Hace ya algunos años vino a cazar el macho un señor oriundo de Santiago de la Espada, pero que vive en Murcia y tiene allí una fábrica de conservas de melocotón.
Este señor traía un permiso que le había regalado don Gerardo Morcillo, que es el dueño de Pinar Negro, y como tiene un consorcio de caza con el Patrimonio, le corresponden varios permisos de macho todos los años, y él los regala o los vende.
Total, que venía muy recomendado por don Gerardo, y le acompañaba un primo hermano suyo, que es farmacéutico y que fue el que me puso en antecedentes:
—Mire usted, Justo —me dijo—, a ver mi primo, que es mi primo, que no es muy cazador, a ver si fuera posible que matara, que Gerardo tiene mucho empeño.
«Pues nada —pensé yo—, para que este hombre mate lo mejor va a ser llevarle al puesto del Caudillo», que está en lo alto de las Banderillas, un poquillo volcado a este lado, en un sitio que es la huida natural de los machos.
El puesto está hecho de obra, aprovechando unos cangiloncillos que hace la roca, y para techarlo le pusimos unos palos de enebro, tan gordos como el muslo, y encima ramas de pino y luego ramas menudas de boj y broza, para disimularlo, y le dejamos unas cuantas aspilleras para poder tirar en varias direcciones.
Pero todo esto estaba hecho de hacía muchos años, y las vigas de enebro se cortaron verdes y, al secarse, se habían vencido con el peso de la nieve y había que entrar agachado y estarse allí sentado para que no le rozaran a uno las ramas en la cabeza.
Esto era por mayo, y a las siete de la mañana ya estábamos metidos allí el de las conservas de melocotón, su primo el farmacéutico y yo.
La tarde antes ya había prevenido yo a Donato, el guarda, de lo que íbamos a hacer:
—Tú coges a Fidel, el arriero —le dije—, y al amanecer me vais a entrar por el Pico del Águila, uno más adelantado que el otro: por los poyos alante, al filo, al filo, para que las reses no se tiren abajo; y de los bichos que nos entren escogemos uno que no esté mal y que se ponga cerca, y que le tire, y hemos cumplido.
Bueno, pues así estaba trazado el programa y no había más que esperarse a que resultaran los machos. Y nosotros tres allí sentados, esperando: el de las conservas y su primo sentados delante de mí, y yo sin perder de vista la barranca de la derecha, que es por donde tenían que asomar los cabros de un momento a otro, si Donato había hecho las cosas bien.
Pues allí esperando, me aparto así un poco a encender un cigarro, y al ir a darle la primera chupada, vi moverse una cosilla entre la broza del techo y me quedo mirando y me veo colgar una víbora, que venía a caer encima del sombrero del cazador. Pues yo fue ver aquello y no abrí la boca: no hice ni más ni menos que pegarle un guantazo con la gorra y cayó al suelo, y agarré una piedra y ¡zas!, y le empujé con la punta de la bota para echarla atrás y que ellos no la vieran Pero el de las conservas, al oír el peñascazo, me preguntó:
—¿Qué pasa, Justo?
—Nada, nada, un bichillo —le dije, por no asustarlo.
Pero vuelve mi hombre la cabeza y ve aquello retorcerse en el suelo, y se le puso la cara más blanca que el papel y pegó un salto que por poco me derriba, y salieron los dos corriendo, que se llevaron medio angarillón de ramas y broza pegados a los hombros y al sombrero. ¡Vaya manera de espantarse!
Ya afuera pude sujetarle un poco: lo pillé así de la chaqueta, y él bregando por soltarse.
—Espérese usted, hombre —le dije—, que están los machos al venir.
—Ni machos, ni nada; que yo no me estoy aquí ni un minuto más.
¡Vaya si estaban al llegar los machos! Un rebaño de lo menos cuarenta reses estaban paradas, plantadas, sin mover una oreja, mirándonos desde los rasetes de enfrente, a trescientos metros de nosotros.
Si no llegamos a salir del puesto seguro que nos pasan por delante.
—Ahí los tiene usted —le dije—, ya nos han visto.
Y los machos quietos, quietos, como si fueran de piedra; hasta que, de pronto, rompieron a correr hacia la Peña del Águila.
—Lo hemos tirado todo por alto —le dije.
De todas formas yo confiaba todavía en el buen sentido de Donato, que es un guarda muy capaz y muy conocedor de las reses y que sabe todas las triquiñuelas que hay que saber, y esperaba que él, al no sentir tiros, en lugar de seguir hacia nosotros, torcería por las Banderillas para tratar de embolsar otro rebañete y traérnoslo.
Pero como no había forma de meter otra vez en el puesto a los hombres aquellos, había que buscar otro escondite, aunque no fuera un paso tan seguro como el otro.
Pues allí mirando y calculando me gustaron unas riscas que había como a doscientos metros por debajo a la izquierda, dando vista al barranco de Las Cuerdas, que forma unos torcales que los toman muy bien las reses.
—Nos vamos a ir a esas riscas de ahí enfrente —les dije—, y nos vamos a parapetar allí, por si acaso.
Cogí mi carabina y un rifle de repuesto que traía el señor aquel, y eché a andar con ellos detrás, y cuando íbamos a mitad del camino sentí como rodar una piedrecilla en los torcos de enfrente: le echo los prismáticos y me veo una cuadrilla de bichos que venían gateando el barranco arriba.
—Ahí vienen unos pocos —les dije—; pero esos no son para nosotros, a menos que le busquemos las vueltas al aire.
Era una cuadrilla de seis u ocho machos y una cabra vieja, que era la que mandaba la comitiva, y no venían zapeados de Donato, sino que traían su careo tan tranquilos, y seguramente iban a aposentarse para sestear en los poyatos de las Banderillas, porque eran las nueve o cosa así de la mañana y el sol estaba alto.
—Vamos a entrarles —les dije—. Su primo de usted se va a quedar aquí mismo sentado, venteando, y en cuanto asomen, les echará el aire, y los cabros torcerán para los cornitales, y veremos si nos da tiempo de llegar y les puede usted tirar allí.
Pues así lo hicimos. Eché a andar con mi montero detrás de mí, y aunque no era una subida muy pendiente y yo llevaba toda la impedimenta: los dos rifles y mi carabina, las máquinas de fotos, los prismáticos suyos y los míos y los chalecos que le iban sobrando, que me los iba echando encima, y el taco y una cantimplora de cuatro litros de agua y todas las bagatelas. A pesar de eso tuve que acortar un poco el paso, por que lo sentía carlear detrás de mí, y me volví una vez a mirarle y llevaba un cacho de lengua como una alpargata.
Cuando llegamos al sitio, dando un rodeo que nos llevó lo menos media hora, lo senté a descansar y yo me amagué sobre una losa acodándome con los prismáticos. Y no veía ni rastro de los machos.
—Pues no se ve ni rastro —le dije—, y es buena seña. El aire lo tenemos bien.
Pasó un ratillo, y yo mirando, hasta que vi asomar a la cabra, que venía regañándole a uno de los machetes. Pero habían roto por un rastillo un poco más lejos de donde yo los esperaba.
—Nos van a pasar lejos —le dije—; vamos a entrarles. ¡Vamos!
Dejamos allí todo lo que nos estorbaba, y pin-pan, pin-pan, vinimos a ponernos sobre el boquete por donde tenían que pasar, a tiro de escopeta. Pero aquella cabra sabía más que la madre que la parió, y se dio la vuelta y se metió por una vaguadilla, y todavía iba riñéndole al machillo, que ellos tendrían sus cuestiones por lo que fuera.
Le hice señas al montero de que me siguiera, y rodeamos unos peñones y nos volcamos por lo alto de una traición muy buena. Y como asomamos, les vimos aparecer: menos el machillo, los otros cinco eran todos muy parejos, todos medianos, que ninguno llegaba a setenta. Como teníamos el aire firme y bien, los estuve observando un rato, y, por fin, escogí uno que negreaba más y se lo enseñé.
Doblé mi chaqueta sobre una piedra, para que se apoyara al tirar, y el hombre enfiló con él y le soltó un tiro, y el bicho pegó dos o tres saltos y se metió por entre unos enebros y lo vi tirar un garito arriba.
—¡Espérelo usted, que por ahí le va a salir! —le dije—. Va muy bien enganchado, pero es mejor rematarlo antes de que se vuelque, y allí lo va usted a tirar bien.
Al mismo tiempo me preparé yo con el 7-92 por si era necesario. Y asomó el macho, con toda la paletilla ensangrentada, y le tiró y no le dio: se le fue el tiro alto y vi como la bala pegaba en las riscas.
—Va a asomar otra vez —le dije—. Tírele en cuanto asome; allí, en la cresta de la roca.
¡Poon! ¡Poon! Allí, atravesado, a veinte metros, y lo falló dos veces. Y se brincó el bicho a una poyatilla y el hombre creyó que se había tirado la roca abajo; pero yo sabía que esa garita está para salir otra vez arriba, a unos sabinares que hay allí, y lo esperé, y, al cruzarse, le tiré y cayó.
Pues él, en los últimos tiros, no le cortó pelo. Pero yo sí le pegué; y es que yo tengo esa falta: que siempre tiro delantero, y le pegué en donde mismo le nace el cuello, por delante de las paletillas, y fue crujir el tiro y el animal hizo rosca y cayó, quedándose atravesado delante de las sabinas.
El tiro de cuello es muy mortífero, pero no es tiro de cazador de rifle porque es un blanco muy pequeño. Sin embargo, yo he matado muchas reses de tiros en el cuello, en mis tiempos de furtivo, aunque eso era en tiros cortos y porque no tenía confianza en el arma que llevaba, que era un mal escopetajo descalibrado y lleno de mataduras, y sabía que si le daba en otro sitio, aunque fuera en el codillo, el bicho se moría, pero para los zorros y los buitres y no para mí, que lo necesitaba tanto como ellos, y, al fin y al cabo, era el que había hecho el gasto.
Volviendo al macho, fue terminar de matar y al poquillo apareció Donato y luego Fidel. Y estuvimos aviando al macho, y el de las conservas se retrató con él allí, muy ufano, con la bota puesta encima del pescuezo, como si estuviera sujetándolo para que no se levantara.
Luego mandó a Fidel a que fuera a buscar a su primo, para que se reuniera con nosotros; y ya cuando se había alejado un poco, le llamó y le encargó que se trajera también la víbora, porque, según digo, quería retratarla.
—Quiero tenerla fotografiada para que la vean mis amigos y contarles lo que pasó, que si no, no se lo van a creer.
—Acuérdese usted de contarles también —le dije bromeando— que se salió tan súbito del puesto que se llevó medio techo pegado al sombrero.
—Justo, se lo digo francamente: con la gente esa que no tiene patas yo no quiero cuentas.
—Sí, señor —le dije—, no crea usted que no se le nota.
Total, que al rato nos juntamos allí todos: el macho y la víbora, Fidel y Donato, el primo del cazador y el cazador y yo.
Fidel cogió la víbora, que era por cierto un alicántara de esas malas, y la puso muy bien puesta encima de una losa, para que saliera bien en la fotografía. Ea, todos a retratarse allí con el viboruco aquel.