse», pensé. Y tuve que soltar todas las artes que llevaba más adelante, donde ensanchaba un poco la poyata, y volverme para atrás y darle la mano, que si se le va un pie nos vamos los dos a lo hondo, y que ya no había forma de retroceder: había que seguir para salir a puerto de claridad. Pues le di la mano, y dándole ánimos:
—No tenga usted miedo, hombre; que no le pasa nada.
Se abrazó a mí de una manera que casi lo pasé en peso. Y cuando salió a lo ancho dijo que ya no le interesaba ni macho ni nada, que si había otro paso de aquellos que lo sacara por donde fuera, menos por él, aunque tuviéramos que ir a dar la vuelta a Despeñaperros, y que ya no quería ni macho ni nada. Total, que seguimos para adelante, que ya no estaba tan malo, y el hombre se fue tranquilizando, y por la noche, mientras tomábamos unas copas, lo estuvo refiriendo, y decía:
—No acierto a explicarme lo que me pasó.
¡La madre que lo parió! Si se le va un pie nos hartamos de volar los dos.
Claro que algunas veces, como pasa con los coches, la culpa no la tiene el conductor: hay veces en que lo que falla es la mecánica. Y eso me pasó a mí, que tengo rota la espina de una caída, y ya va para un año y no me curo, tengo aplastadas unas vértebras y eso tiene mal apaño.
Esto me pasó enfrente del Puntal de Ana María, por encima del Guadalentín, y fue el 6 de mayo de 1972, y no me curo: las roturas de la espina tienen mal apaño.
Íbamos Pedro Vilar y yo acompañando a un cazador que tenía que coger el avión en Madrid el día 7. Y esto era el día 6 y estábamos a media mañana y sin tirar. Es decir, había tirado la tarde antes a un jabalí, ya oscuro, y lo hirió, pero no pudimos rastrearlo por falta de luz. Y por ese motivo yo eché al día siguiente mi escopeta por si, después de matar el macho, nos daba tiempo a rastrear el cochino.
Total, que el tiempo se echaba encima y ya sobre la una de la tarde vimos unos machos a tiro, y el hombre consiguió matar uno. Ea, menos mal.
De manera que llamé al arriero:
—¡Venga, Domingo, ligero!
Que con la cosa del avión allí todo eran prisas y carreras. Pues llegamos adonde estaba el macho muerto, y el arriero llegó también, y soltamos Pedro y yo el armamento en un chaparrillo que había, y le dije:
—Vamos a destriparlo.
—Con la prisa que tiene —dijo Pedro—; como no se ha reventado ni nada, más valía dejarlo, y al llegar al parador lo aviamos.
—Pues bueno, vamos a dejarlo. Venga, Domingo, el mulo y a cargarlo.
Y fue terminar de cargarlo, y venga, vámonos. Salimos arreando, y cuando habíamos andado poco más de cien metros, se vuelve Pedro y me dice:
—Oye, que nos hemos dejado los carabinos.
Con las prisas habíamos dejado olvidadas, pegadas al chaparro, su carabina y mi escopeta. Y Pedro hizo ademán de volverse, pero yo le dije:
—No, yo volveré —yo iba un poquillo más atrás—. Yo me volveré.
Tiré para abajo corriendo y llegué donde estaba el armamento, y cojo y me echó la carabina de Pedro al hombro derecho y mi escopeta, descargada, en la mano y tiro otra vez para arriba.
Y ellos, mientras tanto, habían cogido un rastillo alante que viene a salir a una sendica que va por el filo del voladero y viene a saltar a lo alto, para franquear la cuerda.
Para alcanzarles, acorté para salirles al encuentro el rastillo arriba que, aunque está muy a plomo, se puede subir bien porque tiene grietecillas y desigualdades. De manera que yo no solté la escopeta ni la carabina: yo a mi costumbre, pin-pan, pin-pan, trepando para arriba, y conforme iba subiendo a lo alto encontré una grieta, y por la prisa, en lugar de rodearla, fui a saltarla y ya juntarme con ellos, que iban por encima de mí.
Me paré a mirar por donde era más fácil brincar al otro lado y vi una peñasca que salía del voladero, y como no me fiaba de verla así tan asomada, la tanteé primero con la bota, y como la sentí firme, pues fui a saltar, y al echarle el peso encima, se quebró: se partió a rape, y yo a volar se ha dicho, doce o catorce metros. Y debajo había un recibidor que parecía hecho a propósito: había peñones rodadizos de por allí, un torcal de peñones unos con otros, de pico, de filo. Y yo, en el momento en que noté que se quebró la piedra y vi los peñones adonde iban a parar, me dio tiempo a tomar impulso para caer más lejos.
Y lo conseguí; pero, claro, con la escopeta en la mano no pude echar las uñas y agarrarme a ningún sitio. En fin, que levanté la escopeta en alto para no romperla y metí la cabeza debajo del brazo, porque en seguida me puse cabeza abajo. Y con todo y eso, me aporreé bien y me hice una buena herida en la cabeza, pero el golpazo gordo lo di con la espalda y me quedé traspuesto. Pero cuando iba por el aire me dio tiempo de llamar a Pedro y me oyó, y al volverse me vio volar y le dijo al arriero:
—¡Corre, Domingo, que Justo se ha despeñado!
Y salieron corriendo y bajaron, y estaba yo allí tendido que no tenía fuerzas ni para respirar, y me levantaron. Y yo les decía: «Dejadme, dejadme». Pero ¡ca!, me echó cada uno un brazo por encima de su hombro y ¡hale!, me subieron y me montaron en el mulo.
Con la espina rota hora y media en el mulo, con los tropezones, los cimbronazos y el meneo, y yo iba que no podía ni echar el habla del cuerpo. Y luego tres horas en coche, hasta Cazorla, derecho al hospital. Y el médico que había de guardia, que es muy conocido mío, un muchacho joven, me dice:
—Justo, ¿qué te ha pasado?
—Pues mira —le dije—, que me he partido la espina.
Había allí unas monjitas jovencitas, muy monas, y dice el médico:
—¡Que va, hombre!, te vas a partir la espina. Si tuvieras la espina rota los gritos llegaban al cielo.
—¿Y qué leche voy a ganar yo con gritar? —le dije—. Pero tengo la espina rota, ya lo verás.
Él miró a las monjas y las monjas se sonrieron un poco. Y echó mano a un rollo de gasa y me liaron como un puro. Y a mi casa. Y al otro día, a Úbeda. Y me hicieron una radiografía: pues nada, la séptima vértebra dorsal rota, aplastada como una rueda de chorizo.
Me pusieron suero de ese que sale gota a gota: allí un cencerro colgado lleno de caldivache que va cayendo poco a poco por una gomilla muy fina, y la aguja pinchada y ¡hale!
Pues ya han pasado ocho meses y esto no mejora. Hace unos días me citaron a Jaén para que fuera al médico, y voy y se entretiene en decirme que tiene que operarme de la espina.
Y le digo que: «Ya que, por desgracia no puedo llevarle a Dios los huesos como Él me los entregó, la piel sí quiero entregársela entera: que a mí no me toca nadie».
—¡Ah! Pues tengo que hacerle entonces la propuesta para que pase usted por el Tribunal.
—Lo que usted quiera —le dije—. Menos rajarme, todo.
¡Me van a rajar a mí la espina! En la última radiografía que me hicieron en Úbeda me sacaron la quinta y la sexta desviadas; la séptima machacada, y la octava y la novena desviadas, así es que está mi espina como una ristra de ajos.
—Bueno, es que ahora está usted así —me dijo el médico—, pero a medida que vayan pasando los años, se irá inclinando cada vez más. Esto no se evita nada más que operándose.
—Mire usted —le dije—. ¿Usted se acuerda de quién vino conmigo ayer mañana aquí a la consulta?
—Sí, una señora venía con usted.
—Pues esa es mi mujer; soy casado, y como no tengo interés en tener un buen tipo para buscar novia me da igual estar derecho que torcido, por tal de que no me rajen.
—Nada, pues entonces le hago la propuesta para el Tribunal, y si el Tribunal dice de darlo de baja, hay que darlo de baja.
—¿Y si yo pido el alta?
—¿Y eso para qué?
—Pues para que no me den de baja.
Dice:
—¡Hombre, es gracioso! Por mis manos pasan cientos de accidentados y todos quieren que les den la invalidez. ¿Y usted no la quiere?
—Yo, no, señor.
—Pues es el único caso que se me ha dado.
—Ea, pues mire usted, para que usted vea —le dije—, yo no quiero ser inválido; me aguanto con mi daño, pero no quiero ser inválido.
De manera que así estaban las cosas; veremos en qué para todo esto cuando me llamen del Tribunal.