LA ALEMANA DEL FÓLLER-FÓLLER

Tengo un arriero que se llama Juan Pedro, que es analfabeto y muy pollino, pero buenísimo. Y es el responsable de mis arrieros. Yo le digo: Juan Pedro, mañana necesito a tal hora una caballería en tal sitio y otras dos en tal otro. Y puedo estar seguro de que me las encuentro puntualmente. Y otras veces le digo: pues mira, ahora ocho caballerías, y dos de ellas de montura. Y esto porque resulta que el montero trae de acompañante a su mujer o a su hijo o a un amigo, y si es extranjero, al intérprete. Esta orden se la doy a Juan Pedro por la tarde y él se las arregla para buscar arrieros y estar a las mañana siguiente con las bestias en el sitio donde le dije, que a lo mejor está a veinte kilómetros sierra adentro, de modo que se ha tenido que tirar la noche entera andando, con lluvia o con nieve o con rayos encendidos, trochando, por sendas que él conoce, porque es muy conocedor de estas sierras: las conoce igual que yo, paso a paso.

Pues resulta que hace unos años vino un alemán a cazar el macho con su señora, que era su señora de verdad, no como pasa otras veces que vienen matrimonios y en cuanto se meten detrás de un lentisco empiezan a darse besos. Y uno piensa: «Hay que ver lo que se quieren estos matrimonios, o será que la sierra los encandila».

En fin, vino el alemán aquel con su señora, que era una rubiasca cuarentona, y se hospedaron, como es costumbre, en el parador. El marido estuvo probando el rifle la tarde antes, tirando a un blanco que le pusimos a más de doscientos metros y no fallaba un tiro. De manera que yo iba tranquilo con él, sabiendo que, por lo menos de apuntaderas, íbamos bien.

Salimos del parador a las ocho de la mañana, lloviendo. Y yo pensé: «Por ahí arriba debe estar nevando». Íbamos en el «Land-Rover» el alemán y su señora, el chófer y yo, y llegamos al sitio adonde yo tenía citado a Juan Pedro, el arriero, con las caballerías para ellos dos. Y esto era por Pinar Negro, por encima de las Banderillas. El alemán no hablaba una palabra de español y la señora tampoco, y el señor Ran, que es el intérprete, no venía con nosotros, de modo que allí teníamos que entendernos por señas.

Al llegar al sitio donde estaba Juan Pedro desembarcamos todas las cosas del coche, se montó el alemán en su caballería y la señora en otra y echamos a andar, en el preciso momento en que empezó a nevar. Pero no esa nieve que gusta, esos copos como la mano que bajan meciéndose. Nada de eso: un aguanieve como serrinillo, que parecía serrín de carpintero, y se nos clavaba en la cara como alfileres. Y hacia un frío que calaba hasta los huesos: con toda la ropa que uno podía echarse encima y andando sin parar.

Pues total, vamos y vamos y vamos, y fuimos a subir a un vastillo que hace como un alerón que se asoma a una montaña, luego hay una vaguada y enfrente una ladera muy poblada de pinos y ya muchos accidentes del terreno: muchos hoyos y torcos. Resultó que, al asomarnos al alero aquel, me pareció ver moverse una res por el pecho de enfrente. Le eché los prismáticos y era una res. Y empiezan a salir otras de entre los pinos, y era un rebaño. Conque, quietos aquí.

Los alemanes tiran muy lejos. Son más tiradores que cazadores, y además traen unas lentes en los rifles que mira uno por allí y ve hasta la catedral de Burgos. Nos agazapamos asomados al voladero, mientras Juan Pedro se quedó con las bestias al socaire, y yo andaba rumiando la forma de encajar aquello, y no veía manera de acercarnos más a los bichos, porque si pasábamos la vaguada y nos metíamos a rodear el monte, aunque el aire lo teníamos bien, lo más probable es que desde allí se nos taparan los machos entre los torcos que había, que parecía aquello un panal. Por otra parte, yo había visto tirar al hombre aquel y sabía que no le asustaban los tiros largos. Los alemanes no tiran a las reses mientras estén moviendo aunque sea una oreja; muy lejos, sí. Pero tiene que estar el bicho hecho una estatua, y ellos se lo toman con calma: apuntar mucho, mucho. Y hay algunos que hasta se ponen a hacer ejercicios de respiración antes de echarse el rifle a la cara, con unas bocazas que abren como si estuvieran a resultas de un soponcio. Pero eso sí, son capaces de matar un bicho a un kilómetro.

De manera que yo pensé: «Este es un tiro bueno para un alemán. Este es el sitio de localizar al macho que parezca mejor y pegar el tiro desde aquí». Con que, por señas y como pude, le expliqué lo que pensaba. Y el hombre lo comprendió y me dio a entender que estaba conforme.

Pero en el alero aquel no había quien aguantara: allí se nos caían unas lágrimas como habichuelas, y ocurría que estaba uno mirando con los prismáticos y se escondían los bichos, y decía uno: voy a calentarme un poquillo las manos, y no podía abrir los dedos, y tener que cogerse una mano con otra y abrirse los dedos como el que abre una lata de sardinas.

Pues total, cuando yo vi aquel panorama y la mujer allí detrás, dando tiritones que parecía que tenía el mal de San Vito, y vi que el asunto iba para largo, porque todavía no habíamos ni siquiera escogido el macho que íbamos a matar, le dije al arriero:

—Venga, tú, Juan Pedro, llévate las caballerías ahí detrás, al hoyo ese que hace una cuchareta muy a propósito, con un sabinar de sabinas grandes, y te llevas también a la señora, que en el vallejo ese estará más abrigada.

La mujer comprendió en seguida que era por su bien, y se fue detrás de él, que parecía una difunta con las manos metidas en los sobacos. Y llegaron al vallejo, que estaba allí mismo, cien metros por debajo de nosotros, y se sentaron los dos en una piedra a esperar que terminara aquello.

Al ratillo, la pobre señora, como estaba medio helada, empezó a arrimarse al arriero buscando calor. Y empezó a pegarse a él, con el frío y la nievecilla. Y Juan Pedro, venga a apartarse, a recular, a recular, que se le acababa la piedra. Y la pobre mujer, así que vio que no, como no hablaba como nosotros, empezó a indicarle por gestos lo que quería. Y el arriero pegó un brinco y salió corriendo para arriba, y la dejó allí sola.

Llega Juan Pedro adonde yo estaba tumbado panza abajo, con el alemán al lado, y apegado con los codos a la piedra mirando a los bichos con los prismáticos, cuando siento que me tiran del pantalón y empieza a llamarme:

—¡Tío Justo! ¡Tío Justo!

—Déjame ahora —le dije.

Estaba yo viendo cómo se movían los machos, que de frío que tenían los animales no se paraban, pero no acababan de salir de la pinatada a ponerse en lo limpio y no había forma de escoger el macho mejor y, menos todavía, asegurar el tiro. Y el otro venga a tirarme del pantalón. Y yo:

—¡Que me dejes ahora!

Y Juan Pedro:

—Que no, Tío Justo, que es muy preciso.

Yo pensé: «A ver si este idiota ha visto un macho muy bueno por el otro lado y lo vamos a matar en tres minutos, mientras estamos helándonos vivos aquí, que Dios sabe si lo vamos a poder tirar o no». De modo que me volví un poco para él y le pregunté:

—¿Qué quieres?

Y él:

—Que venga usted.

—Pero ¿es que has visto algo por ahí?

Y él, que no: que venga usted, y que venga usted, y que es muy preciso.

Con el frío que hacía y ya me estaba quemando la sangre con tanto «y que venga usted, y que venga usted». Y ya se lo dije:

—Mira, vete o te pego un tanguillazo; maldita sea.

Y el tío que no y que no. El alemán nos miraba muy asombrado, sin entender el pleito que traíamos, y pensaría: «estos se han vuelto locos». Y yo, viendo ya que no había manera de sacudirme al arriero, entumecido como estaba, me di la vuelta y me encare con él y le dije:

—Pero bueno, ¿se puede saber qué es lo que pasa, Juan Pedro?

Y el tío, sin pensarlo dos veces, va y me dice:

—Que venga usted, Tío Justo, que esa mujer no es buena.

—Pero ¿qué estás diciendo, imbécil? —le dije—. ¡Vete de una vez!

Y él vuelta a lo mismo:

—Pues no me voy; me estoy aquí; pero no me voy más con ella.

A todo esto, como nos íbamos excitando con la discusión, cada vez hablábamos más alto, y seguro que íbamos a acabar por espantar los machos una legua a la redonda. De manera que no tuve más remedio que dejar allí solo al alemán, y con Juan Pedro en los talones, que iba con más pena que un perro apaleado, llegué adonde estaba la señora, hecha un gurruño en la piedra.

Y fue llegar y ver a la pobre mujer, que no le faltaba más que cerrar los ojos para decir que estaba muerta: en el vellillo ese que tienen las mujeres en la cara, en cada vellillo de esos tenía un chuzo así. Y, al verme, se vino para mí, medio temblana y sorbiendo mocos y me cogió las manos y empezó a tentarme la cara, y con una voz del otro mundo me decía:

—¡Fóller, fóller!

Y salta Juan Pedro a mi espalda:

—¿Lo está usted viendo, Tío Justo? ¿Lo está usted viendo? Así he tenido que irme huyendo.

—¡Quita de ahí, imbécil! —le dije—. Me cago en la madre que te parió. Ve por un brazado de leña, ¡corre!

Eché mano a una rama de sabina seca, que se había desgajado del año anterior y estaba seca como la yesca, y la rajé por medio, y luego la corté en pedacillos. Puse los primeros tallos secos debajo y apañé más tallos, mientras volvía el otro con la leña. Le metí una cerilla por debajo y tiró aquello y empezó a arder, y la pobre señora tan contenta, que de pronto se le puso hasta mejor cara. Metía las manos entre el humo a ponerlas encima de la candela, y decía: «Fóller, fóller». Y es que se conoce que esta gente al fuego le dicen fóller.

Ya, por fin, volvió el arriero con la leña y armamos allí un candelorio como si estuviéramos haciendo matanza.

Días después de que pasara todo esto, por curiosidad, le pregunté a Juan Pedro:

—Pero bueno, cuéntame qué es lo que te pasaba con ella.

Y me dijo:

—Pues mire usted, Tío Justo, me miraba con unos ojos muy tiernos y se arrimaba a mí, y venga a arrimarse, y me tentaba las manos, y venga a arrimarse y a decir aquello de fóller, fóller.

—¿Y tú le decías algo? —le pregunté.

—Pues yo le decía: no, señora, no, que yo soy casado. Y ella: que fóller, fóller. Y yo: que no y que no. «Mire usted que voy a llamar al Tío Justo, le dije». Y ella como si oyera llover: no quería más que fóller y fóller. Y yo dije: ¿Sí? ¿Eh? ¡Apáñate con tu marido, que para eso lo tienes! Y ya me fui a buscarle a usted.

Tengo otro arriero, que se llama Hermenegildo Punzano, y es más pollino y más analfabeto que este todavía, y si llega a pasarle a él lo de la alemana, a lo mejor hubiéramos tenido un día de luto. Este Hermenegildo no es que sea mala persona, es muy pacífico, y si no se meten con él, él no hace nada. Pero si la alemana se le arrima y le tienda por aquí y por allí y el hombre se empijota, seguro que le echa las uñas al refajo, y no sé lo que ella hubiera hecho: a lo mejor se le escapa un remilgo o empieza a llamar al marido, y nosotros que estábamos allí mismo: vuelve el alemán el rifle, con lo bien que tiran los alemanes, y al que hay que destripar allí es al arriero.